Introducción

Introducción

Este volumen completa la colección dedicada a los relatos de Conan de Cimmeria escritos por Robert E. Howard. Cada relato, fragmento, sinopsis y nota referente al cimmerio que Robert E. Howard puso por escrito (e incluso algunos de sus esbozos) —y sólo si los escribió el propio Howard— puede encontrarse ahora en las páginas de los tres volúmenes de esta colección. Por increíble que pueda parecer, la colección es una primicia mundial.

Asimismo, es la primera vez que las historias se publican, no en el orden correspondiente a la «biografía» del personaje, sino en el mismo orden en que Howard las escribió, tal como parece haber sido su intención: «De ahí los frecuentes saltos y la ausencia de un orden concreto. Un aventurero normal que cuenta las historias de una vida salvaje escogidas al azar no sigue un plan ordenado sino que narra episodios separados en el espacio y el tiempo, según se le van ocurriendo».

Hasta ahora, toda conclusión que estuviéramos tentados de extraer sobre lo conseguido por Howard con esta serie únicamente podía basarse en un escenario que no sólo no mostraba la evolución de Howard como escritor, sino que presentaba las historias en el marco de la «carrera» de Conan, algo que, en mi opinión, pretendía reforzar una interpretación de esta carrera ajena a la concepción original de Howard. La interpolación de relatos de otros autores en la serie, la alteración y reescritura de ciertos pasajes de la obra de Howard (particularmente en El negro desconocido), la adición de párrafos introductorios antes de cada relato e incluso el cambio de algún que otro título (La hora del dragón por Conan el conquistador) tenían por objeto la presentación de la serie no como la vida de un «aventurero normal», como Howard la había descrito, sino como una saga cohesionada, con un inicio, un nudo y una conclusión, una especie de épica tolkieniana en la que cada relato representaba un peldaño más en el ascenso del personaje, desde el ladronzuelo sin blanca (retratado en La torre del elefante) al poderoso monarca de un imperio civilizado (La hora del dragón).

La tumultuosa y despreocupada vida de Conan se transformaba artificialmente en una «carrera». Lo que hacía tan maravillosa la serie —esa intensa sensación de libertad que se derivaba de la total independencia de cada historia respecto a su predecesora y su sucesora (¡en estos relatos casi no hay otros personajes recurrentes aparte del propio Conan!)— se deshacía y la vida aventurera de Conan se convertía en un «destino manifiesto», por decirlo así. De este modo resultaba muy fácil no ver en Conan más que a un superhéroe capaz de elevarse de la pobreza al trono gracias a su poderío físico (tal como se muestra en la versión cinematográfica del cimmerio de los años ochenta).

El hecho de que Conan acabara por convertirse en rey de Aquilonia no es lo que estoy cuestionando, por supuesto; ya era rey en la primera historia que Howard escribió sobre él. Pero en ninguna parte de la serie, tal como fue concebida por Howard, detectamos el menor atisbo de un plan para llegar a rey algún día. En Más allá del rio Negro, Conan comenta: «He sido capitán de mercenarios, corsario, koxak, vagabundo sin blanca, general… ¡Demonios!, he sido de todo menos rey, y hasta puede que llegue a serlo también, antes de morir». En Clavos rojos no se muestra más preciso: «Nunca he sido rey de un reino hiborio…, pero he soñado que llegaba a serlo. Y algún día lo seré. ¿Por qué no habría de serlo?». Conan se convirtió en rey por la sencilla razón de que se le presentó la ocasión en un momento concreto de su vida, no a causa de un plan preconcebido.

En cuanto a la concepción de Howard sobre la monarquía, no era de tipo imperialista, sino más bien artúrico, en la que el rey está, por encima de todo, al servicio de sus súbditos y no al contrario, hasta tal punto que, de hecho, la única ambición del rey Conan es dejar de serlo: «Próspero […] estos asuntos de estado me agotan más que cualquiera de las batallas que he librado. […] Ojalá pudiera acompañarte a Nemedia. […] Parece que ha pasado una eternidad desde la última vez que monté a caballo, pero Publius dice que hay asuntos en la ciudad que requieren mi presencia. ¡Maldito sea! […] Mis sueños no llegaron lo bastante lejos, Próspero. Cuando el rey Numedides yacía muerto a mis pies y arranqué la corona de su ensangrentada cabeza para ponérmela, llegué a la última frontera de mis sueños. Me había preparado para conseguir la corona, no para mantenerla. En los viejos tiempos, lo único que quería era una espada afilada y un camino recto hasta mis enemigos. Ahora ya no hay caminos rectos y mi espada no sirve de nada». Cuando, en La hora del dragón, tras haber sido despojado del trono de Aquilonia, sus partidarios le proponen que conquiste otro reino, la respuesta de Conan resulta inequívoca: «Que otros sueñen con imperios. Yo sólo deseo conservar lo que es mío. No tengo el menor deseo de gobernar un imperio forjado a sangre y fuego. Una cosa es apoderarse del trono con la ayuda de tus súbditos y reinar con su consentimiento, y otra muy distinta sojuzgar un reino extranjero y gobernarlo por el miedo. No quiero ser otro Valerius. No, Trocero, gobernaré Aquilonia, y sólo Aquilonia, o no gobernaré nada».

Este Conan dista mucho de la percepción que el gran público tiene de él, es decir, la de un salvaje medio analfabeto y cubierto de pieles (porque Conan, en su traslación a los medios de masas, sufrió el mismo destino que el Tarzán de Burroughs: ambos perdieron misteriosamente la capacidad del habla articulada), interesado sólo en violar, matar y conquistar. Los relatos de Conan en su faceta de rey, los últimos desde el punto de vista cronológico, no deben ser considerados en modo alguno la culminación de una saga vital encaminada a convertirse en el gobernante más poderoso de la Era Hiboria. A fin de cuentas, estos cuentos se escribieron bastante al comienzo de la historia de la saga (El fénix en la espada y La ciudadela escarlata son dos de las primeras historias escritas por Howard en 1932 y La hora del dragón, que data de 1934, es en esencia una destilación de escritos anteriores).

Todos los relatos que conforman este tercer volumen se escribieron bastante después de La hora del dragón. Es aquí, por tanto, donde encontraremos las últimas palabras de Howard sobre Conan, la conclusión a sus cuatro años de relación con el personaje que le proporcionó la fama. No representan ninguna conclusión de la vida del personaje (cómo iban a hacerlo, cuando el propio Howard se confesaba ignorante al respecto: «En cuanto al destino de Conan… francamente, soy incapaz de predecirlo. Al escribir estos relatos siempre me he sentido, no tanto como creador, sino como cronista de lo que él mismo me contó»), sino una conclusión de la serie. Clavos rojos se completó en julio de 1935, once meses antes del suicidio de Howard. No hay pruebas de que escribiera nada sobre el personaje después de esa fecha.

La incapacidad de Weird Tales para pagar a Howard de manera regular desempeñó un importante papel en esto y podría decirse que el tejano se vio obligado por las circunstancias a abandonar el personaje. El hecho de que después de Clavos rojos sólo enviara un relato más a la revista apoya esa idea. Sin embargo, a finales de 1934, Howard estaba desvinculándose claramente de la ficción fantástica y aproximándose cada vez más a la historia y el folclore de su tierra natal, el sudoeste americano, y a su potencial como tema de ficción. Es esta creciente pasión la que colorea los últimos relatos de Conan: por primera vez, el interés de Howard se centraba en algo con lo que estaba en contacto en su vida cotidiana. Sus conocimientos sobre los celtas, que impregnaban muchas de las primeras historias de Conan, derivaban exclusivamente de los libros. Los últimos relatos del cimmerio —los que figuran en este volumen— eran historias en las que Howard seguía explorando, como había hecho en todas las escritas hasta la fecha, el tema de «la barbarie frente a la civilización», pero por primera vez se encontraba en posición de insuflar mucha autenticidad y muchos conocimientos de primera mano sobre el particular.

Tres de los relatos contenidos en este volumen se cuentan entre los mejores cuentos de Conan: Más allá del río Negro, Clavos rojos y El negro desconocido. Los dos primeros están considerados, tanto por los especialistas en la obra del tejano como por los aficionados, entre los mejores de la obra de Howard en su totalidad. Nos encontramos aquí ante un escritor en la cúspide de su talento, capaz de producir los relatos que acabarían por catapultarlo desde la condición de narrador excepcional a la de autor con un mensaje que transmitir. Con sus últimos cuentos de Conan, Howard demostró que era un autor digno de la atención de los críticos.

En este sentido podemos considerar que los últimos relatos de Conan representan la conclusión de la serie, así como una especie de testamento literario. Los sucesos que se narran en Más allá del río Negro no son nuevos en la ficción de Howard, repleta de cuentos sobre incursiones de salvajes contra los asentamientos civilizados y ciudades que ya son demasiado débiles para protegerse. En este relato, al igual que en otros muchos, la inevitable división de los pueblos civilizados y su debilidad acaban por provocar la derrota. Sin embargo, lo que diferencia a Más allá del río Negro es el hecho de que el escenario y los personajes resultan verosímiles porque todos ellos derivan de fuentes mucho más próximas a Howard que sus típicas ambientaciones seudo-célticas o seudo-asirias. Los colonizadores, los granjeros y los trabajadores que pueblan esta historia concreta no son personajes de cartón, sino que están tan vivos y llenos de fuerza como el propio Conan. Pocos escritores de fantasía han fundido fantasía y realismo con tal maestría. Este relato es una obra maestra porque Howard no permitió que ninguna damisela en apuros se interpusiera en su camino, porque contuvo los elementos más fantasiosos del relato y porque se negó a recurrir a las convenciones del género: llevó la sombría situación del comienzo hasta su amargo final sin dejar que el sentido melodramático se metiera por medio. Los últimos cuentos de Conan son mucho más realistas que fantásticos y es este realismo lo que los diferencia. Howard era muy consciente de esto. Poco después de haber vendido Clavos rojos le dijo a Clark Ashton Smith: «Puede que haya un exceso de crudeza, sí, pero yo me limito a mostrar las que creo honestamente que serían las reacciones de un tipo determinado de gente en las situaciones presentadas por la narración Puede parecer absurdo aplicar el término “realista” en el caso de Conan, pero lo cierto es que, dejando aparte sus aventuras sobrenaturales, es el personaje más realista que jamás he creado».

Si Más allá del río Negro representa la definitiva toma de posición de Howard respecto a la barbarie, en Clavos rojos, su otra obra maestra, decidió explorar la otra cara de la moneda: las civilizaciones decadentes. Una vez más, no es un tema nuevo en su obra. Por poner un ejemplo, el predecesor de Conan, el rey Kull de la Atlántida, era el rey del decadente imperio de Valusia, y un sinfín de relatos de Howard están ambientados en lugares que oscilan entre la decadencia y la degeneración. La situación desembocaba inevitablemente en destrucción, a menudo a manos de los bárbaros que, como es lógico, siempre estaban a las puertas, esperando a que llegara el momento. Sin embargo, en Clavos rojos, Howard se libra de los bárbaros y se asegura de que la ciudad esté totalmente aislada. De este modo la convierte en la historia de un proceso de decadencia que llega a su conclusión lógica. Escrita en un momento en que la salud de su madre estaba deteriorándose a un ritmo alarmante y en el que su cuerpo sufría un lento declive ante los ojos de su hijo, con una conclusión tan inevitable como obvia, el último relato de Conan es una narración que tiene muchas resonancias de los terribles sucesos que estaba viviendo en el momento en que lo escribía. (Se puede encontrar una explicación más pormenorizada del escenario de cada uno de estos relatos en «La génesis de Hiboria, III parte», al final de este volumen).

Con la serie de Conan, Howard garantizó su legado literario. Su suicidio, a la edad de treinta años, interrumpió una carrera que prometía ser excelente. Menos de un mes antes de su muerte, le escribió a Lovecraft: «Cada vez me resulta más y más difícil escribir cualquier cosa que no sean historias del Oeste… Siempre he creído que si llegaba a conseguir algo de valor en el campo de la literatura, sería escribiendo historias sobre la frontera central y occidental». Es muy probable que Howard hubiese llegado a convertirse en un autor importante en este género, pero el destino tenía otros planes. No obstante, las historias de Conan trascienden, por su misma naturaleza, el género del que derivan (sea el western, la historia o la alta fantasía). Al desplazarlas de su contexto histórico y disfrazarlas con un atuendo hiborio, Howard les proporcionó una universalidad de la que hubiesen carecido de otra forma. Se convirtieron en historias atemporales, tan auténticas hoy en día como hace setenta años.

«Arañad la superficie por vuestra cuenta y riesgo», escribí en el primer volumen en referencia a los relatos que incluye. Estáis a punto de descubrir que en la mayoría de los relatos de este último libro, esa superficie es casi inexistente.

He aquí el Howard en estado más puro.

El mejor.

PATRICE LOUINET

2005