GUILLERMO Y LAS PÍLDORAS PARA DORMIR

Todo empezó con tía Jane. Tía Jane había sufrido una crisis nerviosa, y tras pasar unas semanas reponiéndose en un sanatorio, se había invitado a pasar unos días en casa de los Brown antes de volver a la vida normal. Guillermo, aunque le disgustaban las tías en general, pareció interesado por tía Jane. Hasta entonces no había tropezado con nadie que hubiera sufrido una crisis nerviosa, y las preguntas que hizo entre sus amigos para documentarse, le hicieron esperar un comportamiento pleno de excentricidades por parte de su tía.

—Se conducen igual que si estuvieran locos —le dijo Pelirrojo—. Son «exactamente» igual que lunáticos…

—No, no es cierto —le contradijo Douglas—. Lo sé porque nuestra cocinera conoció uno, y yo le pregunté cómo era, y me dijo que se pasan riendo y llorando todo el día… primero una cosa y luego otra.

—¡Troncho! —exclamó Guillermo profundamente impresionado por aquella descripción—. Deben ser bastante divertidos.

—No, qué va —dijo Enrique—. Tiran todas las cosas. Lo sé porque me lo dijo un chico que conoció uno. Ni ríen, ni lloran, ni hacen el loco, ni nada de eso. Sólo tiran todo lo que hay a su alrededor.

De esta discusión surgió un juego en el que Guillermo, Pelirrojo y Enrique eran víctimas de una «crisis nerviosa», y Douglas el propietario de un «sanatorio».

El juego terminó en una pelea muy divertida en la que los cuatro… especialmente Douglas… recibieron lesiones leves, aunque pintorescas.

—¿Qué es «exactamente» un sanatorio? —preguntó Pelirrojo mientras colocaba en su sitio el nudo de su corbata que estaba en su cogote y abrochaba un botón del cuello que se había soltado.

—Es un sitio donde nadie trabaja —explicó Enrique.

—¡Troncho! —dijo Guillermo—. Cómo me gustaría ir a uno.

—No dejan entrar si no se tiene crisis nerviosa —dijo Enrique.

—Apuesto a que es fácil fingir una crisis nerviosa —replicó Guillermo—. Por lo menos voy a intentarlo. Voy a observar bien a mi tía, y haré lo mismo que haga ella.

—¿Nos dejarás que la observemos nosotros también, verdad? —suplicó Pelirrojo.

—Está bien —accedió Guillermo, generoso—. Llegará mañana por la noche y podéis venir todos a observarla primero a través de la ventana, si queréis.

Le dieron las gracias calurosamente y la noche de la llegada de la tía Jane estaban todos en sus puestos bajo las ventanas del salón de los Brown. Mas tía Jane resultó ser completamente normal. No tiraba las cosas, ni lloraba, ni reía, y se comportaba como cualquier persona ordinaria. Guillermo se disculpó por el fracaso de su exhibición.

—Puede que esta noche esté cansada —dijo a su público decepcionado—. Puede que mañana esté mejor.

Pero a la mañana siguiente tía Jane continuó estando exasperadamente normal.

—A mí me parece igual a las demás personas —dijo Guillermo a su madre.

—Pues claro que lo es, querido —replicó su madre, algo extrañada.

—Yo creí que tenía una de esas cosas… ya sabes… que hacen que la gente se porte como si estuvieran locos.

—¿Una crisis nerviosa? La tuvo, querido, pero ahora está mucho mejor. Y de todas formas sólo le hacía sentirse deprimida. Aparte de esto era completamente normal.

Guillermo, al oír esto, debiera haber perdido todo interés por tía Jane, pero no fue así debido a las píldoras para dormir. Pues durante la comida de aquel día, tía Jane comenzó a explicar los síntomas de su crisis nerviosa, y tras describir extensamente su insomnio, dijo que había estado varios meses durmiendo gracias a que cada noche tomaba una píldora.

—Ahora apenas las tomo —dijo—, pero hubo un tiempo en que no podía dormir sin ellas. Me hubiera pasado toda la noche sin pegar ojo, si no me hubiese tomado una pastilla. Con una sola me quedaba como un tronco.

Casualmente el que una pastilla hiciera dormir era una completa novedad para Guillermo. La única dificultad que había experimentado relacionada con el sueño era la de despertar, o la de permanecer despierto después de despertarse. Había inventado varias cosas para no dormirse cuando él y los Proscritos debían encontrarse temprano en el bosque, consiguiendo sólo éxitos parciales.

La noticia, al ser comunicada a los demás Proscritos, fue recibida con gran interés. Al igual que Guillermo, ninguno de ellos había oído hablar de aquella novedad hasta aquel momento.

—Escuchad —dijo Pelirrojo—, ¿no sería divertido ponerlas en el pastel cuando comemos en el colegio y ver cómo todos se quedan dormidos?

—¡Troncho, ya lo creo! —exclamó Guillermo—, y podríamos escoger la tarde que tenemos matemáticas.

—Y la que tenemos clase de latín —intervino Douglas.

—¿Y por qué no todas las tardes? —dijo Enrique—. Escuchad, quisiera saber si cuando se despierten se darán cuenta de que han estado dormidos. ¿Verdad que sería divertido dormirles cada tarde y despertarles a las cuatro, y que nunca supieran que no habíamos dado clase? Y nosotros no tomaríamos la pastilla, naturalmente. Sólo miraríamos cómo se dormían todos y luego nos iríamos. Entonces podríamos hacer fiesta todas las tardes.

Los otros, aunque aprobaron el plan sin reservas, sospechaban que en la práctica iba a resultar más difícil de lo que parecía a primera vista.

—Primero tendríamos que empezar por algo pequeño —dijo Guillermo—, para probar. Pero de todas formas no tenemos esa droga ni supongo que podamos llegar a tenerla.

Sin embargo, al día siguiente, tía Jane anunció durante el desayuno que ahora dormía tan bien sin sus píldoras que pensaba pasarse sin ellas.

Guillermo que vivía consumiéndose con el deseo de ver por lo menos la misteriosa pastilla, esperó a que su tía hubiera salido a dar el breve paseo prescrito por el médico, y entonces entró furtivamente en su dormitorio y registró su arquilla bien provista de medicamentos que la acompañaba a todas partes. Allí había una botellita pequeña, de aspecto inocente con la etiqueta «Píldoras para Dormir». Guillermo la miró fascinado, recordando la agradable imagen mental de toda la escuela dormida bajo sus efectos (excepto los Proscritos) durante las horas destinadas al estudio de las matemáticas o el latín. Claro que hubo de admitir que era una visión imposible de realizar. En primer lugar, en aquella botella no había una cantidad suficiente para ello. Se disponía a dejarla en su sitio a pesar suyo, cuando se le ocurrió la idea de enseñársela a los otros Proscritos.

«No les haría ningún daño “verla” —díjose para sus adentros—. Estaban tan interesados como él… y no sería justo no dejársela “ver”…»

La introdujo en su bolsillo y fue a reunirse con los Proscritos, que le estaban esperando a la puerta de su casa.

—Escuchad —les dijo en un susurro lleno de misterio—, vamos al invernadero. He traído el frasco para enseñároslo.

Le siguieron, y sin aliento y como en éxtasis contemplaron la botellita que Guillermo tenía en su mano.

—No hay bastante para dormir a todo el colegio —dijo Guillermo pesaroso—, pero… podemos probar un poco. Tan poquito que ella no se dará cuenta. ¿Quién quiere probar un poco?

Pero al parecer ninguno de los Proscritos deseaba someterse al tratamiento. Y en cambio todos querían ver los efectos en otro cualquiera. Como bien dijo Pelirrojo:

—Si es uno quien se duerme se pierde toda la diversión.

—Echémoslo a suertes —propuso Guillermo, pero también se negaron a esto. Ninguno quería correr el riesgo de ser elegido para hacer el papel de durmiente.

—¡«Os diré» lo que podemos hacer! —les dijo Guillermo cuando la discusión parecía adquirir proporciones de problema insoluble—. Iré a buscar una de mis ratas blancas, le daré un poco y veremos cómo se duerme.

Y se marchó reapareciendo al poco rato con una rata blanca en cada mano y otra en el bolsillo.

Desmenuzaron unas pastillas encima de un poco de pan que las ratas no tardaron en comerse y con sorprendente rapidez se tendieron en el suelo al parecer dormidas. Los Proscritos las contemplaron con interés.

—¡Troncho! —exclamó Pelirrojo—. «Funciona» muy bien, ¿verdad?

—Escuchad —dijo Guillermo—, ¿verdad que sería divertido tener bastante cantidad para poder dormir a todo el mundo menos nosotros? Podríamos fabricar una especie de gas con esto, y lanzarlo y nosotros ponernos caretas para no dormirnos, y cuando todo el mundo estuviera dormido, apuesto a que nos divertiríamos de lo lindo. Todos los tenderos estarían dormidos y podríamos coger todo lo que quisiéramos de las tiendas, y como los policías estarían dormidos, nadie podría meternos en la cárcel, y todos los maestros estarían dormidos y no habría colegio y… bueno, apuesto a que lo pasábamos «imponente».

—Quisiera saber cuánto tiempo dormirán —comentó Pelirrojo pensativo contemplando los cuerpos inmóviles de las ratas blancas.

—Intentemos despertarlas —propuso Douglas, empezando a gritar ¡Uh! en los oídos de los inmóviles cuerpecitos.

—No —dijo al fin abandonando sus esfuerzos por falta de aliento—, debe ser una pastilla muy buena. No se despiertan ni a tiros.

—Probemos a dormir algo más —dijo Guillermo que estaba deseando volver a probar los efectos de la potente droga—. Pelirrojo y yo nos quedaremos aquí esperando que se despierten las ratas y vosotros dos podéis ir a traer algo más.

—¿Qué traemos? —preguntó Douglas.

—Pues, no traigáis algo demasiado grande —dijo Guillermo—. Nada de vacas, caballos, ni cosas por el estilo. Ya no queda mucho en la botella y ocupan demasiado sitio, y nos reñirían mucho si encuentran una vaca o un caballo durmiendo en el invernadero.

En menos de diez minutos los exploradores estaban de vuelta con un gato vagabundo… una criatura huesuda e irascible que les miraba con malos ojos.

—Dáselo en seguida —exclamó Douglas, que estaba sosteniendo una lucha desigual con su prisionero—. Casi me ha matado, y no puedo sujetarlo ni un minuto más. Lo encontramos revolviendo un cubo de basura.

Guillermo entró en su casa y volvió con un platito de leche. Llegó con el tiempo justo, pues el gato se disponía a administrar unos cuantos arañazos más en el rostro de Pelirrojo antes de salir huyendo. Pero al ver la leche interrumpió su trabajo y sus ojos brillaron de alegría anticipada. De un salto abandonó los brazos de Pelirrojo para dirigirse al otro lado del invernadero hasta el lugar donde Guillermo había depositado el plato en el suelo. Estuvo lamiéndolo durante algunas instantes mientras los Proscritos le contemplaban conteniendo el aliento. Luego alzó la cabeza, dio unos pasos inseguros, y cayó desplomado. Guillermo levantó su cuerpo inanimado y fue a colocarlo en el banco del invernadero junto a las ratas.


El gato lamió el plato ansiosamente mientras los Proscritos le observaban conteniendo el aliento.

Luego contempló aquel grupo inmóvil.

—¡Troncho! —volvió a decir con voz sorprendida—. ¡Vaya si les hace dormir!, ¿verdad?

* * *

A la mañana siguiente los Proscritos fueron muy temprano a la casa de Guillermo para ver si los durmientes se habían despertado, pero las tres ratas y el gato escuálido seguían inmóviles sobre el banco del invernadero. A los Proscritos no se les ocurrió que su inmovilidad pudiera tener otra causa. La etiqueta de la botella decía: «Píldoras para dormir», por lo tanto aquello no podía producir otra cosa que sueño.

—Probemos de despertarlos otra vez —sugirió Guillermo, y de nuevo los Proscritos aplicaron sus bocas a los oídos de sus víctimas gritando: «¡Hi!» hasta que enronquecieron. El importunarles con un palo tampoco dio mejores resultados.

—Escuchad, ojalá pudiéramos dormir al viejo Markie —dijo Pelirrojo contemplando las figuras inertes—. Ojalá pudiéramos dormirle tanto tiempo. Entonces no habría colegio.

—Sí que habría —replicó Guillermo—. Enviarían a otro director a la escuela hasta que se despertara.

—Entonces le dormiríamos a «él» —insistió Pelirrojo.

Guillermo contempló la botella medio vacía.

—No —dijo—. No queda suficiente para dormir a una persona.

A decir verdad, Guillermo comenzaba a sentir remordimientos por haberse apoderado de la botella. La había cogido sin permiso y llevado de su interés por los experimentos científicos, había gastado tanta cantidad que su tía no podría por menos de notarlo. Tan evidente era que la botella había sido utilizada, que Guillermo decidió no volverla a la arquilla donde su tía guardaba sus medicinas. Sería mejor que su tía creyera que la había perdido, a que supiese que alguien la había utilizado. La escondió en el fondo del cajón de sus pañuelos y observó a su tía con recelo, dispuesto a adoptar en el acto la expresión de mayor inocencia, en cuanto ella anunciara la desaparición de la botella. No obstante, su desaparición no fue descubierta, y tía Jane sólo hizo referencia al asunto indirectamente, comentando que dormía tan bien que ya no tenía necesidad de sus píldoras. Entre tanto los durmientes del invernadero no despertaban.

—¡Troncho! —dijo Guillermo más de una vez— ¡Vaya sorpresa que van a llevarse cuando se despierten! Apuesto a que creerán que hoy es hace tres días, ¿verdad? ¡Se van a armar un lío!

Enrique se quejó de que se olía mal en el invernadero, pero los otros lo negaron con acritud.

—Tienes los olores metidos en tu cerebro —le dijo Guillermo indignado—. ¿Y qué es lo puede oler mal aquí?

—Yo creo que es ese gato —sugirió Enrique tímidamente.

—Bueno, ya sabemos que no era un gato limpio —admitió Guillermo—. Lo encontrasteis en un cubo de basura, ¿no? Pero no voy a lavarlo ahora que está dormido. Probablemente se despertaría y querría arañarme. Si quieres bañarlo puedes hacerlo tú mismo.

Sin embargo, Enrique no hizo uso de este permiso, y la cuestión del olor quedó olvidada.

Claro que la madre de Guillermo debió haber comprendido por la expresión de su hijo, que estaba enfrascado en alguna actividad secreta, y con toda probabilidad ilegal, de no tener toda su atención concentrada en la visita del señor Forrester. El señor Forrester iba a llegar para presidir el concierto anual de la Sociedad de Abstemios, e iba a dirigir unas palabras sobre la templanza antes de que diera comienzo el concierto. La esposa del alcalde había organizado la visita del señor Forrester, y con su habitual característica dispuso que cenara con los Brown.

—¿Pero por qué? —preguntó el señor Brown cuando su esposa le dio la noticia—. ¿Por qué ha de cenar con nosotros? Esa mujer es quien le ha hecho venir. ¿Por qué no cena en su casa?

—Yo creo, querido, que es porque a la esposa del alcalde le gusta tomar un vaso de vino durante la cena y el señor Forrester es partidario de la abstinencia total —le dijo su esposa.

—Pues a mí también me gusta tomar un vaso de vino con la cena —replicó el señor Brown indignado.

—Lo siento, querido —dijo la señora Brown—, pero no me di cuenta de lo que ella estaba tramando hasta que no hubo remedio y… bueno, la verdad es que no me «atrevo» a poner vino en la mesa. Tendrás que pasarte sin él esa noche. Es el conferenciante más famoso sobre la abstinencia total.

El señor Brown volvió a gruñir, pero sometióse a lo inevitable.

—Oh, bueno —dijo—. Supongo que no durará mucho. Pero la próxima vez que ocurra una cosa así me iré a la playa —dijo en tono sombrío.

El señor Forrester resultó ser un hombre corpulento y muy hablador. Daba la impresión de haber estado tan ocupado con sus conferencias hasta el punto de no haber tenido nunca tiempo para descansar entre ellas. Tenía un modo de hablar muy pomposo incluso para pedir otra taza de té. Guillermo estaba muy distraído y no prestó gran interés al visitante. Sus pensamientos estaban dedicados por completo a las pastillas para dormir. Sentíase oprimido por una sensación de culpabilidad por haberlas robado y no obstante le atormentaba el fuerte deseo de volver a usarlas. Comprendía que no iba a tener paz hasta presenciar nuevamente el fascinante espectáculo de ver a un ser viviente caer dormido bajo sus efectos. Estaba cansado de ratas y gatos. Deseaba probar con un ser humano, a pesar de que su conciencia le remordía. Las había cogido sin permiso. Era una droga muy cara. Había oído hablar más de una vez a su tía de su precio. Y no debía haberla usado para nada. Y desde luego no debía malgastarla. Absorto en este problema, tardó tanto tiempo en lavarse las manos y cepillarse el cabello la noche de la llegada del invitado, que llegó tarde a cenar. Cuando entró en el comedor, el señor Forrester estaba hablando de su celo en pro de la abstinencia total y de sus múltiples ventajas.

—Creo poder decir sinceramente —comentaba—, que en esta buena obra nunca me he dormido. Ni nunca, nunca me duermo.

Guillermo entró en la habitación a tiempo de oír sólo la última frase, o sea: «Nunca, nunca me duermo yo.»

Naturalmente, Guillermo prestó atención en seguida. Y aceptó literalmente el hecho de que el señor Forrester no dormía nunca. Entonces alguien habría de ayudarle a dormir. Guillermo había oído describir a su tía muy a menudo los mareos que reporta la falta de sueño. Se animó. Usar la droga con el señor Forrester no sería desperdiciarlo. Al contrario, era un deber usarla para ayudar a dormir al señor Forrester. Así le evitaría una crisis nerviosa, o tal vez la locura. Sólo le restaba encontrar una oportunidad para administrarle la droga, pero no tuvo que aguardar mucho para encontrarla.

—Señor Forrester, supongo que usted querrá beber agua, ¿verdad? —le dijo la señora Brown.

—Pues —dijo el señor Forrester, aclarándose la garganta como si fuera a pronunciar un brillante discurso—, si «tuviera» un poco de zarzaparrilla…

—Oh, sí… —replicó la señora Brown—. Creo que en el sótano debe haber una caja.

Iba a llamar cuando Guillermo se puso en pie.

—Yo la traeré —dijo con presteza.

—¡Bien, muchacho! —exclamó el señor Forrester en tono de aprobación—. Siempre me agrada ver a un niño dispuesto a ahorrar trabajo a los demás.

El señor y la señora Brown procuraron, sin éxito, dar la sensación de que aquél era el comportamiento normal de su hijo, y Guillermo se apresuró a salir de la habitación antes de que se hubieran recuperado de su sorpresa.

Guillermo tardó mucho tiempo en volver, y cuando al fin apareció, traía la zarzaparrilla en un vaso.


Guillermo tardó mucho tiempo en volver, y cuando al fin apareció traía la zarzaparrilla en un vaso.

—Gracias, pequeño —le dijo el señor Forrester cuando Guillermo le ofreció el vaso—. Muchísimas gracias.

Notó que la zarzaparrilla tenía un gusto especial y que el niño que tan amablemente había ido a buscarla, le observaba durante la comida con molesta insistencia. Todo lo que notaron el señor y la señora Brown fue una agradable disminución de la elocuencia de su invitado, quien al darse cuenta de ello, hizo esfuerzos sobrehumanos para luchar contra ella. Miró un par de veces hacia las ventanas, pero estaban abiertas. Qué raro que de repente se sintiera tan pesado.

—Bueno —dijo la señora Brown, levantándose al fin—. Supongo que ya es hora de que vayamos al Ayuntamiento…

El señor Forrester salió al recibidor, se puso el abrigo, y se marchó con la señora Brown, tía Jane y Guillermo. Durante el camino estuvo muy silencioso, cosa rara en él. Una vez en la puerta del Ayuntamiento estrechó la mano del alcalde y de su esposa con aire ausente.

—Están aguardándole para la conferencia —le dijo el alcalde.

—Sí —repuso el señor Forrester—. Sí, sí, sí —pero su voz había perdido resonancia y… cosa rara en él… hablaba más que declamaba.

—Por aquí —le dijo el alcalde.

El señor Forrester se encontró en el estrado. Ante él, y en primera fila, estaba el niño que le había traído la zarzaparrilla y que seguía mirándole con extraña insistencia. Todo era muy extraño. El señor Forrester volvió a mirar hacia la ventana para ver si la pesadez que le iba invadiendo era debida a la atmósfera cargada. Pero aquellas ventanas también estaban abiertas. Los aplausos con que fue recibido se iban extinguiendo. Hizo un soberano esfuerzo por disipar su modorra, y sacó las notas de su bolsillo.

—Señoras y caballeros… —comenzó. Las notas se le cayeron de las manos. Alguien las cogió del suelo. Las sostuvo todo lo firmemente que le fue posible con ambas manos, pero volvieron a caerse al suelo. Cuando se las entregaron de nuevo las dejó encima de la mesa. En realidad no le eran precisas. Siempre decía lo mismo y se lo sabía de memoria.

Siempre comenzaba diciendo:

—«Cuando venía hacia aquí he pasado ante… —aquí nombraba la taberna de la localidad—. “Y he pensado para mí…”» —Y aquí seguía una disertación sobre el número de instituciones, y el daño causado por cada bebida que se vendía en ellas. Por lo menos había reparado en el nombre de la taberna durante el trayecto de casa de los Brown al Ayuntamiento.

Comenzó su conferencia con gran esfuerzo.

—Señoras y caballeros —repitió—, al venir hacia aquí he pasado por delante del «León Blanco». —Aquí se detuvo pasándose la mano por la frente—: «El León Blanco» —repitió torpemente—. He pasado por delante del «León Blanco»…


—Señoras y caballeros —comenzó—. Al venir hacia aquí he pasado por delante del «León Blanco»…

De pronto se sentó, y apoyando su cabeza entre las manos, murmuró una vez más «El León Blanco» y cayó en un sopor que parecía producido por la bebida. Se oyeron frases consternadas de los ocupantes de las localidades caras de primera fila, y risas burlonas de las baratas del fondo.

El médico del pueblo se acercó al conferenciante y anunció que debían acostarle en seguida.

—Usted le albergará, ¿verdad, querida? —dijo la esposa del alcalde a la señora Brown, y antes de que ésta pudiera protestar había llamado a un taxi dándole la dirección de los Brown. El médico ayudó al alcalde a llevar al inconsciente entusiasta de la abstinencia hasta el coche, y se fue con él acompañado de la señora Brown y tía Jane, quien anunciaba en voz alta el inmediato recrudecimiento de su crisis nerviosa. El señor Brown, sorprendido por su prematuro regreso, escondió su whisky con sifón en el armario del trinchante, y salió, viendo cómo el señor Forrester era sacado del taxi inconsciente.

—Dios Santo —exclamó—. ¿Qué ha ocurrido?

—Yo creo que está bebido —dijo la señora Brown—. Acababa de empezar su conferencia sobre la abstinencia total y se quedó así.

Entre el doctor y el señor Brown llevaron al invitado al piso de arriba ayudados por Guillermo, quien acababa de aparecer en escena con su célebre expresión de angelical inocencia. Tía Jane, después de describir extensamente los efectos que aquella catástrofe había ocasionado en su sistema nervioso, anunció su intención de tomar una de sus píldoras para dormir y acostarse en seguida.

El médico, tras reconocer al paciente, bajó diciendo que había tomado una fuerte dosis de narcótico, pero esperaba, que pronto se pondría bien.

—¡Qué lástima! —exclamó el doctor meneando la cabeza—. Es el último hombre que yo hubiera creído aficionado a estas píldoras.

En aquel momento tía Jane entró en la habitación presa de gran nerviosismo, y diciendo que sus píldoras para dormir habían desaparecido, y que aquello significaba que no pegaría ojo. Dijo que volvería a sufrir una crisis nerviosa, y que en realidad ya la estaba sufriendo, y que de haber sabido lo que iba a ocurrir no hubiera venido, y que alguien debió prevenirla. Era evidente que era capaz de continuar así indefinidamente. Guillermo había salido de la estancia en cuanto empezó. A la mitad se fue el señor Brown. Tía Jane continuó dirigiéndose a su mermado público… que ahora consistía únicamente en el doctor y la señora Brown, explicando los síntomas e historia de su depresión nerviosa. Antes de que hubiera terminado reapareció el señor Brown trayendo el frasco vacío del somnífero que había encontrado en el bolsillo del abrigo de Guillermo, que estaba en el perchero del recibidor. Guillermo lo había dejado allí después de vaciar su contenido en el vaso de zarzaparrilla.

El instinto había llevado también al señor Brown hasta el invernadero.

—Creo que el misterio está aclarado —dijo el señor Brown al entrar en la habitación—. El señor Forrester no es el único aficionado a las píldoras por estos contornos. Los otros son un gato y tres ratas, que tomaron una dosis que les hace aún continuar dormidos… —Hizo sonar el timbre y dijo a la camarera con el ceño fruncido—. Haga venir al señorito Guillermo, por favor.

—El señorito Guillermo ha salido, señor —replicó la doncella.

—Bien, ya volverá… desgraciadamente —dijo el señor Brown—, y ya me ocuparé de él cuando regrese.

—Sí, pero ¿«qué ha ocurrido»? —quiso saber la señora Brown en cuanto pudo librarse de tía Jane, a quien la emoción de ver su botella vacía había elevado su histerismo al máximo, haciendo necesario que el médico y la señora Brown le dedicaran toda su atención—. ¿Quién es el responsable de esto?

—Guillermo, querida —dijo su esposo.

La señora Brown suspiró, resignada.

—Debiéramos haberlo adivinado… —dijo.