VI

VI

EL BOTÍN DE LOS MUERTOS

Belesa bajó la escalera y se detuvo al ver que el conde Valenso, sentado a la mesa, daba vueltas entre las manos a la cadena rota. Lo miró sin afecto y con no poco miedo. El cambio que se había operado en él era aterrador; parecía atrapado en un siniestro mundo conocido sólo por él, presa de un terror que le arrebataba todo atisbo de humanidad.

El fuerte se alzaba extrañamente silencioso en el calor de aquel mediodía que había seguido a la tormenta. Las voces de la gente que había dentro de la empalizada sonaban apagadas, amortiguadas. La misma quietud amodorrada reinaba en la playa, donde las dos tripulaciones rivales aguardaban en armada suspicacia, separadas sólo por unos cientos de metros de arena desnuda. En la lejanía, La mano roja aguardaba, con el ancla echada y un puñado de hombres a bordo, preparada para situarse fuera del alcance de cualquiera al menor indicio de traición. La carraca era el triunfo de la baza de Strom, su mejor garantía contra las maquinaciones de sus socios.

Conan había sido bastante sagaz al adelantarse a la posibilidad de que alguno de los dos grupos intentara tenderle una emboscada en el bosque, pero, hasta donde Belesa podía ver, no había considerado que sus compañeros lo pudieran traicionar. Había desaparecido en el bosque, seguido por los dos capitanes y treinta de sus hombres. La muchacha zingara estaba convencida de que no volvería a verlo con vida.

Al cabo de un rato rompió el silencio, con una voz que a ella misma se le antojó tensa y ronca.

—El bárbaro ha conducido a los dos capitanes al bosque. Cuando tengan el oro en su poder, lo matarán. Pero, cuando regresen con el oro ¿qué pasará? ¿Subiremos a bordo del barco? ¿Podemos confiar en Strom?

Valenso negó con la cabeza con aire ausente.

—Strom nos mataría a todos por nuestra parte del botín. Pero Zarono me contó sus intenciones en secreto. No subirá a bordo de La mano roja si no es como su dueño. Zarono se encargará de que la noche alcance al grupo, de forma que tengan que acampar en el bosque. Buscará el modo de matar a Strom y a sus hombres mientras duermen. Entonces los bucaneros volverán a hurtadillas a la playa. Justo antes de que amanezca, yo enviaré secretamente a algunos de mis hombres desde el fuerte, para que vayan nadando al barco y lo asalten. Strom no pensó en ello, ni Conan tampoco. Zarono y sus hombres saldrán del bosque y, junto con los bucaneros acampados en la playa, caerán sobre los piratas en la oscuridad, mientras yo envío a más hombres desde el fuerte para completar el cerco. Sin su capitán estarán desmoralizados y, superados en número, serán presa fácil. Entonces nos marcharemos en el barco de Strom con el tesoro entero.

—¿Y qué hay de mí? —preguntó ella con los labios secos.

—Te he prometido a Zarono —respondió bruscamente el conde—. Y por eso no nos matará.

—Nunca me casaré con él —dijo ella, desolada.

—Sí que lo harás —respondió el conde con tono sombrío y sin el menor atisbo de simpatía. Levantó la cadena para que los rayos del sol, que entraban por una ventana, incidieran sobre ella—. Debió de caérseme en la arena —musitó—. Él ha estado allí… en la playa…

—No la perdiste en la playa —dijo Belesa, con una voz también desprovista de toda misericordia; su alma parecía haberse convertido en piedra—. Tú mismo te la arrancaste de la garganta, por accidente, anoche en este mismo salón, cuando estabas azotando a Tina. La vi en el suelo antes de que te marcharas.

El conde levanto la mirada, el rostro ceniciento, aterrorizado.

Belesa lanzó una carcajada amarga al sentir la muda pregunta que escondían los ojos dilatados de su tío.

—¡Sí! ¡El negro! ¡Estuvo aquí! ¡En este salón! Debió encontrar la cadena en el suelo. Los centinelas no lo vieron. Pero anoche estuvo junto a tu puerta. Yo lo vi en el pasillo del piso de arriba.

Por un momento creyó que el conde iba a desmoronarse de puro terror. Se hundió en la silla y la cadena se le escapó entre los dedos insensibles y cayó con un tintineo sobre la mesa.

—¡En la mansión! —susurró—. ¡Necio de mí, pensé que las cerraduras, los barrotes y los guardias armados podrían mantenerlo alejado! ¡Es imposible apartarlo de su destino, como lo es para mí escapar! ¡En mi puerta! ¡En mi puerta! —La idea lo abrumó de horror—. ¿Por qué no entró? —chilló mientras se arrancaba el encaje del cuello como si lo asfixiara—. ¿Por qué no acabó de una vez? ¡Me he visto en sueños, en la oscuridad de mi dormitorio y él estaba allí, inclinado sobre mí, con ese fuego azul del Infierno alrededor de su cabeza cornuda! ¿Por qué…?

El paroxismo pasó y lo dejó lívido y tembloroso.

—Ya entiendo —dijo con voz entrecortada—. Está jugando conmigo, como un gato con un ratón. Haberme matado anoche en mis aposentos habría sido demasiado fácil, demasiado misericordioso. Así que destruyó el barco en el que podía escapar de él y mató a ese maldito picto para dejar mi cadena sobre su cabeza, de modo que los salvajes creyeran que yo lo había asesinado… Deben haber visto la cadena en mi cuello muchas veces.

»Pero ¿por qué? ¿Qué sutil estratagema ha ideado, qué propósito taimado que ninguna mente humana puede concebir ni entender?

—¿Quién es ese negro? —preguntó Belesa mientras un gélido terror ascendía por su columna vertebral.

—¡Un demonio liberado por mi codicia y mi lascivia, que me atormentará por toda la eternidad! —susurró él. Extendió sus largos y finos dedos sobre la mesa y la miró con unos ojos vacíos y extrañamente iluminados que no parecían estar viéndola a ella, sino algo que había más allá, un vago pero espantoso destino.

»Cuando era joven tenía un enemigo en la corte —prosiguió como si estuviera hablando solo y no con ella—. Un hombre poderoso que se interponía entre mis ambiciones y yo. En mi afán de conseguir riquezas y poder, busqué la ayuda de gente que practicaba las artes oscuras, un mago negro que, siguiendo mis instrucciones, invocó a un demonio de los abismos externos de la existencia y lo revistió de forma humana. Este aplastó y asesinó a mi enemigo. Mi poder y mi riqueza crecieron hasta un punto en que nadie pudo oponerse a mí. Pero entonces se me ocurrió engañar al demonio y ahorrarme el precio que los mortales deben pagar para que los hijos del pueblo oscuro haga su voluntad.

»Usando sus siniestras artes, el mago engañó al hijo de la oscuridad y lo encadenó en el Infierno, donde éste aulló en vano… por toda la eternidad, creía yo. Pero como el hechicero había dado al demonio forma humana, no pudo romper el vínculo que lo unía al mundo material ni cerrar los corredores cósmicos que le permitían acceder a este planeta.

»Hace un año, en Kordava, me llegó la noticia de que el mago, muy anciano ya, había sido asesinado en su castillo y tenía marcas de dedos demoníacos en el cuello. Entonces supe que el negro había escapado del Infierno y que trataría de vengarse de mí. Una noche vi su rostro demoníaco, que me miraba desde las sombras del salón principal del castillo…

»No era su cuerpo material, sino su espíritu, enviado para atormentarme… Su espíritu, que no podía seguirme a través del agua. Antes de que llegara a Kordava en carne y hueso, partí para interponer un ancho mar entre él y yo. Tiene sus limitaciones. Para cruzar los mares tiene que permanecer en su cuerpo carnal. Pero su carne no es humana. Se le puede matar, creo, usando el fuego, pero el mago, que lo había creado no podía hacerlo… Ése es uno de los límites del poder de los hechiceros.

»Pero el negro es demasiado astuto para dejarse atrapar o asesinar. Cuando se oculta, no hay hombre que pueda encontrarlo. Se mueve como una sombra por la oscuridad y las cerraduras y los barrotes no son nada para él. Nubla los ojos de los centinelas con sueño. Puede invocar tormentas y dirigir las serpientes de las profundidades y los demonios de los abismos. Yo esperaba que mi rastro se perdería en la inmensidad de las aguas azules, pero me ha seguido para reclamar su siniestra deuda.

Los pálidos ojos se iluminaron con un brillo pálido al contemplar lejanos e invisibles horizontes que había más allá de los tapices.

—Lo engañaré —susurró—. Que aguarde a atacarme esta noche… Me encontrará a bordo de un barco y volveré a interponer un océano entre su venganza y yo.

—¡Por los fuegos del Infierno!

Conan se detuvo en seco y levantó la mirada. Tras él, los piratas se detuvieron también. Eran dos grupos compactos, armados con arcos, suspicaces. Caminaban por una antigua senda abierta por los cazadores pictos en dirección al este, y a pesar de que sólo habían avanzado unos treinta metros, la playa ya no era visible.

—¿Qué pasa? —preguntó Strom con suspicacia—. ¿Por qué te detienes?

—¿Es que estás ciego? ¡Mira eso!

Desde la gruesa rama de un árbol que crecía sobre ellos, una sonriente cabeza los miraba: un rostro moreno y pintarrajeado, enmarcado por una tupida cabellera negra, con una pluma de tucán caída sobre la oreja izquierda.

—Yo descolgué esa cabeza y la oculté entre los matorrales —refunfuñó Conan mientras recorría con la mirada los árboles que los rodeaban—. ¿Qué idiota ha podido volver a subirla ahí? Es como si alguien estuviese haciendo todo lo posible para atraer a los pictos al asentamiento.

Los hombres intercambiaron miradas sombrías, mientras un nuevo elemento de sospecha se añadía a una mezcla ya explosiva.

Conan se encaramó al árbol, cogió la cabeza, la llevó a unos arbustos, desde donde la tiró a un arroyó y la vio hundirse.

—Los pictos cuyas huellas rodean este árbol no eran del Clan de los Tucanes —gruñó mientras regresaba caminando entre la vegetación—. He navegado lo bastante por estas costas para conocer un poco a las tribus de la ribera. Si no me equivoco, las huellas de esos mocasines pertenecen a la tribu de los Cormoranes. Espero que estén en guerra con los Tucanes. Si están en paz, correrán a la aldea de los Tucanes y se desatará el caos. No sé a cuánta distancia está su aldea, pero en cuanto se enteren del asesinato, vendrán por el bosque como una manada de lobos furiosos. Es la peor ofensa que se le puede hacer a un picto: matar a un hombre que no lleva pinturas de guerra y colgar su cabeza de los árboles para que se la coman los buitres. En esta costa están pasando cosas muy extrañas. Pero siempre es así cuando los hombres civilizados llegan a estos parajes. Están totalmente locos. Vamos.

Los hombres aflojaron la presa de las empuñaduras de sus espadas en las vainas y la tensión de las flechas en las aljabas mientras proseguían su camino. Hombres de la mar, acostumbrados a las vastas extensiones abiertas de aguas grises, se mostraban intranquilos entre aquellos verdes y misteriosos muros de árboles y lianas que los confinaban. El camino dio vueltas y revueltas hasta que la mayoría de ellos perdió el sentido de la orientación y dejó incluso de saber en qué dirección se encontraba la playa.

Conan estaba intranquilo por otra razón. Siguió observando el camino hasta que finalmente gruñó:

—Alguien ha pasado por aquí recientemente… no hace ni una hora. Alguien calzado con botas y que no estaba acostumbrado a andar por los bosques. ¿Fue el mismo estúpido que encontró la cabeza de picto y la subió al árbol? No, no puede ser él. No encontré sus huellas bajo el árbol. Pero ¿quién, si no? No había más huellas, aparte de las de los pictos que ya había visto. ¿Y el hombre que marcha por delante de nosotros? ¿Alguno de vosotros, bastardos, ha enviado a alguien por alguna razón?

Tanto Strom como Zarono, ultrajados, negaron esta posibilidad, mientras se intercambiaban miradas de hostilidad y desconfianza. Ninguno de ellos podía ver las señales a las que Conan se refería; las débiles huellas que éste había localizado sobre el camino de arena compactada y sin hierba eran invisibles para sus desentrenados ojos.

Conan apretó el paso y fueron tras él, con nuevos carbones de sospecha en el fuego de su desconfianza. Al cabo de un rato el camino viró hacia el norte y Conan lo abandonó y empezó a avanzar entre los densos árboles en dirección sudeste. Strom lanzó una mirada inquieta a Zarono. Esto podía provocar un cambio en sus planes. En cuanto se separaban unos metros de la vereda, ambos estaban irremediablemente perdidos y se convencían de su incapacidad para encontrar el camino de regreso. Los dos temían que el cimmerio contara con hombres y estuviera conduciéndolos a una emboscada.

Esta sospecha fue creciendo a medida que avanzaban y casi alcanzó proporciones de pánico cuando salieron de los tupidos bosques y se encontraron con un risco que se elevaba desde el suelo del bosque. Una pequeña senda que partía de los árboles del este discurría entre las rocas y ascendía por el peñasco a lo largo de una escalera de roca hasta llegar a un resalte plano cerca de la cúspide.

Conan se detuvo. Con su atuendo de pirata del pasado resultaba una figura realmente extraña.

—Ese es el camino que seguí cuando huía de los pictos Águila —dijo—. Conduce a una cueva que hay detrás de ese saliente. En la cueva se encuentran los cuerpos de Tranicos y sus capitanes, junto al tesoro que le robaron a Tothmekri. Pero una cosa antes de que sigamos. Si me matáis, nunca encontraréis el camino de regreso a la playa. Conozco a los marineros tanto como vosotros. En un bosque profundo estáis perdidos. Por supuesto, la playa se encuentra al oeste, pero si tenéis que regresar por un bosque como éste, cargados de botín, no tardaréis horas, sino días. Y no creo que estos bosques sean muy seguros para los blancos cuando los Tucanes se enteren de lo que le ha pasado a su cazador. —Se rio al ver las siniestras y amargas sonrisa con las que respondían al hecho de que hubiera adivinado sus planes. Y comprendió lo que ambos tenían en mente: «Que el bárbaro consiga el botín y nos lleve de regreso, luego lo mataremos».

—Quedaos todos aquí, salvo Strom y Zarono —dijo—. Los tres somos suficientes para bajar el tesoro de la cueva.

Strom esbozó una sonrisa cínica.

—¿Que suba ahí arriba con Zarono y contigo? ¿Acaso me tomas por tonto? ¡Me llevaré al menos un hombre! —Y designó a su contramaestre, un fornido y adusto gigantón, desnudo de cintura para arriba, con pendientes de oro en las orejas y un pañuelo carmesí anudado en la cabeza.

—¡Y yo me llevo a mi verdugo! —gruñó Zarono. Señaló a un delgado lobo de mar, con un rostro que parecía un cráneo cubierto de pergamino y que llevaba una pesada cimitarra desenvainada sobre el huesudo hombro.

Conan se encogió de hombros.

—Muy bien. Seguidme.

Lo siguieron muy de cerca en la ascensión por el sinuoso camino que llevaba hasta el saliente. Se agolparon a su alrededor al pasar por la abertura en la pared y su aliento escapó con un siseo codicioso entre los dientes cuando les señaló los cofres de madera y hierro que había en las paredes de la pequeña y angosta caverna.

—Ahí hay un rico cargamento —dijo con tranquilidad—. Sedas, encajes, vestidos, ornamentos, armas… El botín de los mares del sur. Pero el auténtico tesoro está tras esa puerta.

La enorme puerta estaba entreabierta. Conan frunció el ceño. Recordaba haberla cerrado antes de abandonar la caverna. Pero no lo mencionó a sus impacientes compañeros mientras la abría para que echaran un vistazo.

Se asomaron al interior de una amplia caverna, iluminada por un extraño fulgor azulado que resplandecía a través de una neblina espesa. En medio de la sala había una gran mesa de ébano, y sobre una silla tallada de respaldo alto y sólidos brazos, que no hubiese desentonado en el castillo de un barón zíngaro, se sentaba una gigantesca figura, fabulosa y fantástica: Tranicos el Sanguinario, con la gran cabeza hundida sobre el pecho y un copón enjoyado en el que aún brillaba el vino en la gruesa mano; Tranicos, con su gorro lacado, la guerrera bordada de oro y con botones enjoyados que refulgían en aquella luz azulada, con sus llamativas botas y el tahalí dorado que sostenía una espada de empuñadura enjoyada y vaina de oro.

Y alrededor de la mesa, cada uno con la barbilla apoyada en el pecho cubierto de encajes, se sentaban los once capitanes. El fuego azul proyectaba extrañas sombras sobre ellos y su gigantesco almirante y arrancaba reflejos de fuego helado al montón de piedras preciosas fantásticamente cortadas que brillaban frente al asiento de Tranicos: ¡el botín de Khemi, las joyas de Tothmekri! ¡Las gemas cuyo valor era superior al de todas las joyas del mundo juntas!

Los semblantes de Zarono y Strom palidecieron bajo aquella luz azul; tras ellos, sus hombres la miraban fijamente y con aire estúpido.

—Id a cogerlas —les invitó Conan mientras se apartaba, y Zarono y Strom pasaron ávidamente a su lado dándose codazos en su apresuramiento. Sus seguidores fueron tras ellos. Zarono abrió la puerta del todo de una patada… y se detuvo con un pie en el umbral al reparar en una figura que había en el suelo y que hasta ahora había estado oculta tras la puerta entornada. Era un hombre, tendido y contorsionado, con la cabeza hacia atrás, el rostro retorcido en una mueca de mortal agonía y las manos alrededor de su propia garganta.

—¡Galbro! —exclamó Zarono—. ¡Muerto! ¿Qué…? —Con repentina suspicacia asomó la cabeza por el umbral y se topó con la neblina azulada que llenaba la caverna interior. Y gritó, medio asfixiado—. ¡El humo es mortal!

Al tiempo que él gritaba, Conan se lanzó con todo su peso contra los cuatro hombres que se agolpaban en la puerta y los empujó… pero no contra la caverna llena de neblina, como había sido su intención. Habían retrocedido al ver al muerto y comprender que se trataba de una trampa, y el violento empujón, aunque los derribó, no alcanzó el objetivo deseado. Strom y Zarono quedaron de rodillas junto al umbral, mientras el contramaestre tropezaba con sus piernas y el verdugo chocaba contra la pared. Antes de que Conan pudiera continuar con su terrible plan de introducir a los caídos en la sala y sujetar la puerta mientras la venenosa niebla hacía su trabajo, tuvo que volverse y hacer frente al furioso ataque del verdugo, que había sido el primero en recobrar el equilibrio y el sentido.

El bucanero lanzó un tremendo tajo con su espada de verdugo, pero el cimmerio se agachó y la gran hoja rebotó en la pared de roca con una lluvia de chispazos azulados. Un instante después, su rostro cadavérico rodaba sobre el suelo de la caverna mordido por el sable de Conan.

En los escasos segundos que duró ésta rápida acción, el contramaestre recobró el equilibrio y cayó sobre el cimmerio con una lluvia de golpes de sable que habría sido el fin de un hombre menor. Los sables se encontraron con un tintineo de acero que, en la estrechez de la caverna, resultaba ensordecedor. Los dos capitanes se apartaron a rastras del umbral, tosiendo y jadeando, con el rostro morado y demasiado asfixiados para gritar, y Conan reanudó sus ataques con renovadas fuerzas para acabar con su adversario y ocuparse de ellos antes de que se hubieran recobrado de los efectos del veneno. La sangre goteaba del cuerpo del contramaestre a cada paso que daba en retirada. Empezó a gritar desesperadamente, pidiendo a sus compañeros que acudieran en su ayuda. Pero antes de que Conan pudiera darle el golpe de gracia, los dos jefes, aún aturdidos, pero ávidos de venganza, cayeron sobre él con las espadas en la mano mientras llamaban a gritos a sus hombres.

El cimmerio retrocedió y, de un salto, salió al exterior. Sabía que podía vencer a los tres hombres juntos, a pesar de que cada uno de ellos era un consumado espadachín, pero no quería verse atrapado por los hombres que aguardaban abajo que, a buen seguro, subirían a la carga al oír los ruidos de la lucha.

Pero no lo estaban haciendo con la rapidez que había esperado. Parecían perplejos por los sonidos y los gritos apagados que procedían de la cueva, pero ninguno de ellos se había atrevido a subir por miedo a encontrarse una espada clavada en el pecho. Cada uno de los grupos observaba al otro con aire de expectación, con las manos en las armas, pero incapaz de tomar una decisión, y cuando vieron al cimmerio aparecer de un salto en el saliente, aún titubearon. Mientras estaban allí, con las flechas preparadas, Conan ascendió por la escalinata tallada en la roca y se arrojó al suelo en la cima del peñasco, donde no podían verlo.

Los capitanes salieron al exterior, gritando y blandiendo las espadas, y sus hombres, al ver que sus capitanes no estaban luchando, dejaron de amenazarse y los miraron con asombro.

—¡Perro! —gritó Zarono—. ¡Querías envenenarnos! ¡Traidor!

Conan se burló de ellos desde arriba.

—Bueno, ¿y qué esperabas? Vosotros planeabais cortarme la garganta en cuanto tuvierais el botín. De no haber sido por ese necio de Galbro, os habría atrapado a los cuatro y luego les habría contado a vuestros hombres que os habíais precipitado a vuestra muerte sin que yo hubiera podido evitarlo.

—¡Y con los dos muertos, te habrías llevado mi barco y el botín! —rugió Strom.

—¡Sí! ¡Y a los mejores hombres de cada tripulación! ¡Llevo meses deseando volver a tierras habitadas, y ésta era una oportunidad inmejorable!

»Fueron las huellas de Galbro las que vi en el camino. Me pregunto cómo averiguó la localización del mapa y cómo pretendía llevarse el botín él solo.

—Pues de no haber sido por su cadáver, nos habríamos metido de cabeza en la trampa —murmuró Zarono, cuyo rostro moreno estaba aún ceniciento—. Ese humo azul era como unos dedos que atenazaban la garganta.

—Bueno, ¿y qué vais a hacer? —gritó sarcásticamente su enemigo.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Zarono a Strom—. La cueva está llena de ese humo venenoso aunque, por alguna razón, no atraviesa el umbral.

—No podréis conseguir el tesoro —les aseguró Conan con satisfacción desde su escondite—. Ese humo os asfixiará. Casi acaba conmigo cuando entré. ¡Escuchadme y os relataré una historia que los pictos cuentan en sus chozas cuando las hogueras se han consumido casi del todo! Una vez, hace mucho tiempo, doce hombres extraños llegaron del mar, encontraron una cueva y la llenaron a rebosar de oro y joyas; pero un chamán picto hizo magia y la tierra tembló, y salió humo de su interior y los asfixió mientras estaban allí sentados, tomando una copa de vino. El humo, que era el humo de los fuegos del Infierno, quedó confinado en la caverna por la magia del chamán. El relato se transmitió de tribu a tribu, de modo que todos los clanes evitaron el lugar maldito.

»Cuando trepé hasta aquí para escapar de los pictos del Clan de las Águilas, comprendí que la antigua leyenda era cierta y se refería al viejo Tranicos y a sus hombres. Un terremoto agrietó el suelo de la caverna mientras los capitanes y él estaban tomando el vino, y dejó entrar la niebla de las profundidades de la tierra… sin duda del mismo Infierno, como aseguran los pictos. ¡La muerte guarda el tesoro del viejo Tranicos!

—¡Llama a los hombres! —rugió Strom—. ¡Subiremos y acabaremos con él!

—No seas estúpido —siseó Zarono—. ¿Crees que algún hombre en la Tierra podría trepar por ahí estando él arriba? Llamaremos a los hombres, sí, para que lo cosan a flechazos si se atreve a asomar la nariz. Pero no nos quedaremos sin las gemas. Estoy seguro de que tenía algún plan para apoderarse de ellas o no habría traído treinta hombres para cargar con ellas. Si él podía hacerlo, nosotros también. Haremos un gancho doblando una hoja de sable, lo ataremos a una cuerda, lo arrojaremos a una de las patas de la mesa y luego la arrastraremos hasta la puerta.

—¡Bien pensado, Zarono! —dijo la voz burlona de Conan—. Justo lo que yo había pensando. Pero ¿cómo encontraréis el camino de regreso a la playa? Habrá oscurecido mucho antes de que lleguéis si no tenéis un guía, y yo os seguiré y os mataré uno a uno en la oscuridad.

—No es ninguna tontería lo que dice —musitó Strom—. Puede moverse en la oscuridad tan sigilosamente como un fantasma. Si nos persigue por el bosque, pocos llegaremos vivos a la playa.

—Entonces matémoslo aquí —dijo Zarono con voz ronca—. Que algunos hombres lo apunten con los arcos mientras el resto sube ahí. Si las flechas no lo matan, algunos de nosotros llegarán hasta él con espadas. ¡Escucha! ¿De qué se ríe?

—De los planes que hacéis —respondió la voz siniestra y divertida de Conan.

—No le prestéis atención —dijo Zarono con el entrecejo fruncido y, levantando la voz, ordenó a los demás que se reunieran con Strom y él en el saliente.

Los marineros iniciaron el ascenso por el empinado camino. Uno de ellos empezó a hacer una pregunta. Entonces sonó un ruido parecido al zumbido de un abejorro, aunque terminado en un sonido sordo y seco. El bucanero soltó una exclamación y empezó a sangrar por la boca. Cayó de rodillas, aferrando la flecha negra que sobresalía de su pecho. Sus compañeros lanzaron un grito de alarma.

—¿Qué ocurre? —exclamó Strom.

—¡Pictos! —chilló un pirata mientras levantaba el arco y disparaba a ciegas. A su lado, un hombre soltó un gemido y se desplomó, con la garganta atravesada por una flecha.

—¡Cubrios, idiotas! —gritó Zarono. Desde la posición elevada en la que se encontraba vislumbraba unas figuras pintarrajeadas que se movían entre los matorrales. Uno de los hombres del camino cayó de espaldas, agonizando. El resto busco cobijo apresuradamente entre las rocas del pie del peñasco y se escondió lo mejor que pudo. Era un tipo de lucha al que no estaban acostumbrados. Las flechas volaron desde la vegetación y rebotaron contra las rocas. Los hombres del saliente estaban tendidos de bruces.

—¡Estamos atrapados! —El rostro de Strom estaba pálido. Valiente hasta la audacia con una cubierta bajo sus pies, ese tipo de combate silencioso y salvaje era una dura prueba para sus nervios.

—Conan dijo que le tienen miedo a este lugar —dijo Zarono—. Cuando caiga la noche los hombres podrán subir hasta aquí. Resistiremos. Los pictos no atacarán.

—¡Sí! —se burló Conan desde lo alto—. No subirán al peñasco para cogeros, eso es cierto. Se limitarán a rodearlo y manteneros aquí hasta que perezcáis de hambre y sed.

—Dice la verdad —dijo Zarono con resignación—. ¿Qué podemos hacer?

—Firmar una tregua con él —musitó Strom—. Si alguien puede sacarnos de esta ratonera, es él. Ya habrá tiempo para cortarle el cuello. —Levantó la voz y dijo—: Conan, olvidemos nuestras diferencias. Estás tan atrapado aquí como nosotros. Baja y ayúdanos a salir de aquí.

—¿Por qué dices eso? —repuso el cimmerio—. Sólo tengo que esperar a que oscurezca, bajar por el otro lado del peñasco y perderme en el bosque. Puedo atravesar las líneas de los pictos y regresar al fuerte para decir que los salvajes os han matado a todos… ¡cosa que pronto será verdad!

Zarono y Strom se miraron en silencio, pálidos.

—¡Pero no voy a hacerlo! —bramó Conan—. Y no porque os tenga el menor aprecio, perros, sino porque un hombre blanco no deja que otros blancos, por muy enemigos suyos que sean, caigan en manos de los pictos.

La cabeza morena del cimmerio asomó sobre la cresta del peñasco.

—Ahora escuchadme con atención: ahí abajo sólo hay un pequeño grupo. Los vi antes avanzando sigilosamente entre la vegetación, mientras me reía. Además, si fuesen más, a estas alturas todos los hombres que hay al pie del peñasco estarían muertos. Creo que es una banda de jóvenes guerreros enviados como vanguardia del contingente principal para cortarnos el paso e impedir que lleguemos a la playa. Estoy seguro de que una partida de guerra se dirige en este momento hacia aquí.

»Han establecido un cordón en el lado oeste del peñasco, pero no creo que lo haya en el este. Bajaré por este lado, me adentraré en el bosque y daré un rodeo. Mientras tanto, vosotros bajad con cuidado y reuníos con vuestros hombres. Decidles que guarden los arcos y saquen las espadas. Cuando me oigáis gritar, corred hacia los árboles que hay al oeste del claro.

—¿Y qué hay del tesoro?

—¡Al demonio con el tesoro! Tendremos suerte si salimos de aquí con la cabeza sobre los hombros.

La morena cabeza desapareció. Todos escucharon, tratando de captar algún sonido que indicara que Conan había llegado a la pared casi vertical de la cara este y estaba descendiendo, pero no oyeron nada. Ni tampoco en el bosque. Ninguna flecha volvió a romperse sobre las rocas en las que se ocultaban los marineros. Pero todos sabían que unos ojos negros y feroces los observaban con paciencia asesina. Lentamente, Strom, Zarono y el contramaestre iniciaron el descenso por la sinuosa vereda. Habían recorrido la mitad del camino cuando las flechas negras empezaron a silbar a su alrededor. El contramaestre lanzó un gemido y rodó ladera abajo, con el corazón atravesado por una flecha. Otras rozaron los yelmos y las corazas de los capitanes mientras descendían apresuradamente. Llegaron abajo casi a la carrera y se escondieron entre las rocas, jadeando, maldiciendo y casi sin aliento.

—¿Será otro truco de Conan? —se preguntó Zarono en voz alta.

—En este asunto podemos confiar en él —dijo Strom—. Esos bárbaros se rigen por su propio código de honor y Conan nunca permitiría que unos hombres de su misma raza fueran masacrados por los de otra. Nos ayudará contra los pictos, aunque pretenda asesinarnos después… ¡Maldición!

Un alarido sanguinario acuchilló el silencio. Procedía de los bosques, del oeste, y al mismo tiempo que se producía, un objeto salió de los árboles describiendo un arco, golpeó el suelo y rodó en dirección a las rocas: una cabeza humana cercenada, con el pintarrajeado rostro congelado en una mueca de muerte.

—¡La señal de Conan! —rugió Strom y los desesperados filibusteros salieron de las rocas como una oleada y se precipitaron hacia los bosques.

Con un silbido, los arbustos escupieron flechas, pero su vuelo fue apresurado y errático y sólo cayeron tres hombres. Entonces los lobos del mar atravesaron el muro de follaje y cayeron sobre las figuras desnudas y pintadas que se erguían en la penumbra. Hubo un instante salvaje de jadeante y feroz encontronazo, cuerpo a cuerpo, sables que caían sobre hachas de guerra, botas que pisoteaban cuerpos desnudos y luego pies descalzos que corrían entre los arbustos en desbandada, los supervivientes de la fugaz carnicería que se daban a la fuga dejando siete figuras inmóviles entre las hojas manchadas de sangre. Más hacia el interior del bosque sonaron unos ruidos y unos golpes que cesaron al cabo de unos instantes, y entonces Conan apareció ante ellos, sin el sombrero lacado, con la guerrera desgarrada y el sable ensangrentado en la mano.

—¿Y ahora qué? —dijo Zarono con voz entrecortada. Sabía que su carga sólo había tenido éxito gracias a que el inesperado ataque de Conan por la retaguardia había desmoralizado a los salvajes y les había impedido replegarse. Pero entonces estalló en recriminaciones al ver que Conan atravesaba con el sable a un bucanero que temblaba en el suelo con la cadera rota.

—No podemos llevarlo con nosotros —gruñó Conan—. Y no le haríamos ningún favor dejando que cayera en manos de los pictos. ¡Vamos!

Se puso en marcha al trote entre los árboles, seguido muy de cerca por los hombres. Solos hubieran pasado horas vagando entre la vegetación, empapados en sudor, antes de encontrar el camino de la playa… si es que llegaban a encontrarlo. El cimmerio los llevó hasta allí con tanta seguridad como si hubiera estado siguiendo un camino de fuego y los piratas gritaron con histérico alivio al salir de repente a la vereda que discurría en dirección oeste.

—¡Idiota! —Conan agarró por el hombro a un hombre que se disponía a echar a correr y lo arrojó con el resto de sus compañeros—. El corazón te reventará y te desplomarás antes de haber recorrido mil metros. Estamos a varios kilómetros de la playa. No corráis demasiado. Puede que tengamos que acelerar al final. Ahorrad fuerzas para entonces. Vamos.

Él mismo se puso en camino a buen paso. Los marineros lo siguieron.

El sol estaba rozando las olas del océano occidental. Tina se encontraba junto a la ventana desde la que Belesa había presenciado la tormenta.

—El sol poniente convierte el océano en sangre —dijo—. La vela de la carraca es una mota blanca en medio del carmesí de las aguas. Los bosques están cubriéndose de sombras.

—¿Qué hacen los hombres de la playa? —preguntó Belesa lánguidamente. Estaba reclinada sobre un diván, con los ojos cerrados y las manos detrás de la cabeza.

—Los dos campamentos están preparando la cena —dijo Tina—. Están recogiendo maderos para hacer fuego. Oigo cómo se gritan unos a otros… ¿Qué es eso?

La repentina tensión del tono de la muchacha hizo que Belesa se irguiera en su asiento. Tina estaba aferrada al alféizar de la ventana y tenía el rostro blanco.

—¡Escuchad! ¡Un aullido, muy lejos, como de una manada de lobos!

—¿Lobos? —Belesa se incorporó, con el corazón atenazado por el temor—. Los lobos no cazan en manada en esta época del año…

—¡Oh, mirad! —chilló la muchacha mientras señalaba—. ¡Unos hombres salen corriendo del bosque!

En un instante, Belesa estaba a su lado, observando las pequeñas figuras que salían de los bosques, con los ojos abiertos de par en par.

—¡Los marineros! —dijo con voz entrecortada—. ¡Con las manos vacías! Ahí está Zarono… Strom…

—¿Dónde está Conan? —susurró la chica.

Belesa sacudió la cabeza.

—¡Escuchad! ¡Oh, escuchad! —sollozó la muchacha mientras se pegaba a su señora—. ¡Los pictos!

Todo el mundo en el fuerte podía oírlo ya: un vasto ululato de demente exultación y sed de sangre, emitido desde las profundidades del oscuro bosque.

El sonido espoleó a los fatigados hombres que retrocedían hacia la empalizada.

—¡Corred! —gritó Strom, cuyo rostro era una máscara consumida por el frenético esfuerzo—. Nos pisan los talones. El barco…

—Está demasiado lejos —jadeó Zarono—. A la empalizada. ¡Mirad, los hombres que estaban acampados en la playa nos han visto! —Casi sin resuello, empezó a agitar los brazos de forma casi cómica, pero los hombres de la playa entendieron lo que quería decir y reconocieron el significado de aquellos salvajes alaridos que ascendían en triunfante crescendo. Los marineros abandonaron sus hogueras y sus cacerolas, y huyeron hacia el fuerte. Estaban entrando en tropel cuando los fugitivos del bosque, una agotada y frenética hueste medio muerta de agotamiento, doblaron la punta sur de la empalizada y llegaron a la entrada. Los hombres cerraron el portón con frenético apresuramiento y los marineros corrieron a las pasarelas de la empalizada para reunirse con los soldados que ya las custodiaban.

Belesa salió al paso de Zarono.

—¿Dónde está Conan?

El bucanero sacudió el pulgar en dirección a los bosques, cada vez más oscuros. Su pecho subía y bajaba; el sudor resbalaba por su rostro.

—Los exploradores nos pisaban los talones cuando estábamos a punto de ganar la playa. Se detuvo para matar a algunos y darnos tiempo.

Se alejó tambaleándose para ocupar su lugar en la pasarela, adonde Strom había subido ya. Valenso estaba allí, una figura sombría y embozada en una capa, extrañamente silencioso y frío. Parecía un hombre hechizado.

—¡Mirad! —gritó un pirata sobre el ensordecedor aullido de la horda aún invisible.

Un hombre había salido del bosque y corría velozmente a campo abierto.

—¡Conan!

Zarono esbozó una sonrisa lupina.

—Estamos a salvo aquí dentro. Ya sabemos dónde está el tesoro. No hay razón para no abatirlo ahora mismo a flechazos.

—¡No! —Strom lo cogió del brazo—. ¡Vamos a necesitar su espada! ¡Mira!

Tras el rápido cimmerio, una horda salvaje y aullante salió del bosque: pictos desnudos, centenares y centenares. Sus flechas llovían alrededor del cimmerio. Con unas cuantas zancadas más, Conan alcanzó la parte oriental de la empalizada, dio un gran salto, se agarró a la punta de un madero y se encaramó a él con el sable entre los dientes. Las flechas se clavaron con un sonido sordo y venenoso en los troncos donde acababa de estar su cuerpo. La espléndida guerrera había desaparecido y la camisa blanca estaba rasgada y manchada de sangre.

—¡Detenedlos! —rugió mientras sus pies tocaban el suelo del interior—. Si llegan a las murallas, estamos acabados.

Los piratas, los bucaneros y los hombres de armas respondieron al instante y una tormenta de flechas y saetas cayó sobre la horda que se aproximaba.

Conan vio a Belesa, con Tina aferrada a su mano, y soltó una retahíla de imprecaciones.

—A la mansión —les ordenó—. Dispararán sus flechas sobre la empalizada… ¿Qué os había dicho? —Al tiempo que una flecha negra se clavaba a los pies de Belesa y se estremecía como una cabeza de serpiente, Conan cogió un arco largo y subió a las pasarelas—. ¡Que algunos hombres preparen antorchas! —rugió sobre el creciente fragor del combate—. ¡No podemos luchar con ellos en la oscuridad!

El sol se había hundido en un charco de sangre; en la bahía, los hombres de a bordo de la carraca habían cortado la cadena del ancla y La mano roja estaba alejándose rápidamente hacia el horizonte carmesí.