GUILLERMO Y EL PRÍNCIPE RUSO

La casa de los Brown estremecióse hasta los cimientos cuando Roberto recibió una invitación para pasar la Semana del Cricket» en Marleigh Manor. Ya que Marleigh Manor… contrariamente a la mayoría de casas grandes de la localidad que ahora estaban habitadas por comerciantes ricos aunque no muy educados… era la plaza fuerte de la aristocracia, y sus reuniones eran verdaderos acontecimientos sociales.

Roberto palideció al leer la invitación.

—¡Pero, Dios Santo! —exclamó—. No sabré qué hacer. Quiero decir… bueno, sencillamente que no sabré «qué hacer».

—¿Por qué no, querido? —dijo la señora Brown. (La señora Brown era de esas madres que no pueden imaginar a sus hijos en inferioridad sean cuales fueren las circunstancias)—. Tú juegas muy bien al «cricket».

—Lo sé —replicó Roberto con modestia—, pero no es esa la cuestión. Una «semana». Con mayordomos, criados, y demás. Y con gentes de título. Yo… bueno no voy a saber qué «hacer».

—Tonterías, querido —insistió su madre—. Lo único que tienes que hacer es comportarte con naturalidad.

Pero Roberto tenía menos confianza en su natural que la señora Brown.

—Es muy fácil decirlo —replicó apesadumbrado—, pero… no sabré qué hacer. Quiero decir, que la mitad de la gente llevará a su ayuda de cámara.

El rostro de Guillermo se iluminó.

—Escuchad —dijo animado—. ¿Y si fuera yo con Roberto e hiciera ver que soy su ayuda de cámara?

—¡Tonterías, querido! —exclamó la señora Brown.

—Entonces iré como su mayordomo —dijo Guillermo—. La verdad es que les merecerá mejor opinión si lleva a su mayordomo. Apuesto a que todas las personas aristocráticas se llevan a sus mayordomos cuando van a otras casas.

—¡Tonterías, querido! —volvió a decir la señora Brown.

—Si te acercas a menos de un kilómetro mientras yo esté allí, te retorceré el pescuezo —le dijo Roberto en tono agresivo.

—Está bien —dijo Guillermo—. Sólo trataba de ayudarte. Eso es lo único que procuraba. Hubiera hecho un magnífico mayordomo. Así que no me eches a mí la culpa si nadie te tiene en cuenta.

—No, no tengas miedo —dijo Roberto, agregando con amargura—: Y no me gusta la clase de atención que me presta la gente cuando tú andas cerca. Ya tengo bastante para toda la vida, muchísimas gracias.

—Vamos, niños, no os peleéis —dijo la señora Brown—, hay mucho que preparar si es que Roberto decide ir. Tal vez debieras hacerte un chaleco nuevo para tu «smoking», ¿no te parece, querido?

Guillermo se alejó y ellos quedaron discutiendo animadamente sobre el guardarropa de Roberto.

Durante los días siguientes Guillermo mantuvo una actitud desdeñosa que decía bien a las claras que había dado a Roberto una oportunidad que él no supo aprovechar, y por lo tanto ahora que se asara en su propia salsa. Pero en realidad no se había desentendido tanto como quería dar a entender. Estaba muy interesado por las nuevas relaciones aristocráticas de Roberto, y deseoso de hacer algo por conseguir que gozara de prestigio en su nuevo círculo.

—¿No podría ir como paje si no quiere que haga de mayordomo? —preguntó a su madre.

—No seas tonto, Guillermo —replicó la señora Brown con paciencia—. Hoy en día la gente no tiene pajes.

—Bueno, puede ponerlo él de moda y hacerse famoso —fue la respuesta de Guillermo.

—¡Tonterías, querido! —dijo la señora Brown.

—¿Qué es más? —preguntó Guillermo al cabo de un rato—. ¿Conde o duque?

—Duque, ¿por qué?

—Pues, yo pensaba escribir a Roberto mientras estuviese allí y poner en el sobre conde Roberto, o duque Roberto, lo que sea más importante. ¿O qué te parece barón?

—Guillermo, tú no harás nada «de eso» —replicó la señora Brown asustada—. Roberto se pondría «furioso».

—Pues no comprendo por qué. Si yo fuera allí, procuraría que alguien lo hiciera. No me importaría pagarle… para que me enviara una carta cada día llamándome duque o barón. Y si Roberto no fuera tan mezquino me daría seis peniques por cada carta que le enviara. Y yo pondría en el sobre Buckingham Palace, Londres, y lo tacharía para que pareciese que había estado con el rey y que las cartas le eran remitidas desde allí. A mí me parece que Roberto no tiene sentido. Yo en su lugar antes de que llegara la noche del primer día, les hubiera hecho creer que era la persona más importante de todas las que haya allí. Hubiera pasado todo el tiempo preparando sobres para que la gente me los enviara en vez de armar tanto revuelo porque tiene un remiendo en uno de sus pijamas, y en el otro las rayas de una manga van atravesadas, como hace Roberto.

—Le estoy haciendo un pijama nuevo —dijo la señora Brown—. Y las rayas sólo van mal en una manga. Aproveché una ropa que tenía en casa, y no veo que eso importe tanto. Sin embargo… —Aquel «sin embargo» daba a entender que las largas parrafadas de elocuencia del nervioso Roberto le habían convencido de lo contrario.

—Al fin y al cabo —concluyó—, es una franela muy buena, y no creo que nadie notara que las rayas van encontradas en una manga.

—¿Por qué? —le dijo Guillermo pensativo—. Eso le daría más importancia. Apuesto a que todos los aristócratas llevan sus escudos de armas y coronas bordados en todas sus ropas.

—¡Tonterías, querido! —exclamó la señora Brown una vez más.

—Me parece que yo soy el único que quiere ayudar a Roberto —dijo Guillermo con amargura—. No me dejas que le acompañe como paje o como mayordomo, ni que le envíe cartas aristocráticas, y tú ni siquiera quieres bordar escudos o coronas en sus ropas. Bueno, he hecho cuanto he podido, y espero que luego no me eches la culpa a mí, si nadie se fija en él.


—Me parece que yo soy el único que quiere ayudar a Roberto —dijo Guillermo con amargura—. No me dejas que le acompañe como mayordomo, y tú ni siquiera quieres bordar escudos o coronas en sus ropas.

La señora Brown se lo prometió así, y Guillermo adoptó un silencio ofendido.

Cuando llegó el día fatal, Guillermo observó a Roberto, quien pálido, nervioso y llevando su maleta, salió de su casa dispuesto a recorrer los pocos kilómetros que separaban su casa de Marleigh Manor.

—No espero que le «dirijan la palabra» siquiera —murmuró resentido—. No tiene aspecto de aristócrata. Y si me hubiera dejado ayudarle le hubiera llamado Su Alteza Real, y cosas por el estilo, en cuanto hubiésemos llegado allí.

Cuando hubo transcurrido un día entero sin noticias de Roberto, Guillermo no pudo resistir su curiosidad y se dirigió a Marleigh Manor. El «cricket» estaba en pleno apogeo en el campo de juego, y Guillermo se fue arrastrando por la cuneta hasta quedar precisamente detrás de un banco donde estaba sentado su hermano mirando cómo jugaban. En dos sillones de mimbre, y a cierta distancia del banco hallábase sentada lady Markham, la castellana de Marleigh Manor, y a su lado un tipo de nariz ganchuda armado de unos anteojos.

—Dios mío —decía lady Markham—. La verdad es que no conozco a la mitad de las personas que están en casa. Es lo que ocurre hoy en día. Mi esposo conoce a un hombre en el tren… en el «tren», figúrese… que se interesa por las monedas antiguas… ya sabe que mi esposo tiene una colección maravillosa, y en seguida le invita a venir a casa. Claro que es una «bellísima» persona. Un hombre encantador. Ha venido con su secretario. Está escribiendo un libro sobre monedas antiguas, y el secretario está tomando notas y haciendo dibujos de la colección de mi marido. Pero la verdad, cuando yo era joven, la gente no invitaba a las amistades casuales sin saber nada de sus familias. Y no he visto en mi vida a la mitad de los jóvenes que Ronnie ha invitado para jugar al «cricket», ni jamás «oí» nombrar a sus familias.

Guillermo continuó avanzando silenciosamente por la cuneta. Sir Gerald Markham estaba sentado a corta distancia junto a un caballero de barba gris y aspecto bonachón, sin duda el aficionado a la numismática.

—Claro que —estaba diciendo sir Gerald—, las monedas más interesantes son las romanas. Yo tengo una de las más primitivas que existen. Ya sabe usted que no todas fueron acuñadas bajo el Imperio…

Guillermo se acercó al banco donde Roberto estaba sentado con aire abandonado. No lejos de él charlaban una joven belleza del tipo rubio platino y un muchacho moreno de cabellos negros y ensortijados. Parecían absortos el uno en el otro, y era evidente que a Roberto le atraía la belleza rubia, quien por su parte no se percataba siquiera de su presencia. Guillermo captó la situación en el acto. No en balde hacía once años que era hermano de Roberto. Su corazón se puso al rojo vivo al ver a su hermano abandonado e ignorado de aquel modo. Claro que era por su propia culpa. Si Roberto le hubiera llevado como mayordomo o como paje, si aquella mañana hubiera recibido una carta dirigida al conde Roberto Brown, al parecer procedente del palacio de Buckingham, o si tan siquiera hubiera sido capaz de subir la pernera de su pantalón y enseñar el borde de su calcetín bordado con un escudo, la actitud de la belleza rubia hubiera sido muy distinta. De eso Guillermo estaba seguro. La culpa era de Roberto, y no obstante Guillermo sentía que su deber era sacarle, de ser posible, de aquel cenagal de olvido y abandono en el que se había hundido por su propio pie. Al alejarse de allí su rostro pecoso reflejaba una expresión resuelta. Naturalmente que habría de tener mucho cuidado. Era necesario que Roberto ignorase sus esfuerzos, pues de conocerlos haría todo lo posible por desbaratarlos, tanta era su obstinación cuando se trataba de su propio bien.

Guillermo fue al jardín posterior de su casa, y sentándose sobre una maceta puesta al revés, apoyó la barbilla en su mano, y se dispuso a trazar un plan, teniendo a su fiel «Jumble» tendido a su lado. Al fin abandonó el intento desanimado, yendo en busca de su novela de folletín que había empezado a leer la noche anterior en la cama (con el ojo de la cerradura taponado con algodón, y la alfombra apoyada contra la puerta para que nadie pudiera descubrirle) y tendiéndose encima del césped continuó su muy interesante lectura.

Y aquella novela, como si quisiera recompensarle por el peligro que había arrostrado por su culpa, le proporcionó un plan.

La belleza rubia, cuyo nombre, dicho sea de paso, era Clarinda Bellew, caminaba lentamente por el campo en dirección al bosque que lo rodeaba. Daba la casualidad de que todos los jóvenes atractivos estaban jugando al «cricket», y ella se aburría. Estaba harta de oír a su anfitrión disertando sobre su colección de monedas «única», y a su esposa lamentarse de la falta de modales y deportividad de los jóvenes modernos comparados con los de su tiempo. Iba a traspasar la línea divisoria del campo y el bosque, cuando oyó un fuerte carraspeo y al volverse encontróse con la mirada fija de un niño acurrucado detrás de un arbusto.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le dijo la joven.

—Estoy vigilando —replicó Guillermo.

—¿Vigilando? —repitió ella impresionada a pesar suyo por la intensidad de la mirada de aquel niño, quien al parecer no era ningún intruso cogido «in fraganti».


—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó la joven.
—Estoy vigilando —replicó Guillermo.

—Sí… Un príncipe ruso está jugando al «cricket» con esa gente y Scotland Yard me ha enviado para que le vigile.

—¿A ti? —La joven rubia estaba asombrada—. Pero ¿por qué a ti?

—Pues, verá usted —dijo Guillermo—. Pensaron que a nadie le extrañaría ver a un niño mirando un partido de «cricket», y en cambio un policía o un hombre de paisano hubiera despertado las sospechas de la gente. Claro que yo soy bastante mayor de lo que parezco. Me han conservado así en Scotland Yard para poder realizar trabajos como éste. Así que me han enviado a vigilar a este príncipe ruso para que no le ocurra nada malo.

Los ojos azules de Clarinda se habían ido abriendo más y más a medida que Guillermo hablaba. Al igual que Guillermo, era muy aficionada a lo sensacional, además de «cineasta». La situación expuesta por Guillermo no era nada comparada con las que ella se tragaba en las novelas o en el cine. Y el ceño y la mirada fija de Guillermo eran de un hipnotismo convincente.

—¿Cuál es? —exclamó Clarinda con aire soñador.

Guillermo dirigió la vista hacia el amplio campo de juego.

—Es ése… el que tira ahora.

Los dos contemplaron al inconsciente Roberto en silencio durante unos minutos.

—Pe-p-pero —tartamudeó Clarinda, sorprendida, y profundamente intrigada—, pero si yo creí que vivía en el pueblo vecino.

Guillermo lanzó una risa breve y seca.

—Oh, sí, eso es lo que «la gente cree» —dijo—. Fue salvado de la revolución cuando era niño y traído aquí en secreto y entregado a esta familia para que fingieran que era su hijo y le tuvieran escondido. Comprenda… —la voz de Guillermo se convirtió en un susurro siniestro—… Comprenda, le persiguen los bolcheviques. En primer lugar huyó con todas sus joyas, y van tras ellas. —Se animó con este tema pues acababa de ocurrírsele otra idea nueva—. ¿Ve usted a ese hombre moreno que está allí? —le señaló al joven que había acaparado toda su atención haciendo que olvidara al pobre Roberto.

—Sí —dijo ella—, es Teo Horner.

—Pues es un bolchevique. Va tras las joyas. Por eso me han enviado a proteger al príncipe ruso de ese hombre.

—Pero ¿qué podrías hacer tú? —dijo mirando su menguada figura.

Guillermo asumió una expresión misteriosa.

—Oh, tengo mis sistemas —anunció—. Tengo señales secretas. Podría hacer venir aquí a todo Scotland Yard en un instante si lanzo alguna de mis señales secretas.

Sus ojos sostenían la mirada de los de ella hasta hacer desaparecer sus últimas dudas. Después de todo, ella siempre había creído que cosas como aquélla estaban ocurriendo todos los días a su alrededor, lo único que faltaba era tropezar con ellas. En realidad la vida no era tan aburrida como parecía superficialmente. Y todas las emociones no eran exclusivas de las películas. Vaya, allí tenía una en la vida real… una emoción tan grande como cualquiera de las películas.

La situación se resolvió con toda sencillez en su imaginación con el eterno triángulo… ella en el papel de protagonista, Roberto en el de héroe, y Teo el traidor. Contempló pensativa a Roberto, quien… corrió ágilmente por el campo con sus pantalones de franela blanca, después de haber lanzado la pelota fuera del alcance de los demás jugadores.

—Debí haberlo adivinado —dijo con aire soñador—. Es un aristócrata. Aristócrata de pies a cabeza.

—No se lo dirá usted a nadie, ¿verdad? —le dijo Guillermo, preocupado—. Quiero decir que… bueno, probablemente le cogerán en seguida si supieran que alguien lo sabe.

—Claro —dijo Clarinda emocionada—. Lo comprendo perfectamente.

—Además —siseó Guillermo—, su vida correría también peligro si alguien descubriera que usted lo sabe.

Clarinda cerró los ojos en silencio embargada por la emoción. Desde la edad de diez años, cuando fue a ver la primera película, había estado deseando que alguien le dijera algo semejante.

—No tengo miedo —respondió abriendo los ojos cuanto le fue posible y procurando que su rostro ostentara su mejor sonrisa—. Nunca he sabido lo que es el miedo.

—Y sobre todo —prosiguió Guillermo—, no le descubra a él que usted lo sabe.

—¿Al príncipe?

—Sí, al príncipe. Si supiera que usted lo sabe se marcharía en seguida y ninguno de nosotros volvería a verle jamás.

—No, claro que no se lo diré —dijo adoptando una sonrisa mejor aún que la primera… y una pose que quería expresar amor naciente mezclado con el valor y desafío al miedo. Ya se veía convertida en una princesa rusa, y cubierta de joyas de valor fabuloso, y complicada en complots internacionales. Y entonces, con un «golpe» osado, que la convertiría en una de las figuras más famosas de la historia, derrotaría a los soviets y restituiría a su esposo al trono.

Cuando despertó de aquel sueño se encontró sola. El niño había desaparecido, y por lo tanto se dispuso a regresar con los demás ligeramente aturdida. ¿Había sucedido realmente? ¿O era todo un sueño? ¿Le habría estado tomando el pelo aquel pequeño? No… recordaba su rostro ansioso y su ceño decidido. No, no podía ser que le hubiera tomado el pelo. La historia parecía imposible, pero ni la mitad de imposible que las cosas que sucedieron verdaderamente en la historia y que fueron impresas en blanco y negro en los libros. Eso dejando a un lado las películas…

Roberto quedó muy sorprendido al ver que le saludaba con una radiante sonrisa al regresar del campo de «cricket». Teo tuvo la misma sorpresa al ser recibido con fría indiferencia.

—Ven a dar un paseíto conmigo —dijo a Roberto fijando en él sus ojos azules—. Se queda uno frío estando quieto.

—De mil amores —repuso Roberto.

Ella lanzó un profundo suspiro.

¡Qué finos eran sus modales, y qué principesco su comportamiento! Debía haberlo adivinado…

Roberto estaba ligeramente distraído, lo cual contribuyó en gran manera a darle un aire de misterio, que a Clarinda le resultaba muy interesante. ¿En qué estaría pensando?, se preguntó. ¿En la vida principesca de su infancia que no debía haber olvidado? ¿En los peligros entre los que ahora vivía? ¿En el gran «golpe» que había de devolverle al trono? A decir verdad, Roberto estaba pensando en la función teatral que el equipo de «cricket» iba a representar para el resto de los invitados aquel fin de semana. Uno de los cuadros era un fragmento de Hamlet, y Roberto debía ser el protagonista. Le habían señalado la escena que debía estudiar haciéndole jurar que guardaría el mayor secreto. Era cuestión de honor que el equipo de cricket de Marleigh Manor no diera la menor información de su programa antes de la representación. Se vanagloriaban de que durante todos los años que asistieron a la «Semana del Cricket» con su gran final en forma de representación teatral, jamás se había conocido el programa de antemano.

—Todos tratarán de sonsacarte —le habían advertido—, pero tú ten la boca cerrada, ocurra lo que ocurra.

Y Roberto tuvo la boca cerrada, pero no obstante sentíase intranquilo y culpable porque aquella mañana había dejado la copia de su papel en la biblioteca durante más de una hora y estaba temiendo que alguien hubiese entrado y la hubiera visto. Se apresuró a ir a buscarla en cuanto descubrió su falta, encontrándola en donde la dejara, pero… ¿Y si alguien hubiera entrado en la biblioteca durante aquel intervalo y la noticia fuera ya del dominio público? Al pensar que pudiera ser él quien hubiera roto la tradición de tantos años, la frente se le perlaba de sudor. Clarinda estaba emocionada observando aquellos signos evidentes de intranquilidad y desasosiego interior. Aquel era el aspecto de un hombre que llevaba la vida en sus manos, un hombre que estaba rodeado por todas partes por sus propios enemigos y los enemigos de su raza. Todo ello la llenaba de satisfacción. De pronto decidió hacerle saber que por lo menos tenía una amiga entre aquella red de enemigos que le rodeaba. Apoyó la mano en su brazo.

—No estés tan preocupado… Príncipe —le dijo.

Roberto enrojeció. Ella lo sabía. Sabía que iba a representar a Hamlet. Debió entrar en la biblioteca y descubrir su papel. Los otros nunca se lo perdonarían, y quedaría señalado para siempre.

—¿Lo sabes? —exclamó.

—Sí, lo sé —dijo ella dulcemente.

—No… oye, no se lo habrás dicho a nadie, ¿verdad?

—No. A nadie —le aseguró ella con una sonrisa hechicera.

Pobrecillo, qué joven parecía para llevar una vida de constante peligro mortal.

—Tú… no se lo dirás a nadie —le suplicó—. Quiero decir… bueno, si lo dices será mi «ruina».

—Lo sé —dijo ella—. Lo sé todo. Puedes confiar en mí. No se lo diré a nadie. Y no volveré a hablar de esto nunca, ni siquiera contigo.

Pero no pudo por menos de añadir.

—¿Tienes tus joyas aquí?

Casualmente el disfraz de Hamlet incluía también una gran variedad de «joyas» que habían sido adquiridas en una bisutería muy bien provista de la ciudad vecina.

—Sí —repuso Roberto inocente—. Las tengo arriba en mi habitación.

Clarinda, cerrando los ojos, exhaló un profundo suspiro. Aquello era demasiado maravilloso… como en las películas. Decidió tantear también a Teo antes de que finalizara el día. Sólo para darle a entender que estaba descubierto… pero sin decirle nada en concreto, naturalmente.

Le encontró después del té, leyendo una novela en la terraza. Al verla dejó de leer en el acto y se levantó del sillón de mimbre.

—Oye —le dijo Teo—. ¿Quieres dar un paseo conmigo?

Ella cogió su novela y abriéndola por la primera página vio escrito el nombre «Teodoro Horner».

—Quisiera saber qué dirías si te dijera que «sé» que tu nombre verdadero no es Teodoro Horner.

El joven enrojeció violentamente y apartó sus ojos de los de ella con gesto culpable. Desde el día en que fue a una escuela pública había tratado de ocultar a todos sus contemporáneos que «Teo», o sea el diminutivo por el que era conocido no era la abreviatura de Teodoro, sino de Teófilo. Impensadamente lo dijo en la escuela preparatoria, y su vida fue objeto de una persecución incesante. Allí aprendió la experiencia, y después siempre fingió que su nombre era Teodoro. Pero ahora era evidente que la joven había descubierto la verdad, y entre los invitados debía haber muchos capaces de convertir su nombre en el tema de una serie de chistes interminables. Y él era un hombre muy serio a quien le disgustaban las chanzas.

Clarinda le miraba con severidad.

—¿Y bien? —le dijo.

—No se lo digas a nadie, ¿quieres? —le suplicó.

—No —respondió ella—. Ya he prometido no hacerlo. Pero recuerda que yo lo sé… eso es todo.

Y dicho esto giró sobre sus talones abandonándole.

Pero la profunda mirada que le había dirigido con sus ojos azules antes de marcharse, acabó de esclavizarle. Ella sabía que se llamaba Teófilo, pero le había prometido no decirlo, y no era de esa clase de chicas que faltan a su palabra, de manera que todo irá bien… Era tan bonita, y parecía tenerle simpatía.

Iría a pedirle que le acompañara a dar un paseo antes de comer. Fue en su busca y la encontró jugando al tenis con Roberto. Estuvo jugando con Roberto hasta la hora de comer, y después estuvo bailando con Roberto hasta la noche, Al día siguiente ella y Roberto no se separaron ni un instante, y el asombrado Teo era tratado con desprecio cada vez que intentaba acercarse a Clarinda. No conseguía entenderlo. Había estado tan amable con él hasta descubrir que se llamaba Teófilo, y luego cambió por completo. Era injusto. Teófilo era un nombre ridículo, pero después de todo, él no tenía la culpa de que le hubieran bautizado así. Las mujeres son muy extrañas —se dijo, y no por primera vez.

Guillermo, naturalmente, anduvo por allí cerca para ver los resultados de su maniobra. Roberto se hubiera sorprendido y horrorizado de saber que sus paseos con la divina Clarinda eran observados por Guillermo desde la cuneta, o al amparo de los arbustos bajo la ventana del Manor. Guillermo cada vez se envalentonaba más en sus expediciones. Procuraba no cruzarse en el camino de Roberto, y nadie más pareció reparar en él. Una vez tropezó con el aficionado a la numismática de aspecto bonachón, cuando doblaba una esquina del invernadero.

—Por favor, señor —le dijo adoptando una de sus expresiones más estúpidas—, ¿me deja echar un vistazo al jardín? —y el aficionado a las monedas antiguas respondió dándole unas palmaditas en la cabeza.

—Desde luego, pequeño, mira todo lo que quieras.

Guillermo atesoró este permiso como algo de que echar mano en caso de necesidad.

Estaba encantado de ver a Roberto gozando del favor de la belleza rubia, pero no cabía duda de que el pretendiente rechazado no iba a conformarse fácilmente. Ya que Teófilo había pasado rápidamente del asombro al abatimiento, y del abatimiento al odio más profundo. Aquel tipo llamado Brown le había arrebatado a Clarinda en sus mismas narices alardeando de su victoria con franca alegría. Pues bien, él… Teófilo… no era de esos individuos que se someten mansamente a una cosa semejante, y ya se lo «demostraría» a ese Brown antes de acabar con él. Cada noche en sueños, aporreaba a Roberto con monótona regularidad, y cada día le seguía con un ceño feroz haciendo que incluso Roberto, animado como estaba por la afectuosidad de Clarinda, se sintiera un poco nervioso.

La propia Clarinda, que ahora vivía por completo el sueño del príncipe ruso, aceptó la actitud de Teo como cosa natural en un ruso rojo sediento de la sangre del ruso blanco… aparte de las joyas de la familia.

—¿Sabes? —dijo a Roberto—. Creo que debieras tener cuidado. Te mira como si quisiera asesinarte. ¿Dónde las guardas?

—¿El qué?

—Las joyas.

—Oh, las joyas. (Es extraordinario cómo las mujeres pasan de un tema a otro). Oh, las tengo arriba guardadas.

—Bueno, tendrás cuidado, ¿verdad?

—¡Ya lo creo! Pues claro que sí —le prometió Roberto, confundido.

Y entonces, ya sea porque el nacimiento aristócrata de Roberto pertenecía al pasado, y el posible conflicto con su enemigo al futuro, y porque, después de todo, el presente era mucho más interesante, Roberto y Clarinda comenzaron a comentar las películas que habían visto últimamente, y a hablar de las artistas de cine más admiradas por Roberto, y estaban así enfrascados en esta conversación, cuando pasó Teo dirigiendo a Roberto una mirada tan cargada de odio que Clarinda comprendió que había que hacer algo en seguida para evitar la tragedia que estaba amenazando al príncipe exilado.

Fue por pura casualidad que Clarinda tropezara con Guillermo escondido como siempre tras los arbustos en espera de una oportunidad para acercarse a la ventana y observar el progreso de la situación que él creara con tanto éxito.

—¡Oh, estás ahí! —le dijo—. Me estaba preguntando cómo podría encontrarte. Escucha, las cosas se están poniendo serias. Yo creo que debieras «hacer» algo…

—¿Qué puedo hacer yo? —dijo Guillermo desprevenido—. Yo creí que estabas en constante comunicación con Scotland Yard —exclamó Clarinda.

—Sí, lo estoy —convino Guillermo apresuradamente—. Sí… sí, claro que lo estoy.

—Supongo que podrás ponerte en contacto con ellos por radio en cualquier momento —prosiguió Clarinda, cuyos conocimientos de radio eran muy rudimentarios, y que en realidad, imaginaba que era un medio de comunicación algo místico que no necesitaba de ningún aparato.

—Oh, sí —dijo Guillermo—. Oh, sí… puedo hacerlo, desde luego.

—Bueno —continuó ella con ansiedad—. Yo creo que debes estar preparado. Quiero decir, que nunca vi nada parecido a la mirada que ese traidor le ha dirigido. Ojalá no tuviera las joyas consigo.

—Sí —convino Guillermo—. Ya le dije que era una equivocación, pero tenía miedo de dejarlas en otro sitio.

—Sí, claro, lo comprendo. Pero, bueno, creo que debes estar preparado para poder comunicar con Scotland Yard inmediatamente en caso de peligro. Comprende, tengo miedo de esta noche.

—¿Por qué? —quiso saber Guillermo—. ¿Es esta noche cuando se celebra la representación teatral?

—No, es mañana —dijo Clarinda—, y no es eso lo que me preocupa. Ni siquiera sé si el príncipe tiene algún papel. —(Le encantaba poder decir «el príncipe» con aquella naturalidad)—. Pero esta noche se celebra el baile que el equipo de «cricket» ofrece al pueblo en el cobertizo, y primero vamos a bailar nosotros un rato antes de que lleguen, y… bueno, estoy nerviosa. Creo que el bolchevique puede aprovechar la oportunidad para robar las joyas o para hacerle algo al príncipe. ¡Entre ellos existe un odio terrible!

—Oh, sí —exclamó Guillermo—, ah, sí que se odian.

—Bueno, yo creo que debes estar alerta. Escucha, ¿qué te parece si se lo contara a lady Markham y le pidiera consejo?

A Guillermo se le heló la sangre al oír aquella proposición.

—No, no —dijo con vehemencia—, eso lo estropearía todo. Rob… quiero decir el príncipe se marcharía en seguida si ella lo supiera. Quiero decir, que he jurado mantener el secreto, y si alguien descubriera que se lo he contado a usted me meterían en la cárcel para el resto de mi vida, y —buscó un panorama más horrible puesto que Clarinda parecía inconmovible ante la espantosa perspectiva de verle en la cárcel—… Y probablemente al príncipe le harían morir quemado.

Ella estremecióse.

—Tal vez tengas razón —le dijo—. Quizás será mejor que guardemos el secreto. Bueno, ¿estarás bajo la ventana de la biblioteca esta noche, a las ocho y media?

—Sí —le prometió Guillermo—. Allí estaré.

Aquella noche, en cuanto llegó a la ventana de la biblioteca, ésta le fue abierta cautelosamente por Clarinda.

—¿Estás ahí? —le susurró.

—Sí —respondió Guillermo.

—Bien, escucha. Dentro de unos instantes bajaremos al cobertizo para el baile, pero… será mejor que tú entres ahora y te escondas detrás de esas cortinas. Durante toda la cena le ha estado mirando de un modo horrible, y podemos necesitarte antes de que bajemos. Entra sigilosamente, y yo volveré en cuanto sepa cuándo nos vamos.

Guillermo penetró en la habitación yendo a esconderse tras las pesadas cortinas de terciopelo. Tras un breve intervalo, se abrió la puerta y entraron dos hombres. Atisbó con cautela desde su escondite viendo que se trataban del aficionado a las monedas antiguas de aspecto bonachón, y su joven secretario, quien llevaba un pequeño estuche.

—¿Tienes la llave? —dijo el de más edad, sin que su voz sonara con la mansedumbre acostumbrada, sino seca y apremiante.

—Sí —replicó el secretario sacando una llave de su bolsillo. Entre los dos abrieron la caja fuerte que había en la pared y sacaron varias bandejas llenas de monedas, de las que fueron escogiendo algunas y metiéndolas en el estuche. Luego el coleccionista lo introdujo en su bolsillo.

—Lo guardaré yo —exclamó—. Es más seguro.

—Ahora vámonos —dijo el otro cerrando la caja y guardándose la llave.

—No seas estúpido —replicó el coleccionista—. Yo me voy al cobertizo con los otros, y dentro de media hora tú vienes a decirme que me han enviado un recado urgente por teléfono y que debo regresar a la ciudad. Entonces nos iremos en seguida…

—De acuerdo.

Salieron. Guillermo estaba demasiado asustado por temor a ser descubierto para escuchar su conversación. Los hombres habían entrado, sacaron varias monedas de la caja fuerte, y volvieron a marcharse sin encontrarle. Ése es todo el significado que el incidente tuvo para Guillermo… ¿Dónde estaban sus sueños en los que sorprendía frecuentemente a criminales con las manos en la masa?

Al cabo de unos instantes reapareció Clarinda.

—Aún no ha pasado nada —susurró—. Ahora nos vamos al cobertizo. Tú también debes venir. Creo que hay un desván.

—Sí que lo hay —dijo Guillermo, quien conocía todos los cobertizos de varios kilómetros a la redonda—, y una escalera exterior para subir a él.

—Bueno, yo creo que debes ocultarte allí —dijo Clarinda—. Tengo el presentimiento de que esta noche va a ocurrir algo. Ahora debo marcharme… ¿«Estarás» allí, verdad?

—Sí —replicó Guillermo—. Allí estaré; puedes irte tranquila.

«Al fin y al cabo —reflexionó—, podría escapar fácilmente por la escalerilla que daba al exterior, en caso de complicarse las cosas…»

Atravesó la huerta para llegar al cobertizo y allí subió al desván por la escalerilla. Una vez arriba descorrió la puerta de la trampa y contempló la estancia decorada. Iban reuniéndose los invitados. Roberto y Clarinda, enfrascados en una conversación muy íntima, hallábanse de pie precisamente debajo de la trampa. Teo se aproximó a ellos, y sin hacer caso de Roberto, fijó sus ojos en Clarinda.

—¿Puedo bailar contigo? —le dijo.

Clarinda le miró despreciativamente de arriba a abajo.

—Esta noche tengo por completo los bailes comprometidos.

—¿Con este tipo? —rugió Teo enseñando los dientes como ha sido siempre costumbre en todos los villanos a través de los siglos.

—Eso no es de tu incumbencia —replicó Clarinda con frialdad, volviéndole la espalda.

Teo, a su vez, se volvió para marcharse tropezando deliberadamente con Roberto.

—¿Es que no puedes mirar por dónde andas? —le dijo Roberto indignado.

Como respuesta Teo le empujó otra vez. Roberto le pegó. Teo se volvió, y Clarinda lanzó un grito. Todo era alboroto y confusión. Los invitado separaron a los dos contendientes, y Clarinda se colocó en medio con ojos llameantes.

—Ya es hora de que se sepa la verdad —dijo en tono dramático, y se volvió imperiosamente hacia Roberto.

—Permítame que hable, príncipe…

Roberto la miraba asombrado. Ella señaló a Teo con dedo acusador.

—Este hombre no es Teodoro Horner.

—Cállate —musitó Teo con fiereza.

—¿Niegas acaso que utilizas un nombre falso? —prosiguió Clarinda.

—No, no lo niego —gritó Teo—, pero no veo que eso sea asunto tuyo.


—¿Niegas acaso que utilizas un nombre falso? —preguntó Clarinda.


—No, no lo niego —gritó Teo—, pero no veo que eso sea asunto tuyo.

—Bueno, te demostraré que sí lo es —replicó Clarinda, quien señalando a Roberto y volviéndose hacia la reunida concurrencia, exclamó—: Este hombre es un príncipe ruso.

Roberto tragó saliva.

—No lo soy —dijo.

—Oh, ya sé que prometí guardar el secreto —dijo ella—, pero no comprendes… que deben saberlo… ahora que ha atentado contra tu vida, cobarde y villanamente.

—Él no ha atentado contra mi vida —replicó Roberto—. Sólo me ha dado un puñetazo en la mandíbula.

—Es un príncipe ruso —continuó Clarinda señalando a Roberto—. Escapó de la revolución cuando era niño con las joyas de su familia, y este hombre —ahora señaló a Teo—, es un bolchevique que le ha perseguido incesantemente desde la cuna.

—Eso es mentira —dijo Teo.

—Acabas de admitir que utilizas un nombre falso.

—Sí, pero eso no es lo mismo que ser un bolchevique y perseguir a la gente desde sus cunas.

De pronto Sir Gerald dio un paso adelante para hacerse cargo de la situación.

—¿Cuál es su verdadero nombre? —preguntó a Teo.

Teo, avergonzado, agachó la cabeza.

—Teófilo.

—¿Horner?

—Sí.

Sir Gerald se volvió hacia Roberto.

—¿Es usted un príncipe ruso? —le dijo.

—No —replicó Roberto.

—¿Por qué le dijo a ella que lo era?

—Yo no se lo dije.

—¿Quién se lo dijo entonces?

Fue en aquel momento cuando Guillermo, que estaba peligrosamente asomado a la puerta de la trampa, absorto en la escena que se desarrollaba debajo de él, se sobresaltó al sentir correr una rata por sus piernas, y perdiendo el equilibrio cayó encima del grupo. Al levantarse, vio el rostro de su hermano Roberto petrificado por el horror.

—Él ha sido —exclamó Clarinda señalando a Guillermo—. Es un detective que está en comunicación constante con Scotland Yard, y le han enviado a vigilar al príncipe.

Sir Gerald cogió a Guillermo por una oreja.

—¿Quién te ha dado permiso para entrar aquí? —le dijo severo.

Guillermo recordó la autorización que guardaba para aquella ocasión.

—«Él» me lo dio —respondió triunfante mirando el círculo de invitados en busca del hombre de la barba blanca—. «Él» dijo que podía entrar siempre que quisiera. Ahora no le veo, pero hace un momento estaba en la biblioteca sacando monedas de la caja fuerte y guardándoselas en el bolsillo. Yo lo he presenciado.

Casi inmediatamente, el anciano de aspecto bonachón, abandonó su aire cansino, y de un salto quiso alcanzar la puerta. Sir Gerald quiso detenerle, pero se le escapó, dejando su barba patriarcal en sus manos. Teo le persiguió, y abalanzóse sobre él, recibiendo un puñetazo en un ojo que le lanzó contra el grupo de invitados. Roberto emprendió a su vez la persecución apartando a los otros, y logró agarrar al ladrón, recibiendo un golpe que le hizo tambalear, volvió a recuperarse y recibió otro puñetazo que casi le deja ciego, pero continuó la persecución, cogió al ladrón una vez más, recibiendo puñetazo tras puñetazo, hasta que al fin logró sujetarle mientras que los otros acudieron en su ayuda.

Unas horas más tarde, el baile estaba en pleno apogeo. Roberto, vendado y con un ojo a la funerala, estaba sentado junto a Clarinda.

—No sabes cuánto siento todo lo ocurrido —le estaba diciendo—. Y todo por culpa de ese diablillo. No tienes idea…

—Bueno —respondió Clarinda pensativa—, al principio sentí que no fueras príncipe, pero pensándolo bien, nuestra vida hubiera sido muy difícil. Quiero decir, que siempre hubiésemos estado rodeados de enemigos y demás. No, la verdad es que me alegro de que las cosas hayan resultado así…

Guardó silencio mirando al vacío. Al fin y al cabo, había sido igual que una película. Una película distinta de la otra, pero definitivamente cinematográfica.

—¿Comprendes? Así me has demostrado lo «valiente» que eres. Nunca olvidaré cómo atrapaste al ladrón, mientras que Teófilo… —sus labios se curvaron despectivamente—, se limitó a gemir pidiendo un filete crudo. Como si fuera bonito asistir a un baile con un filete crudo en un ojo. —Se le ocurrió una frase definitiva, y prosiguió melancólica—: Puede que no seas príncipe, Roberto, pero eres «mi» príncipe.

—¡«Ángel mío»! —respondió Roberto, satisfecho.