II

II

NACE UNA DIOSA

Al principio, el cimmerio no hizo el menor intento por resistirse a la corriente que estaba arrastrándolo por aquella noche sin luz. Se mantuvo a flote con la espada, que no había soltado al caer, sujeta entre los dientes, y no perdió el tiempo tratando de imaginar adonde estaba dirigiéndose. Pero, de repente, un rayo de luz perforó la oscuridad delante de él. Vio la arremolinada, espumosa y negra superficie del agua, agitada como si acabara de pasar un monstruo de las profundidades, y vio también que las paredes verticales de piedra del canal ascendían formando una techumbre abovedada. A cada lado discurría un estrecho saliente, justo debajo del techo, pero ambos estaban fuera de su alcance. En un punto, el techo se había agrietado, la mampostería había caído y la luz entraba a raudales por el agujero. Más allá de aquella columna de luz la oscuridad era total y el pánico embargó al cimmerio al ver que sería arrastrado más allá de ella y acabaría de nuevo en la ignota negrura.

Entonces vio algo más: unas escaleras de bronce se extendían desde los salientes hasta la superficie del agua a intervalos regulares. Había una de ellas justo delante de él. Al instante luchó por alcanzarla combatiendo la corriente que lo mantenía atrapado en mitad del canal. Esta lo arrastraba como si tuviera unas manos tangibles, vivas y viscosas, pero él se impuso a la furiosa corriente con la fuerza de la desesperación y, luchando furiosamente, fue acercándose más y más a la pared. Al fin logró llegar a la escalera y, con un esfuerzo ímprobo, se agarró al primero de los peldaños y permaneció allí un instante, sin aliento.

Pocos segundos después salió como pudo de las agitadas aguas, a pesar de que no confiaba del todo en que los corroídos escalones soportaran su gran peso. Pero éstos, aunque combados, aguantaron, y pudo subir hasta el estrecho saliente que discurría a lo largo de la pared, apenas a un brazo de distancia del curvo techo. El alto cimmerio se vio obligado a inclinar la cabeza. Había una sólida puerta de bronce a la altura del remate de la escalera, pero no cedió a los esfuerzos de Conan. El cimmerio se pasó la espada de los dientes a la vaina, escupió sangre —porque el filo le había cortado los labios en su feroz lucha contra el río— y dirigió su atención al techo roto.

Alargó los brazos y se agarró al borde y, tras unas cuantas pruebas cautelosas, se convenció de que aguantaría su peso. Un instante después salió por el agujero y se encontró en una amplia cámara en un estado de total abandono. La mayor parte del techo había cedido, así como una gran sección del suelo, que descansaba sobre el techo abovedado del túnel subterráneo. Unos arcos rotos conducían a otras cámaras y otros pasillos, y Conan llegó a la conclusión de que aún seguía en el gran palacio. Un poco inquieto, se preguntó cuántas de las estancias de aquel complejo tendrían aguas subterráneas bajo el suelo y cuáles de las antiguas baldosas o losetas podían ceder y arrojarlo de nuevo a la corriente de la que acababa de salir a trancas y barrancas.

Y se preguntó también si la caída habría sido un accidente. ¿Había sido una casualidad que aquellas baldosas medio descompuestas cedieran bajo su peso o había una explicación más siniestra? Al menos una cosa estaba clara: no era el único ser vivo que se encontraba en aquel palacio. El gong no había sonado por voluntad propia, hubiera sido o no una trampa para atraerlo a la muerte. De repente, el silencio del palacio se tornó siniestro, preñado de oscuras amenazas.

¿Podía tratarse de alguien con el mismo objetivo que él? Al acordarse del misterioso Bit-Yakin se le ocurrió una idea repentina. ¿No era posible que el hombre hubiera encontrado los Dientes de Gwahlur durante su larga estancia en Alkmeenon… y que sus sirvientes se los hubieran llevado al partir? La posibilidad de que estuviera siguiendo una vana esperanza enfureció al cimmerio.

Eligió un pasillo que, según creía, conducía de vuelta a la parte del palacio por la que había entrado y se adentró por él caminando con rapidez, pero con cautela por miedo al negro río que discurría, arremolinado y espumoso, bajo sus pies.

Su pensamiento volvía una y otra vez a la cámara del oráculo y su críptica ocupante. En algún lugar cercano debía encontrarse la clave del misterio del tesoro, si es que aún seguía en su inmemorial escondrijo.

El gran palacio seguía tan silencioso como siempre, perturbado tan sólo por el paso rápido de unos pies calzados con sandalias. Las estancias y salas que atravesó estaban en ruinas, pero a medida que avanzaba, los estragos del tiempo fueron haciéndose menos visibles. Por un momento se preguntó con qué objeto se habrían construido aquellas escaleras, pero al instante desechó el asunto con un encogimiento de hombros. No le interesaba perder el tiempo especulando sobre cosas del pasado de las que no podía extraer beneficio alguno.

No estaba seguro de la posición exacta de la cámara del oráculo respecto al lugar en el que se encontraba, pero al cabo de un rato salió a un pasillo que, tras cruzar un arco, volvió a conducirlo a la gran sala del trono. Había tomado una decisión: deambular sin propósito por el palacio buscando el tesoro no le serviría de nada. Se escondería en alguna parte, esperaría a que llegasen los sacerdotes keshani y luego, una vez que hubiesen realizado la farsa de la consulta al oráculo, los seguiría hasta donde estaba convencido de que irían, el escondite de las gemas. Puede que sólo se llevasen algunas. Él se contentaría con el resto.

Impulsado por una mórbida fascinación, volvió a entrar en la cámara del oráculo y se quedó mirando de nuevo a la figura inmóvil de la princesa que era idolatrada como una diosa, hipnotizado por su gélida belleza. ¿Qué críptico secreto encerraba aquella forma maravillosamente moldeada?

De repente dio un respingo. El aliento se le escapó entre los dientes y se le erizó el vello de la nuca. El cuerpo seguía tal como lo había visto por primera vez, silencioso, inmóvil, con la pechera de oro enjoyada, las sandalias de hilo dorado y la falda de seda. Pero ahora había una sutil diferencia. Los flexibles miembros ya no estaban rígidos, un rubor de color melocotón había asomado a las mejillas, los labios estaban teñidos de rojo…

Con una imprecación teñida de pánico, Conan desenvainó la espada.

—¡Por Crom! ¡Está viva!

Y en respuesta a sus palabras, las largas y oscuras pestañas se levantaron; los ojos se abrieron y lo miraron inescrutables, oscuros, brillantes, mágicos. Helado y sin habla, el cimmerio le devolvió una mirada suspicaz.

Con ágil desenvoltura y sin romper el contacto visual, la mujer se incorporó.

Conan se pasó la lengua por los labios y recobró al fin la voz.

—¿Eres… eres Yelaya? —balbuceó.

—¡Lo soy! —La voz era rica y musical, y Conan miró a la mujer con renovado asombro—. No temas. No te pasará nada si haces mi voluntad.

—¿Cómo puede una mujer muerta volver a la vida después de tantos siglos? —exigió saber él, como si no diera crédito a lo que sus sentidos le decían. Un brillo de curiosidad estaba empezando a iluminar sus ojos.

Ella levantó los brazos en un gesto enigmático.

—Soy una diosa. Hace mil años se abatió sobre mí la maldición de los dioses mayores, los dioses de la oscuridad que se extiende más allá de las fronteras de la luz. La mortal que era murió entonces; la diosa que soy no puede morir. Aquí he yacido desde hace muchos siglos, para despertar cada noche al alba y presidir mi corte de antaño, con los espectros arrancados a las sombras del pasado. ¡Hombre, si no quieres presenciar cosas que aniquilarán tu alma, vete de aquí en seguida! ¡Te lo ordeno! ¡Vete! —La voz era ahora imperiosa y el fino brazo de Yelaya señalaba el exterior.

Conan, con sendos pozos ardientes por ojos, envainó lentamente la espada, pero no obedeció la orden recibida. Dio un paso hacia ella, como impelido por una poderosa fascinación… y sin previo aviso la abrazó con la fuerza de un oso. La mujer lanzó un grito, un grito muy poco propio de una diosa. El ruido de un desgarrón sonó en la cámara al arrancarle el cimmerio la falda de un brusco tirón.

—¡Diosa! ¡Ja! —La respuesta de Conan estaba teñida de furioso desprecio. Ignoró las frenéticas protestas de su cautiva—. ¡Ya me extrañaba a mí que una princesa de Alkmeenon hablara con acento corinthio! En cuanto se me ha pasado la sorpresa, me he dado cuenta de que te había visto en alguna parte. Eres Muriela, la bailarina corinthia de Zargheba. La marca de nacimiento en forma de media luna que tienes en la cadera lo demuestra. Una diosa. ¡Bah! —Dio una despectiva y sonora palmada sobre la delatora cadera y la chica lanzó un chillido quejumbroso.

Todo su aire autoritario había desaparecido. Ya no era una figura mágica de la antigüedad, sino una bailarina aterrorizada y humillada, como las que podían comprarse en casi todos los mercados shemitas. Se echó a llorar sin la menor contención. Su captor la miró, embargado de furia y triunfante.

—¡Diosa! ¡Ja! Eres una de las mujeres cubiertas con velo que Zargheba llevó a Keshia consigo. ¿Creíste que podrías engañarme, tontita? Hace un año te vi en Akbitana con ese cerdo, Zargheba, y yo no olvido una cara… ni la figura de una mujer. Creo que voy a…

La mujer se estremeció y le pasó los finos brazos alrededor del enorme cuello, en un abandono aterrado; las lágrimas resbalaban por sus mejillas y sus sollozos vibraban con una nota de histeria.

—¡Por favor, no me hagas daño! ¡Te lo suplico! ¡Tuve que hacerlo! ¡Zargheba me ha traído para hacerme pasar por el oráculo!

—¡Pero, bueno, sacrilega ramera! —tronó Conan—. ¿Es que no temes a los dioses? Por Crom, ¿es que no hay honradez en ninguna parte?

—¡Oh, por favor! —suplicó ella entre temblores de terror—. No podía desobedecer a Zargheba. Oh, ¿qué voy a hacer? ¡Estos dioses paganos me maldecirán!

—¿Qué crees que te harán los sacerdotes si descubren que eres una impostora? —inquirió él.

Al pensarlo, las piernas de la mujer se negaron a sustentarla y se desmoronó temblando. Aferrada a los tobillos de Conan empezó a mezclar incoherentes súplicas de misericordia y protección con lastimeras protestas de inocencia en las que aseguraba que no había tenido mala intención. Era un cambio chocante respecto a su anterior pose de princesa ancestral, pero no muy sorprendente. El miedo que le había dado prestancia era ahora la causa de su ruina.

—¿Dónde está Zargheba? —preguntó el cimmerio—. Deja de llorar, maldita sea, y responde.

—En el exterior del palacio —sollozó ella—, vigilando a los sacerdotes.

—¿A cuántos hombres ha traído?

—A ninguno. Hemos venido solos.

—¡Ja! —Fue como el gruñido de satisfacción de un león—. Debisteis de salir de Keshia pocas horas después que yo. ¿Habéis escalado los acantilados?

La chica negó con la cabeza, demasiado ahogada por las lágrimas para hablar de manera coherente. Con una imprecación de impaciencia, Conan la agarró por los finos hombros y la zarandeó hasta dejarla sin aliento.

—¿Quieres dejar de lloriquear y responderme? ¿Cómo habéis entrado en el valle?

—Zargheba conocía un camino secreto —balbuceó ella—. El sacerdote, Gorulga, le explicó a Thutmekri y a él cómo encontrarlo. Al sur del valle hay un amplio estanque, junto al pie de las colinas. Bajo la superficie del agua hay una caverna que no se halla a simple vista. Nos metimos en el agua y entramos en ella. La cueva vuelve a abrirse al poco y conduce a un pasadizo que atraviesa los acantilados. La salida a este lado del valle está oculta por la espesura.

—Yo entré trepando por los acantilados del lado este —murmuró él—. Bueno, ¿y luego?

—Llegamos al palacio y Zargheba me ordenó que me escondiera entre los árboles mientras él venía a buscar la cámara del oráculo. No creo que confíe del todo en Gorulga. Mientras él estaba fuera, me pareció oír un gong, pero no estoy muy segura. Al cabo de un rato, Zargheba vino, me trajo al palacio y me llevó hasta esta cámara, donde la diosa Yelaya yacía sobre el estrado. Desnudó el cuerpo y me dio sus ropas y ornamentos. Luego se marchó a esconder el cuerpo y a vigilar a los sacerdotes. He pasado mucho miedo. Cuando te vi entrar, tuve ganas de levantarme y suplicarte que me ayudaras, pero tenía mucho miedo de Zargheba. Cuando descubriste que estaba viva, pensé que podría asustarte.

—¿Y qué debías decir como oráculo? —preguntó Conan.

—Debía ordenar a los sacerdotes que sacaran los Dientes de Gwahlur de su escondite, que dieran a Thutmekri algunos de ellos en prenda, tal como él desea, y que dejaran el resto en el palacio de Keshia. También tenía que decirles que un terrible destino se abatiría sobre Keshan si no accedían a las peticiones de Thutmekri. Y, oh, sí, debía decirles que te despellejaran vivo.

—Thutmekri quería el tesoro donde él, o los zembabwanos, pudieran echarle mano fácilmente —murmuró Conan sin prestar atención al comentario referente a su persona—. Le arrancaré el hígado… Y Gorulga está implicado en la conspiración, ¿no?

—No. El tiene fe en sus dioses y es incorruptible. Obedecerá las órdenes del oráculo. Todo formaba parte del plan de Thutmekri. Como sabía que los keshani lo consultarían, ordenó a Zargheba que me llevara con la embajada de Zembabwei, oculta a la vista de todos.

—¡Vaya, que me aspen! —musitó Conan—. Un sacerdote que cree de buena fe en su oráculo y no se deja sobornar. ¡Por Crom! Me pregunto si fue Zargheba quien hizo sonar ese gong. ¿Sabía que estaba aquí? Pero ¿cómo podía saber que el suelo iba a ceder? ¿Dónde está ahora, muchacha?

—Oculto entre unos árboles de loto, cerca del antiguo camino que lleva desde la parte sur de los acantilados hasta el palacio —respondió ella. Hecho lo cual, reanudó sus súplicas—. ¡Oh, Conan, ten piedad de mí! Tengo miedo de este lugar malvado y antiguo. He oído pisadas sigilosas a mi alrededor… ¡Oh, Conan, llévame contigo! Zargheba me matará cuando haya cumplido mi cometido aquí… ¡Estoy segura! Y los sacerdotes también lo harán si descubren el engaño.

»Es un demonio. Me compró a un mercader de esclavos que me había secuestrado en una caravana que viajaba por el sur de Koth y desde entonces ha hecho de mí la herramienta de sus intrigas. ¡Sálvame! No puedes ser tan cruel como él. ¡No me dejes aquí para que me maten! ¡Por favor! ¡Por favor!

Se había puesto de rodillas y se aferraba a Conan de manera histérica, con el hermoso rostro empapado en lágrimas y vuelto hacia él, y su sedoso y oscuro cabello caía en desorden sobre sus blancos hombros. Conan la levantó en vilo y se la sentó sobre las rodillas.

—Escúchame. Yo te protegeré de Zargheba. Los sacerdotes no sabrán nada de lo que has hecho. Pero tienes que hacer lo que yo te diga.

La chica tartamudeó promesas de obediencia sin soltar el fibroso cuello del cimmerio, como si buscara seguridad en aquel contacto.

—Bien, cuando vengan los sacerdotes, interpretarás el papel de Yelaya, tal como te ordenó Zargheba… Estará muy oscuro y a la luz de las antorchas nadie descubrirá la diferencia.

»Pero lo que les dirás será esto: «Es voluntad de los dioses que el estigio y sus perros shemitas sean expulsados de Keshan. Son ladrones y traidores que planean robar a los dioses. Dejad los Dientes de Gwahlur al cuidado del general Conan. Que él dirija los ejércitos de Keshan, pues los dioses lo aman».

La muchacha, aunque seguía temblando con expresión desesperada, asintió.

—Pero Zargheba… —sollozó—. ¡Me matará!

—No te preocupes por Zargheba —gruñó Conan—. Yo me encargaré de ese perro. Tú haz lo que te digo. Vamos, recógete el pelo de nuevo. Lo tienes sobre los hombros. Y se te ha caído la gema.

Volvió a colocar él mismo la gran piedra preciosa y asintió con aprobación.

—Sólo ésta vale un cargamento entero de esclavos. Ten, vuelve a ponerte la falda. Tiene un desgarrón en un lado, pero los sacerdotes no se darán cuenta. Límpiate la cara. Las diosas no lloran como niñas pequeñas. Por Crom, sí que te pareces a Yelaya. La cara, el pelo, la figura y todo. Si te muestras tan convincente con los sacerdotes como lo fuiste conmigo, los engañarás.

—Lo intentaré —dijo ella con voz temblorosa.

—Bien, voy a buscar a Zargheba.

Al oír esto, el pánico volvió a asaltar a la chica.

—¡No! ¡No me dejes sola! ¡Este lugar está maldito!

—Aquí no hay nada que temer —le aseguró el cimmerio con impaciencia—. Aparte de Zargheba, y voy a salir a buscarlo. Volveré muy pronto. Durante la ceremonia estaré muy cerca, por si algo sale mal. Pero si haces lo que tienes que hacer, no pasará nada.

Y con estas palabras se volvió y salió precipitadamente de la cámara del oráculo; tras él, Muriela sollozaba mientras lo veía marchar. Había llegado el crepúsculo. Las grandes salas y pasillos estaban cubiertos de sombras y se desdibujaban en la oscuridad. Los frisos de cobre despedían apagados brillos en la penumbra. Conan recorrió las grandes salas como un silencioso fantasma, con la sensación de que desde los rincones cubiertos de sombras lo observaban los espectros del pasado. No era de extrañar que la muchacha se sintiera inquieta en un lugar así.

Bajó los escalones de mármol como una pantera sigilosa, espada en mano. El silencio reinaba en el valle y más allá del borde de los acantilados las estrellas estaban ocultándose. Si los sacerdotes de Keshia habían entrado en el valle, no había un solo ruido, ni un movimiento en la vegetación que revelara su presencia. Localizó el antiquísimo camino pavimentado que se alejaba en dirección al sur, escondido entre las abigarradas masas de frondas y matorrales. Lo siguió cautelosamente, si apartarse del borde, donde las sombras de los matorrales eran más densas, hasta que, delante de sí, apenas visible en la oscuridad, avistó los árboles de loto, la extraña especie vegetal procedente de las negras tierras de Kush. Allí, según la muchacha, estaba escondido Zargheba. Conan se convirtió en el sigilo personificado. Una sombra con pies de seda se fundió con la espesura y empezó a atravesarla.

Se aproximó al bosquecillo de lotos dando un rodeo y apenas el roce de alguna hoja anunció su llegada. Al llegar junto a los árboles se detuvo de repente, agazapado como una pantera suspicaz entre los densos matorrales. Frente a él, entre las hojas, asomaba un óvalo pálido, borroso en aquella penumbra. Podría haber sido una de las grandes flores blancas que cubrían las ramas, pero Conan sabía que era el rostro de un hombre. Y estaba mirando en su dirección. Apresuradamente, volvió a sumirse en la penumbra. ¿Lo había visto Zargheba? El hombre lo miraba directamente. Pasaron unos segundos. El rostro no se movió. Conan podía distinguir la mancha oscura de la barba corta y negra.

Y de repente, cayó en la cuenta de algo raro. Él sabía que Zargheba no era muy alto. Erguido en toda su estatura, su cabeza apenas le llegaría al cimmerio por los hombros. Sin embargo, aquel rostro estaba a la misma altura que el suyo. ¿Estaría encaramado a algo? Conan se agachó y dirigió la mirada hacia el suelo, bajo el lugar donde había aparecido la cara, pero el sotobosque y los gruesos troncos de los árboles le bloqueaban la visión. Pero sí que vio otra cosa, que lo hizo ponerse alerta. Por un hueco en la vegetación pudo vislumbrar el tronco del árbol junto al que, aparentemente, se encontraba Zargheba. El rostro estaba junto a aquel árbol. Y debajo del rostro tendría que haber visto, no el tronco, sino el cuerpo de Zargheba… y el cuerpo no estaba allí.

Más tenso de repente que un tigre que acecha a su presa, Conan se adentró un poco más en la vegetación y, un momento después, tras apartar una rama cubierta de hojas, se encontró cara a cara con el rostro, que no se había movido. Ni volvería a hacerlo, al menos por propia voluntad. Era la cabeza de Zargheba, colgada de la rama del árbol por su propia melena negra.