Capítulo 22

Miércoles, TI de agosto de 1999, 2:16 AM

Interestatal 270

Cerca de Garrett Park, Maryland

Tolliver había pasado más de veinticuatro horas en un contenedor de basura, y francamente, lo odiaba. Su mandíbula seguía rota en tres pedazos allí donde le había golpeado el bastardo de MacEllen. Le dolía la parte de atrás de la cabeza, aunque al menos había podido arreglárselas grietas del cráneo y detener la hemorragia. Y para rematarlo todo, olía a una mezcla de comida basura pasada, agua de lluvia estancada y vómito. Un resumen, estaba hecho una mierda, pero al menos había tenido suerte de que no vaciasen el contenedor a lo largo del día.

Por inhóspitos que fuesen los alrededores, había necesitado tiempo para curarse, y suponía que se quedaría allí hasta encontrar un medio de transporte adecuado. Mientras tanto, disponía de alimento y cobijo, y podía ser un vampiro muy paciente si era necesario.

Pasaron los minutos. Agazapado sobre la tapa del contenedor, aguardó la llegada de un vehículo adecuado. Las minifurgonetas iban y venían, así como Fords hechos polvo, maltrechos Toyotas y casi todo lo imaginable. Por fin llegó un espécimen perfecto.

El coche era un descapotable negro, uno de aquellos pequeños BMWs que habían estado de moda más o menos un año antes. La capota estaba bajada, y Tolliver pudo ver a la conductora, una mujer que viajaba sola. Parecía ausente de todo salvo de sí misma y de su coche, lo que significaba que podría acercarse a ella sin problemas.

Además, por lo que podía ver, era un bombón.

Sin hacer ruido, bajó de su atalaya y se acercó a los surtidores. Otros coches iban y venían, pero Tolliver los ignoró: estaría fuera de allí tan rápidamente que no importaría que alguien le viese.

La conductora estaba entrando de nuevo en el coche cuando él llegó. Le daba la espalda. Era perfecto.

—¿Señorita? —dijo Tolliver mientras se preparaba para cogerle las llaves—. ¿Podría darme unas monedas?

Lucita se volvió hacia él, clavándole la mirada.

—No creo. Sube.

—Oh, mierda —dijo él débilmente mientras ocupaba el asiento del pasajero. Su cerebro le gritaba que huyese, pero no podía hacerlo. La voluntad de Lucita animaba sus miembros y le obligaba a sentarse dócilmente. Salieron lágrimas de sus ojos mientras intentaba resistirse, pero fue inútil.

Lucita se sentó, cerró la puerta y puso el coche en marcha. A su lado, Tolliver estaba literalmente estremecido por el odio y los esfuerzos para resistirse, pero no hizo ningún otro movimiento. Con un olisqueo despectivo, Lucita apretó el acelerador para volver a la autopista.

Pasaron unos minutos de silencio, y por fin Lucita habló distraídamente:

—¿Qué estás haciendo aquí?

Tolliver siguió sentado sin decir nada.

—Tienes cien metros para contestarme —dijo ella en tono neutro—. Si no lo haces, me voy a enfadar.

Tolliver siguió callado. Un cartel indicador pasó zumbando junto a ellos.

—Muy bien, si insistes... Abre la puerta.

Lenta, inexorablemente, la mano de Tolliver se acercó a la manilla de la puerta y tiró de ella. La puerta se abrió por un segundo para volver a su sitio enseguida. Sin poder evitarlo, Tolliver luchó por mantenerla abierta. Sus ojos buscaron los de Lucita para enviarle su odio, y se dio cuenta de su error demasiado tarde.

—Mantén la puerta abierta. Saca el pie derecho y apóyalo en el asfalto. Aprieta pase lo que pase. Podrás levantarlo cuando estés dispuesto a hablar.

Desesperado, Tolliver vio cómo su pierna derecha asomaba al exterior y el pie empezaba a descender hasta el asfalto. Era un hombre valiente y no temía al dolor, pero contemplar lo que iba a pasarte, irremediable, lentamente, estuvo a punto de destrozarle los nervios.

Entonces su pie empezó a rozar el asfalto a ciento cincuenta kilómetros por hora, y no tuvo tiempo para sentir miedo.

Pero sí lo tuvo para gritar.