UNA NOCHE DE MISTERIOS

Roberto abrió el sobre, extrajo una tarjeta impresa y la estuvo estudiando con evidente interés, y creciente excitación.

—¿Qué es, querido? —preguntóle su madre.

—Una invitación —replicó Roberto excitado—. Una invitación para un baile de máscaras que se celebrará la noche de Año Nuevo en Hadley Grange. Vaya, ¿verdad que es estupendo?

—Sí —dijo la señora Brown—. ¡Pero qué lástima que Ethel esté fuera!

—Hum… Iré solo. —Luego estudió la tarjeta con más detenimiento y su alegría se ensombreció—. ¡Dios Santo! ¡También invitan a Guillermo!

—¡Qué bien! —comentó la señora Brown.

—Para él… sí —dijo Roberto con una risa amarga.

—Y para ti también —replicó su madre tranquilamente—. Así tendrás alguien con quien ir.

Roberto guardó silencio unos instantes preparando un plan de ataque, y al fin dijo:

—Sí, claro que me gustaría ir con él, pero la verdad, mamá, no creo que debas dejarle ir. Quiero decir que un baile de máscaras no es un lugar apropiado para un niño.

—¿Pero por qué, querido? —quiso saber la señora Brown—. Le han invitado y tiene un bonito traje de Piel Roja. ¿Por qué no ha de ir?

—Porque lo complica todo —respondió Roberto abandonando todo disimulo—. Es inútil que me preguntes por qué lo complica todo porque no lo sé.

—Tonterías, querido —dijo la señora Brown—. Claro que algunas veces comete equivocaciones, pero nunca con mala intención. Oh, ahí está.

Guillermo entró en la estancia y al enterarse de la invitación, demostró una virtuosa resignación ante la actitud de Roberto.

—¿Yo? —dijo—. Nunca he complicado nada. Nunca. No sé de qué está hablando.

Al recordarle numerosas ocasiones en las que su bien intencionada intervención había complicado situaciones que ya lo eran bastante de por sí, Guillermo se refugió en una actitud de reproche.

—Lo que queréis es que no tenga la menor distracción —dijo—. Queréis que lleve una vida dura sin el menor placer.

—¡Una vida dura! —se burló Roberto, mas la señora Brown se apresuró a intervenir.


—Lo que queréis es que no tenga la menor distracción. Eso es —dijo Guillermo.

—Basta, niños. Naturalmente que Guillermo irá al baile de máscaras puesto que ha sido invitado, y estoy segura de que será una compañía muy agradable para ti, Roberto.

Roberto lanzó un gruñido sarcástico y provocativo, pero Guillermo, habiendo ganado ya la partida, no le hizo caso.

—¿De qué me disfrazaré? —preguntó a su madre.

—¿Por qué no te disfrazas de Piel Roja? —sugirió la señora Brown—. Tienes un traje muy bonito.

—¡Es viejo! —exclamó Guillermo con disgusto.

—«Muy» apropiado —comentó Roberto como para sus adentros.

—Preferiría ser Piel Roja que ser como tú —dijo Guillermo molesto por la ironía del tono empleado por Roberto.

—Sí, querido —intervino la señora Brown tratando de apaciguarles—. Los Pieles Rojas están muy bien y Roberto también. Claro que cada uno en su estilo. Puedes poner más plumas en el penacho, ¿sabes, Guillermo?, y eso hará que el vestido resulte más elegante.

Guillermo, quien en realidad sentía una secreta predilección por su viejo traje de Piel Roja, se contentó con esto, y estuvo arrasando las granjas de los alrededores durante varios días, buscando plumas, e incluso privando a varias gallinas indignadas de los principales adornos de sus colas. Luego dirigió su atención al disfraz de Roberto, quien, según descubrió, había decidido asistir al baile disfrazado de pierrot. Guillermo, considerando que demostraba una gran falta de originalidad, sugirió varios disfraces, tales como de gorila, sabueso, domador de leones, o deshollinador, y empleó todas sus dotes persuasivas para convencerle, pero Roberto permaneció inconmovible ante su elocuencia, y la señora Brown, con la ayuda de un patrón de papel, fabricó una complicada gorguera e hizo un traje con grandes botones de terciopelo negro, que Roberto consideraba muy favorecedor.

Pensaban ir a Hadley en el «dos plazas» que un día fue el orgullo y la alegría de Roberto, pero que ahora era más bien un motivo de preocupación, aunque, gracias al incesante cuidado de Roberto, su exterior resplandeciese. Sus metales estaban siempre brillantes y constantemente renovaba la pintura amarilla, de un tono tirando a verdoso, pero el interior era de una informalidad tal, que siempre se paraba en los momentos más inoportunos. En realidad Roberto estaba casi decidido a no arriesgarse a ir en él al baile de máscaras, y pedir un taxi, cuando a Guillermo se le ocurrió comentar:

—Bueno, por lo menos espero que no iremos en esa birria de coche de Roberto.

—¿Por qué no? —exclamó Roberto con dignidad ofendida.

—Bueno, ya sabes lo que ocurre —se limitó a responder Guillermo.

—¿Y qué ocurre? —preguntó Roberto en tono aún más frío.

—Bueno, la semana pasada se estropeó tres veces, ¿no? —dijo Guillermo en tono razonable.

—No se estropeó ninguna —replicó su hermano con la furia que despertaba en él cualquier alusión ofensiva hecha hacia su automóvil—. Lo paré un par de veces para hacerle algún ajuste sin importancia, eso es todo. Claro que iremos al baile en mi coche. Es mucho más seguro que un taxi.

Así que los dos montaron en el automóvil de Roberto; éste, vestido de pierrot, con su enorme gorguera, y Guillermo de Piel Roja.

Cuando el automóvil fue perdiendo velocidad hasta detenerse en un recodo solitario de la carretera, Guillermo guardó un silencio significativo. Roberto volvió a ponerlo en marcha. El coche dio unas cuantas sacudidas y volvió a detenerse. Roberto lo intentó otra vez, consiguiendo que se moviera, pero esta vez no arrancó. Roberto se apeó con el rostro tenso y desesperado, comentando con aparente indiferencia:

—Espero que sólo sea cuestión de un pequeño reajuste.

Desapareció en el interior del motor durante unos minutos, y luego de subir al automóvil intentó ponerlo en marcha, produciendo un ruido chirriante. El coche dio un salto hacia delante y se detuvo, en seco. Roberto se bajó otra vez.

—¿Vas a hacerle algún otro pequeño reajuste? —preguntó Guillermo.

Y Roberto, sin contestarle, se metió debajo del automóvil y se oyeron golpes, zarandeos y ruidos metálicos, subrayados por varias exclamaciones del pobre Roberto.

Al cabo de unos minutos volvió a su asiento exteriormente tranquilo.

—Creo que ahora irá bien —dijo con indiferencia.

Volvió a ponerlo en marcha, y el coche volvió a estremecerse como si estuviera decidido a desmontar a sus dos ocupantes, pero no avanzó ni un centímetro de carretera. Roberto no tuvo otro remedio que bajarse y desaparecer debajo del vehículo. Y Guillermo volvió a oír los mismos ruidos de antes, y la jadeante respiración de su hermano. Al fin, con el rostro impasible y manchado por una línea de aceite negro, volvió a ocupar su asiento.

—Ahora creo que ya está —comentó poniéndole en marcha.

Desde luego estaba demostrado que el automóvil no estaba dispuesto a someterse. Gimió débilmente mientras presionaba el pedal de arranque, pero ya no se estremeció siquiera.

Roberto se apeó de nuevo para hacer girar la manivela, que como el resto del automóvil se le resistía. Giraba y giraba con la facilidad y la inutilidad de un organillo estropeado.

Su antes blanco disfraz de pierrot, estaba ahora manchado de barro y aceite negro, pero por el momento ni siquiera se daba cuenta.

—Probablemente será algo sin importancia —observó con aire de tranquilidad poco convincente—. Si supiera lo que es. Un ajuste insignificante. Quiero decir que es un cochecito muy bueno.

Guillermo rompió su impresionante silencio.

—No estamos muy lejos, podemos ir a pie —dijo.

Pocos momentos antes Roberto hubiera considerado aquella proposición como un insulto imperdonable, pero por aquel entonces su ánimo estaba tan roto como su automóvil, y su rostro sucio de aceite se iluminó ante la idea.

—Vaya, claro que sí —dijo y entonces sus ojos se posaron en su disfraz y su rostro adquirió una expresión de horror—. Pero yo no puedo ir así. Es «imposible».

—Hay un arroyo junto a la carretera —le dijo Guillermo—. ¿No podrías lavarte un poco allí?

—No seas ridículo —exclamó Roberto sintiendo cierto alivio al poder descargar su enojo en alguien—. Eres de lo más absurdo. No —prosiguió con aire trágico—. Yo no puedo ir así. Es imposible. Será mejor que vayas solo.

El rostro de Guillermo denotaba tanta determinación como el de Roberto pesimismo. Guillermo estaba decidido a asistir al baile, y a que Roberto fuera también. La catástrofe que había hecho que Roberto abandonara toda esperanza, despertó el espíritu batallador de Guillermo. Frunció sus espesas cejas con aire fiero. Debía haber una solución… ¡si la encontrara! Incluso él, tras madura reflexión tuvo que reconocer que el disfraz de pierrot estaba más allá de toda esperanza. No quedaba ni un centímetro cuadrado de su primitiva blancura. Estaba tan arrugado que costaba reconocerlo, y absolutamente cubierto de grasa y lodo. Sin embargo… Guillermo volvió a fruncir su entrecejo pecoso… tenía que haber una «solución». Aunque no había muchas casas por los alrededores, puede que alguno de sus ocupantes tuviera un gran conocimiento del mecanismo de los automóviles pequeños.

—¿Quieres que vaya a ver si pueden ayudarnos en alguna casa? —sugirió.

Roberto, con un fuerte sentido de lo que era la dignidad personal quedó horrorizado ante la sugerencia de su hermano.

—De ninguna manera —dijo indignado—. Si hicieras una cosa así, en la vida podría mirar a nadie a la cara.

—¿Por qué no? —preguntó Guillermo sencillamente—. Quiero decir, ¿por qué no podrías volver a mirar a nadie a la cara si yo hiciera eso?

Roberto, que sabía era inútil esperar que Guillermo comprendiera los finos matices de la delicadeza, se limitó a encogerse de hombros diciendo:

—Bueno, será mejor que te marches si no quieres llegar tarde. Diles que estoy enfermo. —Dirigió a Guillermo una mirada terrible—. No menciones el coche o no volveré a hablarte en la vida. Diles que tengo la gripe.

—Eso está muy gastado —dijo Guillermo, dedicando ahora toda su atención a la excusa que debía dar Roberto—. Suponte que digo que tienes pulmonía, un ataque al corazón, o algo un poco más interesante, ¿qué te parece?

—Haz lo que te digo —replicó Roberto furioso—. Di que tengo la gripe.

Era evidente que Roberto sentíase amargado y humillado por lo sucedido, y Guillermo volvió a reunir toda su determinación e ingenuidad. Tenía que haber un medio… Miró el oscuro paisaje invernal. Aquí y allá brillaban luces entre los árboles, indicando la posición de algunas casas.

—Espera un momento. No tardaré —gritó de pronto echando a correr por la carretera.

—¡Eh! —le gritó Roberto—. ¿A dónde vas?

No hubo respuesta. Roberto permaneció unos minutos inmóvil junto a su automóvil, y luego se puso a trabajar frenéticamente en su desesperación, inundando el carburador, haciendo girar la manivela, apretando el pedal de arranque, quitando las bujías, volviéndolas a poner, quitándolas, poniéndolas… Aparte de algún que otro gruñido casual, su víctima no daba señales de vida.

Guillermo seguía corriendo por la carretera. No tenía ningún plan concreto, pero confiaba que el Destino le brindara una solución. Al fin y al cabo, todo es posible. Tal vez encontrase a un hombre con un automóvil y un disfraz que le detuviera para preguntarle si conocía a alguien a quien poder prestárselos aquella noche puesto que había recordado de pronto que tenía otro compromiso. Sin embargo, pronto se hizo evidente que aquello no iba a ocurrir. La carretera estaba completamente desierta. Miró las luces de las casas que podían verse entre los árboles y durante unos instantes estuvo considerando la posibilidad de acercarse a una de las puertas y pedir al amo de la casa con toda amabilidad si podía prestarle un automóvil y un disfraz… o por lo menos un disfraz. Pero hasta el optimismo de Guillermo flaqueó sólo de pensar en ponerlo en práctica.

Había llegado ya al final de la carretera. Allí había una pequeña posada, y delante de ella, una motocicleta, cuyo propietario estaba sin duda dentro de la posada bebiendo. Guillermo contempló la motocicleta con envidia. Le hubiera gustado «cogerla prestada» para Roberto, pero sabía que su hermano se negaría indignado a aceptar semejante «préstamo». Y aquello tampoco solucionaba el problema del disfraz… En la parte posterior de la moto había un paquete envuelto con papel castaño. Guillermo se acercó a examinarlo, viendo a través de un pequeño roto del papel que contenía un tejido rayado muy alegre. El interés de Guillermo iba en aumento. Roberto podría hacerse cualquier disfraz con aquella ropa tan alegre. Por lo menos tenía que satisfacer su curiosidad. Probablemente el dueño de la moto permanecería todavía un buen rato en la posada. No hacía ningún daño cogiendo el paquete y llevándolo hasta el farol más cercano para ver lo que contenía, y luego devolverlo antes de que saliera el propietario de la moto. Miró a uno y otro lado de la carretera. Rápidamente desató el paquete yendo con él hasta el farol más cercano. Con gran cautela fue quitando el papel hasta descubrir su contenido que le dejó sin respiración. Era casi increíble, pero allí estaba delante de sus ojos. El paquete contenía un disfraz completo de arlequín con una capa corta como complemento. Era un regalo del Destino. No había otra explicación posible… por lo menos para Guillermo. Lo puso bajo su brazo y fue al encuentro de Roberto, quien salió de debajo del automóvil más negro que nunca, para saludarle.

—¿Dónde «diablos» has estado? —le preguntó.

Jadeando, Guillermo le entregó el disfraz.

—Mira —le dijo sencillamente—. Te he traído esto.

Roberto lo tomó en sus manos con la boca abierta por la sorpresa.

—¿Pe-pero de dónde lo has sacado? —tartamudeó.

La mente de Guillermo trabajaba activamente. Roberto tenía un modo muy convencional de ver la vida. Si supiera de dónde lo había cogido, su hermano insistiría para que fuera a devolverlo en el acto. No, era necesario engañar a Roberto por su propio bien.

—Pues —dijo despacio—, cuando iba por la carretera, vi a un hombre delante de la puerta de una casa y se puso a hablar conmigo. Quiero decir que me preguntó qué estaba haciendo, y además, yo le dije que íbamos a un baile de máscaras cuando tú te manchaste tu disfraz de pierrot ajustando el coche en la carretera… —Guillermo pensó que lo estaba haciendo con mucho tacto—. Y que tú temías tener que volverte a casa, y él me dijo que tenía un disfraz que no usaba nunca y que nos lo prestaría con gusto, así que subió a buscarlo y me lo dio.

Roberto contempló el disfraz con sorpresa y luego su expresión se fue trocando en otra de alegría y alivio.

—Vaya, ¿de «verdad» te lo prestó?

—Sí —dijo Guillermo, quien como de costumbre había empezado a creer su propia historia y, mentalmente veía a un hombrecillo de cabellos blancos de pie ante la puerta de su casa, ofreciéndole un disfraz para Roberto.

—¡Pero «vaya»! —exclamó crédulo Roberto—. ¡Qué «amable» ha sido!

—Sí, ¿verdad? —convino Guillermo.

—¿Qué casa era?

—Er… la de la esquina —dijo Guillermo.

—Ya sé. Se llama Los Olmos, ¿verdad?

—«Creo» que sí —respondió Guillermo precavido—, pero no estoy muy seguro.

—Sí, eso es. La conozco —replicó Roberto con vehemencia—. Vaya, eso ha estado muy bien. Iré a darle las gracias antes de ponérmelo.

—No —replicó Guillermo al punto—. Sinceramente, no debes hacerlo.

—¿Por qué no?

—No puedo explicártelo —dijo Guillermo—. Quiero decir… bueno, que no debes hacerlo. Insistió mucho para que no lo hicieras.

—Pero ¿por qué no? —quiso saber Roberto.

—Pues… —El rostro de Guillermo se puso tenso y grave mientras buscaba una razón convincente para que Roberto no fuera a dar las gracias al inquilino de Los Olmos por haberle dejado su disfraz—. Pues, en primer lugar aborrece que le den las gracias. Dijo que no podía soportar que le dieran las gracias.

—Sí, pero en un caso como «éste»… —insistió Roberto.

Una sonrisa seráfica iluminó el rostro de Guillermo al ocurrírsele una repentina inspiración.

—Pues, verás, dijo que era escritor y que estaba muy ocupado tratando de encontrar un final para un capítulo de su libro… el que atrapan al traidor, ¿sabes…?, y como está solo en la casa tiene que abrir él la puerta e insistió mucho en que no le molestaran por eso.

—Ah, ya —exclamó Roberto con respeto (ya que Roberto sentía una gran reverencia por los escritores)—. Sí, claro, lo comprendo perfectamente. Desde luego que no iré ahora si es por eso. Pero mañana a primera hora iré a darle las gracias.

—Oh, sí, eso estará muy bien —dijo Guillermo, que siempre creía que dejando las cosas para el día siguiente se solucionaban por sí solas.

—Bien, será mejor que me cambie rápidamente —dijo Roberto, cuya depresión e irritabilidad habían dado paso a la excitación—, o vamos a llegar tarde.

Guillermo le sometió a un examen desapasionado.

—Será mejor que vayas a lavarte la cara primero, ¿no te parece? —propuso.

—Sí, claro —exclamó Roberto mientras volvía a su rostro la expresión deprimida—. Pero ¿cómo diablos voy a lavarme?

Guillermo recordó un pequeño tubo de disolvente que habían enviado con el coche, y que todavía reposaba en el fondo de la caja de herramientas, lo sacó y llevando a su hermano hasta el arroyo limpió cuidadosamente su rostro utilizando para ello el pañuelo limpio que la señora Brown había puesto en el bolsillo de su traje de piel roja. Luego Roberto desapareció en el interior del automóvil para cambiar su disfraz de pierrot (que ahora parecía más bien un «mono» de los que se usan en los garajes), por el traje de arlequín. Mientras tanto conversaba animadamente con Guillermo.

—Oye, ¿sabes que «ha sido» muy amable por su parte?

—Sí, ¿verdad? —convino Guillermo.

—Si este traje es suyo debe haber sido muy delgado. Me va muy justo.

—Oh, sí —replicó Guillermo—, era delgado.

—¡Qué suerte que le encontraras a la puerta de su casa!

—Sí, ¿verdad?

—¿Qué estaba haciendo? ¿Echando una carta?

—Sí. En cierto modo sí echaba una carta.

—Vaya, ha sido «muy» amable. ¡Prestar un disfraz a alguien que ni siquiera ha visto en su vida! No creo que muchas personas lo hicieran.

—No, ni yo tampoco.

—¿Cómo sabe que vamos a devolvérselo?

—Yo iré a devolvérselo. Tú no necesitas preocuparte por eso. Ya me cuidaré yo.

—Oh, debo ir yo y darle las gracias personalmente —dijo Roberto—. No faltaba más.

—Dijo que tenía que marcharse mañana por la mañana muy temprano —dijo Guillermo con nueva inspiración—. A un sitio muy lejos. Jerusalén o algo por el estilo. Así que es inútil que vayas. Yo lo llevaré y lo dejaré en su casa con una nota, ¿no te parece?

Roberto estaba ya completamente vestido de arlequín. Las rayas eran ciertamente caprichosas, pero el disfraz estaba bien hecho, le sentaba muy bien, y con la capa y la máscara quedaban cubiertas todas las facciones excepto su barbilla.

—¿Es bonito, verdad? —dijo entusiasmado—. Mucho mejor que el disfraz de pierrot. Cierto que ese hombre de Los Olmos se ha portado muy bien.

—Vamos —dijo Guillermo, quien, ahora que su hermano se había puesto el disfraz, estaba deseando abandonar aquellos contornos, temeroso de la llegada de un airado motociclista reclamando su disfraz al asombrado Roberto—. Vámonos en seguida o llegaremos tarde.

—De acuerdo —replicó Roberto—. Dejaré aquí el coche. Mañana pueden venir a buscarlo los del garaje.

Y se marcharon caminando rápidamente en la oscuridad en dirección a Hadley. Guillermo, dirigiendo nerviosas miradas a su alrededor, mientras pensaba que el único recurso posible ante el airado motorista, sería salir huyendo. Sin embargo, no apareció ningún motorista indignado, y llegaron a Hadley sin novedad.

Roberto fue en seguida en busca de las bellezas de la localidad que admiraba en aquel presente, y Guillermo a reunirse con sus amigos, con quienes hizo una pronta y prolongada visita al «buffet» de los refrescos. Los dos no volvieron a encontrarse hasta algún tiempo después, cuando Guillermo pasaba casualmente por el vestíbulo, donde Roberto estaba de pie delante del fuego en un grupo. A Guillermo le llamaron la atención las palabras «Los Olmos», que le helaron hasta inmovilizarle.

—Sí —estaba diciendo un hombre corpulento de mediana edad vestido de pirata—. Ya no pienso hacer nada más en mi jardín. Los árboles lo cierran por todas partes.

—¿Los… ha dicho usted Los Olmos? —tartamudeó Roberto.

El hombre corpulento, y de mediana edad, quien se había estado dirigiendo a un grupo de sus contemporáneos, volvióse hacia Roberto con el ceño fruncido, como si le molestara la intromisión de aquel joven desconocido.

—Sí, Los Olmos —replicó en tono seco.

—¿Es la casa que está en el recodo de la carretera? —prosiguió Roberto.

—Sí —replicó el pirata.

—¡Ah, vaya! —exclamó Roberto rebosando gratitud—. Ya ve lo que llevo puesto, ¿no? Celebro tanto tener oportunidad de darle las gracias…

El pirata le miraba sin entender.

—No sé de qué me está hablando —rezongó.

Roberto se acordó de que Guillermo le había dicho que no le agradaba que le dieran las gracias. La gente de buen corazón suele ser así.

Se embozó en su capa y miró sus piernas rayadas.

—Me sienta muy bien, ¿no le parece? —dijo.

El ceño del pirata se convirtió en asombro.

—¿Sí? —dijo—. La verdad es que no me había fijado.

Era evidente que le molestaba la menor alusión a su generosidad, y Roberto cambió de tema.

—He oído decir que mañana se marcha usted muy temprano hacia Jerusalén —dijo en tono amable.

El pirata enrojeció violentamente.

—¿De qué «diablos» está usted hablando? —exclamó.

Roberto pensó que tampoco debía desear que se supiera que se iba a Jerusalén. Sin embargo…, seguía ardiendo en deseos de demostrarle su gratitud demostrando interés por los asuntos de su benefactor.

—Espero que haya conseguido atrapar al criminal esta noche antes de venir aquí… —prosiguió.

El rostro del pirata había adquirido un tono púrpura, pero antes de que pudiera hablar, apareció en la puerta del salón de baile una de las bellas haciéndole señas, y Roberto se apresuró a obedecer su señal. El pirata miró a los reunidos a su alrededor con rostro furioso.

—¿Es que ese joven está loco o es sólo un insolente? —preguntó al círculo que le rodeaba.

Pero aquel círculo que le rodeaba, aunque ligeramente divertido e intrigado, no estaba muy interesado por el asunto. Empezó a sonar la música del baile siguiente, y el círculo se deshizo lentamente para dirigirse al salón de baile. El pirata quedó solo. Estuvo unos instantes mirando ante sí con aire feroz, y luego también fue al salón de baile, pero no con intención de bailar, sino dispuesto a pedir una explicación del insulto recibido.

Con el valor que le prestó la desesperación, Guillermo se interpuso en su camino.

—Perdóneme —dijo en tono apremiante aunque cortés—, ¿pero, va usted a hablar con aquel joven del disfraz rayado?

—Sí —gruñó el pirata—. Nunca me han tomado el pelo en público y no pienso consentir que me lo tomen ahora. A propósito, ¿quién es?


—Perdóneme —dijo Guillermo—, pero ¿va usted a hablar con aquel joven del disfraz rayado?

—Es mi hermano —dijo Guillermo sin aliento—, y yo quería hablarle de él. No tiene que tomar a pecho las cosas que le han dicho.

—¡Que no lo tome a pecho! —exclamó el pirata—. ¡Preguntarme que cuándo me iba a Jerusalén! ¡Y si había atrapado al criminal! Si no está loco merece un escarmiento por su insolencia.

—No es que esté «precisamente» loco —replicó Guillermo pensativo—, pero ha tenido meningitis y eso le hace decir cosas extrañas como ésas, pero no lo hace con mala intención. Se lo digo de veras.

El pirata pareció sorprenderse.

—En ese caso no debieran dejarle andar entre la gente.

—Oh, sí —dijo Guillermo—, el médico dice que puede andar entre la gente. Dice que le hace bien. Y que nadie debe enfadarse con él ni preguntarle qué quieren decir las cosas que dice porque de lo contrario podría volverse loco de repente.

El pirata regresó malhumorado junto al fuego.

—Me di cuenta en seguida de que era un insolente o se trataba de alguna perturbación mental —dijo—. Claro que si se trata de esto último, compadezco al muchacho.

—Sí, desde luego se trata de una perturbación mental —dijo Guillermo—. Yo también le compadezco.

—Pero yo creo que debiera permanecer encerrado en su casa.

—Sí, yo también opino así —convino Guillermo—. Le diré a mi madre que usted lo cree conveniente.

Entretanto en un rincón del salón de baile, el inconsciente Roberto estaba sentado con la bella del momento.

—¿Verdad que hace calor aquí? —decía la bella.

—Sí… busquemos un hogar más fresco, ¿quieres? —repuso Roberto solícito.

—Oh, no —exclamó ella—. Me gusta ver bailar. Algunos no tienen la menor idea de lo que es bailar, ¿verdad? Claro que yo tampoco sé… —hizo una pausa para que Roberto hiciera la contradicción oportuna—, pero, bueno, lo hago mejor que algunos. ¿«Verdad» que hace calor? Me encantaría tomar un helado…

—Iré a buscarte uno —dijo Roberto poniéndose en pie.

Para llegar hasta el «buffet» tenía que cruzar el vestíbulo donde el pirata seguía de pie ante el fuego. Roberto, al pasar, le dirigió una sonrisa conspiradora y agradecida… la sonrisa del beneficiado al benefactor que no desea oír hablar del bien otorgado. El pirata meneó tristemente la cabeza mientras Roberto desaparecía de su vista.

El «buffet» estaba al final del pasillo, y Roberto caminaba por él alegremente, cuando… de pronto un hombre salió rápidamente tras de una cortina y le cortó el paso.

Era un hombre alto, fornido, vestido de Enrique VIII, pero fue su rostro lo que heló la sangre de Roberto. Era un rostro duro, salvaje, de expresión malvada. Tenía los ojos cubiertos por un antifaz, pero la boca era agresiva, y feroz. Su voz hacía juego con su cara.

—¿Cuánto tiempo quieres que te espere? Creí que no ibas a venir nunca. Llegas con cinco minutos de retraso. ¿Lo sabes?

Roberto se quedó sin respiración.

—Pe-pe-pero, oiga… —dijo al fin, mas Enrique VIII le interrumpió sin miramientos.

—Bueno, vamos ahora que ya estás aquí y no perdamos el tiempo discutiendo. Sígueme y no hagas el menor ruido o te retorceré el pescuezo. He traído las herramientas, ¿ves?

Roberto bajó los ojos y vio que aquel hombre llevaba una pistola en una mano. Los cabellos de la cabeza de Roberto se fueron elevando lentamente hasta quedar de punta, mientras varios escalofríos recorrían su espina dorsal.

—Vamos —rugió el hombre avanzando por un pasillo perpendicular al que llevaba al «buffet». Roberto le siguió como hipnotizado por el espanto. El hombre comenzó a subir una pequeña escalera de caracol. Roberto le seguía todavía hipnotizado de horror. Cuando uno de los escalones crujió bajo sus pies, el hombre se volvió hacia él gruñéndole entre dientes con tal ferocidad que empezaron a castañetearle los dientes. Cautelosa y silenciosamente, el hombre abrió la puerta de un dormitorio y entraron. Moviéndose con increíble rapidez considerando su corpulencia, el hombre se dirigió a un cuadro que había en la pared, estuvo maniobrando con un pequeño instrumento de hierro, y luego aquél se corrió descubrimiento una caja fuerte. Entonces volvióse de pronto hacia Roberto para decirle en voz baja y amenazadora:

—¡Ven aquí, condenado! ¿Por qué te quedas ahí acobardado? Nunca hubiera supuesto que el jefe iba a mandarme a un tonto como tú para ayudarme en el trabajo. ¿Dónde está tu maletín?

—Yo… yo… yo… —tartamudeó Roberto.

—¡Toma! —dijo el hombre impaciente cogiendo una maleta pequeña que estaba en un rincón de la habitación—. Usaremos esto. El jefe debe estar loco, es todo lo que puedo decir. Vigila ahora. Sostenla abierta.

Roberto obedeció, y el hombre volcó todo el resplandeciente contenido de un joyero cuyo cierre había abierto con rápidos y hábiles movimientos mientras hablaba.

—Ya tenemos todo lo que queríamos. Lo llevaremos al coche, y entonces tú vas en tu motocicleta a ver al jefe para informarle. Toma, llévalo tú. Si nos persiguen tú corres más que yo. Ve delante de mí y recuerda que llevo una pistola, de manera que no intentes hacerme ninguna jugarreta.

Temblando de pies a cabeza, Roberto echó a andar delante del hombre con las joyas robadas. Le oía respirar pesadamente a sus espaldas, y sentía su pistola apoyada en sus riñones. Aquello era como una pesadilla. La pistola le fue empujando escaleras abajo, le hizo salir por una pequeña puerta lateral, y atravesar una huerta. De vez en cuando, Roberto tropezaba con los arbustos y plantas debido a la oscuridad, y el hombre que iba tras él maldecía en tono bajo pero elocuente. El sudor perlaba la frente de Roberto y resbalaba por su nariz.

De pronto se oyeron voces en la distancia, luego gritos, y aparecieron luces entre los árboles.

—Registremos el jardín —gritó una voz—. Puede que estén por aquí.

—Seguramente ya se habrán marchado.

—¿Se han llevado muchas cosas?

—Todas las joyas de Moyna. Su doncella acaba de entrar en la habitación y ha encontrado la caja fuerte abierta.

—Tú tienes la culpa por llegar tarde, condenado estúpido —siseó el hombre a Roberto—. Cinco minutos de retraso lo cambian todo. Llévate eso a la carretera atravesando el parque… por ese lado no hay nadie… y llévate el coche antes de que llegue la policía. Tú corres más que yo y es menos probable que te descubran. Toma, ponte esto. —Y quitándose su capa oscura la echó sobre el disfraz alegre de Roberto—. Ve directamente a ver al jefe. Yo ya te seguiré. «Vamos», ¿qué esperas?

La orden fue acompañada de una nueva presión de la pistola contra la espalda de Roberto que salió corriendo en la oscuridad. Él ignoraba dónde estaba el parque, ni sabía dónde estaba el automóvil, ni sabía nada de nada. Corría sencillamente para alejarse del hombre y de la pistola. Perdió la capa y la careta, pero siguió corriendo.

De pronto se encontró en el centro de un grupo de gente. Por todas partes se oían voces excitadas.

—Vaya, si es Roberto.

—Es Roberto Brown.

—Y trae el maletín.

—Son las joyas.

—Roberto trae las «joyas».

—¡Roberto, qué estupendo! ¿Cómo lo «has» conseguido?


Roberto se encontró en el centro de un grupo de gente excitada.


—Has estado magnífico, Roberto —le dijo alguien.

—Mirad, Roberto ha atrapado al ladrón. Trae las joyas.

—¿Dónde está el ladrón, Roberto?

Jadeante, y sin aliento, Roberto señaló vagamente a sus espaldas.

—Probablemente ahora ya habrá escapado —dijo alguien—, y de todas formas ahora que ya tenemos las joyas no importa tanto.

—¿Está todo lo que te quitaron, Moyna?

—Sí, todo.

—Oye, Roberto, qué estupendo que hayas podido atraparle solo. Es «estupendo». ¿Dónde le encontraste?

—Pobre muchacho, apenas puede hablar. Debe haber sostenido una lucha terrible. Ya nos lo contará más tarde, ¿verdad, Roberto?

Roberto asintió.

—El pobre muchacho está completamente agotado.

—Llevarle a beber algo. Y cuando se encuentre mejor podrá contárnoslo todo.

Manos solícitas acompañaron a Roberto hasta el vestíbulo, le instalaron en una butaca junto al fuego, y le administraron una bebida reconfortante. Comenzaba a sentirse algo mejor.

—No tengas prisa, muchacho —le dijo una voz tranquilizadora—. Podrás contarnos toda la historia dentro de unos minutos, pero no lo intentes todavía… Vamos, volved a llenarle el vaso.

Alguien le llenó el vaso de nuevo. Sí, estaba mejor. Decididamente estaba muchísimo mejor y dentro de pocos minutos estaría en condiciones de contar toda la historia. Aunque jamás podría conseguir que la entendieran. Él tampoco la entendía. De pronto reaccionó. Era absurdo. No era posible que aquello hubiera ocurrido. No, los hechos reales debían haber sido completamente distintos.

—Pues, verán —comenzó a decir despacio—. Iba camino del «buffet» y salí al jardín a tomar un poco el aire, cuando vi a un individuo que avanzaba ocultándose detrás de los árboles con una maleta, y sin pensarlo dos veces corrí tras él y le alcancé. No sé cómo comprendí que se trataba de un ladrón. Hubo algo de lucha, desde luego… —concluyó con modestia—, pero no tardó en salir huyendo…

Por todas partes se alzaron voces ensalzando al héroe. El hombre que le había prestado el disfraz le estrechó la mano calurosamente.

—Siento haber estado un poco brusco con usted al principio de la fiesta —le dijo—. Después de irse usted, su hermano me habló de su enfermedad.

—¿Mi enfermedad? —exclamó Roberto sintiéndose invadir una vez más por el asombro.

—Sí, puede que le afecte en algunos aspectos, pero desde luego no a su valor.

Roberto miró a Guillermo que estaba mirando al techo con aire distraído. Su rostro tenía aquella expresión de inocencia que sus familiares no podían contemplar sin que les diera un vuelco el corazón.

Roberto fue recordando toda aquella tarde. Era un conglomerado de misterios… empezando, ahora que lo pensaba bien, por la misteriosa aparición de su disfraz. Sí, debía tener unas palabras de explicación con Guillermo. Pero no ahora. No era el momento de tener explicaciones con Guillermo.

Alguien levantó su vaso diciendo:

—¡Por nuestro héroe, Roberto Brown!

Se oyeron vítores y algunas estrofas de «Porque es un buen muchacho…»

Roberto parpadeó con modestia.

Y volvieron a llenarle el vaso.

F I N