Capítulo 1

Capítulo 1

El murmullo de un tambor me despertó. Permanecí inmóvil entre los matorrales en los que me había refugiado, tratando de localizarlo, porque esos sonidos son engañosos en la profundidad del bosque. Entre los árboles que me rodeaban no se oía nada. Sobre mi cabeza, las enmarañadas enredaderas y ramas se inclinaban unas encima de otras para formar un enorme techado, sobre el que se extendía el arco, más elevado y más oscuro, constituido por las ramas de los grandes árboles. Unas nubes bajas parecían rozar las mismas copas de los árboles. No había luna. Era una noche tan negra como el odio de una bruja.

Por suerte para mí. Si no podía ver a mis enemigos, tampoco ellos podrían verme. Pero el susurro de aquel ominoso tambor se extendía por la noche: ¡tam! ¡tam! ¡tam! Un retumbar monótono y constante que parecía sugerir terribles secretos. El sonido era inconfundible. Sólo hay un tambor en el mundo que emita ese profundo, amenazante y tétrico tronar: el tambor de guerra de los pictos, los salvajes pintarrajeados que cazan en las tierras salvajes que se extienden más allá de Westermarck.

Y yo me encontraba más allá de esa frontera, solo, oculto en unos matorrales espinosos en medio de un gran bosque donde han reinado esos demonios desnudos desde el alba de los tiempos.

En ese momento localicé el sonido; el tambor estaba sonando al suroeste de mi posición, y parecía que no muy lejos. Rápidamente me ceñí el cinturón, guardé el hacha de guerra y el cuchillo en sus vainas, me colgué el arco largo a la espalda, me aseguré de que la aljaba de piel de ciervo estuviera bien ajustada a la cadera izquierda —tanteando con los dedos en la oscuridad— y entonces salí de los matorrales y me encaminé cautelosamente en dirección al tambor.

No creía que tuviera que ver conmigo. Si los habitantes del bosque me hubiesen descubierto, el hecho habría sido anunciado por una cuchillada repentina en la garganta, no por el ruido de un tambor en la distancia. Pero el sonido de un tambor de guerra tenía un significado que ningún hombre de los bosques podía pasar por alto. Su sorda palpitación era una advertencia y una amenaza, una promesa de muerte para los invasores de tez blanca cuyas solitarias chozas y cuyos claros abiertos por el hacha amenazaban la inmemorial soledad del bosque. Significaba fuego, muerte y tortura, flechas incendiarias como estrellas fugaces en el cielo nocturno y hachas ensangrentadas descargadas sobre las cabezas de hombres, mujeres y niños.

Así que avancé en medio de la negrura de aquel bosque funesto, buscando a tientas el camino entre los poderosos troncos, con el corazón en un puño cada vez que alguna alimaña me rozaba la cara o pasaba junto a una de mis manos. Porque en aquellos bosques había enormes serpientes que a veces se colgaban por la cola de las ramas altas para emboscar a sus presas. Pero los seres a los que yo seguía eran más peligrosos que ninguna serpiente, y, mientras el sonido del tambor iba aumentando, yo avanzaba tan cautelosamente como si caminase sobre un suelo de espadas desenvainadas. Y al cabo de un rato vislumbré una luz roja entre los árboles y oí un murmullo de voces feroces mezcladas con el retumbar del tambor.

Fuera la que fuese la extraña ceremonia que estaba teniendo lugar bajo los negros árboles, lo más probable es que hubieran apostado centinelas por toda la zona, y yo sabía lo silencioso e inmóvil que puede estarse un picto, sin que sus víctimas sospechen nada, hasta que se encuentran el corazón atravesado por una daga. Se me puso la carne de gallina de sólo pensar en encontrarme con uno de aquellos siniestros centinelas en la oscuridad, así que saqué el cuchillo y lo empuñé. Pero sabía que ni siquiera un picto podía verme en medio de la negrura formada por las densas copas de árboles y el cielo cubierto de nubes.

La luz bailó y parpadeó, y se reveló como una fogata frente a la que unas siluetas se movían de un lado a otro, como diablos negros recortados contra las rojas fogatas del Infierno. Me agazapé entre unos alisos y unas ramas, y observé el claro de negras paredes y las figuras que en él se movían.

Había cuarenta o cincuenta pictos, desnudos aparte de los taparrabos, y pintados de forma espantosa, sentados en cuclillas, formando un amplio semicírculo frente al fuego, de espaldas a mí. Al ver las plumas de halcón que llevaban en la negra cabellera, supe que pertenecían al Clan del Halcón, o Skodanga. En medio del claro había un tosco altar hecho de piedras amontonadas y al verlo sentí un escalofrío. Porque ya había visto algunos de esos clanes pictos antes, carbonizados y manchados de sangre, en claros vacíos y desiertos, pero nadie, ni siquiera los fronterizos más antiguos, sabía exactamente para qué servían. Pero en ese momento, instintivamente, supe que estaba a punto de asistir a la confirmación de los horribles relatos que se contaban sobre ellos y de los chamanes emplumados que los utilizaban.

Uno de los diablos estaba bailando entre el fuego y el altar: una danza lenta y cadenciosa que hacía que las plumas ondearan en el aire, pero sus facciones no podían verse a la débil luz de las llamas.

Entre el círculo de guerreros sentados y él se encontraba un hombre que difería tanto de los demás que resultaba evidente que no era un picto, pues su estatura era pareja a la mía, mientras que ellos son una raza menuda, y su piel parecía clara a la luz del fuego. Pero estaba vestido con un taparrabos y unos mocasines de piel de ciervo, y llevaba una pluma de halcón en el pelo, por lo que debía de ser un Socandaga, uno de los salvajes blancos que viven en pequeños clanes en el gran bosque, generalmente en guerra con los pictos, pero a veces en paz. Los pictos también son una raza blanca, al menos en cuanto que no son negros, morenos ni amarillos, pero tienen los ojos negros, el pelo negro y la tez oscura, y la gente del Westermarck no los considera blancos, ni a ellos ni a los Socandagas, pues para ellos sólo los hombres de sangre hiboria lo son.

En aquel momento, mientras observaba lo que estaba ocurriendo, vi que tres salvajes arrastraban a un hombre hacia el círculo de luz: otro picto, desnudo y manchado de sangre, al que arrojaron sobre el altar atado de pies y manos.

Entonces el chamán empezó a bailar de nuevo describiendo intrincadas figuras alrededor del altar y del hombre que lo ocupaba. El guerrero que tocaba el tambor entró en una especie de frenesí, hasta que al cabo de un rato, desde una rama que crecía sobre el claro, se descolgó una de las grandes serpientes de las que he hablado. La luz del fuego brillaba sobre sus escamas mientras se aproximaba reptando al altar y sus negros ojillos, semejantes a cuentas, refulgían mientras la lengua se le movía, pero los guerreros no mostraron el menor temor, a pesar de que pasó a pocos metros de algunos de ellos. Y eso era raro, porque normalmente esas serpientes son lo único a lo que temen los pictos.

El monstruo levantó la cabeza con el cuello arqueado junto al altar y el chamán y el ofidio se miraron con el cuerpo tembloroso del prisionero entre medias. El chamán bailaba con espasmos del tronco y los brazos, sin apenas mover los pies, y al mismo tiempo que él lo hacía la serpiente, cimbreando y bamboleándose, como si estuviera hipnotizada. Y al cabo de unos segundos irguió un poco más el cuerpo y empezó a enroscarse alrededor del altar y del hombre que había sobre él, hasta que el cuerpo de éste desapareció tras los brillantes anillos y sólo su cabeza quedó a la vista, junto a la bamboleante testa de la gran serpiente.

Entonces el chamán lanzó un chillido, arrojó algo al fuego y una gran nube de humo se levantó y flotó hasta el altar, donde envolvió a la serpiente y al prisionero. Pero en medio de aquella nube vislumbré un movimiento y una alteración escalofriantes. Por un momento fui incapaz de distinguir dónde estaba el hombre y dónde la serpiente, mientras un suspiro estremecido recorrió a los pictos congregados allí como el susurro del viento entre las oscuras ramas.

Entonces el humo se disipó y vi que el hombre y la serpiente yacían sobre el altar, y pensé que estaban los dos muertos. Pero el chamán se los llevó a rastras y los dejó caer sobre el suelo, cortó las tiras de cuero que mantenían al hombre maniatado y empezó a danzar y a cantar alrededor de los dos.

Al cabo de unos momentos el hombre empezó a moverse. Bamboleó la cabeza de un lado a otro y vi que sacaba la lengua y volvía a esconderla. ¡Y, Mitra, empezó a alejarse del fuego reptando, como lo hacen las grandes serpientes, sobre el vientre!

La serpiente despertó de repente con convulsiones, arqueó el cuello, se irguió en casi toda su estatura y volvió a caer, y lo intentó una y otra vez, con movimientos espantosamente parecidos a los que haría a un hombre que tratara de levantarse y caminar erguido tras haber perdido todos los miembros.

El salvaje aullido de los pictos sacudió la noche. Yo estaba mareado entre los arbustos y tuve que combatir las ganas de vomitar. Había oído historias sobre la espantosa ceremonia. El chamán había transferido el alma de un prisionero a una serpiente, para que su enemigo morara en el cuerpo de un ofidio en su siguiente reencarnación.

Y así se cimbrearon y agonizaron juntos, el hombre y la serpiente, hasta que apareció una espada en la mano del chamán y ambas cabezas cayeron juntas… y, dioses, fue el cuerpo de la serpiente el que tembló, se estremeció una vez y luego quedó inmóvil, y el del hombre el que rodó por el suelo, se enroscó sobre sí y se sacudió como una serpiente decapitada.

Entonces el chamán dio un salto, se volvió hacia el círculo de guerreros, echó la cabeza atrás y aulló como un lobo, y en ese momento la luz del fuego incidió de lleno en su cara y lo reconocí. Y entonces toda preocupación por mi seguridad personal se desvaneció, junto con el recuerdo de mi misión. Pues aquel chamán era el viejo Garogh de los Halcones, el mismo que había quemado vivo a mi amigo Jon, hijo de Galter.

Dominado por el odio actué de manera casi instintiva: levanté el arco, puse una flecha y disparé, todo ello en un instante. La luz era muy débil, pero el chamán se encontraba cerca y los habitantes del Westermarck vivimos de nuestros arcos. Pero el viejo se movió en el preciso instante en que yo soltaba la cuerda. El viejo Garogh aulló como un gato y retrocedió, mientras sus guerreros gritaban de asombro al ver una flecha clavada de pronto en su hombro. El guerrero de piel pálida se revolvió y, ¡por Mitra, era un blanco!

La horrible sorpresa me mantuvo paralizado un momento y estuvo a punto de costarme caro. Porque los pictos se levantaron instantáneamente de un salto y corrieron hacia el bosque como panteras, en la dirección de la que había venido la flecha. Entonces me sacudí de encima el hechizo de mi asombro y mi horror, me levanté y eché a correr esquivando los árboles, más por instinto que por otra cosa, porque la oscuridad era mayor que nunca. Pero sabía que los pictos no podrían encontrar mi rastro en la oscuridad, sino que tendrían que cazarme tan a ciegas como yo estaba huyendo.

Me dirigí hacia el sur, seguido por un espantoso griterío, cuya furia demente hubiese bastado para helar la sangre incluso a un hombre de los bosques. Supuse que habrían extraído la flecha del hombro del chamán y descubierto que había sido disparada por el arco de un blanco.

Pero seguí huyendo, con el corazón desbocado por el miedo, la angustia y el espanto que me inspiraba la pesadilla que había presenciado. Y el hecho de que un hombre blanco, un hiborio, estuviera allí, como un invitado bienvenido y a todas luces honrado, resultaba tan monstruoso que tuve que preguntarme si, al fin y al cabo, no habría sido una pesadilla. Porque nunca antes había presenciado una ceremonia picta un hombre blanco que no fuera un prisionero, o un espía como yo. Y lo que tan monstruosa cosa podía significar, no era capaz de imaginarlo, pero el mero pensamiento me llenaba de espanto por lo que ya intuía.

A causa de mi horror corrí con mayor descuido de lo que acostumbro, buscando velocidad a expensas del sigilo, y de vez en cuando chocaba con algún árbol que podría haber esquivado de haber tenido mayor cuidado. Y debió de ser este ruido el que puso al picto tras mi rastro, pues es imposible que me hubiera visto o hubiese localizado mis huellas en medio de aquella negrura.

Pero una vez que estuvo a unos cuantos metros de distancia, pudo seguirme por los ruidos que yo hacía y se me acercó como un diablo de la negra noche. Supe que estaba allí gracias al débil roce de sus pies desnudos sobre el suelo y al volverme no pude siquiera vislumbrar el tenue contorno de su figura, pero supe que debía de haberme visto, pues ellos ven como gatos en la oscuridad. Pero tampoco debió de verme muy bien, pues se ensartó en el cuchillo que yo había extendido a ciegas en la oscuridad, y su grito de agonía sonó como un repique de difuntos por el bosque mientras se desplomaba. Y a su grito le respondieron una docena de chillidos salvajes detrás de mí. Me volví y corrí con todas mis fuerzas, renunciando definitivamente al sigilo y confiando en la suerte para no descalabrarme contra un árbol en la oscuridad.

Pero había llegado a un lugar en el que el sotobosque era muy escaso y algo que casi parecía luz se filtraba entre las ramas, pues las nubes estaban levantándose un poco. Y huí por el bosque como una alma perseguida por demonios, hasta que los gritos perdieron fuerza y se fueron alejando, pues en una carrera no hay picto que sea rival para las largas piernas de un hombre blanco. Al cabo de un rato, mientras seguía corriendo, vislumbré una luz entre los árboles, mucho más adelante, y supe que era el primer asentamiento de Schohira.