TRES HURRAS POR «CARAMELÍN»

—Bueno, ¿qué haremos mañana? —dijo Guillermo.

La tarde del día siguiente tenían fiesta… un oasis en el desierto de la semana escolar…

—Los Proscritos fruncieron el ceño para pensar.

—Vayamos a patinar —propuso Pelirrojo comprendiendo que no era una idea muy original.

—No podemos —replicó Guillermo—. No hay hielo.

—Tal vez hiele esta noche.

—Bueno, aunque así fuese tampoco podrías patinar. Tú no sabes patinar.

—¿Cómo sabes que no sé patinar? Nunca lo he intentado. Si lo intentase sabría patinar. Siempre empieza a anochecer antes de que alguien quiera prestarme sus patines.

—Bueno, pues sucedería otra vez, y de todas maneras no helará. Hace bastante calor.

—Entonces propón tú alguna cosa ya que no escuchas nada de lo que yo digo.

—Está bien. Vayamos a explorar.

—¿Y cómo? Si conocemos estos alrededores hasta varios «kilómetros» a la redonda.

—No, no los conocemos… realmente. Apuesto a que hay muchos bosques que desconocemos y que en ellos podemos encontrar «cualquier cosa». No me sorprendería que encontrásemos animales salvajes y caníbales que nadie ha descubierto todavía por no mirar bien.

Los Proscritos no es que lo creyeran al pie de la letra, pero la idea puso cierto aliciente en la expedición, y como ninguno tenía nada mejor que proponer, convinieron dedicar la media fiesta a la exploración concienzuda de los bosques de la localidad.

Pero en seguida de comer se presentó Pelirrojo en casa de Guillermo con expresión compungida.

—Escucha —le dijo—, la tía que está ahora pasando unos días con nosotros quiere que nos llevemos a su perro.

—Bueno, no importa —repuso Guillermo—, «Jumble» vendrá también, y será divertido llevar a otro perro.

Pero Pelirrojo no se animó.

—Pero no a «su» perro —dijo—. Su perro no es divertido. No es lo que tú llamas un «perro». Tiene un cojín para tumbarse, se pasa el día comiendo y ladra a todo el que se le acerca. Le ha llevado al veterinario y le ha dicho que necesita más ejercicio. Por eso quiere que le saquemos nosotros. Será un estorbo.

—Bueno, entonces no le llevaremos —dijo Guillermo—. Ella no puede obligarnos. No existe ninguna ley que obligue a pasear a los perros de los demás tanto si quieres como si no. Nos iremos antes de que ella se dé cuenta.

—S-sí —dijo Pelirrojo inseguro—, pero mañana regresa a su casa y por lo general acostumbra a darme cinco chelines cuando se marcha. El último día es muy importante.

Guillermo se dio cuenta de que aquello complicaba considerablemente la situación. Y comprendió también, que puesto que los Proscritos se repartían todas las propinas por igual, también debían compartir los trabajos y fatigas para ganarlas.

—Está bien —dijo—. Le llevaremos. Quizás… —trató de infundirse optimismo a sí mismo— no sea tan malo, después de todo.

—Lo será —replicó Pelirrojo, pesimista—. Tú no sabes cómo es. Se llama «Caramelín».

Esta información empañó incluso el optimismo de Guillermo, y fue un terceto muy triste el que fue a casa de Pelirrojo después de comer para recoger a Pelirrojo y Caramelín.

—Le he visto —dijo Douglas—. Está tan gordo que apenas puede ver ni andar. Se pasa el día comiendo, y cuando no come, ladra a la gente.

—Yo también le he visto —intervino Enrique—. Se le puede oír jadear a un kilómetro, y cuando tiene que andar se para a cada paso para respirar.

—Oh, bueno —dijo Guillermo con filosofía—. No se pueden esperar cinco chelines por nada.

La tía de Pelirrojo era una mujer hermosa y robusta, que tenía un ligero pero innegable parecido con su perrito. Al igual que «Caramelín», jadeaba al andar respirando trabajosamente como si siempre le faltara el aliento.

Apareció en la puerta con «Caramelín» en sus brazos. «Caramelín», que era un pomerania corpulento con una oreja blanca, y una estrella blanca también, en la frente, respiraba trabajosamente como un pequeño caballo de guerra asmático. Pelirrojo estaba tras ellos con aire abatido.

—Y ahora, niños —dijo su tía—, quiero que tengáis mucho, pero mucho cuidado con él. Acaba de comer algo ligero, sólo un poco de pollo hervido con salsa, porque no quiero que haga ejercicio después de una comida pesada. Siempre se cansa «pronto», y debéis dejarle sentarse y descansar, «siempre» que esté cansado. Y «nunca» tirarle del collar, naturalmente. En realidad le he puesto el collar de manera que no podáis hacerlo. Es de muy buena pasta, pero no hay que contrariarle. Hay que llevarle suavemente. Y ahora, niños, espero que comprendáis que es un gran honor para vosotros el que os deje a mi perrito. Y confío en que demostraréis vuestro reconocimiento haciendo todo lo que esté en vuestras manos por su felicidad y bienestar. —De pronto vio a «Jumble» detrás del grupo—. Y haced el favor de no permitir que ese horrible perrucho se acerque a él.


—Y ahora, niños —dijo su tía—, espero que comprendáis que es un gran honor para vosotros el que os deje a mi perrito.

Pero al decir eso, «Jumble» lanzó una mirada de disgusto a «Caramelín» y se alejó con aire despreciativo, sin que volvieran a verle hasta la noche. La tía de Pelirrojo pareció aliviada ante su desaparición.

—Y no hagáis correr a mi cariñín. Eso le pone nervioso. Y, desde luego, no le perdáis de vista ni un segundo. Pero estoy segura de que no lo haréis. Adiós, preciosidad. Traedlo a casa a buena hora, pequeños. Hasta lueguito.

Entregó la correa a Pelirrojo y se quedó en la puerta mirándoles hasta que se perdieron de vista. Aquella procesión lenta y pesimista daba la impresión de un duelo tras un ataúd invisible, más que de un grupo de niños con un perro. «Caramelín», aunque se movía continuamente de un lado a otro al andar, adelantaba muy poco trecho. En cuanto llegaron a la carretera se sentó, jadeando ruidosamente, dando señales de querer hacer su siesta en aquel preciso lugar. En vano le apremiaron e incluso empujaron para que siguiera adelante. Gruñó y ladró y en cuanto aflojaron la presión, volvió a asumirse en la somnolencia. Comprendían perfectamente lo que la tía de Pelirrojo había querido significar al decir que había colocado el collar de manera que no pudieran arrastrarle. Estaba tan flojo que cuando trataron de arrastrarle contra su voluntad la cabeza pasó por el hueco. Y también era imposible apretarlo más. La dueña de «Caramelín» había cuidado de ello. Al fin Guillermo guardó en su bolsillo el collar y la correa como inservibles y Pelirrojo cogió en brazos a «Caramelín» para llevarle hasta los campos. Pesaba mucho para su tamaño, y Pelirrojo se alegró de poder pasárselo al fin a Guillermo. «Caramelín» demostró su disgusto mordiendo una oreja a Guillermo y arañándole el cuello. Guillermo lo pasó a Enrique, y el perro arañó la cara de Enrique y mordió un botón de su chaqueta hasta arrancárselo. Enrique se lo ofreció a Douglas, quien lo rechazó, y «Caramelín» se hizo un ovillo sobre la hierba a sus pies y comenzó a roncar.

—Bueno —exclamó Guillermo—. ¡Bonita tarde vamos a pasar!

—Probemos así —dijo Pelirrojo empujando al perro, suave pero firmemente con la punta de su pie.

«Caramelín», despertando de su sueño, mordió salvajemente el tobillo de Pelirrojo. Todos intervinieron para ayudarle, y tuvieron que retirarse vencidos.

—Me ha atravesado el calcetín —dijo Enrique.

—Tú dijiste que tal vez encontraríamos fieras salvajes —dijo Douglas con sarcasmo—. Bueno, por lo menos hemos encontrado una.

Guillermo estaba mirando el paisaje que les rodeaba.

—Ya sé lo que podemos hacer —exclamó excitado—. Dejarle en la cantera vieja.

La cantera vieja estaba en un extremo del campo en que se hallaban, y era muy profunda, y sus paredes estaban cortadas a pico, excepto en un lugar donde una de ellas era lisa de arriba abajo. Los Proscritos solían descender por aquel punto por el simple procedimiento de deslizarse sentados… procedimiento que producía muchos estragos en las posaderas de sus pantalones. Por lo general abandonaban la cantera por medio de un árbol que crecía convenientemente en su fondo y que alcanzaba justamente el nivel del campo. Aquel lugar era uno de sus escondrijos predilectos.

—¿No comprendéis? —continuó Guillermo excitado—. Le bajaremos a la cantera, y no podrá salir, porque apenas puede andar, y mucho menos trepar, y allí dormirá tranquilamente, y nosotros podremos pasar una tarde estupenda explorando. Luego le recogeremos cuando volvamos, y ella no sabrá jamás que no ha estado con nosotros todo el tiempo. ¡Mirad! —Había visto unos sacos en el extremo del campo y fue a coger uno con un grito de triunfo—. ¡Mirad! Puede dormir encima de esto y se divertirá mucho más que si viniera a pasear con nosotros.

—Y nosotros también —dijo Pelirrojo convencido.

—Vamos. Yo le bajaré —dijo Guillermo.

Cogió a «Caramelín» debajo de un brazo y el saco debajo del otro y colocándose en aquel tobogán improvisado se lanzó al fondo de la cantera. «Caramelín», contrariado por aquel descenso tan repentino e inesperado, lanzó un ladrido agudo e indignado y mordió a Guillermo en la barbilla.

Llegaron al fondo relativamente a salvo, y Guillermo preparó en seguida un cómodo refugio para el perro. Lo encontró bajo una roca saliente, y de esta manera si lloviera «Caramelín» no se mojaría. Puso el saco en el suelo y encima al perro, que aunque se sentía inclinado a expresar su independencia gruñendo y ladrando a los tobillos de Guillermo, era evidente que aprobaba el arreglo. Se tumbó sobre el saco con un gruñido de satisfacción y en el acto comenzó a roncar pesadamente. Guillermo regresó al campo subiéndose al árbol para reunirse con sus impacientes compañeros.

—¡Troncho! —exclamó Pelirrojo, expresando el sentir general—. ¡Qué suerte habernos librado de él! Me da la impresión de que llevábamos meses y meses arrastrándole.

Douglas sentía ciertos remordimientos de conciencia, pero pronto los apaciguó.

—Al fin y al cabo —dijo—, eso es lo que hicieron los hermanos de José, y una cosa que aparece en la Biblia no puede estar mal.

Libres de la presencia de «Caramelín», los Proscritos echaron a correr hacia el bosque persiguiéndose unos a otros, con ánimo despreocupado.

Pasaron una tarde divertida. Tal vez, no les brindó todos los descubrimientos que esperaban, ya que no encontraron ninguna fiera salvaje, ni ninguna zona inexplorada, pero encendieron una hoguera, vadearon un arroyo, treparon a los árboles y fueron perseguidos por un guarda, así que en conjunto pasaron dos horas de vida intensa, en vez de la eternidad sin nombre que les prometía la compañía de «Caramelín».

Estimulados y satisfechos de su aventura, regresaron a la vieja cantera para recoger a su compañero, y allí tropezaron con la primera contrariedad. Se asomaron y contemplaron su fondo en silencio.

—Tiene que estar aquí —dijo Guillermo al fin—. «Tiene» que estar.

—Claro que tiene que estar —afirmó Pelirrojo—. Es la luz que da la impresión de que no está. Estará en la sombra… Bajaré a buscarle.

Se deslizó por la rampa de la cantera y luego fue hasta el saliente de la roca debajo de la cual podía verse el saco perfectamente. Levantó el saco y lo sacudió con cuidado como si «Caramelín» pudiera estar oculto entre sus pliegues. Luego comenzó a buscar por las rendijas de la roca gritando: «¡Eh, chucho! —e incluso se rebajó a pronunciar aquel nombre espantoso—: ¡“Caramelín”!» Pero «Caramelín» no apareció. Recorrió toda la cantera sin dejar de gritar: «¡Eh, chucho! ¡“Caramelín”! ¡Vamos! ¡Ratas! ¡Conejos! —y luego, recordando los gustos y carácter de aquel perro, cambió sus gritos por—: ¡Eh, chucho! ¡Pollo hervido con salsa!»

Pero «Caramelín» tampoco apareció y la ansiedad de los espectadores iba en aumento.

—Vamos. Bajemos todos —propuso Guillermo.

Se deslizaron por el tobogán y al llegar al fondo cayeron unos sobre otros en revuelta confusión.

—No está aquí —les dijo Pelirrojo cuando se levantaron.

Registraron todos los rincones de la cantera vieja gritando: «¡Eh, chucho! ¡“Caramelín”! ¡Pollo hervido!», en todos los tonos imaginables, de amenaza, mando y súplica, pero en vano. «Caramelín» no aparecía.

—Si hubiera muerto, hubiéramos encontrado su cadáver —dijo Pelirrojo.

—No puede haber trepado hasta el exterior —dijo Guillermo.

—Tal vez se lo hayan comido los conejos —sugirió Douglas—. No hubiera sido capaz de hacer frente a un ratón, conque mucho menos a un conejo que es más grande.

—Bueno, incluso así —objetó Enrique—, hubiéramos encontrado trozos de su piel.

—¡Troncho! —exclamó Pelirrojo con desmayo— ¡Mi tía se pondrá «furiosa»!

—Iremos a verla todos juntos —dijo Guillermo.

—Será lo mismo —dijo Pelirrojo, añadiendo con voz débil y sobrecogida por el horror que le producía aquella situación—: Troncho, ¡hará algo «terrible»!

—Tal vez lo encontremos por el camino —dijo Enrique sin gran esperanza.

Volvieron a trepar por el árbol y regresaron muy despacio, buscando por todas las cunetas y setos que encontraban. Pero ni en los setos ni en las cunetas, ni en los campos vecinos que incluyeron en su búsqueda descubrieron la jadeante figura de «Caramelín».

—Tal vez haya vuelto a casa —sugirió Douglas.

—Si lo ha hecho me ganaré una buena reprimenda —dijo Pelirrojo desalentado.

—Bueno, pues de lo contrario la regañina aún será mayor —le recordó Guillermo.

Llegaron a casa de Pelirrojo y después de asegurarse de que no había nadie en el jardín, penetraron en ella sigilosamente por una puerta lateral con la intención de parapetarse en el dormitorio de Pelirrojo y allí hacer frente al destino.

—Escuchad —dijo Guillermo en un susurro conspirador—. No hemos mirado en el invernadero ni en la carbonera. ¿Y si estuviera allí?

—¿Cómo es posible? —exclamó Pelirrojo.

—Bueno, pues podía estar. Nunca se sabe. De todas formas, voy a bajar a echar un vistazo.

—¿Suponte que te encuentras a mi tía?

—Oh, ya inventaré alguna excusa.

—Sí, y vas a meternos en otro lío peor del que nos espera.

—No puede haber otro peor que el que nos espera —replicó Guillermo sencillamente.

Descendió por la escalera posterior, atravesó el recibidor y salió al jardín, y allí, cuando se dirigía al invernadero, tropezó de frente con la tía de Pelirrojo que salía de la puerta principal de la casa, con ropa de calle.

—¡Oh, ya estáis aquí! —le dijo irritada—. ¡Cuánto habéis tardado! Yo creí que volveríais mucho más pronto. ¿Habéis llevado adentro a «Caramelín»? Ahora, escucha. Quiero que vosotros cuatro vengáis conmigo a casa del Vicario. Su esposa celebra la reunión de la Sociedad Protectora de Animales, y alguien se olvidó de enviar los avisos, así que ella ha tenido que hacerlo esta tarde, y yo le he prometido que iría con vosotros cuatro. Ya es algo tarde, y tenemos que darnos prisa. Yo estaré en el estrado, de manera que a ver si os portáis bien. Ahora ve de prisa a llevar a «Caramelín» a mi habitación… he puesto su cesto junto al fuego y ya tiene su merienda preparada, una hermosa pechuga de gallina recién asada, porque sé que tendrá apetito después de su largo paseo… y luego di a los otros que vengan «en seguida» a casa del Vicario. Espero que me alcancéis antes de que yo llegue allí.

Y echó a andar por la carretera con unos andares muy parecidos a los del propio «Caramelín».

Guillermo corrió arriba para comunicar a los Proscritos este último acontecimiento.

La Liga Protectora de Animales era una de las preferidas de la esposa del Vicario, y naturalmente, había enrolado en ella a mucha gente a la fuerza. Cada mes celebraba una reunión y entregaba una medalla a la persona que hubiera realizado un acto humanitario en favor de un animal. Como aquel mes no habían recibido aviso, los Proscritos creyeron que escaparían a la reunión. Sabían que Bertie Frank, uno de sus mayores enemigos, estaba deseando ganar una medalla. En realidad, había alardeado de que la próxima la ganaría él.

—Yo creí que íbamos a librarnos esta vez —se lamentó Pelirrojo.

—¡Bueno, por lo menos aplaza un poco la reprimenda! —exclamó Guillermo.

—Sí, pero sólo por una hora —dijo Pelirrojo con pesar—, y al final la habrá de todas maneras.

—Oh, deja de gruñir —dijo Guillermo—. Mientras puede suceder cualquier cosa. Es posible que llegue el fin del mundo.

—No, no llegará —dijo Pelirrojo con evidente pesimismo—. Yo nunca tengo suerte.

—Bueno, de todas maneras hay que darse prisa —dijo Enrique— o vendrá a buscarnos y entonces sí que habrá regañina.

Ante esta perspectiva los cuatro corrieron escaleras abajo, alisando sus revueltos cabellos, enderezando sus cuellos arrugados y estirando sus calcetines.

Alcanzaron a la tía de Pelirrojo en la misma puerta de la casa del Vicario, y al verles les miró con desaprobación.

—¡Qué sucios y desaliñados venís, niños! —les dijo—. Espero que no hayáis traído a mi «Caramelín» tan sucio y desaliñado como vosotros.

Entraron en la sala de conferencias, donde la tía de Pelirrojo les acomodó en cuatro sillas de la primera fila, y luego se subió al estrado.

La esposa del Vicario estaba ya en ella con Bertie Frank, quien tenía una expresión satisfecha, y una gran medalla prendida en la solapa de su traje Eton. Llevaba una mano exageradamente vendada.

Comenzó la sesión, pero los Proscritos, preocupados con su problema, no estaban atentos. Sin embargo, despertaron bruscamente de sus sueños. La esposa del Vicario había llevado a Bertie de la mano hasta el borde del estrado y decía:


Los Proscritos, preocupados con su problema, no estaban atentos. Sin embargo, repentinamente la esposa del Vicario condujo al sonriente Bertie hasta el borde del estrado.


—Y ahora, queridos niños —dijo—, quiero que dediquéis un aplauso al querido Bertie por haber ganado la medalla de este mes.

—Y ahora, queridos niños, quiero que dediquéis un aplauso al querido Bertie por haber ganado la medalla de este mes siendo caritativo con los animales. —Un aplauso falto de entusiasmo saludó este anuncio—. Y quiero que escuchéis con atención mientras os cuento lo que ha hecho el querido Bertie. Ya sabéis, queridos niños, que algunas personas malvadas tratan de deshacerse de sus perros para no tener que pagar la licencia. La obra de caridad que ha realizado el querido Bertie ha sido rescatar a uno de estos pobres animalitos de quien trataba de librarse su cruel amo por este sistema. El querido Bertie encontró a este pobre perrito abandonado en la cantera vieja. Ahora imaginaros los sentimientos de este pobre perrito abandonado por su amo cruel para que muriera. Pero el querido Bertie le vio, y corriendo un grave peligro bajó a rescatarle. Acabo de enterarme, porque el querido Bertie acaba de contármelo. Ha dejado al perro en la glorieta para que después podamos ir todos a verlo. Yo todavía no he podido ir, porque a causa de ese desdichado descuido de enviar los avisos, he tenido que ir de un lado a otro desde después de comer y no he tenido ni un minuto para ir a la glorieta donde está ese querido perrito. Pero Bertie me lo ha descrito tan bien que puedo hablaros de él como si le hubiese visto. Es un «querido» pomerania con una oreja blanca (la tía de Pelirrojo pegó un respingo), y una estrella blanca en el centro de la frente.

La tía de Pelirrojo dirigió una terrible mirada a los Proscritos.

—Ignoro cuánto tiempo llevaría allí ese querido perrito, pero me temo que mucho, porque el querido Bertie dice que está «terriblemente» gordo, y tal vez sepáis, queridos niños, que uno de los efectos de la inanición es la hinchazón del cuerpo. Y no quiere comer ni una galleta, dice Bertie, lo cual demuestra que debe haber estado tanto tiempo sin comer que su apetito ha desaparecido. En resumen, temo que haya sufrido muchísimo, porque está en un estado de gran nerviosidad e irritabilidad y durante el camino mordió varias veces al pobre Bertie. Así que yo creo que estaréis todos de acuerdo conmigo en que el querido Bertie se merece una medalla por su valentía y bondad para con los animales, pero no hemos de culpar a ese pobre perrito, que ha estado días o tal vez semanas, abandonado en ese espantoso lugar. ¡Condenado a morir de hambre por su propio dueño! Ahora, en cuanto termine de hablar, queridos niños, quiero que vayáis todos a la glorieta del jardín, porque allí está ese querido perrito para que lo veáis todos, y si alguno de vosotros sabe de quién es, quiero que me lo diga y yo daré parte en seguida a la Sociedad Protectora de Animales… un pobrecito pomerania castaño con una estrella blanca en la frente y una oreja blanca también, dice Bertie.

La tía de Pelirrojo iba enrojeciendo, enrojeciendo, y la mirada que dirigió a los Proscritos hubieran hecho temblar al hombre más templado. Guillermo comenzó a toser con tal violencia que las lágrimas corrieron por sus mejillas, y sin dejar de toser, se puso en pie para salir de la estancia, evidentemente con intención de que el aire fresco o un sorbo de agua, pusiera fin a su ataque de tos. Era un truco que había aprendido con tal perfección, y puesto en práctica tantas veces para capear las frecuentes crisis que se presentaban en la vida escolar, que ahora ya no le resultaba útil en la escuela, aunque sí solía emplearlo con éxito fuera de ella.

Pelirrojo le miró marchar con amargura. Claro que la culpa era suya, y no de Guillermo, y tenía pleno derecho a librarse de la regañina lo mejor que pudiera. Pero, sin embargo…

La esposa del Vicario seguía disertando sobre los supuestos sufrimientos del perro abandonado. Cuando hubo dicho todo lo que es posible decir sobre este tema, repitiéndolo varias veces, dio orden a su auditorio para que la siguiera al jardín.

—Venid de prisa, niños. Quiero que todos veáis al querido perrito a través de la ventana de la glorieta, y si alguno de vosotros sabéis quién es su cruel amo, decídmelo en seguida.

Fueron hacia la puerta. Pelirrojo sentía unos deseos locos de escapar, pero su tía, que ahora parecía estar a punto de sufrir un ataque de apoplejía, le cogió fuertemente por el cuello diciéndole muy seria:

—Tú vienes conmigo.

Salieron al jardín y atravesaron el césped. Rodearon la glorieta y pegaron sus narices contra los cristales de las ventanas, y allí, encima de una mesa situada en el centro de la glorieta, había un gran perro de felpa; no cabía duda de que era un perro de juguete, imposible de confundir con uno verdadero.

—Es de mi hermanita —gritó Enrique, excitado.

La hermanita menor de Enrique acababa de llegar en su cochecito con su niñera para recoger a Enrique y llevarle a casa para merendar, y no tardó en corroborar las palabras de su hermano, y extendiendo los brazos, exclamó:

—E’ de la nena… de la nena…

Luego empezó a chillar con furia hasta que alguien rescató al perro de juguete de la glorieta y lo puso en sus brazos. La esposa del Vicario se volvió a Bertie, que estaba pálido y tartamudeaba.

—Vaya, Bertie —le dijo irritada—, debías fijarte más en las cosas. Has traído un perro de juguete que alguien había dejado caer al fondo de la cantera. Debes ser «muy» corto de vista. ¡Y no me choca que no quisiera comer galletas! Me sorprendes. Te has puesto y me has puesto «a mí» en ridículo.

—P-p-p-pero si era un perro de verdad —tartamudeó el asombrado Bertie—. ¡Mire! —Se quitó la venda de la mano—. Aquí es donde me mordió.

—¡Tonterías! —repitió la esposa del Vicario—. Debiste engancharte en algún alambre saliente de las patas, el rabo o lo que fuera. ¡Nunca oí una cosa tan absurda! No discutas, Bertie. No quiero oír ni una palabra más sobre este asunto. Eres un niño muy tonto, y espero que nunca vuelvas a hacer una tontería semejante. ¡Creer que era un perro de verdad! Nunca oí una estupidez semejante. Devuélveme la medalla. —Y le quitó la medalla de su chaqueta.

—Y ahora, niños, haced el favor de volver a vuestras casas. Me siento muy disgustada por la estúpida equivocación de Bertie.

—Pero si era un perro de verdad —insistió Bertie de nuevo.

—Basta de excusas, Bertie —replicó la esposa del Vicario—. Has cometido una tontería imperdonable. Y dile a tu madre que te lleve al oculista cuanto antes. Debes tener algo grave en la vista. Ni siquiera yo lo hubiera confundido nunca con un perro de verdad, y eso que soy muy corta de vista. Ahora haz el favor de irte a casa en seguida, porque con todo esto me ha entrado un fuerte dolor de cabeza. Y «por favor», otra vez ten más cuidado.

Sin dejar de murmurar: «Pero si “era” un perro de verdad», el asombrado Bertie se volvió a su casa a todo correr.

Pelirrojo contempló el grupo que le rodeaba. Enfrente estaba la hermanita de Enrique en su cochecito, balbuceando excitada por haber recobrado su juguete, mientras su niñera hablaba de aquel misterio con los que estaban a su alrededor.

—Pues no sé cómo pudo caerse al fondo de la cantera. Claro que debía estar allí, puesto que allí lo encontraron, pero esta mañana la nena lo tenía en el jardín. Seguro que debe haber sido cosa del señorito Enrique.

Pelirrojo comprendió en seguida lo que debía haber ocurrido. Guillermo había salido de la sala con la excusa de su famosa tos, y fue a sacar a «Caramelín» de la glorieta. Y luego, entrando en la casa de Enrique, que estaba enfrente de la del Vicario, se apoderó del juguete que estaba en el cochecito de su hermanita, y lo puso en la glorieta en el lugar de «Caramelín», a quien llevó apresuradamente a casa Pelirrojo.

La tía de Pelirrojo había soltado a su sobrino y contemplaba asombrada el perro de juguete que la hermanita de Enrique tiraba incansable al suelo para que su paciente niñera lo recogiera una y otra vez. Era un juego del que nunca se cansaba.

—Vámonos a casa, querido —dijo la tía de Pelirrojo con voz bastante débil—. Todo esto ha sido una estupidez y una pérdida de tiempo. ¿Estás dispuesto, querido?

El tono de la tía de Pelirrojo era inusitadamente suave y dulce. El niño la acompañó a su casa y allí encontraron a Guillermo que salía por la puerta lateral con aspecto acalorado y falto de aliento; «Caramelín» no era un acompañante rápido.

—Bueno, Guillermo —le dijo la tía de Pelirrojo en su nuevo tono—, subamos a ver cómo se encuentra mi pequeño «Caramelín» después de su paseo.

La acompañaron arriba a su dormitorio, y allí, encima de la alfombra estaba «Caramelín» con su collar y engullendo pollo hervido. La tía de Pelirrojo le contempló con afecto.

—¡Mi tesoro! —dijo—. ¡Oh, mi tesorín! Estaría tan cansado después de su largo paseo que ha debido dormir la siesta y ahora se ha despertado y está merendando; ¡bendito sea! Bien, chiquitín, ¿te han llevado a dar un bonito paseo?

«Caramelín» levantó la cabeza y comenzó a ladrar elocuentemente contándole su ignominioso descenso al fondo de la cantera, y su regreso a casa con aquel niño odioso. Guillermo había deseado muchas veces que los seres humanos pudiesen entender el lenguaje de los animales, pero ahora, de repente, se alegraba de que no fuese así.

—Y ahora, niños —les dijo la tía de Pelirrojo, volviéndose hacia ellos—. Lamento haberos juzgado mal. No quiero deciros lo que sospechaba, porque estoy segura de que no me creeríais, pero era algo muy malo y me siento avergonzada de haber albergado sospechas tan injustificadas. Así, que para contrarrestar mis malos pensamientos, voy a darle a mi sobrino diez chelines, en vez de los cinco que suelo darle. Cuando sospechaba de él mentalmente hace sólo unos minutos, había decidido no darle nada, pero aquí tienes los diez chelines, querido.

Pelirrojo cogió el billete de diez chelines, le dio cortésmente las gracias y salió tranquilamente de la habitación acompañado de Guillermo. Luego anduvieron por la carretera hasta el lugar donde Enrique y Douglas les esperaban.

—Escuchad —dijo Enrique—. ¿De dónde salió el perro de la niña, dónde está el perro auténtico…? y ¿qué es lo que diantre ha sucedido?

Pelirrojo colocó el billete de diez chelines delante de sus narices.

—«Esto» es lo que ha sucedido —dijo.

Los cuatro Proscritos dieron varias volteretas en mitad de la carretera.

—¡Tres hurras por «Caramelín»! —gritaron.