Capítulo 17
Lunes, 9 de agosto de 1999,1:34 AM
Edificio Guaranty
Buffalo, Nueva York
—¿Así que tengo que abandonar la ciudad? —Lladislas, Príncipe de Buffalo, Niágara y las regiones circundantes, estaba un tanto disgustado—. ¿Ciento dieciséis años manteniendo este lugar libre del Sabbat, violaciones de la Mascarada, incursiones lupinas y el dólar canadiense, y ahora tengo que recoger la tienda y dejar mi casa? Bell, estás peligrosamente cerca de extralimitarte en este asunto.
Lladislas era un hombre de complexión media, con un pelo corto y de color arena que no se había decidido aún a formar un pico de viuda. Llevaba un traje que parecía haber salido de una percha de Marshall's, y que obviamente le estaba estrecho en los hombros. Pero seguía siendo el príncipe, y la verdad era que había hecho un trabajo bastante bueno en sus dominios.
Y por ello, en pocas palabras, Theo Bell no le había puesto firmes aún. Además, Lladislas era Brujah, y los príncipes Brujah eran lo bastante raros como para que Theo no quisiera perderle. Lladislas había surgido de las plantas de envasado de carne, un veterano de la Guerra de Secesión y temprano líder obrero. Había llegado al puesto de príncipe a una velocidad meteórica, primero como candidato de compromiso elegido por una primogenitura bloqueada, y después por sus propios medios.
En resumen, Lladislas era un tipo duro y un buen soldado, y Bell odiaba tener que quitarle su ciudad. Por eso estaba siendo educado. Le correspondía a él, Theo Bell, capullo designado y portador de malas noticias de la condenada Camarilla, sacar de la ciudad a Lladislas, su primogenitura, chiquillos, séquito y posesiones personales. Si todo funcionaba según lo planeado, Buffalo no sería atacada, y las fuerzas de Lladislas podrían ser empleadas con mayor eficacia en otra parte. Por descontado, Lladislas no iba a retirarse por las buenas ante un ataque que "quizá" tuviese lugar, así que Theo estaba preparado para mentir un poco, o más si era necesario, en cuanto a la inminencia del asalto.
Theo suspiró teatralmente. Estaba listo para una nueva exhibición del Señor Vampiro Amable, y después Lladislas sería enviado lejos de allí como el saco medio lleno de mierda que era.
—Por última vez, Príncipe Lladislas: la Camarilla reconoce y aprecia sus servicios, y tiene en alta consideración el trabajo que ha realizado aquí. Por eso vamos a evacuarle junto con sus súbditos, en lugar de dejar que se queden para que el Sabbat los use como una jodida piñata. Pero si quiere quedarse, es usted muy libre, y cuando volvamos y liberemos la ciudad me aseguraré de poner un bonito monumento de piedra justo sobre la manchita grasienta del suelo que será cuanto quede de usted. ¿Me explico? Cuando aparezca el Sabbat, no tendrá ninguna posibilidad frente al tipo de fuerzas que atacaron Atlanta. Ahora, reúna a su gente, póngala en marcha, y hágalo con discreción.
Vale, pensó Theo. Quizá no haya sido tan amable.
Lladislas se quedó sentado, con los ojos abiertos como platos. Abrió y cerró la boca varias veces sin decir nada. Estaba claro que se hallaba al borde de alguna especie de ataque.
—¿No tiene nada que discutir? —preguntó Bell—. Me gusta eso en un príncipe. Voy a explorar los alrededores y hacerme una buena idea del terreno. Cuando vuelva, hablaremos de la logística de la evacuación y de las defensas que dejará atrás. Ah, y por amor de Dios, búsquese un traje mejor.
Lladislas seguía boqueando cuando Theo se alejó en la noche.
Algunas horas más tarde, Bell encontró a Lladislas en la iglesia, nada menos. Concretamente, el príncipe estaba en el exterior de la Catedral Episcopaliana de San Pablo, contemplando el edificio con una triste sonrisa. En el interior brillaba una sola luz: un encargado haciendo su ronda, sin duda.
—Voy a echar de menos este lugar, Bell —dijo Lladislas sin volverse—. Lo construyeron cuando yo era un muchacho. Recuerdo que todo el mundo estaba muy emocionado, de una u otra forma. Significó trabajo para un montón de hombre. Significó muchas cosas. Pero fue hace mucho tiempo. Ojalá signifique algo todavía.
—¿Despidiéndose? —Bell siempre se sentía vagamente incómodo en aquellos momentos sentimentales; pensaba que, una vez muerto, no debías seguir preocupándote tanto. Por otra parte, el afecto de Lladislas por una iglesia era una minucia comparado con algunas de las manías que había visto en Europa. Decidió que aquello lo equilibraba. Lo equilibraba todo.
El príncipe rió sin una pizca de humor.
—Más o menos. O hago eso, o me enfado, le llamo cretino y dejo que mi temperamento me clave a una esquina para hacerme matar de nuevo. Oh, tiene razón; hemos de marcharnos. Pero no espere que me sienta feliz ante la perspectiva.
Bell anduvo hasta la esquina y contempló el halo que la tenue neblina de la noche formaba en torno a las luces de las farolas. De vez en cuando pasaba algún coche, sin disminuir apenas la velocidad.
—Nadie espera que se sienta feliz, Lladislas, salvo por un par de gilipollas del consejo que sin duda querrán que les bese las botas porque se fijaron en su pequeño problema y me enviaron para resolverlo.
Lladislas sonrió torcidamente y miró al arconte enmarcado por la luz.
—Pueden ser una pandilla de bastardos, ¿verdad? —Bell asintió—. Pero esta vez tienen razón. Tengo ocho, quizá nueve Vástagos que valgan algo aquí, y unos cuarenta ghouls. Ofreceríamos una buena lucha, pero no somos suficientes. Demonios, ni siquiera quedaría nadie para contar a la siguiente ciudad cómo habíamos resistido —dijo escupiendo sangre a una boca de cloaca—. Tenemos que irnos.
Bell se irguió, con un chasquido en la espalda que demostraba que había pasado demasiado tiempo de pie.
—Lo sé. Créalo o no, lo siento. Ha hecho un buen trabajo aquí.
—Ya se han ocupado de ello. —El tono del príncipe era llamativamente plano—. Como sugirió, un par de nuestros Vástagos más jóvenes están Abrazando a un pequeño grupo de crédulos idiotas que lucharán como pantalla de nuestra huida. Los ghouls más valiosos serán evacuados. Ya hemos empezado a ordenar transferencias, buscar puestos de trabajo en otras ciudades, nuevas viviendas y todo eso. Uno de mis guardaespaldas insiste en quedarse. Su nombre es Haraszty, y se ocupará de coordinar las defensas.
—Tozudo. No es una buena cualidad en un ghoul.
Lladislas asintió.
—Casi un fanático. Normalmente lo canaliza hacia los deportes: le he visto en la televisión, durante los juegos. Es uno de esos idiotas a los que les gusta pintarse de azul. Pero es un magnífico tirador.
El príncipe empezó a andar por Pearl Street. Tras un momento, el arconte le siguió. Formaban una extraña pareja: el príncipe sobrenaturalmente pálido con ropas formales y su compañero de piel tan oscura como lo permitía su condición vampírica, vestido con una chaqueta suelta sobre una camiseta roja y unos vaqueros. El arconte llevaba una enorme pistola en una funda de sobaco, y otra más pequeña sujeta a la pierna. Las pistolas no servían de mucho contra los Vástagos, pero podían convertir en carne picada a muchos ghouls, incluyendo los ghouls de guerra Tzimisce.
Lladislas iba desarmado. Al fin y al cabo seguía siendo el príncipe de la ciudad.
—¿Tiene idea de cuándo llegarán?
Bell asintió, aunque en realidad no lo sabía. Esperaba que no fuese nunca, pero las esperanzas solían desvanecerse con mucha rapidez, así que pensó que lo mejor sería dejar las cosas claras cuanto antes.
—Una semana, como mucho. Hemos trazado la línea de defensa en la Ronda, más o menos, así que no pueden seguir avanzando por allí. Eso significa que empezarán a moverse hacia el oeste... a través de Wheeling, subiendo hasta Pittsburgh y después aquí.
—¿Y cuánto territorio vamos a ceder?
Pasaban junto a farolas, buzones y coches aparcados. Nada les molestaba. A lo lejos pudo oírse el canto de un pájaro especialmente emprendedor. Bell vaciló antes de contestar.
—Eso depende del consejo. Es toda la mierda habitual de puñaladas por la espalda. Por eso me gusta estar sobre el terreno. Es más limpio. —Sonrió de pronto—. Daría mi huevo derecho por tener aquí a Parma, o a alguno de los auténticos peces gordos de Europa. O porque mi jefe lograse sacarse la cabeza del culo y venir aquí antes de que se desmoronase todo.
Los dos vampiros compartieron una carcajada. Siguieron andando hasta dejar atrás el tribunal del distrito, con el abandonado centro de convenciones a su derecha.
—¿Es tan buena idea seguir cediendo terreno?
Bell lo pensó por un momento.
—Sí. Claro que lo es. Mírelo así: tal y como están las cosas, tenemos mucho territorio que cubrir. Eso significa que debemos dispersarnos mucho. Digamos que tenemos a cien Vástagos para cubrir cien millas cuadradas, y diez ciudades en ellas que hay que defender. Eso significa diez Vástagos por ciudad, ¿no? Digamos que el Sabbat aparece con cincuenta Vástagos. Si tuviésemos a todos nuestros efectivos en un mismo sitio podríamos con ello, ¿verdad? Los superaríamos dos a uno, y eso sería todo. Pero si en vez de eso nos dividimos en grupos de diez, tendremos un montón de peleas de cincuenta contra diez. Y con tal desventaja en cada ciudad el Sabbat no tendrá muchas bajas. Así que perdemos a nuestros cien Vástagos, las diez ciudades y todo el territorio.
»En lugar de eso, lo que vamos a hacer es llevar a todos nuestros hombres al límite más lejano de ese territorio de cien millas cuadradas, y dejarlos en dos ciudades. De acuerdo, perdemos bastante terreno, pero ahora el Sabbat tendrá que pelear en igualdad de condiciones. Y aún mejor: si atacan una ciudad con todo lo que tienen, y no tendrán más opción a esas alturas, podemos sacar a la mitad de nuestros vampiros de la otra ciudad y meterles una buena puñalada en su riñón colectivo.
Lladislas asintió.
—Sólido.
—Más vale que lo sea, maldición. Es el único plan que tenemos, y si va mal, ya no tendrá que preocuparse de ser príncipe de nada. No habrá ningún lugar del que ser príncipe. No en la Costa Este.
Lladislas soltó una carcajada.
—Demonios, Theo. No va haber lugar para mí como príncipe pase lo que pase. ¿Cree que van a dejarme volver? Le apuesto dos a uno a que entregan mi ciudad a algún arrogante niñato Ventrue, "como recompensa por los servicios prestados", y yo me quedo con el culo al aire.
—No puedo prometer nada, Lladislas, pero hablaré en su favor. Pero eso será mañana, si llega a ser. Tenemos cosas más urgentes de las que ocuparnos, como la evacuación.
—Cierto. ¿Alguna idea?
—Unas cuantas. Cuando empiecen a crear neonatos para que reciban las balas, asegúrese de que son de decimocuarta generación, como mucho decimotercera. Sé que es tentador hacer uno mismo el trabajo, pero si deja atrás a sus chiquillos, algún capullo del Sabbat los convertirá en su aperitivo personal, y le habremos dado ayuda y comodidades al enemigo. No tiene sentido dejarles más de lo que puedan atrapar por sí mismos. Mmmh... otra cosa: que la carne de cañón sea Brujah o Nosfi. De lo contrario, alguien empezará a quejarse de falta de representación, demasiados Tremere y mierda por el estilo. Lo he oído de Nueva York, donde el príncipe los tiene hasta el culo de bebés Ventrue. Pero nuestra sangre hace los mejores luchadores recién creados sin tener que ocuparse de toda esa mierda Gangrel del noble solitario. Y los Nosfis... bueno, a nadie le importa cuántos Nosferatu haya; no juegan a la política donde hay luz, así que la panda del Elíseo puede pretender que no existen.
El Príncipe de Buffalo bufó divertido.
—Hermoso. ¡Y tan cierto!
Bell le devolvió la sonrisa.
—¿A que sí? Estamos luchando por nuestras vidas, pero los Ventrue y los Tremere siguen meándose mutuamente en los zapatos cada vez que pueden, y lo único que quieren hacer los Toreador es criticar el color del chorrito.
Lladislas se puso serio de pronto.
—Patético, ¿verdad?
—Desde luego —confirmó Bell, mirando su reloj—. Maldita sea. Hay que darse prisa: queda mucho por hacer antes de que la mierda llegue al ventilador. ¿Tiene coche?
Lladislas señaló con la cabeza a la bruñida limusina negra que les había estado siguiendo discretamente.
—Siempre. El rango conserva aún sus privilegios.
El coche se detuvo, y el conductor, un hombre robusto de espeso bigote, salió para abrir la puerta. Lladislas le paró con un gesto y abrió la puerta él mismo. Hizo subir a Bell y después entró él. El vehículo salió discretamente hacia el refugio favorito de Lladislas. Al este, el cielo mostraba las primeras señales del amanecer. Al oeste, había nubarrones y rumor de truenos.