LOS PROSCRITOS Y EL DÍA CINCO

Al aproximarse el cinco de noviembre[1], los pensamientos de los Proscritos y su banda se dirigieron instintivamente hacia los fuegos artificiales y las hogueras.

Por lo general el aspecto económico de la situación era su punto flaco, pero aquel año Pelirrojo había recibido de su abuela una inesperada propina de diez chelines, y los Proscritos podrían permanecer con sus narices aplastadas contra los cristales de los escaparates de las tiendas que vendían tales artículos, como de costumbre, pero sin aquel sentimiento de desesperación en sus corazones. Tenían diez chelines para gastarlos en fuegos artificiales y la perspectiva era de una magnificencia extremada.

Como dijo Guillermo:

—Con eso podemos comprar casi todas las clases que existen de fuegos artificiales, y apuesto a que haremos que los de Huberto Lane queden en ridículo.

Pues la rivalidad entre la banda de los Proscritos y la de Huberto Lane, lejos de haberse extinguido tras los intentos de apaciguamiento hechos por la esposa del Vicario, había ido tomando mayor incremento.

Por lo general, Huberto Lane no solía comprar fuegos artificiales por considerarlos demasiado ruidosos, peligrosos, y un derroche de dinero, pero, al oír que los Proscritos estaban dispuestos a lanzar un gran castillo en plan de exhibición, decidió hacerles la competencia.

Reunió a su banda y les dijo que «sablearan» a todas sus familias para recaudar fondos. Los «sablazos» dieron poco resultado, pero aquello no importaba mucho, ya que el propio Huberto tenía una madre muy complaciente, que hubiera dado a su niño cualquier cosa que le pidiese. Cuando fue a pedirle una libra para gastarla en fuegos artificiales, vaciló en dársela únicamente por el peligro que pudiera amenazar a la preciosa persona de Huberto.

—Pero, querido —le dijo—, son tan horribles. Puedes hacerte daño.

—Yo no me haré daño —le aseguró Huberto—. Te prometo que ni me acercaré a ellos. Será Bertie quien los encienda todos.

Ya que Bertie Frank hacía tiempo que se había cansado de tener banda propia y había vuelto a incorporarse a la de su antiguo jefe, quien le estaba haciendo pagar su deserción obligándole a encargarse de todos los trabajos desagradables relacionados con la banda.

—Sí —prosiguió dándose importancia—. Ya me encargaré de que sea Bertie quien los encienda. Que los lance él y lo prepare todo. Y también le haré ir a comprarlos.

—Bien, querido —dijo su madre—, mientras tú no te hagas daño… eso es lo único que me importa.

—Oh, no me haré daño —le aseguró Huberto—. Puedes apostar la vida a que no me hago nada.

Pronto llegó hasta los Proscritos la noticia de que Huberto Lane tenía la importante suma de una libra para gastarla en fuegos artificiales, y que todos sus partidarios estaban dispuestos a hacer que el castillo de fuegos de los Proscritos pareciera «una cerilla», como dijo Huberto. Los Proscritos, dolidos por este comentario, redoblaron sus esfuerzos, realizando pequeños trabajos para sus familiares a cambio de medio penique, comportándose con toda cortesía con los parientes acaudalados, y ofreciendo vender sus pertenencias por menos de su valor. La suma total de este amplio despliegue de energía fue de media corona.

—¡Media corona! —exclamó Guillermo con amargura—. Después de limpiarles los zapatos, barrer las hojas, abrirles la puerta, y decir «por favor» y «gracias» hasta dolernos la cara, ¡media corona!

—No podremos tener mejores fuegos artificiales que Huberto Lane —dijo Pelirrojo con pesar—. Aunque consiguiéramos tener una libra como tiene él, iría a pedirle otra libra a su madre y estaríamos lo mismo.

—Ya sé lo que podemos hacer —exclamó Guillermo iluminado por una idea repentina—, hagamos un muñeco para quemarlo. A él no se le ocurrirá nunca hacer un muñeco. Y tampoco puede comprarlo. Así que tendría que hacerlo, y no sabe.

—¿Qué clase de muñeco haremos? —preguntó Douglas.

—Podemos hacer la caricatura de alguien que todos conozcan —dijo Guillermo pensativo—. Y lo haremos igual que el individuo que escojamos. ¿Quién podría ser…? —se detuvo a reflexionar.

—¡El Mayor Blake! —exclamó Enrique excitado.

—¡El Mayor Blake! —exclamaron todos con entusiasmo.

El Mayor Blake había alquilado el antiguo Ayuntamiento a los Bott durante el otoño, y tenía jurada a los Proscritos una guerra sin cuartel por traspasar sus propiedades. Cuando vivía allí el señor Bott, siempre paseaban libremente por su parque y sus fincas, sin que él les dijera nada. No obstante, el Mayor Blake, sí decía, y mucho, y sus protestas adoptaron forma práctica. Perseguía a los Proscritos siempre que les veía en sus jardines, y por ser muy ágil de piernas, por lo general atrapaba por lo menos a dos de ellos, a los que suministraba castigo corporal con el fuerte bastón que siempre llevaba consigo. Los Proscritos sentían hacia él un amargo resentimiento.

—¡Sí, que sea «él»! —exclamó Guillermo alegremente—. Será divertidísimo ver cómo se quema, ¿no os parece? Con su condenado bastón. Me gustaría que él también lo viera.

Los Proscritos se animaron al imaginar aquel espectáculo.

—¡Apuesto a que Huberto no tendrá nada parecido! —dijo Pelirrojo.

—Bueno, hemos de tener mucho cuidado para que no descubra lo que preparamos —les aconsejó Guillermo—. No vayáis por ahí hablando de esto y hagamos ver que jamás hemos oído hablar de ello y así alcanzaremos éxito.

Los Proscritos prometieron hacerlo así, y al día siguiente comenzaron la construcción del muñeco. Trabajaron duramente y con ahínco. Por fortuna, el gallardo militar era fácil de caricaturizar. Era de complexión sanguínea, gran bigote de guías caídas, cejas espesas y erizadas, y usaba un monóculo sujeto con cinta negra. Los Proscritos se procuraron una máscara cualquiera, y con mucho cuidado y arte le dieron una innegable semejanza con su enemigo. Una caja de colorete «birlada» de la habitación de Ethel, aumentó el color rosado de las mejillas; tiras de lana arrancadas de una vieja alfombra negra fueron encoladas para formar el bigote y las pobladas cejas. Con medio par de lentes ahumados que la madre de Pelirrojo había comprado en «Woolworth» durante una ola de calor, atado a una cinta de zapato usada, formaron el monóculo. Al principio su traje fue una dificultad, puesto que el Mayor siempre usaba trajes de tonos castaños a cuadros muy extremados y, aunque Enrique hubiera podido pedir un traje oscuro que su padre había dado a su madre para la tómbola, comprendía que hubiera destruido por completo la ilusión.

Fue Douglas quien trajo la estupenda noticia de que aquel día habían colocado un espantapájaros en la huerta del antiguo Ayuntamiento vestido con uno de los trajes a cuadros del Mayor, con su gorra inclusive.

—Iremos a cogerlo esta noche —decidió Guillermo—. En cuanto oscurezca nos lo llevaremos.

La empresa tenía todos los elementos de aventura y peligro que encantaban a los Proscritos. Se arrastraron en fila india por entre los arbustos de los jardines del antiguo Ayuntamiento hasta llegar a la huerta. Les costó bastante trabajo desnudar al espantapájaros, y más de una vez echaron a correr, dejándolo a medias, creyendo haber oído pasos. Sin embargo, al fin lograron concluir y volvieron a arrastrarse en la oscuridad, llevando Guillermo bajo el brazo, el vestido del Mayor. Un palo grueso que cortaron de un seto completó el efecto. Cierto que cuando estuvo lleno el saco que representaba el cuerpo, con los dos palos que hacían las veces de piernas, resultaba una caricatura impresionante. Cuando pusieron al saco el chaleco y la chaqueta, y recubrieron los palos con los pantalones, resultaba tan parecido al Mayor Blake que parecía él en persona.

La competencia entre las dos bandas era cada día mayor. Una tía de Enrique le había enviado una caja de fuegos artificiales de una tienda de Londres y de esta manera había disminuido considerablemente la diferencia entre los preparativos de ambas bandas. Además, Huberto Lane, había descubierto que los Proscritos estaban haciendo un muñeco e inmediatamente dispuso que sus seguidores hicieran otro para su hoguera. Los miembros de la banda de los Proscritos, que lo habían visto a través de las ventanas del cobertizo de los Lane, dijeron que era un muñeco de lo más vulgar… una careta unida a un saco cubierto por una chaqueta vieja de la señora Lane. Sin embargo, por muchos cohetes que comprara Huberto, y por grande que fuese su hoguera, su muñeco fallero sería una vergüenza al lado del de los Proscritos.

Al acercarse el día, los miembros de ambas bandas comenzaron a observar con temor el estado del tiempo. Un día lluvioso hubiera arruinado todas sus esperanzas, pero el señalado amaneció espléndido y sin nubes, y a primera hora de la tarde se pusieron a trabajar organizando la hoguera y preparando su castillo de fuegos de artificio.

Las dos hogueras fueron levantadas en el campo detrás del viejo cobertizo, y a los Proscritos les dio un vuelco el corazón al ver la innegable superioridad de la preparada por los partidarios de Huberto Lane, pero pronto se animaron de nuevo al recordar su muñeco, imaginándole sentado entre las llamas. No cabía duda de que dominaría toda la escena, y por muchos cohetes que tuvieran los contrarios no conseguirían eclipsarle.

Una vez terminados los preparativos… excepto la colocación del muñeco, que debía permanecer oculto en el garaje de la casa de Pelirrojo hasta el último momento para que estuviera a salvo… Guillermo fue hasta el pueblo para ver si los cohetes se podían comprar más baratos a última hora. En la puerta de la tienda se encontró con Huberto Lane que sin duda había acudido con el mismo propósito. Estaban los dos a punto de empezar a dirigirse el acostumbrado intercambio de insultos, cuando de la tienda salió una niña. Era una niña a la que no habían visto nunca… una niña muy atractiva con hoyuelos en las mejillas y un flequillo de rizos oscuros.

—Hola —les saludó en tono amistoso.

Se apresuraron a cambiar sus expresiones feroces por sonrisas afectuosas.

—Hola —respondieron a coro.

—He venido a comprar unos caramelos —les dijo la niña—. ¿Queréis uno?

Y les tendió una bolsa de papel.

Ellos se limpiaron sus manos mugrientas en los pantalones y cada uno cogió una bola ácida conservando la misma sonrisa en los labios.

—¿Qué vais a comprar vosotros? —prosiguió la niña.

—Fuegos artificiales —replicaron Huberto y Guillermo a una, e intercambiando miradas recelosas.

La niña lanzó un grito de alegría.

—Oh, claro. Es el cinco de noviembre. Lo había olvidado por completo. ¿Y vais a lanzar cohetes? ¡Qué estupendo! ¿Puedo ir a verlo?


—¡Oh, es el 5 de noviembre! —exclamó la niña—. ¿Y vais a lanzar cohetes? ¡Qué estupendo! ¿Puedo ir a verlo?

—Nuestros fuegos artificiales son distintos —le dijo Guillermo intercambiando otra mirada hostil con Huberto—. Tenemos dos hogueras y dos castillos de fuegos artificiales. Verás —explicó—, pertenecemos a bandas distintas.

—¡Qué emocionante! —exclamó la niña—. ¿Y quién va a hacerlo mejor?

—Yo —replicó Huberto con presteza.

—¿Oh, sí? —dijo Guillermo amenazador—. Espera y verás.

—¿Quién va a ser el juez? —preguntó la niña.

—No necesitamos juez —dijo Huberto—. No habrá la menor duda de cuál es mejor.

—Oh, ¿no, eh? —volvió a decir Guillermo—. Espera y verás.

—Pero «debéis» tener un juez —insistió la niña—. Debéis tener un juez y un premio para el mejor.

Al oír la palabra «premio» brillaron los ojos de Huberto.

—¿Y quién va a dar el premio? —quiso saber.

—Yo —replicó la niña—. Yo haré de juez, y daré el premio.

—¿Cuál será el premio? —preguntó Huberto.

La niña reflexionó unos instantes y luego lanzó una exclamación de alegría.

—¡Ya sé! —dijo—. Os regalaré una máquina fotográfica. La semana pasada me regalaron una porque era mi cumpleaños, y no la quiero porque ya tengo otras dos. Os la daré. Es muy buena. Será un premio estupendo.

El brillo de los ojos de Huberto se acentuó.

—Precisamente yo deseaba tener una máquina fotográfica —dijo.

—¿Y quién dice que vas a tenerla? —preguntó Guillermo.

—No te quepa duda de que la tendré —respondió Huberto.

Guillermo trató de encontrar una respuesta mejor que «¿Oh, sí? Espera y verás», pero como no la encontró tuvo que decirlo una vez más.

—¿Dónde dijisteis que vais a lanzar los fuegos? —preguntó la pequeña.

—Allí —replicó Guillermo—. En el campo donde está el viejo cobertizo.

—¿A qué hora?

—A las siete.

La niña estaba tan excitada que bailaba sobre las puntas de sus pies.

—Allí estaré, llevaré el premio, haré de juez y… «ya sé». —No podía contener su excitación—. Celebraremos después una fiesta en el viejo cobertizo. Yo llevaré las viandas, ¿queréis?

Ellos la miraban impresionados e incrédulos.

—¿De «veras»? —dijo Guillermo.

—Claro que de veras —dijo ella—. Podéis venir a esperarme a la carretera a las siete para ayudarme a llevar las cosas.

—«¡Encantado!» —dijo Guillermo con inenarrable fervor.

—Entonces debo marcharme en seguida para prepararlo todo —dijo la niña.

Y diciéndoles adiós con la mano, se fue danzando carretera abajo. Hasta que hubo desaparecido no cayeron en la cuenta de que no le habían preguntado su nombre ni dónde vivía.

—Apuesto a que nos ha tomado el pelo —dijo Huberto.

—Y yo apuesto a que no —replicó Guillermo indignado.

—De todas maneras es igual que nos lo tomara o no —dijo Huberto—, porque tú no ganarás el premio.

—¿Ah, no? —exclamó Guillermo con toda animosidad ahora que había desaparecido la influencia civilizadora de la niña—. A que no lo repites otra vez.

Huberto lo repitió y puso pies en polvorosa perseguido por Guillermo. Sin embargo, Guillermo no le persiguió mucho tiempo pues estaba ansiando reunirse con su banda y comunicarles la noticia del ofrecimiento de la niña.

—Y estoy seguro de que lo dijo en serio —concluyó con vehemencia—. No tenía aspecto de mentirosa. Eso se ve.

—Pero ¿quién es? —le preguntó Pelirrojo.

Guillermo tuvo que admitir que ni remotamente lo sabía.

—Me olvidé de preguntárselo —explicó—. No la había visto nunca pero estoy seguro de que era sincera.

—Sería estupendo tener una máquina fotográfica —dijo Enrique.

—Sí, pero ¿la conseguiremos? —exclamó Douglas con pesar—. Ellos tienen doble cantidad de cohetes que nosotros.

—Sí, pero ¿y nuestro muñeco? —le recordó Guillermo—. Apuesto a que nuestro muñeco se llevará el premio.

Cierto que cada vez que iban a ver la impresionante caricatura del Mayor Blake que reposaba en el garaje sus corazones se henchían de orgullo. Jamás se había visto un muñeco igual. Era un muñeco súper, súper «de luxe». No pudieron evitar el darle algunos toques finales, tales como la colocación de una pipa en la boca y una pincelada roja en la nariz.

Cerca de las siete las dos bandas sacaron sus cohetes y los prepararon. Llevaron a sus muñecos envueltos en sacos, colocándolos encima de las pilas dispuestas para ser quemadas. Aunque nada habían visto todavía, los Proscritos estaban convencidos de que su muñeco comparado con el de los «Laneítas» era igual que poner al Sol al lado de una cerilla.

Huberto se acercó a Guillermo.

—Ella no ha venido todavía —le dijo—. Ya te dije que nos estaba tomando el pelo.

—Aún no son las siete —respondió Guillermo con energía.

Huberto contempló con curiosidad el muñeco de los Proscritos cubierto por los sacos.

—Supongo que lo destaparéis cuando ella llegue…

—Sí.

—¿Y si ella no viniera, lo destaparéis antes de encender la hoguera?

—Sí.

El reloj de la iglesia dio las siete.

—Vamos —exclamó Guillermo—. Ella nos dijo que fuéramos a esperarla a la carretera.

—Está bien —replicó Huberto—. Ve tú, que yo iré en seguida.

Los Proscritos subieron la colina con su jefe, y luego descendieron hacia la carretera.

—Lo conseguiremos —dijo Enrique—. Su muñeco es la birria mayor que he visto jamás. El saco se les cayó un momento mientras lo subían y lo vi. Es un asco.

—¡Ahí está ella!

—Son dos —dijo Douglas.

—«¡Troncho!» —Guillermo se quedó sin aliento.

Por el camino oscuro venía la niña y un hombre alto empujando un carrito de mano. Al acercarse la terrible sospecha se hizo realidad. El hombre alto no era otro que el enemigo de los Proscritos, el mayor Blake.

—Aquí están, papaíto —gritó la niña con voz clara y confiada—. Les dije que vinieran a esperarnos a las siete.

El mayor Blake dirigió a sus antiguos enemigos una tímida sonrisa de saludo.

—Esta señorita ha insistido para que asistiera a la ceremonia —dijo—. Me han dicho que habrá fuegos artificiales, hogueras, reparto de premios, y un festín a media noche. Esto… —señaló el carrito que empujaba— es el festín de la medianoche. ¡No me ha dejado que lo trajera en el coche como es debido!

El mayor hablaba con una suavidad desacostumbrada. El león rugiente se había convertido en el más sumiso de los corderos. Los Proscritos comprendieron que era el más humilde adorador esclavo de su hija.

—Pues «claro» que tenía que venir mi papaíto —explicó cogiéndole afectuosamente del brazo—. Sin mi papá no habría diversión.

Los Proscritos se quedaron boquiabiertos ante aquella declaración. Y lo más sorprendente era que la había hecho de buena fe. Sin duda la niña creía sinceramente que no iba a divertirse sin su papá. El mayor le sonrió con afecto, y luego dirigió de nuevo su tímida sonrisa a los Proscritos.

—Despertad, jovencitos —les dijo—. Eh, tú, coge la cesta. Y échame una mano para empujar el carro. ¿O es que he de hacer yo todo el trabajo?

Caminaron por el prado hacia el campo. Los Proscritos llevaban las cestas y empujaban el carrito. La niña llevaba un paquete cuadrado debajo del brazo, que según les informó, contenía la máquina fotográfica. Parloteaba alegremente mientras andaba, explicando a los Proscritos que había estado viviendo con una tía hasta que su padre se había instalado en el antiguo Ayuntamiento, pero ahora estaba con él y le encantaba su casa, el pueblo, los Proscritos y todo.

Los Proscritos la escuchaban distraídos y con creciente consternación. El acuerdo de aquella obra maestra en la que habían empleado tanto tiempo, les llenaba ahora, no de orgullo, sino de horror y consternación. Imaginaron la cara que pondría la niña cuando sus ojos vieran la caricatura de su adorado «papaíto», e incluso a Guillermo le temblaron las rodillas sólo de pensarlo. Además, había que contar también con el propio «papaíto». Era seguro que al verlo volvería a ser el fiero león de siempre, y seguía llevando su temible bastón.

En cuando vislumbraron la situación, los Proscritos abandonaron toda esperanza de conseguir el premio, pero aquél era el menor de sus temores. El furor del padre de la niña, y el desprecio de ella, sería mucho más duro de soportar que la pérdida del premio. Y era ya demasiado tarde para remediarlo. No podían hacer otra cosa que seguir adelante con sus cargas, sometiéndose a su destino. Habían llegado al portillo que conducía al campo. Los partidarios de Huberto Lane no habían aparecido todavía.

—Bueno, no podemos pasar el carrito por aquí —dijo el mayor—. Iré a dar la vuelta para entrarlo por la puerta.

Guillermo se avino a ello, y acompañó a la niña seguido de sus desconsolados Proscritos.

Los dos muñecos seguían en lo alto de las piras preparadas para la quema cubiertos por los sacos. Huberto Lane se acercó para saludarles con aire fanfarrón.

—Siento no haber tenido tiempo de ir a esperarte —dijo a la niña—. Nosotros ya estamos preparados. ¿Y vosotros, Guillermo?

Guillermo asintió con un gesto.

La niña se instituyó en el acto maestra de ceremonias.

—Ahora descubrid vuestros muñecos. Y cuando los haya visto empezad a lanzar los cohetes y encended las hogueras. Primero descubre el tuyo, Guillermo.

Guillermo tenía una extraña sensación en la boca del estómago cuando se adelantó para obedecer. Lentamente quitó el saco que cubría el muñeco situado encima de su pira, y luego quedó boquiabierto mirándolo con sorpresa. Aquél no era su muñeco, sino una birria compuesta por una careta de medio penique y una chaqueta vieja. Y en el acto comprendió lo ocurrido. Huberto, decidido a ganar el premio a toda costa, había descubierto el muñeco de los Proscritos mientras ellos iban al encuentro de la niña, y reconociendo su superioridad lo había cambiado por el suyo. Guillermo volvió junto a la niña con una extraña sonrisa en sus labios. La niña examinó con aire crítico, ladeando la cabeza.

—S-s-s-sí —dijo—. Es «bastante» bueno. He visto muchísimos mejores que éste, pero no está mal del todo. Ahora, Huberto, descubre el tuyo.

Huberto se acercó a su pira y quitó el saco, volviéndose hacia la niña con una sonrisa de triunfo. La niña miró el muñeco y la sonrisa desapareció de su rostro dando paso al horror y el enojo.

—¡Eres un niño «odioso»! —exclamó—. Es un muñeco horrible. No te daré el premio por muy bonitos que sean tus fuegos artificiales, y no quiero que ni tú ni ninguno de tu banda venga a mi fiesta. Ya lo sabes.

El asombrado Huberto la miraba sin comprender qué le ocurría.

—Pe-pe-pero… —comenzó a decir.

La niña le interrumpió golpeando el suelo con el pie.

—¡Cómo «te atreves» a burlarte de mi papá! —le dijo.

Poco a poco se fue haciendo la luz para Huberto.

—Yo no lo hice —dijo con vehemencia—. No es mi muñeco. —Señaló a Guillermo—. Es suyo.


—¡Eres un niño odioso! —exclamó la niña—. ¿Cómo te atreves a burlarte de mi papá?


—Yo no lo hice —dijo Huberto señalando a Guillermo—. No es mi muñeco; es suyo.

—No digas mentiras —exclamó la niña—. «Claro» que es tu muñeco. ¿Acaso no está encima de tu hoguera, y no le quitaste el saco cuando te dije que descubrieras tu muñeco? Claro que es el tuyo.

—Es-es-escucha… —comenzó Huberto queriendo explicarse, pero no pudo seguir, porque en aquel momento el Mayor, que acababa de dejar el carrito delante del viejo cobertizo, hizo aparición en escena. Al ver aquella figura de nariz encarnada, con monóculo y grandes bigotes y con su traje castaño, su rostro se puso rojo de furor. El cordero había desaparecido dejando de nuevo al león en plena potencia.

—Lo han hecho «ellos» —dijo al niña señalando acusadora a Huberto y su banda.

Con un rugido de rabia el mayor se abalanzó sobre ellos, que huyeron en loca confusión, recibiendo algunos de lleno el impacto de su famoso bastón.

Una vez castigados, el mayor regresó junto a su hija, convertido de nuevo en cordero.

—Cuanto me alegro de que hayas alejado a esos niños horribles —le dijo ella—. Aquí tienes la máquina de retratar, Guillermo. El tuyo es muchísimo mejor. Ahora enciende la hoguera y celebremos el festín. Y si volvieran esos horribles niños, papaíto les haría huir otra vez con su bastón… Ahora enciende tu hoguera, Guillermo.

Con expresión de inocencia absoluta, Guillermo se adelantó para prender fuego a su hoguera…