LA NOCHEBUENA DE GUILLERMO

Guillermo caminaba lentamente por la carretera. Era Nochebuena, pero los preparativos de la Navidad habían terminado. Los regalos que pensaba hacer a sus familiares, estaban ya envueltos y preparados para el día siguiente. Había descubierto y examinado secretamente, aprobándolos, los que su familia preparó para él. No tenía otra cosa que hacer, que disfrutar de la tarde, y había pensado hacerlo así, jugando a Pieles Rojas en los bosques con los Proscritos.

Caminaba silbando, y jugando con un palo que había cogido del seto, pero no pensaba en jugar a Pieles Rojas ni en los Proscritos, sino en Diana, la niña que hacía poco habitaba en el antiguo Ayuntamiento, con su padre, el mayor Blake.

Dobló la esquina y… topó con ella tan violentamente que casi la tira al suelo. Sin embargo, no iba sola, sino con aquella tía suya, alta y aristocrática que había llegado el día anterior para pasar las Navidades en el antiguo Ayuntamiento.

Guillermo se disculpó mientras Diana le sonreía dulcemente. La tía le miró por encima de su aristocrática nariz.

—Éste es Guillermo —dijo Diana.

—¿Cómo estás? —le dijo la tía alargándole su mano aristocrática.

—Muy bien, gracias —repuso Guillermo.

Siguieron su camino, pero Diana retrocedió para decirle en un susurro:

—Guillermo ven a casa lo más pronto que puedas. Estaré en el jardín. Quiero que me hagas un favor.

El corazón de Guillermo se esponjó sintiéndose caballero andante.

Se imaginó matando dragones por ella, luchando contra cien raptores con una sola mano, haciendo huir a manadas de fieras salvajes… Estaba a punto de vencer a un dragón imaginario en mitad de la carretera cuando le sorprendieron los Proscritos. Algo avergonzado abandonó su actitud vencedora y recogió el palo que acababa de clavar en la bestia invisible.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Pelirrojo.

—Paseando —replicó Guillermo en tono frío.

—Bueno, ven con nosotros a jugar a Pieles Rojas.

—No puedo —dijo Guillermo—. Esta tarde estoy muy ocupado.

—Pero si dijiste que vendrías.

—Pues he cambiado de opinión —dijo Guillermo—. Estoy ocupado.

—¿A dónde vas?

—No te importa —replicó Guillermo—. Estoy ocupado.

Siguió su camino. Ellos le miraron tomar el sendero que llevaba al jardín del antiguo Ayuntamiento, con aire triste.

—No es divertido jugar a Pieles Rojas sin él —dijo Enrique.

—Es por esa niña —comentó Pelirrojo meneando la cabeza con pesar—. Toda la culpa la tiene esa niña.

Siguieron caminando lentamente hacia el bosque. También Guillermo caminaba ahora menos animado. El encuentro con sus Proscritos había hecho que su imaginación volcánica volviera a la tierra. Comprendía que Diana no podía necesitarle para matar dragones, ni para que luchase contra ladrones y fieras salvajes. Y lo comprendía con pesar, porque siempre creyó que podría distinguirse en tales contiendas.

Llegó al jardín y esperó pacientemente, escondido tras los arbustos. Al cabo de un rato, Diana regresó de pasear con su tía y fue a reunirse con él.

—¡Oh, estás «ahí», Guillermo! Cuánto me alegro. «Sabía» que vendrías.

La nota de admiración que vibraba en su voz era reconfortante.


—¡Oh, estás ahí, Guillermo! Cuánto me alegro.

—«Claro» que he venido —dijo pavoneándose cuanto pudo a pesar de estar rodeado por todas partes por arbustos—. ¿Qué quieres que haga? Apuesto a que no hay nadie en el mundo a quien yo no pueda vencer.

—Oh, no quiero que te pelees con nadie, Guillermo.

Su rostro se ensombreció. Aunque no se tratase de dragones o bestias salvajes, esperaba que tal vez fuera a pedirle que se pegase con Huberto Lane o Bertie Frank, o cualquiera de su banda.

—¿Qué quieres que haga entonces? —le preguntó.

Ella acercóse a él y le explicó todo en tono confidencial.

—Escucha. Se trata del regalo de Navidad que va a hacerme tía Alejandra. Es una muñeca. La encontré en un cajón, envuelta, y con un letrero que dice «A mi querida sobrina». Y yo «aborrezco» las muñecas. Yo quiero un tren.

—Sí, pero ¿qué puedo hacer yo? —dijo Guillermo mirándola con asombro.

—Quiero que la robes —dijo Diana—. Entonces, cuando ella descubra que ha desaparecido será demasiado tarde para comprar otra cosa, y tendrá que darme dinero, y así yo misma compraré el tren.

Guillermo estaba sin habla.

—Pero… —intentó decir.

Diana le interrumpió.

—Yo no puedo robarla. Seguro que me vería salir de su habitación con ella. O cualquier otra persona. Además no me gusta decir mentiras, y sería una muy grande decir que no sabía nada si lo hubiera hecho yo misma, y en cambio sería una mentira muy pequeñita decir que no sé nada, si no he sido yo.

Guillermo consideró este punto de vista. Habría mucho que decir. No obstante… miró sin entusiasmo la enorme fortaleza en la que ella esperaba hiciese una entrada furtiva… hubiera preferido tener que pegarse con alguien.

—Te diré lo que puedes hacer —dijo al fin Guillermo—. Tú subes, la coges y me la tiras por la ventana, y yo me la llevo.

Diana meneó la cabeza.

—No —dijo despacio—. Yo no quiero hacer nada. Comprendes, yo quiero decir que no sé nada, y claro, no podría hacerlo si te la hubiese tirado por la ventana.

—No, supongo que no —dijo Guillermo volviendo a mirar la imponente mansión con el deseo de que hubiera sido un dragón—. Bueno, ¿cómo puedo robarla?

—Es muy sencillo —dijo Diana—. Puedes subir por la escalera de incendios hasta la habitación de la esquina… esa que tiene las cortinas verdes. Es su saloncito de estar, y su dormitorio está al lado. Mi regalo está en el cajón del armario. Es un paquete cuadrado que pone «Para mi querida sobrina». Debes cogerlo, volverlo al saloncito y bajar otra vez por la escalera de incendios. Es muy sencillo.

—S-ssí —convino Guillermo sin gran seguridad—. Er… supongamos que ella, en ese momento, esté en su saloncito.

—No estará —dijo Diana—. Y si estuviera puedes esconderte detrás de las cortinas. Son muy largas y llegan hasta el suelo.

—S-sí —volvió a decir Guillermo todavía más intranquilo—. S-sí. Y suponte que entrara en su habitación mientras yo la estoy cogiendo.

—Pues sales corriendo —repuso Diana—. Es bien sencillo. Claro que… —su tono se tornó frío—… si tienes «miedo»…

—No tengo miedo —replicó Guillermo indignado. —Por lo menos— dijo recordando la figura alta y aristocrática de la tía—, por lo menos no tengo miedo de los ladrones, de las fieras salvajes, ni cosas por el estilo. Escucha —continuó tras una pausa—: ¿Qué tal es tu tía cuando se enfada?

—Es terrible —dijo la niña—. «Terrible». Pero no te preocupes. No podrá cogerte si corres de prisa.

—No, claro que no —dijo Guillermo y repitió para tranquilizarse—: Claro que no. —Tras una pausa continuó—: Tal vez sea mejor que no lo haga. Por ti, quiero decir. Quiero decir que si me cogiera te reñirían a ti por haberme metido en esto.

Diana le miró con sorpresa.

—Oh, no —le aseguró—. Yo diría que no tenía la menor idea de lo que ibas a hacer, y aunque dijeras que yo te lo había dicho lo negaría. Porque, ¿sabes?, quiero convencerme a mí misma de que no sé nada de nada. Así que no tienes que preocuparte porque puedan reñirme.

—N-no —dijo Guillermo, y a pesar de haber liberado de aquella responsabilidad, seguía deprimido—. N-no. Lo celebro mucho, claro. —Volvió a reflexionar profundamente y al fin observó—: ¿Sabes?, puede que sea una muñeca muy bonita.

—Aborrezco las muñecas.

—Sí, pero quiero decir que si empezaras a jugar con ésta tal vez te gustara. A muchas niñas les gustan las muñecas, ¿sabes?

Ella le miró con frialdad.

—Si es que no quieres hacerme un favor tan pequeño como éste… —dijo, y agregó en tono de reproche—: Yo creí que te gustaba.

—Y me gustas —replicó Guillermo con fervor—. De verdad. —La frialdad y el reproche que reflejaba la mirada de la niña le empujó a decir con osadía sobrehumana—: Iré a robarla ahora mismo. Espérame. Estaré de vuelta en un abrir y cerrar de ojos.

Sin pararse a reflexionar, corrió por entre los arbustos, subió por la escalera de incendios, y entró en la habitación de las cortinas verdes que ahora mecía la brisa. Entonces tomó aliento mirando a su alrededor. Era una estancia agradable, amplia y por fortuna estaba vacía. En ella había una puerta que la separaba de la habitación contigua, sin duda el dormitorio. Guillermo, aún impulsado por su osadía, iba a entrar ya en la otra habitación cuando oyó voces que se acercaban y vio girar el pomo de la puerta. Veloz como el rayo regresó al amparo de las cortinas y se escondió tras ellas. Entró la tía acompañada de su pequinés y una visita.

—Sí —iba diciendo la tía—, es una habitación muy bonita. Y con una vista muy bonita también.

Se acercaron a la ventana deteniéndose tan cerca de Guillermo que pensó que debían oír los latidos de su corazón.

Luego fueron a sentarse junto al fuego, dejando en paz a Guillermo. Pero la paz duró poco, ya que casi inmediatamente, el pequinés descubrió los pies de Guillermo, que asomaban por debajo de la cortina. Se abalanzó sobre ellos con un gruñido feroz y empezó a morderlos. Guillermo consiguió con dificultad contener el grito de dolor que subió a sus labios. Los gruñidos del perro eran cada vez más fuertes.

—¿Qué le pasa a «Pequi»? —preguntó la visita.

La tía miró por encima de su hombro.

—Oh, debe haber encontrado su hueso de goma. A esta hora siempre juega con él, ¡pobrecito!

Volvieron a su conversación, y el pequinés se entretuvo en morder los calcetines de Guillermo, y luego la piel de sus tobillos. Guillermo estaba llegando a la conclusión de que era preferible que le descubrieran que sufrir aquella tortura por más tiempo, cuando la tía y su vista se pusieron en pie y la tía gritó al salir: «¡Pequi!» por encima de su hombro.

Guillermo tuvo la satisfacción de propinar un buen puntapié a su atormentador, que se marchó de mala gana, sin cesar de gruñir a aquel par de intrusos que habían aparecido inesperadamente por debajo de la cortina.

Guillermo exhaló un suspiro de alivio al ver que la puerta se cerraba tras ellas. Al fin la costa estaba despejada. Pero aquel episodio había alterado sus nervios y destrozado su primer arranque de valor con que emprendiera la aventura. Permaneció unos minutos en la ventana tratando de reunir de nuevo su coraje para entrar en el dormitorio. Había conseguido echarle un vistazo… por lo menos parcial… antes de oír las voces de la tía y su acompañante que regresaban acompañada del pequinés. A la tía y a la visita tal vez hubiera podido soportarlas, pero al pensar en el pequinés, que naturalmente, iría en seguida en busca de su víctima, sus nervios acabaron de destrozarse, y saliendo rápidamente por la ventana continuó subiendo por la escalera de incendios, que conducía a un balcón abierto por el que miró esperanzado hasta ver una doncella que se estaba colocando la cofia delante de un espejo. Siguió subiendo y se encontró en el tejado.

Era un tejado muy inclinado, pero decidió explorarlo puesto que tenía oportunidad. Estaba llegando al segundo alero cuando le sobresaltó el rumor de voces, y comprendió que la tía y su visita se habían asomado al balcón. Se mantuvo rígido junto al alero.

—Sí, debí enseñarle antes la vista que se divisa desde aquí —decía la tía—. Es una vista maravillosa.

—Maravillosa —convino la visita distraída. Y fue paseando su mirada hasta posarla en Guillermo—. ¡Qué gárgola más extraña y antigua hay en el tejado! —comentó—. Claro que soy corta de vista, pero desde aquí parece una obra de arte muy original.

Guillermo se apresuró a separarse del borde del tejado yendo a ocultarse en un hueco. La tía se puso sus impertinentes y lentamente se dispuso a contemplar la gárgola.

—No, querida —dijo al fin—. Es sólo la copa de un árbol.

—Supongo que debes tener razón —dijo la amiga en tono perplejo—. Claro que «soy muy» corta de vista… Desde luego que ahora parece que no está donde antes.

—Es la copa de un árbol mecida por el viento —explicó la tía.

Desaparecieron en el interior de la casa. Por aquel entonces. Guillermo tenía los nervios tan alterados, aunque no tenía intención de abandonar la empresa bajo ningún concepto, que decidió no regresar por la escalera de escape, sino buscando una entrada más discreta por el tejado. Tras perder algún tiempo, descubrió una chimenea que parecía grande, cómoda y sin humo. Acababa de asomarse a ella esperanzado cuando una bocanada de humo le alcanzó en pleno rostro. Se apartó tosiendo. Alguien debía haber encendido el fuego en aquel preciso momento. Continuó sus exploraciones hasta llegar a un tragaluz. Lo abrió y se disponía a descolgarse por él hasta la habitación de abajo, cuando vio que sus piernas colgaban dentro de un tanque de agua helada. Se fue apartando haciendo contracción con los brazos y al fin consiguió pisar tierra firme, aunque después de hacerse varios cardenales. Cojeando ligeramente gracias al efecto combinado del pequinés y la caída avanzó por un pasillo y bajó una escalera. La suerte pareció favorecerle, ya que aquella escalera le dejó precisamente delante de la habitación de las cortinas verdes.

Después de atravesarla, penetró en el dormitorio. Abrió el cajón, encontró el paquete y cuando salía a toda prisa, tuvo la desgracia de que en aquel momento entrase una doncella para añadir leña al fuego. Al ver aquella aparición renqueante, de rostro ennegrecido y chorreando agua, desapareció lanzando un grito. Guillermo, deslizándose a toda prisa por la escalera de incendios con el paquete apretado bajo el brazo, fue a reunirse con la niña.


La doncella desapareció lanzando un grito.

—¡Oh, Guillermo, qué «asqueroso» estás! —le saludó con disgusto.

—No pude evitarlo —jadeó Guillermo—. Primero la chimenea… luego el tanque de agua… Aquí está el paquete.

Ella lo tomó en sus manos con una sonrisa de triunfo.

—Oh, Guillermo, «gracias» —dijo—. «Sabía» que lo harías… y tengo un premio para ti. Le he preguntado a la tía si podías quedarte a merendar y me ha dicho que sí. Pero estás «horrible», Guillermo. Tendrás que arreglarte o no dejará que te quedes. Y el paquete… no debe descubrirlo. ¿Y qué es lo que haremos con él?

—Ya sé —dijo Guillermo—. Nuestro jardinero ha encendido una hoguera. Iré a casa, lo quemaré y me arreglaré para merendar contigo.

—Oh, «sí», Guillermo —dijo la niña con ansiedad—. Oh, Guillermo, qué «listo» eres. Y además valiente. Nunca olvidaré cómo subiste por la escalera de incendios para coger el paquete.

—Oh, eso no es nada —murmuró Guillermo, complacido—. Nada en absoluto.

—Bueno, será mejor que te des prisa, Guillermo —le apremió Diana—. Sería «terrible» que la tía te viera así de sucio y mojado, y con el paquete.

Comprendiendo que tenía razón, nuestro héroe salió corriendo hacia su casa.

Al cabo de media hora regresaba, todavía cojeando, pero limpio y pulido y sin el paquete.

—Lo he quemado —dijo—. Lo he quemado hasta que no ha quedado ni rastro. Y me he arreglado muy bien, ¿no te parece?

—«Sí» —dijo la niña con admiración—. ¡Guillermo, eres «maravilloso»!

En aquel momento salió la tía por la puerta principal de la casa y fue hacia ellos por el césped. Llevaba un gran paquete debajo del brazo.

—¿Es éste el amiguito que va a merendar contigo? —le preguntó a su sobrina.

—Sí —replicó Diana.

La tía miró a Guillermo con bastante frialdad.

—Bueno, no os ensuciéis —les dijo—. Volveré a la hora del té, pero ahora tengo que ir a correos. —Se volvió a Diana—. Espero que no te importará, querida. Tengo que enviar a tu primita Dorita el tren que había comprado para ti. A ella le había comprado una muñeca, pero cuando he ido a buscarla no estaba allí. Supongo que me olvidaría de traerla. Así que voy a mandarle tu tren. Estoy segura de que no te importa, ¿verdad, querida? Tengo un libro muy bonito para ti, que te gustará mucho. Cuentos sobre la Historia de Inglaterra. No puedo enviárselo a Dorita porque ya se lo mandé el año pasado, pero estoy segura de que te gustará y no te molestará que a ella le envíe tu tren. Jugaréis tranquilamente hasta que yo vuelva, ¿verdad?

Y dicho esto se alejó por el sendero. Hubo un silencio tenso.

Al fin la niña se volvió hacia Guillermo con el rostro enrojecido por la ira.

—¡Todo por tu culpa, niño odioso! Tú la cogiste y la quemaste, y ahora tendré un libro de historia «birrioso» en vez de mi tren… Te «odio».

Guillermo parpadeó sorprendido.

—Pe-pe-pero si tú me lo dijiste —tartamudeó.

La niña dio con el pie en el suelo.

—No «discutas» encima —exclamó—. «Todo» ha sido culpa tuya. Tú quemaste la muñeca y por eso tendré un libro de historia «birrioso» en vez de mi tren. Deseo que alguien queme todos tus regalos como has quemado el mío. Y ahora, vete. No quiero verte nunca más, por mucho que viva…


—Todo por tu culpa —exclamó Diana—. No quiero verte nunca más por mucho que viva…

Los Proscritos, enfrascados en jugar a Pieles Rojas, sin gran entusiasmo, puesto que ningún juego resultaba realmente divertido sin Guillermo, quedaron muy sorprendidos y aliviados al verle avanzar por el bosque para reunirse con ellos. Todavía cojeaba un poco y su aspecto era más aseado que de costumbre, aunque ya había perdido algo de la perfección que consiguiera alcanzar para visitar a la niña.

—Hola —le dijo Pelirrojo—. ¿Te has lastimado un pie?

—No —fue la respuesta de Guillermo—. Estoy imitando a un Piel Roja cojo que acaba de ser casi asesinado por un oso.

—Pensamos que no ibas a venir —dijo Douglas.

Guillermo adoptó una expresión de fría sorpresa.

—¿Que no iba a venir? —exclamó—. ¿Y por qué no había de venir?

—Pensé que te ibas con esa niña.

—¿Qué niña? —replicó Guillermo.

—Diana Blake —intervino Pelirrojo.

Guillermo pareció repasar su memoria.

—Oh, «esa» niña —dijo como si recordara algo muy lejano—. «Ésa». ¡Cielos, no! He terminado con ella para siempre. He terminado para siempre con todas las niñas… Vamos. Empecemos a jugar a Pieles Rojas.