Capítulo 3

Viernes, 16 de julio de 1999, 10:48 PM (hora local)

Iglesia de San Nicolás de los Servitas

Madrid, España

El corazón de la iglesia era una estancia enorme y casi vacía con el suelo de piedra. Un hombro gordo sentado en un sencillo taburete de madera contemplaba un tablero de ajedrez. Varias piezas blancas, unos cuantos peones y un alfil, habían sido eliminadas del juego. Lo mismo había ocurrido con unos pocos peones negros, pero aquello era todo. El bando blanco había enrocado y estaba concentrándose en establecer una defensa sólida, mientras que el negro estaba a la ofensiva pero parecía extrañamente desorganizado, y uno de sus caballos se encontraba en peligro.

—Parece una posición difícil.

El Cardenal Ambrosio Luis de Monçada alzó la mirada del tablero, con una beatífica sonrisa en el rostro.

—Ah, Sir Talley. Me alegra verte, hijo mío. ¿Te encuentras bien? ¿Has tenido un buen viaje? ¿Te has alimentado?

Talley, como se hacía llamar el templario, asintió a cada una de las preguntas de su anfitrión.

—Vuestra hospitalidad, Eminencia, es como siempre impecable.

El recién llegado dejó reposar su largo cuerpo sobre el taburete opuesto al de Monçada. Talley era huesudo y anguloso, con el rostro de un sabueso que acabase de ver al zorro desvanecerse para siempre. Aunque tenía el pelo blanco, sus facciones no le hacían aparentar más de treinta años. Las manos eran su rasgo más destacables: largas y esbeltas, con el dedo anular de cada una más largo que el corazón. En sus días de vida, había sido acusado en una ocasión de ser un hombre lobo a causa de aquella particularidad; tras haber tratado con diversos lupinos a lo largo de los años, encontraba aquello divertido. Llevaba un traje gris oscuro, obviamente confeccionado a mano por alguien que sabía cómo acentuar las limpias líneas de aquel depredador humano.

En contraste, Monçada vestía una sencilla sotana de sacerdote, y sandalias que resonaban sobre el suelo cuando daba golpecitos con el pie, meditando su siguiente jugada.

—Por desgracia, don Ibrahim, mi oponente en esta partida, es del tipo tozudo que luchará hasta el último furioso peoncito —dijo levantando la mirada con cara de burlona preocupación—. ¡Y tú te sientas en su sitio! En verdad, hijo mío, creí que estarías a mi lado en este asunto.

Talley se puso en pie e inclinó la cabeza.

—Perdonadme. Por supuesto, volveré a vuestro lado de inmediato, y pediré humildes disculpas por mi traición.

Monçada soltó una risita: fue un ruido húmedo y pesado.

—No, no. Siéntate. Veo que demasiados de los jóvenes de hoy en día tienen una terrible tendencia a quedar atrapados en metáforas ajedrecísticas. Se trata de pereza mental.

Talley no volvió a sentarse, sino que se inclinó para coger la reina negra.

—Mmm... Considerando el tablero, no me sorprende que los pocos privilegiados que lo ven queden un poco agitados. ¿Lucita? —preguntó, indicando la pieza que sostenía.

Monçada alargó una carnosa mano hacia ella.

—Claro está. El juego fue un regalo de Vykos. Creo que él hace un magnífico trabajo. ¿No estás de acuerdo?

—¿Él?

El cardenal se encogió de hombros aparatosamente.

—Él, ella, ello... cambia a capricho. Conocí a Vykos cuando aún conservaba su forma original, y así es como pienso en él. Tiene la cortesía de reasumirla cuando viene de visita.

—Ah. Si es lo mismo, evitaré la cuestión y mantendré esta forma en lo venidero.

Monçada rió, encantado.

—Aprecio mucho tu cortesía, y confío en que mantengas el rostro que mejor encaja con aquel a quien llaman "el Sabueso". —Contempló la pieza y volvió a ponerla en el tablero—. Es una pena que no quisiera posar para la pieza... Ejem —dijo, mirando a Talley—. Te gustaría saber por qué estás aquí, ¿verdad? Aunque disfrute mucho del placer de tu compañía, no es causa suficiente para hacerte venir.

Talley mantuvo su cara de póquer.

—¿Entonces no se trata de una confesión? Me temo que he acumulado una buena lista de pecados en los siglos que han pasado desde que Jeffrey me trajo aquí por primera vez; debo admitir que me he mostrado un poco relajado por lo que se refiere a la iglesia.

—Tendremos que encontrar tiempo para esa cuestión, mi pequeño Sabueso. Tengo fe en que llevarás a cabo la tarea que tengo para ti sin perjuicio alguno, pero no tanta como tengo en otras cosas. Dios es misericordioso, pero sólo si nos ganamos esa misericordia. Y nosotros los que estamos irreparablemente condenados debemos prestar cuidadosa atención al cuidado de nuestra alma. Estamos condenados por una razón en el plan de Dios, pero eso no nos exime de obedecer las leyes que Él nos ha dado.

Talley se removió, incómodo. A diferencia de la mayoría de los arzobispos y cardenales del Sabbat, Monçada había sido un arzobispo en vida, y un pilar de la iglesia en una época en la que la fe era algo palpable. Sorprendentemente, sus creencias no le habían abandonado tras el Abrazo, sino que habían tejido una indescriptible consciencia de su propia condenación. Se trataba de una combinación curiosa y potente, y la capacidad de Monçada de usar la fuerza de su fe era una de las razones por las que era tan temido incluso por quienes le servían. Por otra parte, la devoción del cardenal a la secta no ayudaba a tranquilizar a los Cainitas de poca o ninguna fe que tuviese cerca. Era una suerte que Monçada pasase todo su tiempo en el corazón de aquel enorme y laberíntico refugio-catedral. El cardenal no salía al mundo; el mundo, cuando él lo consideraba oportuno, se le acercaba humildemente y con la rodilla en tierra.

Las campanas doblaban en la distancia.

—Bueno, bueno... —dijo de pronto el cardenal—. Confío en que mantengas tu cuerpo lo bastante seguro como para albergar tu alma hasta que vuelvas; entonces te oiremos en confesión. Mientras tanto, hay trabajo que hacer.

Talley asintió. Era casi tan viejo como Monçada, con toda segundad más rápido y posiblemente más fuerte. Pero el cardenal tenía una presencia, un aura de sabiduría paterna y puro poder que hacía que se sintiese como un niño, un niño mortal, de nuevo. Sentía la necesidad de ganarse la aprobación de Monçada, de buscar refugio y seguridad bajo la benévola mirada del cardenal. Probablemente se trataba de un truco, un efecto secundario de algún poder que el cardenal ni siquiera notaba estar usando, pero el impacto era devastadoramente real.

Pero de acuerdo con Boukephos, el sire del sire del sire de Talley, Monçada había tenido aquel don incluso cuando estaba vivo. El anciano griego decía que había sido el factor determinante de su Abrazo, efectuado a pesar de las protestas de los miembros musulmanes del clan, afiliados al otro bando de la Reconquista. Ahora, aquellos mismos Cainitas buscaban su consejo en asuntos temporales, si no espirituales.

—¿Y cuál es el trabajo que tiene para mí Vuestra Eminencia? —Talley tuvo que hacer un esfuerzo consciente para salir de sus pensamientos sobre el cardenal, y supo que Monçada había reparado en su distracción—. Soy más eficiente cuando sé lo que se supone que debo hacer.

—Creo que disfrutarás con ello. Es un pequeño cambio de ritmo. Esta vez no tienes que perseguir y matar a nadie, ni ir de acá para allá por todo el mundo.

—¿No tengo que matara nadie? —Talley adoptó un tono de burlona indignación—. ¿Y para qué llamarme a mí, entonces?

—Porque he decidido que es el momento de ampliar tu repertorio, entre otras razones. ¿Qué te parece proteger del asesinato a uno de mis servidores?

—Aburrido, la verdad. ¿Por qué queréis que lo haga?

—Tengo mis motivos —fue la terminante respuesta de Monçada.

Talley frunció el ceño.

—No me gusta. ¿A quién se supone que debo proteger?

—A un arzobispo en nuestra pequeña aventura allí en América. ¿Tengo que explicarte toda la historia?

Las cejas de Talley se alzaron.

—Por favor.

Monçada meneó la cabeza lentamente.

—Por desgracia, no hay mucho que contar, El plan americano se desarrolla bien, aunque el liderazgo de la operación está dividido. Podría decirse que es algo cismático. Hay tres arzobispos, ahora que Vykos ha sido ensalzado, y estoy seguro de que Boukephos te habrá enseñado lo que ocurre con ese tipo de acuerdos para compartir el poder: uno o dos acaban caídos en la cuneta con una daga en las costillas.

—O en la espalda —añadió Talley con abatimiento.

—O en la espalda —asintió Monçada—. Y en este caso, parece que los engranajes ya están en movimiento. Alguien ha decidido eliminar a uno de mis arzobispos. Alguien ha decidido asegurarse bien de ello. Alguien se ha tomado muchas molestias para alquilar los servicios de un asesino que acabe con uno de quienes sirven a mi voluntad. Naturalmente, no apruebo ese tipo de cosas.

—¿Y qué pasa con Vallejo? La última vez que me reuní con Les Amies Noir me dijeron que había sido enviado para observar a Vykos. ¿Por qué no limitarse a ampliar su misión?

—Mi querido Talley —dijo Monçada cansinamente—, tu falta de fe en mi capacidad de juicio es desalentadora, extremadamente desalentadora. Estoy muy al tanto de las dificultades inherentes a este asunto: por eso envío a mi Sabueso, que podrá superarlas gracias a su ánimo y habilidad. Ahora calla, y escucha. Un arzobispo es el blanco de un asesino, sí. ¿Sé cuál de ellos? No; basta con que sé que ha empezado la caza. ¿Me importa cuál de ellos? No; aunque lamentaría mucho perder a cualquiera de mis tres capaces y dotados servidores. Impedir el asesinato sería el resultado más preferible, por supuesto, pero ni siquiera eso es el objetivo principal.

Talley tamborileó con los dedos sobre la mesa, cuidando de no mover el tablero.

—Ah, ya veo. ¿Así que debo meterme en ese pequeño juego, proteger al arzobispo cuya eliminación parezca más probable, y entregaros la cabeza del asesino en una bandeja de plata? ¡Por las heridas de Cristo, Eminencia, es una broma! ¿Defender a tres blancos potenciales, todos tan arrogantes como Hades y sin duda decididos a demostrar que no me necesitan? Y yo no soy un... un guardaespaldas ni nada de eso. Conseguid a alguien cuyo trabajo sea cuidar de otros.

El cardenal cerró los ojos por un momento y tomó aire profundamente. Empezaron a sonar crujidos entre las sombras de los rincones de la vasta estancia, y las mismas piedras del suelo se volvieron de pronto tan frías como el miedo. Durante un segundo, Talley temió haber ido demasiado lejos, pero en tal caso ya era demasiado tarde para contener sus palabras. También sería demasiado tarde para escapar con vida: la catedral era una trampa mortífera para quien no gozase del favor del cardenal.

—Lo que quiero de ti es muy sencillo. Quiero que me digas quién está tramando esta necedad; Vallejo lleva demasiado tiempo allí y puede estar comprometido. Dime quién cree que está por encima de mis órdenes y de la necesidad de llevar adelante la guerra contra la Camarilla, por encima de las demandas de la secta y de Dios. Encuentro tal arrogancia intolerable, y averiguaré de quién se trata, aunque cueste las vidas de cien arzobispos. Abrazaré a ejércitos enteros si es necesario para descubrir al traidor, Y tú —dijo acercándose— serás mi instrumento, mi Sabueso tras el rastro de quienes me traicionan. Ve a América, Talley. Observa a los arzobispos, y observa cómo se observan entre sí. Ve quién comete el primer tropiezo. Ve quién cae. —Los ojos de Monçada estaban abiertos ahora, tan negros como las sombras que controlaba, y Talley se encontró incapaz de apartar la mirada—. Emplea las artimañas que sean necesarias: no me importa si les dices que estás allí para cuidar del último sacerdote de manada o para vigilar la operación en conjunto. Ya he comunicado tu inminente llegada al Arzobispo Polonia. Se preguntarán por qué se lo he dicho a Polonia y no a Vykos, a quien consideran mi representante en todo esto. Veremos qué conclusiones sacan: sin duda, algunas almas emprendedoras lo verán como una retirada de mi favor a Vykos. Pero en realidad es una cuña puesta entre los dos, para ver si reaccionan a las pequeñeces.

»Y no espero que "cojas" al asesino, Talley. Si lo intentas, uno de los dos, o ambos, acabará muy malherido, y prefiero que no corras ese riesgo hasta que me haya ocupado del estado de tu alma, y del de mi chiquilla. Si ocurre lo peor, limítate a decirle a mí querida Lucita que no puede derribar las piezas de mi pequeño tablero de ajedrez.

Talley parpadeó. Dos veces.

—¿Lucita?

Monçada asintió.

—Lucita. Ahora ya sabes por qué no quiero que la "cojas". Siento —suspiró resignadamente— demasiado afecto por los dos. —El cardenal volvió su atención al tablero de ajedrez, con el ceño fruncido—. Todo lo que necesitas te está esperando con Hidalgo, en la cámara azul. ¿Recuerdas el camino?

Talley asintió sombríamente.

—Bien. Puedes retirarte.

El templario se levantó en silencio, se dio la vuelta en silencio y empezó a andar en silencio hacia la puerta.

—¿Talley? —La voz del cardenal era tranquila y mesurada—. Talley, si ves a don Ibrahim al salir, quizá quieras repetirle tu consejo sobre su posición en el juego. Pero no creo que lo siga. No lo creo en absoluto.