LLEGAR A TIEMPO

Guillermo caminaba desanimado en dirección al viejo cobertizo.

—¿Qué tal? —le preguntaron los otros Proscritos esperanzados en cuanto le vieron entrar por la puerta.

Guillermo se sentó de mala gana sobre una caja de embalaje rota y apoyó la barbilla entre sus manos.

—No me ha dado propina —les dijo.

Ellos le contemplaron con desaliento.

—¿Y por qué?

—Porque es «rata» —explicó Guillermo sencillamente—. Es tan «rata» que… bueno, imaginaros a la persona más «rata» del mundo y ella todavía lo es mucho más.

—¿Ni siquiera «seis peniques»? —dijo Douglas.

—Ni medio penique —replicó Guillermo con amargura.

—Has vuelto un poco pronto —comentó Pelirrojo—. Yo creí que ibas a quedarte hasta mañana.

—Sí —admitió Guillermo—. Sí, hubo un poco de lío por culpa de un gato.

—¿De quién era el gato?

—De ella —repuso Guillermo—. Lo llevé a cazar ratas y se perdió y entonces ella se puso furiosa porque era un gato que ganaba premios y no servía para cazar. Luego lo encontré, pero no era el suyo, y cuando el que yo llevé a cazar volvió a casa se peleó con el otro que yo había encontrado, y la dueña del que yo había encontrado vino a buscarlo y hubo mucho jaleo, y al ver lo enfadada que estaba mi tía, me vine a casa.

Los Proscritos escucharon en silencio el relato de la visita de Guillermo a su tía solterona, y luego Pelirrojo exclamó con interés:

—Vaya, entonces supongo que ella escribirá a tu padre y te ganarás una buena azotaina.

—No lo creo —replicó Guillermo pensativo—. Verás, el gato que yo encontré y que no era el suyo, siempre se llevaba el primer premio en el concurso y el de mi tía el segundo, y después de la pelea ese gato que yo había encontrado y que no era el suyo se quedó con la piel destrozada, y el concurso es la semana que viene, de manera que esta vez el gato de mi tía se llevará el primer premio. No, telefoneó a mi padre, y le dijo únicamente que sentía mucho que yo me hubiera puesto malo y tenido que regresar a casa tan pronto. Es que veréis —explicó—. Yo hice ver que me ponía enfermo de repente.

—¿Y qué dijo él?

—Una serie de «cosas sarcásticas», y mi madre me dio una dosis de aceite de ricino, pero —terminó con entera satisfacción—, no han podido hacerme «nada más».

—Sí, y aquí estamos nosotros sin el dinero para la pelota de fútbol —dijo Pelirrojo con severidad—, y si no lo tenemos mañana a las ocho, se la quedará Bertie Frank, y ¡cómo va a burlarse de nosotros!

La satisfacción de Guillermo volvió a trocarse en pesadumbre.

—Hice todo lo que pude —dijo con aire de mártir—. Lo pasé muy mal allí. Ni siquiera me daba lo suficiente para comer… sólo me servía carne una vez, y dos veces pastel… y cuando no estaba hablando de gatos, hablaba de la Sociedad de Naciones y bobadas por el estilo.

—Bueno, ¿y por qué tuviste que meterte con su gato? —le preguntó Enrique en tono acusador.

—Oh, eso no tiene importancia —dijo Pelirrojo viendo que Guillermo se disponía a justificar su conducta, cosa que probablemente habría de ocuparle todo el día—. El caso es encontrar un medio para conseguir pronto esa media corona. No tenemos mucho tiempo.

—Bueno, ya pensamos todos los medios posibles antes de que se marchara Guillermo —dijo Enrique—, y no sirvieron de nada. Ojalá —agregó pensativo—, pudiera tener las herramientas apropiadas para fabricar moneda falsa. He probado envolviendo peniques en papel de plata, pero es inútil.

—Deja ya de hablar —intervino Guillermo, comprendiendo que más pronto o más tarde alguno habría de hacer referencia a su fracaso en conseguir la propina de su tía, si no se apresuraba a adelantárseles hablando con severidad—. Habláis y habláis, pero no sois capaces de pensar. Si hubierais utilizado vuestros cerebros en vez de la lengua…

—Igual que tú utilizaste tu cerebro para complicarte la vida por un gato en vez de portarte bien y conseguir la propina —intervino Douglas con amargura.

Guillermo estaba tomando aliento para replicar dignamente, cuando de pronto apareció una niña en la puerta del cobertizo. Era una niña pequeña, bien conocida de los Proscritos… Violeta Isabel Bott. Por lo general los Proscritos no recibían a Violeta Isabel Bott con demasiado entusiasmo. Cuando sus relaciones eran amistosas resultaba un estorbo intolerable, y cuando estaban enfadados con ella su ceño y aire altivo eran de un descaro inaudito. Era de una volubilidad e inconstancia extremadamente femeninas, y a pesar de su juventud, sólo tenía seis años, sabía hacer frente a cualquier crisis. Para ello poseía multitud de armas ofensivas y defensivas. Sabía llorar de un modo que partía el corazón en un momento dado, y su orgullo era poder vomitar a voluntad, cosa que le valía de mucho ante su madre, quien se dejaba influenciar por las apariencias.

Permaneció en la puerta mirando en silencio a los Proscritos mientras chupaba una barrita de caramelo. En su rostro y en sus ojos azules había una expresión inocente, así como en la sonrisa angelical que curvaba sus labios, de la que los Proscritos habían aprendido hacía mucho tiempo a desconfiar dada la astucia de la chiquilla.

Les miró por encima de su caramelo sin dejar de chuparlo con aire melancólico.

—No te queremos —dijo Guillermo con brusquedad—. Estamos ocupados. Lárgate.


Los miró por encima de su caramelo.
—No te queremos —dijo Guillermo—. Lárgate.

Recordó, demasiado tarde, que éste era uno de los sistemas infalibles para que Violeta Isabel no se marchara sin descubrir con todo detalle el asunto que les tenía ocupados. Una vez despierta su curiosidad era insensible a las indirectas e incluso a la violencia física. Permanecía impertérrita aunque se burlaran de su ceceo, ya que a pesar de su perfección angélica, la boca de Violeta Isabel no podía pronunciar la letra S.

—¿Qué eztáiz haciendo? —les preguntó.

—Nada —replicó Guillermo.

—No ze puede eztar ocupado zin hacer nada —objetó Violeta Isabel con aire de profunda sabiduría—. Ez impozible.

—Zí, lo ez —dijo Guillermo imitando su voz y su ceceo con la remota esperanza de molestarla. Pero Violeta Isabel sacó el caramelo de su boca y sonrió a Guillermo con arrolladora simpatía.

—Qué divertido erez, Guillermo —le dijo celebrando su broma de corazón, y repitió—: ¿Qué estáiz haciendo?

—Algo que a ti no te importa —dijo Pelirrojo—, de manera que ya puedes marcharte.

Evidentemente tomó aquello como una invitación pues entró en el cobertizo sonriendo con dulzura.

—No oz eztorbaré —les prometió—, zi me decíz lo que ez.

La miraron desalentados, y ella ofreció su caramelo a Guillermo con gesto amistoso.

—¿Quierez un poco? —le dijo generosa—. Da una chupada larga. O muerde un poco zi quierez.

Los caramelos eran una de las debilidades de Guillermo. Mordió un buen pedazo tratando de conservar su aire impasible, como si lo que estaba haciendo no le comprometiera a nada.

La niña se lo ofreció a Pelirrojo.

—Muerde un pedazo, Pelirrojo.

Tampoco Pelirrojo pudo resistir y mordió el cebo. También él tomó un buen pedazo. Enrique y Douglas viendo la caída de sus jefes no intentaron resistirse, y cada uno de ellos mordió una buena porción. Violeta Isabel introdujo el fragmento restante en su boca, y durante unos instantes los cinco masticaron en silencio. Al fin, Violeta Isabel, engullendo el último resto, preguntó una vez más:

—¿Qué eztáiz haciendo?

Resultaba difícil mantener su actitud de alejamiento, y Guillermo, aunque procuró conservar su tono y aspecto severo condescendió a darle la información que solicitaba.

—Estamos buscando un medio de hacer dinero —le dijo—. De manera que ahora ya lo sabes y puedes marcharte porque no te queremos aquí.

—¿Cuánto dinero necezitáiz? —preguntó Violeta Isabel haciendo caso omiso de su despedida.

—Media corona.

—¿Cuánto ez media corona?

—Dos chelines y seis peniques.

—¡Doz chelinez y zeiz peniquez! —repitió Violeta Isabel impresionada—. Ezo ez mucho dinero.

—Lo sé —replicó Guillermo—. Por eso estamos muy ocupados pensando un medio de conseguirlo y… —la señaló—, por eso no queremos aquí niños que nos molesten.

—Yo no moleztaré —prometió Violeta Isabel—. Me quedaré para ayudaroz. Yo también penzaré una manera de conzeguir doz chelinez y zeiz peniquez.

Y se sentó junto a Guillermo permaneciendo tan quietecita durante algunos minutos que ninguno pudo protestar por su presencia.

Al fin rompió el silencio.

—Mi padre conoce a un hombre que hizo mucho dinero con un club nocturno.

—¿Qué es eso? —quiso saber Guillermo receloso.

—Es un club donde la gente va por las noches y paga mucho dinero.

—Nosotros no podemos hacer eso —replicó Guillermo—, así que puedes callarte.

—¿Por qué no podemoz hacerlo, Guillermo? —preguntó la niña con vehemencia—. Ez baztante zencillo tener un club nocturno.

—¿Oh, sí? —se burló Guillermo con sarcasmo—. Quizá seas tan amable que me digas dónde podemos tenerlo y quiénes van a venir.

—Zí, lo haré, Guillermo —dijo Violeta Isabel, sin inmutarse por su sarcasmo—. Lo inztalaremoz aquí, y vendrán todoz.

—¿Oh, sí vendrán? —exclamó Guillermo—. Sí, vendrán a un club nocturno teniendo que acostarse a las ocho, ¿no?

—Lo cerraremoz a laz ocho, Guillermo. Podemoz abrir de zeiz a ocho. Puedez ganar «muchízimo» dinero con un club nocturno.

—¿Y qué hace la gente en los clubs nocturnos? —dijo Guillermo sucumbiendo.

—Ze zientan en mezaz y beben cozaz —dijo Isabel—. Pagan por entrar y luego pagan otra vez por zentarze en una mezita pequeña y por beber cozaz.

—Bueno, no tenemos ni mesitas ni nada que darles de beber —dijo Guillermo en tono terminante—, y nadie pagaría por entrar aquí, de manera que será mejor que te calles de una vez.

Pero la decisión de su tono no resultaba sincera, y Violeta Isabel comprendió que la idea le había interesado a pesar suyo.

—No ez necezario que tengamoz mezaz —dijo en tono persuasivo—, por lo menoz mezaz de «verdad», Guillermo. Baztará con cajaz de embalaje. Pueden zentarze en el zuelo alrededor de cajaz de embalaje. Y podemoz preparar agua de regaliz para beber. Yo tengo un poco de regaliz. Lo traeré para hacer agua de regaliz. No te coztará nada, Guillermo, y ganaráz «muchízimo» dinero.

Guillermo vaciló. Estaba perdido.

—¿Qué más necesitamos para completar el club nocturno?

—Un cabaret —replicó Violeta Isabel, cuyo vocabulario era en ciertos aspectos mucho más extenso de lo que correspondía a sus años.

Guillermo trató de disimular su ignorancia del significado de esta palabra adoptando un tono de voz despreciativo.

—En casa tenemos —dijo—. En realidad tenemos varios, pero sé que mi madre no me dejará traerlos aquí.

—Yo me refiero a alguien que cante y baile —dijo Violeta Isabel con paciencia.

—¡Oh, eso! —exclamó Guillermo—. No creo que les guste.

—Pero hay que hacerlo —insistió Violeta Isabel con firmeza—. Ez un club nocturno, y hay que hacerlo lez guzte o no.

—Escucha —le dijo Guillermo impresionado por su tono—, no seas tan mandona. ¿De quién va a ser el club nocturno… tuyo o mío?

—Tuyo, Guillermo —dijo Violeta Isabel en tono sumiso—. No quiero mandarte. Zólo trato de ayudar. Elloz tienen que ver cantar y bailar.

—Bueno, ¿y quién lo hará?

—Yo —replicó Violeta Isabel complacida—. Yo zé cantar y bailar. Me pondré el mantón de Manila de mi madre y cantaré y bailaré con él. Y cuando haya terminado elloz pueden bailar zi quieren. Ez lo que ze hace en loz clubz nocturnoz.

—Me parece bastante aburrido —dijo Guillermo—. ¿Qué más se hace en los clubs nocturnos?

—Tiene que haber una orquezta —replicó Violeta Isabel—, que haga mucho ruido. Todoz tienen que tocar cozaz para hacer «muchízimo» ruido.

—¿Y qué más? —preguntó Guillermo.

—Cuando entren en el club, tienen que firmar en un libro.

—¿Por qué? —quiso saber Guillermo.

—«Porque» lo hacen en loz clubz nocturnoz.

—¿Algo más? —insistió Guillermo.

Violeta Isabel reflexionó profundamente, y al fin sacó a luz otro bocado escogido de su almacén de conocimientos mundanos.

—Tiene que haber una redada.

—¿Una redada?

—Zí, la policía. Ziempre va a hacer redadaz a loz clubz nocturnoz.

Guillermo sintió lo que tan a menudo sentía tratando con aquella criatura indomable, la sensación de verse privado de su autoridad y desposeído de su puesto de jefe… y todo eso con una dulzura y aparente sumisión que le impedían volverse contra ella.

—Cobraremoz doz peniquez por entrar —prosiguió Violeta Isabel—, y doz peniquez máz por el agua de regaliz, y me figuro que ganaremoz «muchízimo» máz que doz chelinez y zeiz peniquez.

—Está bien —dijo Guillermo sometiéndose a lo inevitable—. Por lo menos podemos intentarlo.

Interiormente estaba muy interesado con la idea, pero hubiera deseado que fuese suya y no de Violeta Isabel.

Pasaron la mañana del día siguiente preparando el viejo cobertizo y distribuyendo programas a los niños de la vecindad. Los programas de anuncio habían sido redactados por Violeta Isabel, y ella misma los escribió con tiza roja en hojas arrancadas de su cuaderno de ejercicios.

No consultó a los Proscritos ni la ortografía ni la redacción pero el resultado, aunque incorrecto, fue bien claro y atrayente:

«Esta noxe.

Se inaugurará

Un Club Noturno

En el Biejo Covertizo

abrá bevidas y llo cantaré y bailaré por dos peniques.»

«Benid por fabor»

Había repartido ya media docena de copias de esta obra maestra antes de que Pelirrojo las descubriera y se apresurara a revisarlas. Violeta Isabel observó sus correcciones con profundo recelo.

—Lo eztáz ezcribiendo todo mal —le dijo indignada—. Me ha coztado mucho hacerloz y ahora tú lo eztáz poniendo todo mal.

Pelirrojo, que no estaba falto de tacto, le dijo que necesitaban su ayuda y su consejo para preparar el viejo cobertizo. Hizo una docena más de copias y las distribuyó, asegurándose de que iban a manos de un gran círculo juvenil, y luego regresó al viejo cobertizo. En el centro colocaron varias cajas de embalaje donde debían sentarse los concurrentes. Violeta Isabel tuvo una inspiración repentina y corrió a su casa en busca del «saco de los retales» donde guardaban los restos de toda clase de géneros. Como resultado todas las cajas de embalaje quedaron adornadas con un variado surtido de pedazos de encaje, satén, percal, franela, lana, e incluso piel. Naturalmente, la iluminación representaba un problema y los Proscritos conocieron las dificultades con que tropiezan los que tratan de montar un club nocturno sin el capital suficiente.

—No pueden sentarse a oscuras —dijo Guillermo.

—Quizá haya Luna —replicó Pelirrojo.

—No, no la habrá —dijo Guillermo—. No la hubo anoche y la Luna no aparece de repente. Ha de ir creciendo poco a poco.

Al fin decidieron que cada uno fuera a su casa y tratara de conseguir algún medio de alumbrar el local. Regresaron al cabo de media hora. Pelirrojo había encontrado un viejo farol de bicicleta que su hermano desechó tiempo atrás; Enrique una caja de bengalas que sobraron del Cinco de Noviembre; Guillermo una caja de cabos de vela que la cocinera conservaba con algún propósito ahorrativo personal; Douglas una linterna eléctrica con la pila agotada que, no obstante, daba un rayo de luz si se la sacudía con fuerza; y Violeta Isabel dos farolillos japoneses y una estufa de juguete que dijo podía encenderse pero que resistió todos los intentos que hizo para demostrarlo.

En un rincón del cobertizo se reservó un espacio para la orquesta, que iban a componerla Guillermo y Pelirrojo. Cada uno tocaría dos instrumentos… Guillermo una armónica y una bandeja de lata, y Pelirrojo una trompeta y una matraca muy ruidosa perteneciente a su hermano mayor que había formado parte de la «tuna» de varias universidades. También en aquel espacio era donde Violeta Isabel iba a cantar y a bailar.

El regaliz con que contribuyó, resultó ser más escaso de lo que ella les dio a entender. Con él, hicieron dos jarros de agua de regaliz, pero según dijo Guillermo, allí había más agua que regaliz… y resultaba sólo de un ligero color violeta en vez del tono oscuro tan apreciado por los buenos conocedores del agua de regaliz.

—¿Y con qué van a beberla? —preguntó Guillermo.

—Puez que beban del jarro —replicó Violeta Isabel con decisión—. Que paguen doz peniquez y pueden tomar trez tragoz cada uno.

Quedaron de acuerdo en que Douglas pasaría los jarros, mientras Enrique cobraba en la puerta y cuidaba del libro de registro del club.

Entre la joven población de la localidad reinaba cierta expectación. La mayor parte sólo tenía una remota idea de lo que era un club nocturno, y mucho antes de las seis presentóse una vanguardia formada por un grupo de niños al parecer bajo el mando de una niña escuálida, pelirroja, nariz fina y puntiaguda, y expresión recelosa.

Violeta Isabel llegó a eso de las seis menos diez, cerrando la puerta del cobertizo en las narices de la jefa del grupo de vanguardia. Llevaba un paquete conteniendo el mantón de Manila y su expresión era de emoción contenida.

—Ezcuchar —les dijo—. He preparado una zorpreza.

—¿Qué clase de sorpresa? —le preguntó Guillermo que estaba quitando las pequeñas partículas de goma de mascar que taponaban los agujeros de su armónica.

—Ez una zorpreza zecreta —dijo Violeta Isabel radiante de excitación—. Ze me ha ocurrido ahora mizmo. Ez una zorpreza zecreta «eztupenda». Hará que ezto zea un verdadero club nocturno.

Los dos farolillos japoneses habían sido colocados en las dos esquinas del cobertizo, y los cabos de vela colocados en las mesas. El farol de bicicleta, la linterna eléctrica y la estufa de juguete fueron descartados por inútiles como medios de iluminación.

Douglas estaba examinando preocupado sus jarros de agua de regaliz. Resultaba tan pálida de color que había tenido que agregarle un colorante. Obedeciendo el impulso del momento había disuelto una pastilla de pintura negra de su caja de acuarelas en cada jarro, diciéndose que aquello no podría influir en el gusto, y que le libraría de las protestas de los clientes, pero ahora que el hecho se había consumado y no había remedio, le asaltaban dudas. Estaba intranquilo y atormentado por su conciencia. De vez en cuando introducía un dedo dentro de los jarros y lo chupaba con expresión ausente.

El reloj de la iglesia dio lentamente las seis, y Enrique abrió la puerta.

La jefa del grupo de vanguardia que estaba apoyada contra ella, con el ojo aplicado a una rendija de la madera, cayó hacia delante encima de Enrique, y luego le acusó indignada de haberla empujado. Enrique le pidió que firmara en el libro, que era un viejo cuaderno de aritmética de Guillermo, lleno de correcciones, en tinta roja, como casi todos los cuadernos de ejercicios de Guillermo. Ella se negó. Luego le dijo que pagara los dos peniques de la entrada, y se negó también, pero a cambio le ofreció medio penique diciendo que aquello era suficiente para pagar su entrada y las del resto del grupo que «capitaneaba». Enrique discutió y ella le contestó con aire de amazona que quién se había creído que era, y a ver si le «hundía la cara». Tras ella se había ido reuniendo un gran grupo. Enrique dirigió una mirada desesperada a los otros Proscritos, pero Douglas seguía absorto en su agua de regaliz y Guillermo en la limpieza de su armónica, en tanto que Pelirrojo ensayaba con las matracas.

Enrique, impotente, permitió que entrara la vanguardia. Habían llegado otros clientes, que siguiendo el ejemplo de los primeros se negaron a firmar en el libro y a pagar más de medio penique. Mientras uno pagaba el medio penique otros dos se escurrían sin pagar nada. Por último llegó Bertie Frank que mostró una moneda de media corona a Enrique con aire importante. Pagó su medio penique con una sonrisa insultante que decía más claramente que las palabras:

—¡Bah! Yo tengo media corona y a vosotros os falta todavía mucho para conseguirla.

El cobertizo estaba ya prácticamente lleno y Enrique contó las ganancias… veinticuatro medios peniques… un chelín, en total. Todavía les faltaban otro y seis peniques, pero esperó conseguirlos con las otras atracciones. Tal vez sacaran un chelín y seis peniques del agua de regaliz. Bertie le estaba observando mientras contaba el dinero, y aunque Enrique trató de adoptar el aire altivo de quien acaba de ganar por lo menos media corona, estaba seguro de que no había engañado a Bertie, cuya sonrisa se iba haciendo más impertinente a cada minuto que pasaba. La jefa del grupo de vanguardia estaba ahora armando jaleo por los asientos, negándose indignada a sentar su preciosa persona en el suelo.

—¿Para qué os creéis que he pagado? —preguntó acaloradamente.

—Bueno, ¿y qué esperabas por medio penique? —replicó Guillermo a quien llamaron para que se entendiera con ella.

—Pues una silla —dijo ella sencillamente, agregando con furia—: ¿Os creéis que he pagado medio penique para sentarme en el suelo de un antro para morirme? Puedo hacerlo fuera si quiero sin pagar nada, muchísimas gracias.

Tan fiero era su aspecto, con sus cabellos rojos, su nariz puntiaguda y temblando de indignación, que Pelirrojo estuvo a punto de ir a su casa a buscarle una silla, pero Enrique tuvo la brillante idea de quitar algunos de los «tapetes» de las mesas… un pedazo de encaje, dos pulgadas de piel, y una funda vieja de una botella de goma, y medio metro de galón. Ligeramente ablandada, pero aun temblando de indignación, consintió en sentarse sobre aquello. Los otros clientes siguiendo su ejemplo cogieron los adornos de sus mesas para sentarse. Hubo toda clase de comentarios desfavorables acerca de la organización.

—Es una vergüenza cobrar medio penique por sentarse en el suelo encima de cosas viejas —dijo la jefa de la vanguardia.

Guillermo comprendió que había llegado el momento de que empezara el espectáculo. Violeta Isabel se había puesto el mantón de Manila, pero estaba demostrado que, como de costumbre, no se podía confiar en ella en una crisis, pues barría con sus flecos el suelo, sin duda enfrascada en un juego personal.

—¿Es que no vas a cantar o a bailar, o lo que sea, como dijiste? —le siseó Guillermo en tono fiero.

—Ahora no —replicó ella dulcemente—. Ahora eztoy jugando a que zoy una princeza y toda la gente zon miz cortezanoz.

Los cortesanos imaginarios se iban impacientando, y Guillermo, que reservaba su orquesta como el gran final de la velada, se dispuso a atacar en seguida. Él y Pelirrojo se sentaron en el suelo rodeados de sus instrumentos, y lanzaron una serie de ruidos discordantes dignos de la más alta tradición del jazz.


Guillermo y Pelirrojo, rodeados de sus instrumentos, lanzaron una serie de ruidos discordantes.

Violeta Isabel, despertando al sentido del deber, comenzó a cantar. Tenía una voz muy aguda, no muy afinada, que se elevaba claramente por encima de la orquesta. Cantó «Por los Lagos y Cascadas de Killarney», «El Puente de Londres se está Cayendo» y «Loca por Él».

Douglas comenzó a ofrecer el agua de regaliz, y al instante la jefa de la vanguardia volvió a crear dificultades negándose indignada al pago.

—¿A qué me da derecho el medio penique que he pagado por entrar? —preguntó en tono elocuente—. Eso es lo que quisiera saber. Si quisiera sentarme en el suelo y mirar cómo arman jaleo unos niños, podría hacerlo en mi casa por nada, ¿no es cierto? No pienso pagar por beber de esa porquería. Vaya, si ni siquiera hay vasos para beber. ¿Qué os habéis pensado que somos… monos? Trae, probaré a qué sabe.

Y arrebatando el jarro de manos de Douglas tomó un buen trago.


—¿A qué da derecho el medio penique que he pagado por entrar? —preguntó—. No pienso pagar por beber esta porquería.

—No —dijo a los otros—. Yo no pagaría por beber esto. Mejor dicho pagaría por no beberlo. ¿Con qué está hecho? ¿Con tinta?

A pesar de las órdenes y amenazas de Douglas, los otros clientes se fueron pasando el jarro y cada uno tomó un trago gratis de prueba.

Aquello, naturalmente, fue el fin del club nocturno. Al principio el líquido sabía algo a agua de regaliz, pero luego languidecía hasta trocarse en otro sabor que provocaba náuseas. Al saber que aquello era todo el refresco que había, y que la diversión consistía en la orquesta y Violeta Isabel, los clientes se pusieron en pie como un solo hombre y exigieron la devolución de su dinero. Guillermo discutió en vano con ellos.

—No sabéis cómo «comportaros» en un club nocturno —les dijo—. Esto es lo que se hace en los clubs nocturnos. La gente se sienta en las mesas, bebe y escucha la música. Y bailan. Podéis bailar si queréis. Nadie os impide que bailéis y os divirtáis. Ya os lo he dicho. No sabéis «comportaros» en un club nocturno.

Mas la jefa de la vanguardia al parecer sí sabía cómo comportarse en un club nocturno, y abalanzándose sobre el desprevenido Enrique, introdujo la mano en su bolsillo y triunfalmente recuperó su medio penique.

—No sois más que ladrones, eso es lo que sois —les dijo furiosa mientras se marchaba seguida de los suyos, algunos de los cuales al ver el segundo jarro de agua de regaliz lo habían vaciado y ahora lloraban anunciando la próxima devolución de lo ingerido. Los demás clientes, como de costumbre, siguieron el ejemplo de su cabecilla… ya que, aun siendo sólo una niña, era tal su aire de experiencia y decisión, que les dominaba… y cayeron sobre Enrique, le arrebataron el importe de sus entradas a pesar de todos sus intentos de resistencia, y salieron del cobertizo criticando los asientos, el precio, y el espectáculo del fracasado club nocturno. Los otros Proscritos procuraron acudir en su ayuda, discutiendo, amenazando, ordenando y defendiendo a Enrique y al dinero de las entradas, pero el ataque en masa de los concurrentes fue demasiado para ellos, y quedaron magullados y sin aliento entre las ruinas de su club nocturno. El último en marchar fue Bertie Frank, que al salir blandiendo su media corona dijo con una sonrisa impertinente:

—Ahora voy a buscar la pelota de fútbol. Son casi las ocho.

Los Proscritos se volvieron acusadores hacia Violeta Isabel, organizadora del plan, pero ella se les anticipó sufriendo una «crise de nerves» por su propia cuenta.

—¿Por qué lez habéiz dejado marchar? —gritaba furiosa—. Precizamente ahora que iba a bailar. Había inventado un baile nuevo y cuando iba a bailarlo vozotroz lez dejáiz marchar. ¿Ez que no tenéiz «zentido»? ¿Por qué lez habéiz dejado marchar cuando yo iba a bailar?

Se detuvo bruscamente.

En la puerta del cobertizo acababa de aparecer un policía, y Violeta Isabel indignada golpeó el suelo con el pie.

—Márcheze —le dijo—. Llega «demaziado tarde». ¿Por qué no ha venido antez? Ahora ya no le necezitamoz. Ze han ido todoz. Le digo que «ze marche».


En la puerta del cobertizo acababa de aparecer un policía, y Violeta Isable golpeó el suelo con el pie.
—Márcheze —le dijo—. Llega demaziado tarde.

El policía era la «zorpreza zecreta» que Violeta Isabel había preparado para el club nocturno, con intención de poner la nota final que acabara de ambientarlo. Había enviado una nota a la policía con estas palabras:

«Agan el favor de registrar el viejo cobertizo entre las seis y las ocho»

El policía era de naturaleza crédula, y además un lector infatigable de novelas detectivescas, y acababa de leer una en la que el criminal era un analfabeto que escribía notas con la misma ortografía que Violeta Isabel. Aparte de que la noche anterior había habido un robo sensacional en casa de lady Markham… a unos cinco kilómetros de allí… y la policía sospechaba que el ladrón, que había logrado escapar, dejó escondido el saco de su botín en algún lugar de las cercanías para poder escapar sin aquel estorbo y luego volver a por él. La policía no tenía la menor duda de que aquella nota estaba relacionada con el robo. Un cómplice «soplón», o una novia desdeñada devolviendo la pelota…

Iluminó a los niños con su linterna.

—Salir de aquí, pequeños —les dijo en tono breve.

Violeta Isabel le miró boquiabierta por la indignación.

Él hizo caso omiso, y comenzó a registrar el viejo cobertizo, moviendo las cajas, inspeccionando las paredes y techo, y cambiando de sitio un montón de sacos que habían estado desde tiempo inmemorial en un rincón del cobertizo.

—¿Para qué hacer la redada ahora? —le preguntó Violeta Isabel enojada—. ¿Zi ya ze han ido todoz a caza? ¿De qué va a «zervir»?

El policía no prestó atención y fue quitando los sacos uno por uno.

—Eztá loco, ezo ez —dijo Violeta Isabel a Guillermo.

Estaba deseando pelearse con alguien, y ya se había cansado de discutir con los Proscritos. El policía le pareció un enviado del cielo. Hasta entonces nunca tuvo oportunidad de pelearse con un policía.

—Eztá loco de remate —volvió a decir.

El policía no le hizo caso. Había examinado cuidadosamente todos los sacos y ahora estaba haciendo lo propio con la tierra de debajo del montón, que parecía haber sido removida recientemente. La arañó con el pie y luego se arrodilló empezando a escarbar.

—Eztá completamente loco —exclamó Violeta Isabel en tono casi suplicante. Deseaba «tantísimo» pelearse con un policía…

Pero él siguió sin hacerle caso. Estaba sacando algo de aquel agujero… otro saco, más nuevo que los otros y muy pesado. Lo abrió para examinar su interior.

—¡Cielos! —dijo con desmayo—. Es el botín…

De repente todo fue confusión y alboroto. Guillermo fue enviado al puesto de policía. Allí enviaron un agente a Marleigh Manor. Y un joven, el secretario de lady Markham, llegó en una motocicleta.

—¿Pero quién envió la nota? —preguntó.

—Yo envié eza nota —dijo Violeta Isabel con orgullo—. La envié porque quería que hiciera una redada en el club.

—No me importa por qué la enviaste —exclamó el joven—. Nos ha conducido hasta lo robado. Y ahora, jovencita, escoge el premio que prefieras. Si es sólo razonable estoy seguro de que lady Markham te lo dará.

—Lo penzaré —repuso Violeta Isabel precavida—. No quiero ezcoger nada de priza. Pero ezte club ez de él… —señaló a Guillermo—… y «él» quiere media corona.

Sonriendo, el joven sacó media corona de su bolsillo y se la entregó a Guillermo.

Guillermo dijo «Gracias», y luego desapareció como si se le hubiera tragado la tierra.

Poco antes de las ocho Bertie Frank avanzaba hacia la casa de Víctor Jameson yendo a llamar a la puerta.

Se la abrió el propio Víctor.

—Vengo por la pelota de fútbol —dijo Bertie sonriente—. Guillermo no tiene la media corona.

El rostro de Víctor no demostró gran entusiasmo ante la noticia.

—Ya sabes que me lo prometiste —le recordó Bertie—, si es que Guillermo no había conseguido la media corona a las ocho, y es la hora y no está aquí.

—Está bien —contestó Víctor—; iré a buscarla.

Y desapareció en el interior de la casa.

En el reloj del pueblo comenzaron a dar las ocho. Una… dos… tres… cuatro… cinco… seis… siete…

Al dar la séptima campanada apareció Víctor con la pelota.

Un tornado humano avanzó por el sendero del jardín, arrebató la pelota de manos de Víctor, poniendo en ellas a cambio la media corona.

El reloj dio la octava campanada.

Guillermo se sentó en los escalones abrazando fuertemente a la pelota de fútbol.

—¡«Troncho»! —jadeó—. ¡Esto sí que ha sido llegar a tiempo!