UN PLAN QUE FRACASA
Los Proscritos hallábanse sentados en el viejo cobertizo considerando su eterno problema de la falta de dinero. Por lo general no les preocupaba gran cosa. Estaban acostumbrados a gastar el que les daban semanalmente sus padres a los cinco minutos de recibirlo, y a pasar el resto de la semana filosóficamente pero sin un céntimo. Mas ahora daba la casualidad de que Víctor Jameson, quien había recibido dos pelotas de fútbol como regalo de cumpleaños, ofreció una de ellas a los Proscritos por media corona, y la oferta seguiría en vigor por espacio de una semana. Era una pelota magnífica, que valía mucho más de media corona, y los Proscritos habían decidido comprarla, pero el principal obstáculo era el no tener entre todos ni medio penique, así que mucho menos media corona.
—Digámosle que le pagaremos a plazos con nuestro dinero semanal —propuso Enrique.
—Ya se lo he dicho —replicó Guillermo—, pero es inútil. Dice que ya intentaron pagarle así antes, y que no recibió ni un céntimo. Dice que Bertie Frank la comprará al contado el viernes que viene si para entonces nosotros no hemos reunido la media corona.
—Yo le pedí a mi madre que me prestara lo que hubiese en el cepillo de las misiones —explicó Douglas—, y le dije que se lo iría devolviendo con mi paga semanal, pero ni siquiera quiso escucharme.
—De todas formas no habría más de dos peniques y medio —repuso Guillermo—. Nunca hay más en los cepillos de las misiones.
—Esta mañana tuve una idea estupenda —dijo Pelirrojo—, pero la gente es tan mezquina…
—¿Qué se te ocurrió? —quiso saber Guillermo.
—Pues, me dieron seis peniques el mes pasado por dejarme arrancar un diente, y esta mañana les dije que podían arrancarme cinco más. Así hubiera conseguido media corona, pero no quisieron. Eso es ser «mezquino», digo yo.
El reloj de la iglesia dio la una y la reunión disolvióse automáticamente.
—Durante la comida todos pensaremos intensamente para buscar una solución —dijo Guillermo mientras caminaban hacia el pueblo—. Y esta tarde volveremos a reunirnos para escoger la mejor.
Guillermo, por su parte, pensó varios planes brillantes, pero todos resultaron impracticables. Su madre, a quien recurrió con mucho tacto, se negó horrorizada a dejarle empeñar su traje dominguero, a que fuera pregonando frutas y hortalizas de puerta en puerta, y a que se enrolara en el ejército como tambor.
—Nunca oí unas «tonterías semejantes», Guillermo —le dijo—. No sé qué es lo que puede hacerte desear cosas tan vergonzosas.
—Quiero hacerlas porque necesito media corona —replicó Guillermo con sencillez—. Si tú me dieras media corona ya no querría hacerlas.
—¡Qué voy a dártela! —replicó la señora Brown en tono firme—. Si necesitas media corona debes ahorrarla de tu dinero semanal.
—¿Cómo voy a ahorrar media corona para el próximo viernes cuando no tengo nada con qué empezar? —preguntó Guillermo con amargura.
Mas la señora Brown mostró la absoluta falta de comprensión propia de las personas mayores.
—Si cada semana apartaras un poco y lo guardaras para los imprevistos, como siempre te aconsejo, ahora ya tendrías la media corona —le dijo en tono airado.
Guillermo comprendió la inutilidad de seguir discutiendo con quien tenía un punto de vista de la situación tan opuesto al suyo, y contentóse con exhalar un profundo suspiro indicador de que su paciencia estaba tocando a su fin.
—Oh, a propósito —prosiguió la señora Brown—. Esta mañana he tenido carta de tía Florencia, y me dice que si te gustaría ir a pasar unos días con ella.
—¿Cuál es? —preguntó Guillermo.
Guillermo tenía innumerables tías, y ninguna de ellas demostraba, por lo general, grandes deseos de gozar de su compañía.
—No creo que la hayas visto nunca —dijo la señora Brown—. No sale mucho. ¿Te gustaría pasar unos días con ella, Guillermo?
Habló en tono esperanzado, pues aunque quería a Guillermo como toda buena madre a su hijo, sin embargo, no dejaba de apreciar la quietud y tranquilidad que reinaba en su casa durante su ausencia.
—No —replicó Guillermo sin vacilar—. No me gustaría ir a pasar unos días con ella. No me gusta estar en casa de mis tías y además esta semana voy a estar muy ocupado buscando media corona.
—No —replicó Guillermo sin vacilar—. No me gusta estar en casa de
mis tías.
La señora Brown suspiró resignada.
—Muy bien, querido —le dijo abandonando la visión de paz y tranquilidad con que había estado soñando desde que recibiera la carta de tía Florencia.
Inmediatamente después de comer, Guillermo se fue al viejo cobertizo donde encontró a los otros Proscritos ya reunidos. Ninguno de ellos había trazado ningún plan. Douglas dijo que había ayudado a cruzar la calle a un hombre muy viejo, con la esperanza de que fuese un millonario y le diera mucho dinero, pero resultó que no, que no sólo no era millonario, sino que además no tenía intención de cruzar la calle, y en vez de darle media corona, le obsequió con un tirón de orejas y una sarta de maldiciones poco apropiadas a su edad y apariencia venerable. Enrique había pasado la sobremesa tratando de convertir una sartén de juguete de su hermanita en una moneda de media corona falsa, pero el resultado no fue muy alentador.
—No veo que sirva de nada —dijo Guillermo—. Lo único que parece es una sartén arrugada. Incluso un ciego podría ver que no es media corona. —Y luego, recordando los acontecimientos ocurridos durante la comida, agregó—: Mi madre dice que le ha escrito una tía mía invitándome a pasar unos días en su casa. Yo le dije que esta semana tenía otras cosas más importantes que hacer que ir a visitar «tías».
Pero el rostro pecoso de Pelirrojo acababa de iluminarse.
—Pero sí debes «ir» —exclamó excitado—. Seguro que cuando te marches te da media corona de propina.
Guillermo consideró este aspecto de la cuestión por primera vez, pero sin entusiasmo.
—Sí —dijo—, que vaya yo a aburrirme y a matarme siendo amable, limpio, cortés y demás. Eso es muy propio de «ti». No, será mejor que pensemos otra cosa si no te importa.
Pero la tarde llegó a su fin sin que se les hubiera ocurrido ninguna otra solución. De mala gana, y con aire del mártir que se prepara para ir al cadalso, Guillermo accedió a sus ruegos.
—Está bien —dijo—. Está bien, iré a matarme siendo amable, cortés, aseado y todo lo demás. Va a ser una media corona que «os» resultará muy fácil de ganar.
Elogiaron su altruismo, insinuando con mucho tacto, que él… y sólo él… era capaz de solucionar un problema semejante.
—Tú puedes hacerlo perfectamente —le dijo Pelirrojo—. Puedes portarte bien, ser limpio y cortés… como ninguno de los que conozco.
—Oh, sí, yo lo haré muy bien —admitió Guillermo—, pero voy a sudar tinta.
—Bueno, piensa en la pelota de fútbol —le dijo Pelirrojo para darle ánimos.
—De acuerdo, lo haré —volvió a decir Guillermo adoptando su aire de mártir—. Será un trabajo muy pesado, pero lo haré.
La señora Brown quedó muy sorprendida cuando Guillermo le anunció su intención de aceptar al fin la invitación de tía Florencia.
—Sólo hasta el jueves —le dijo—. Me estaré con ella hasta el jueves.
—¿No te habrás metido en ningún lío, verdad querido? —le preguntó su madre recelando de aquel cambio repentino de planes y temiendo recibir la visita de algún granjero o vecino indignado.
—Claro que no —dijo Guillermo en tono de inocencia ultrajada.
—Sólo me preguntaba por qué has cambiado de opinión tan repentinamente, querido —dijo la señora Brown—. Eso es todo.
—Oh, pues porque me gustará pasar unos días con tía Florencia —replicó Guillermo.
Guardó silencio unos minutos y luego adoptó una expresión de exagerada melancolía.
—¿Tú quieres que me marche, mamá? —le dijo.
—Claro que no, querido —se apresuró a responder la señora Brown.
—Porque si me dieras media corona no me iría —ofreció con alguna esperanza.
—«No» voy a darte media corona —respondió la señora Brown con presteza.
—Oh, está bien —dijo Guillermo que ya lo esperaba—. «Algunas» madres prefieren media corona a sus propios hijos —no pudo menos de agregar con amargura.
—¿Qué «estás» diciendo? —dijo la señora Brown.
Pero Guillermo, conservando su aire de dignidad ofendida fue a su cuarto a hacer la maleta sin contestarle.
Se marchó a la mañana siguiente con su mejor traje y resplandeciendo de limpio. Tía Florencia le esperaba en la estación, y su apariencia no disminuyó sus temores. Era pulcra, atildada y de bastante edad, y a todas luces amante del orden y la rutina, pero sin ningún defecto en la vista ni en el oído, que pudiera mitigar los rigores de su situación.
—Espero que te agraden los animales, querido —le dijo mientras iban de la estación a su casa—, porque tengo uno que me es muy, «muy» querido, y me gustaría que le quisieras también.
Guillermo se animó. Siempre optimista, imaginó a un perrito «fox-terrier» (y no hay existencia verdaderamente aburrida cuando se tiene un «terrier» con quien compartirla) o por lo menos una cotorra. Un mono estaba fuera de los límites de lo posible…
—Estoy segura —prosiguió tía Florencia— de que te gustará mi gatito.
Su ánimo volvió a decaer. Naturalmente que tenía que ser un gato…
El taxi se detuvo ante la casa de tía Florencia y la puerta se abrió descubriendo a una doncella malcarada y a un gran gato siamés. Tanto el gato como la doncella resultaron ser muy altivos y desdeñosos. La doncella, a quien desagradaban los niños, ignoró por completo a Guillermo, y el gato siamés recibió todas sus tentativas de acercamiento con aire de extremada altivez, levantándose y alejándose a cierta distancia cada vez que Guillermo intentaba establecer relaciones amistosas con él.
—Se llama «Smut» —dijo tía Florencia afectuosamente—, y es un gato de mucho valor. Gana «todos» los primeros premios de por aquí. O mejor dicho… —su rostro se ensombreció un tanto— los ganaba antes de que la señora Hedley-Smith comprara su «Smu». No me importa lo que digan los jueces —prosiguió tía Florencia con fervor—. «Smut» es mucho mejor en todos los aspectos que ese «Smu», y no puedo comprender cómo año tras año le dan el primer premio a ese «Smu». ¡Imagínate dar el «segundo» premio a un gato como a mi «Smut»! Es ridículo. Nunca me ha gustado esa señora Hedley-Smith… ¡Y la importancia que se da! ¡Si yo fuera juez no le daría ningún premio a ese «Smu»!
Durante el resto de la tarde Guillermo tuvo que escuchar las alabanzas dedicadas a «Smut», y las críticas hacia «Smu» y su ama. Supuso que las dos damas vivían en estado de aguda ojeriza debido a los celos producidos por sus gatos. El «Smut» de tía Florencia había ganado todos los primeros premios de los concursos de gatos de la localidad hasta que la señora Hedley-Smith apareció en escena con su cacareado «Smu».
A Guillermo, sin embargo, no le interesaba la situación, y la tarde dedicada a aquel tema se le hizo interminable.
Cuando llegó la hora de acostarse, respiró aliviado. No le cabía la menor duda de que hasta el momento su visita había sido un éxito. Su aire de mártir le daba una engañosa apariencia de virtud, y procuro conservar intacta su resolución de no hablar más que cuando le preguntasen.
—Sabes, querido —le dijo tía Florencia antes de que se acostara—. Me alegra mucho ver que eres tan quieto y bien educado. Temía que fueras de esos niños revoltosos que se portan tan mal, y que se encuentran tan a menudo.
Guillermo le dedicó una sonrisa de mártir y contempló con abatimiento los cuatro días… cada uno tan largo como un año… que se extendían entre él y la ansiada media corona. Durante la noche decidió que la única esperanza que tenía de conseguirla era permaneciendo alejado de su tía y de su casa, el mayor tiempo posible. A la mañana siguiente dijo durante el desayuno:
—Me parece que esta mañana voy a dar un largo paseo, si no te importa.
Ella sonrió encantada.
—Yo iré contigo, querido. Yo también quiero dar un buen paseo antes de comer.
Guillermo lanzó una exclamación de horror que se apresuró a disimular tosiendo.
—Me «gustaría» ir contigo —dijo cortés—, pe… pero yo voy a dar un paseo «distinto» al tuyo. Yo… quiero decir —agregó en tono misterioso—, tengo que pasear de un modo «especial». Muy rápidamente. Mucho más aprisa de lo que tú puedes ir. «Tengo» que hacerlo así.
Ella le contempló solícita.
—¿Es por orden del médico, querido? —le preguntó.
—Pues… sí —repuso Guillermo aceptando esta explicación—. Sí, es una rigurosa orden del médico de cabecera.
Ella suspiró.
—Ah, sí, pero tú tienes la juventud enteramente de tu parte.
—Sí —replicó Guillermo aceptándolo también como explicación—. Sí, eso es lo que el doctor dijo que tengo. Dijo que tenía que andar mucho para curarme. Dijo que debía andar mucho más de prisa que la gente normal.
—Debe ser el hígado, supongo —dijo tía Florencia.
—Sí —dijo Guillermo, quedando desagradablemente sorprendido al ver que le servía sólo un pedazo pequeño de tocino muy frito.
Después del desayuno salió a dar un paseo. Ya en las afueras de la población pasó ante una casa en cuyo portal había una copia exacta de «Smut». Guillermo le contempló con interés. Debía ser el traidor «Smu», quien ahora ganaba los primeros premios en las mismas narices de «Smut».
Guillermo dejó pronto la ciudad atrás y caminó en dirección al campo abierto. Anduvo hasta llegar cerca de una granja. En un prado vecino había un granero de aspecto fascinante, y vio a un ratón en el preciso momento de desaparecer por un agujero de la pared, junto a la puerta. Se acercó para investigar. Toda la parte inferior de la pared del granero estaba lleno de agujeros. Aquello era un paraíso para la caza de ratas. Guillermo tuvo siempre la intención de buscar un hurón para enseñarle a cazar ratas, metiéndolo en los agujeros hechos por los ratones para que los sacara. Era una idea fascinante, y muchas veces estuvo buscando hurones para ponerla en práctica. El resto de la mañana se dedicó a la búsqueda de tales animalitos, pero como de costumbre, tuvo que volver a casa sin haber encontrado ninguno. Fue durante el camino de regreso cuando se le ocurrió otra idea, una idea tan clara que no comprendía cómo no se le había ocurrido antes.
¿Por qué no enseñar a un gato a bajar por los agujeros hechos por los ratones para cazarlos, igual que los hurones cazan conejos? Comprendió que no podía esperar ni un segundo para poner en práctica su idea. Las ratas estaban allí, los agujeros estaban allí y… «Smut» estaba allí. Corrió a la casa, tratando de ocultar su nerviosismo, y adoptó una expresión digna de un enfermo que regresa de dar su paseo matinal.
—¿Cómo te encuentras, hijo mío? —le preguntó tía Florencia.
Guillermo le aseguró que se encontraba mucho mejor… tanto, que aquella tarde pensaba dar otro largo paseo.
—Esta tarde tengo que asistir a una reunión —dijo tía Florencia—, a una conferencia sobre Asia Central que da un misionero que acaba de regresar de allá. Pensé que tal vez te gustase acompañarme.
Guillermo se apresuró a responder que no creía que aquello le hiciese ningún bien, y que lo que necesitaba era dar otro buen paseo.
Afortunadamente para el plan de Guillermo, tía Florencia se marchó a la conferencia inmediatamente después de comer, dejándole dueño y señor de la casa. Fue cosa de pocos segundos el buscar la cesta en la que «Smut» era llevado y traído de las exhibiciones gatunas de la localidad, y salir disparado hacia el campo abierto donde estaba el granero lleno de agujeros de ratas. No había nadie a la vista, y Guillermo emprendió al punto la tarea de adiestrar a «Smut». No obstante, «Smut», no estaba de humor para aprender nada. Aunque estaba acostumbrado a su cesta, no lo estaba a la forma en que había sido introducido en ella sin sus blandos cojines, ni tampoco al balanceo que le había impulsado Guillermo durante el camino hasta la granja. Salió rápidamente, con su dignidad ofendida, y no contribuyó a apaciguarle el modo con que le obligó a bajar de cabeza por un agujero diciéndole: «¡Vamos, “Smut”! ¡Hazle salir!». No cabía la menor duda de que «Smut» era demasiado grande para los agujeros de las ratas, pero Guillermo no veía por qué no podía enseñarle a adaptarse a ellos mediante una pequeña contracción muscular. Con este propósito introdujo la cabeza del desdichado animal por varios agujeros de los más grandes, animándole con estas frases: «¡Así está bien, “Smut”! ¡Muy bien, camarada! ¡Sácalas ya! ¡Sácalas ya!»
«Smut», hecho una furia por aquel trato ignominioso, medio ahogado, y completamente cubierto de barro, consiguió por fin liberarse con un ágil movimiento y huir de la escena con la proverbial velocidad del rayo. Guillermo le persiguió durante algún tiempo a cierta distancia, gritándole: «¡Ven aquí, “Smut”! ¡Vamos, ven! ¡Sé buen chico! ¡Leche, “Smut”, leche!»
Pero «Smut» se negó a escuchar sus ruegos hasta que los perros del granjero salieron a ver lo que ocurría, y Guillermo, sin poder evitarlo, tuvo que ver cómo el gato de su tía se alejaba por un campo en dirección opuesta a la casa de su tía, perseguido acaloradamente por cuatro o cinco perros de la granja.
Guillermo regresó a casa muy pensativo con la cesta vacía, tranquilizándose con el recuerdo de las historias de gatos que había oído contar y en la que todos regresaban a sus casas desde los más remotos lugares… en realidad, con tanto éxito, que al llegar a casa de su tía casi esperaba encontrar el rostro sucio y enojado de «Smut» mirándole por la ventana del comedor. Sin embargo, allí no había ningún «Smut». Con el corazón abatido registró toda la casa y el jardín.
Era evidente que «Smut» no había regresado. Lo único bueno, en aquel asunto era que la tía de Guillermo tampoco había regresado todavía. Guillermo volvió a dejar en su sitio la cesta del gato, quitó de su persona todos los rastros de la caza de ratas, y salió otra vez. Estuvo deambulando por la vecindad hasta que vio entrar a su tía, le dio unos minutos de tiempo para que descubriera la desaparición de su gato, y luego entró en la casa con aire inocente, como si acabara de llegar de su paseo. Encontró a su afligida pariente registrando la casa de arriba a abajo.
—Se ha ido, Guillermo —le dijo—. Mi «Smut» se ha ido… Oh, ¿qué «voy» a hacer?
Guillermo representó muy bien su papel. Primero sorpresa, y luego, desilusión y condolencia. Tal vez se excediera un tanto, pero su tía no estaba en posición de observar semejantes sutilezas.
Le ayudó a buscar durante algún tiempo, y luego, comprendiendo que sus músculos faciales necesitaban aliviar la tensión producida por su expresión de angustia y sorpresa, propuso ir a continuar la búsqueda a solas por el exterior.
—Sí, querido —exclamó tía Florencia—. No lo comprendo cómo ha hecho eso. Nunca había intentado siquiera salir solo.
Guillermo, impulsado por un sincero deseo de encontrar al gato desaparecido, examinó a conciencia todas las calles y jardines de la vecindad, pero sin éxito. Al regresar encontró a tía Florencia colocando platos de leche en las puertas delantera, posterior y lateral; y en los repechos de todas las ventanas, con intención de atraer al gato errante.
Guillermo volvió a adoptar su expresión de condolencia y preocupación. Tía Florencia aceptó su simpatía con gratitud, contándole historias de «Smut» que demostraban una inteligencia casi sobrehumana, y poniéndose en un estado de histerismo agudo por su desaparición.
—Si no vuelve a tiempo para el concurso de la semana que viene, no sé lo que haré. No me extrañaría nada —agregó en tono sombrío—, que esa señora Hedley-Smith tuviera la culpa de esto. Siempre ha sido una mujer sin escrúpulos. Sabe que mi «Smut» debe llevarse el primer premio y tiene miedo que se lo quite al suyo. —Guillermo continuó demostrándole su condolencia, pero a medida que transcurría la tarde observó que su tía se iba poniendo pensativa. De pronto le preguntó—: ¿A qué hora has salido, Guillermo? —y en más de una ocasión la sorprendió mirando sus manos, que estaban cubiertas de arañazos después de la caza de ratones con «Smut». Se apresuró a explicar los arañazos… quizá con excesiva vehemencia… diciendo que había tropezado con una piedra de la carretera, cayendo a la cuneta, durante su paseo. Ella recibió sus explicaciones sin comentarios, limitándose a decir tras una pausa:
—¿Has hablado alguna vez con la señora Hedley-Smith, Guillermo?
Guillermo comprendió que empezaba a encauzar sus sospechas hacia él, relacionándole de alguna forma con la desaparición de «Smut», e incluso preguntándose si habría sido sobornado por la traidora señora Hedley-Smith.
A la mañana siguiente se vio bien claro que sus reflexiones nocturnas no habían disipado sus sospechas. Guillermo, por su parte, había pensado otra nueva explicación de sus arañazos, mucho más convincente, pero que fue recibida en silencio. Un mensaje de condolencia de la señora Hedley-Smith, que se recibió antes de comer, pareció aumentar sus sospechas, y Guillermo comenzó a comprender que la media corona por la que había decidido visitar a su tía dependía únicamente del inmediato regreso de «Smut», sano y salvo.
Después de comer, dijo:
—Voy a salir a buscar a «Smut», y no volveré hasta que lo encuentre.
No cabía duda de que tía Florencia quedó impresionada por la determinación de su tono y su ademán, y le miró pensativa como si se preguntase si le habría estado juzgando mal.
—Te lo agradeceré «mucho» —le dijo con vehemencia.
Así que Guillermo salió decidido a toda costa a recuperar a «Smut» y de paso su media corona. Pasó la tarde registrando la vecindad, y las cercanías de la granja, pero también sin resultado. Camino de casa, pasó ante el jardín de la señora Hedley-Smith, y allí, ante la puerta, estaba el odiado «Smu», lavándose la cara tranquilamente. Guillermo miró hacia las ventanas. No vio a nadie. Rápido como el pensamiento agarró a «Smu» y, a pesar de su resistencia, lo puso debajo de su chaqueta y volvió a casa lo más aprisa que pudo.
—¡Le he encontrado! —gritó en cuanto abrió la puerta de la casa.
Tía Florencia salió corriendo con los brazos abiertos para recibir a su gato querido. «Smu» estaba acostumbrado a ser tratado así por sus admiradoras y sufrió sus atenciones con paciencia. Era un gato flemático. Le habían arrebatado de su casa, llevado por la calle sin ninguna clase de ceremonias hasta una casa desconocida, pero no guardaba ningún rencor por ello. Le ofrecieron leche cremosa y sardinas, y empezó a runrunear satisfecho. Generalmente hablando, para «Smu» lo mismo era una casa que otra, pero desde luego, aquélla en la que dieran leche y sardinas, había que cultivarla. Su ama le hacía seguir un régimen severo, y la leche y sardinas no entraban en su menú ordinario.
—¡Mi cariñito! —dijo tía Florencia—. ¡Mira cómo runrunea! Está tan «contento» de volver a estar en casa. Cómo me gustaría que pudiera contarnos dónde ha estado desde ayer. ¿A ti no, Guillermo?
Guillermo respondió a su pregunta con un gruñido que no le comprometía.
Tía Florencia se inclinó para acariciar al recién llegado, examinándolo solícita. «Smut» y «Smu» eran tan parecidos, que nadie sino sus amas y los jueces del concurso de gatos, se consideraban capaces de distinguirlos. Sus características eran indiscutiblemente idénticas, pero «Smu» era un poco más delgado que «Smut», posiblemente debido a su régimen de leche y sardinas, de las que el pobre «Smu» estaba privado. En realidad, era la creciente gordura de «Smut» la causante de que ya no ganara los primeros premios.
—Ha adelgazado mucho el pobrecito —se lamentó tía Florencia—. No habrá tenido nada que comer desde que se marchó. Puedo contarle las costillas. ¡Oh, mi querido «Smutty», cómo debe haber sufrido!
No cabía la menor duda de que Guillermo había vuelto a recuperar toda su confianza. Tía Florencia resultaba casi empalagosa demostrándole su agradecimiento.
—«Nunca» olvidaré lo que has hecho por mí, querido —le dijo—. Nunca olvidaré que fuiste tú quien encontró a mi gatito perdido.
Guillermo creía tener ya la media corona en el bolsillo. Al saber a última hora del día, que la señora Hedley-Smith había perdido a su gato, tía Florencia tuvo un arrebato de alegría.
—¡Vaya, le está bien empleado —dijo— por enviarme aquel mensaje tan estúpido! No me sorprende que su gato se haya escapado. Siempre he dicho que le mataba de hambre. ¡Valiente primer premio! —Su alegría aumentó al ocurrírsele otra idea—. Si no ha vuelto la semana que viene mi «Smut» ganará el primer premio, ¿verdad, cariñín? —dijo a «Smu», que ahora dormía bajo los efectos de la leche y las sardinas.
Fue en aquel momento cuando la doncella anunció la llegada de la señora Hedley-Smith, que estaba aguardando en el salón. Tía Florencia, con el rostro radiante de satisfacción, salió a su encuentro. En los ojos de la señora Hedley-Smith brillaba la luz de la batalla.
—He venido a felicitarla por haber recuperado a su gato —le dijo.
—Gracias —repuso tía Florencia—. ¡«Muchísimas» gracias! Y yo he sentido tanto que su «Smu» se haya escapado. ¡«Qué» lástima si no regresa antes de la semana que viene!
—Creo que entonces ya «habrá» vuelto, señorita Brown —le dijo la señora Hedley-Smith mientras su voz y su color iban aumentando y su pecho se agitaba aprestándose a la lucha—. En realidad no creo que esté muy lejos de nosotras en estos momentos. ¿Me «permite» usted ver a ese gato que usted «dice» que es su «Smut»?
—¿Qué quiere insinuar con eso, señora Hedley-Smith? —preguntó tía Florencia en tono glacial y disgustado.
—Lo que he dicho. Yo…
Pero en aquel momento «Smu» entró en la habitación todavía runruneando.
—¡Mi «Smu»! —gritó la señora Hedley-Smith.
—¡Es mi «Smut»! —le contradijo tía Florencia.
—«Claro» que es mi «Smu». ¡Como si yo no iba a reconocerle! Vaya. ¡«Smu», «Smu», «Smu»!
—¡«Smut», «Smut», «Smut»! —exclamó destemplada tía Florencia.
«Smu» sentóse en el centro de la alfombra y miró ora a una y ora a la otra sin dejar de runrunear.
—Claro que es mi «Smu» —gritó la señora Hedley-Smith.
—«Smut», «Smut», «Smut»! —exclamó tía Florencia, y el gato se sentó
en la alfombra mirando ora a la una y ora a la otra.
Guillermo estaba junto a la puerta preguntándose lo que iba a ocurrir a continuación. Y lo que ocurrió fue que llegó un muchacho de la granja con una cesta. Preguntó por tía Florencia y en seguida le hicieron pasar al salón.
—Le traigo el gato —dijo.
—¿Qué gato? —preguntó tía Florencia con desmayo.
El chico de la granja señaló a Guillermo con el pulgar.
—El que trajo éste a la granja para cazar ratas. Ha estado viviendo por los campos hasta esta tarde que he conseguido cogerle.
Abrió la cesta y de allí salió «Smut» hecho una furia… aunque por poco tiempo… y en el estado salvaje de sus antecesores. Se abalanzó sobre el usurpador «Smu» y en un segundo el pulcro salón fue el escenario de una lucha de gatos… que bufaban, arañaban y mordían. «Smu», con la piel casi completamente arrancada, saltó al fin por la ventana abierta, seguido muy de cerca por su asaltante. Los dos gatos corrieron carretera abajo seguidos de sus dueñas. Tía Florencia no regresó hasta un cuarto de hora más tarde, llevando a «Smut», que seguía bufando, debajo del brazo. La doncella estaba en la puerta contemplando la escena con indiferencia.
—¿Dónde está el señorito Guillermo? —preguntó tía Florencia enojada.
La doncella señaló la carretera. En la distancia podía verse la figura de Guillermo que caminaba rápidamente hacia la estación cercana, cargado con su maleta.
—Me dijo que le dijera —explicó la doncella—, que ese dolor de su costado le había vuelto de repente y que lo mejor era que regresara a su casa.