Capítulo 24

Miércoles, 11 de agosto de 1999, 3:08 AM

Interestatal 270 (dirección norte).

Al sur de Frederick, Maryland

Tras pensarlo mejor, Lucita admitió que probablemente hubiese podido sacarle las respuestas a Tolliver mediante el poder de su mente, sin recurrir a la tortura, pero Tolliver era el tipo de vampiro que incitaba a aquellas cosas. Había sido descuidadamente brutal y cansinamente vicioso, y Lucita había perdido la paciencia con él desde su primer encuentro, años atrás. Torturarle era como atormentar a un sapo o una babosa: uno no tenía la sensación de estar jugando con algo remotamente humano.

Oh, se había venido abajo a los tres kilómetros, balbuceando todo lo que sabía. Había revelado sus compañeros de viaje, su punto de destino, quién les había dado sus órdenes, y mucho más. Al parecer, MacEllen y los demás tenían un refugio preparado para ellos a unos cincuenta kilómetros de Buffalo, un punto de reunión donde se encontrarían con la manada de Einar. Desde allí arrasarían la ciudad, que al parecer estaba muy poco defendida. Aquello era una noticia para Lucita. Había preguntado a Tolliver por otros movimientos de tropas y cosas así, pero el vampiro había jurado no saber nada. Teniendo en cuenta que, a aquellas alturas, su tobillo había desaparecido, Lucita tendía a creerle.

Con todo, toparse con Tolliver de aquella manera en el área de servicio había sido un golpe de suerte. Lucita odiaba depender exclusivamente de la información suministrada por los Nosferatu, así que se había dirigido a D.C. para averiguar algunas cosas sobre sus objetivos por sí misma. Al fin y al cabo, si iba a por vampiros del Sabbat, tendría que internarse en su territorio. Y Tolliver había tenido la amabilidad de presentarse.

Cuando el antitribu hubo soltado todo lo que sabía, Lucita había aminorado la velocidad y le había empujado fuera del coche, entre las hierbas de la cuneta. El sol saldría en cuestión de horas y Tolliver quedaría frito. O no. En realidad, no importaba mucho.

El coche de Lucita aceleró en dirección norte.

Tolliver no se había movido mucho cuando Talley lo encontró dos horas después. Un centinela Sabbat (estaban dispuestos a lo largo de la Ronda) había jurado sin dudarlo que había visto pasar a Lucita en un descapotable, así que Talley, tras asegurarse de que los tres arzobispos estuviesen bien protegidos, había ido a investigar.

Tras un rato conduciendo, Talley se encontró con lo que un mortal hubiese tomado por un bicho atropellado y arrastrado por un coche. Pero el agudo olfato del Sabueso pudo reconocer la vitae Cainita, a pesar de que estuviese diseminada a lo largo de un rastro de tres kilómetros de autopista. No muy lejos del final del rastro, había encontrado a Tolliver: el tipo estaba hecho una pena, pero aún vivía, más o menos.

Talley se hizo un corte en la mano con el extremo cortante de un silenciador de tubo de escape abandonado que había por ahí. Unas pocas gotas de sangre revivieron a Tolliver lo suficiente para que pudiese musitar algunas respuestas a sus preguntas sobre Lucita.

—Buffalo... grupo de MacEllen —gemía Tolliver en sus breves episodios de lucidez—. Quería saber... Buffalo... grupo de MacEllen.

Talley perdió sólo unos segundos telefoneando para que alguien fuese a recoger a aquel pobre bastardo. El Sabueso se dirigiría hacia el norte. Podía reconocer una oportunidad al verla: Lucita iba a Buffalo, por la razón que fuese. Era su oportunidad, sin tener cerca a los malditos, arrogantes e intratables arzobispos, de hacerle saber que no debía molestarse en perseguir a ninguno de ellos, de que él, el Sabueso, no lo permitiría. Era su oportunidad, de acuerdo con los deseos de Monçada, de ahuyentarla.

También era la oportunidad de Lucita. Si ella no la aprovechaba, Talley sabía que tendría que matarla.