GUILLERMO LIMPIA LOS BARRIOS BAJOS

Por desgracia la dama que fue al pueblo a pedir dinero para su plan de limpieza de las barracas, era extremadamente bonita. Es decir, por lo que respecta a Guillermo, de no poseer esa curiosa combinación de cabellos y ojos azules, lo más probable es que hubiera asistido a la conferencia, sin que al final tuviera la menor idea del tema que trataba. Hacía mucho tiempo que Guillermo adquirió a la perfección el arte de asistir a las conferencias sin enterarse de nada. A intervalos frecuentes visitaban la escuela diversos conferenciantes para interesar a los jóvenes sobre ideas como la Situación Política (desde un ángulo completamente imparcial), la Fabricación del Jabón (o galletas, papel secante, tejidos o aeroplanos), las Costumbres de los Pájaros, las Maravillas de las Profundidades, Coleccionismo de Flores Silvestres, y otros temas, ante los que Guillermo se hacía el sordo. Consideraba estas conferencias periódicas como oasis en el desierto de las clases, muy útiles para entregarse a la meditación de sus planes futuros, o a juegos diversos con sus vecinos de localidad.

Pero aquella mujer no era una conferenciante como las demás. Había llegado para dirigir la palabra a la Asociación Femenina sobre el Problema de la Vivienda, y la esposa del Vicario la había convencido para que se quedara a pasar la noche, y al día siguiente hablara a los niños.

—Es tan importante —dijo la esposa del Vicario con vehemencia— enseñarles a tener una conciencia social.

La conciencia social era una de las ideas más caras de la esposa del Vicario, y había organizado la Asociación Infantil con el propósito de inculcársela desde la más tierna infancia, y contaba con muchos socios entre los niños de la localidad. La esposa del Vicario era una mujer decidida… con una decisión que casi rayaba en crueldad… y por medio de una serie de visitas constantes y un infatigable chorro de elocuencia, había conseguido persuadir a la mayoría de madres de la vecindad para que inscribieran a sus hijos en la asociación. Y como la señora Brown dijo a su esposo:

—Sí, querido, sé que es ridículo… estoy completamente de acuerdo contigo… pero prefiero hacer que Guillermo se inscriba en lo que sea, que verla aquí otra vez hablándome de esto. Esta semana ya ha venido cinco veces.

No obstante, al cabo de varias reuniones, Guillermo se mostró tan rebelde, que aquel mes la propia señora Brown le acompañó hasta la puerta del Ayuntamiento por temor a que su falta de asistencia le trajera una nueva visita de la esposa del Vicario.

Guillermo entró en la sala con su entrecejo más feroz, pero cuando sus ojos se posaron en la conferenciante su ceño se disipó, y declinando la invitación del último banco para que tomara parte en un partido de fútbol «extraoficial», se dirigió a la primera fila, donde se sentó en la silla del centro sin apartar los ojos del rostro de la conferenciante. De cerca era todavía más bonita que desde la puerta… Comenzó a hablar diciendo que había demasiado gente que vivía amontonada en casas en las que apenas tenían espacio para respirar, y que todo el mundo debiera dar dinero para llevarles a casas más grandes. Aquello no era muy interesante, así que Guillermo comenzó a imaginarla prisionera de los Pieles Rojas, y que él con una sola mano se abría camino a través de cientos de ellos, para rescatarla. Luego la imaginó secuestrada por piratas, y que él, saltando desde un avión al barco, obligaba a todos los piratas a saltar por la borda… también con una sola mano… y luego navegaba con ella triunfante de regreso a casa. La imaginó en muchas otras situaciones parecidas, y cuando hubo terminado la conferencia, y él despertó de sus sueños, la oyó exhortar al público para que la ayudara en aquella buena obra con todos los medios a su alcance, y en especial llevándole todos seis peniques cada uno al día siguiente.

—Niños, mañana estaré en casa del señor Vicario, y quiero que cada uno de vosotros me traiga seis peniques. Quiero que todos me ayudéis realmente. Estoy segura de que si no los tuvierais ahora podréis ganarlos para entonces haciendo algún pequeño servicio a cualquier miembro de vuestras familias. «Os» estaré tan agradecida por los seis peniques que me llevéis —y paseó sus ojos azules por aquéllos cuya ayuda no significaba poco en su tarea.

Guillermo regresó a su casa despacio y pensativo.

No tenía los seis peniques ni veía la posibilidad inmediata de tenerlos. Su asignación semanal había sido confiscada indefinidamente por su madre para pagar una nueva gorra para la escuela. La vieja, aunque sólo tenía un mes, había quedado inservible debido a su costumbre de utilizarla como receptáculo para algas, seres acuáticos, piedras, tierra, barro y masilla.

—Está imposible —había dicho la señora Brown con energía desacostumbrada—, y tendrás que comprarte otra tú mismo. Estoy cansada de pagar una gorra nueva cada mes. No sé lo que haces con ellas.

Guillermo contestó con brío que hacía lo mismo con ellas que los demás. ¿Para qué sirve una gorra, preguntó, si no es para llevar cosas en ella? Es una tontería llevarla sólo en la cabeza. Nadie usa las gorras sólo para ponérselas en la cabeza. Probablemente se habría humedecido un poco con el agua, cuando quiso detener un arroyo con ella, pero era «su» gorra y si a él no le importaba llevarla, no veía por qué había de importarle a los demás. Pero su elocuencia se estrelló inútilmente contra la firmeza de la señora Brown. Debía tener una gorra nueva, y no recibiría ni un céntimo hasta haberla pagado del todo. Guillermo, pasando de la indignación a la depresión, expresó su deseo de que si moría antes de que la gorra nueva estuviese pagada, ella no tuviera demasiados remordimientos de conciencia. Su madre le tranquilizó a este respecto, pero su amargura se acentuó al saber el precio de la nueva gorra.

—¡Troncho! —exclamó horrorizado—. Eso significa que la estaré pagando hasta que sea viejo. Probablemente hasta que me muera. Nunca pensé que pudiera costar tantísimo dinero. Sólo es un pedazo de tela cortada en redondo. Apuesto a que yo sabría hacerla. Escucha —tuvo una nueva idea—. Dame un pedazo de ropa y me haré una.

Su madre se negó, y Guillermo, reconociendo por su tono que era inútil toda su elocuencia, resignóse a lo inevitable.

Ahora contempló su futuro sin posibilidades monetarias. Deseaba volver a ver a la conferenciante de ojos azules al día siguiente y poner a sus pies una buena contribución, para recibir a cambio aquella sonrisa que había causado tanto efecto en su persona. No obstante… Guillermo no era un niño que perdiera el tiempo en lamentaciones inútiles. Ya que no tenía ni un céntimo, debía ponerse a trabajar para ganarlo. Primero se acercó a su hermana Ethel.

—Ethel —le dijo sin rodeos—, ¿me darías seis peniques si hago algo por ti?


—Ethel —le dijo Guillermo—. ¿Me darías seis peniques si hago algo por ti?

—¿Hacer qué? —quiso saber Ethel.

—Cualquier cosa —replicó Guillermo—. Te ayudaré en lo que sea si me pagas seis peniques.

—Gracias —respondió Ethel con sarcasmo—. Ya me has ayudado otras veces. Prefiero pagarte seis peniques para que no me ayudes.

Guillermo aceptó esta oferta, viendo con disgusto que era inmediatamente retirada.

El paso siguiente fue visitar a una tía que vivía a poca distancia de su casa. No era muy generosa, pero tenía sus momentos de debilidad. La encontró trabajando en su jardín.

—He venido a ver si puedo ayudarte —anunció, adoptando una sonrisa que quería ser simpática.

—¡Qué agradable eres! —exclamó su tía, agregando solícita—: ¿No te dolerán las muelas, querido?

—No —repuso Guillermo, fríamente, y repitió—: ¿Puedo ayudarte?

—Desde luego que sí, querido —dijo su tía entregándole una azada.

—Puedes quitar todas las malas hierbas de ese parterre. Te lo agradeceré mucho.

—¿Me darás seis peniques? —preguntó Guillermo.

La tía le miró con aire severo.

—¿Seis peniques? —repitió.

—Sí —dijo Guillermo sin conmoverse—. Seis peniques.

La severidad desapareció del rostro de la tía para dar paso al asombro.

—¿Quieres decir que quieres que te «pague» por una insignificancia como esa, Guillermo? —le preguntó.

—Sí —fue la sencilla respuesta de Guillermo.

—«Claro» que no te pagaré, Guillermo —dijo su tía enojada.

Guillermo colocó de nuevo la azada en su cesta con todo cuidado.

—Adiós —dijo echando a andar por la carretera.

La forma en que su tía había recibido sus ofrecimientos de ayuda, le habían descorazonado. Era muy posible que pasase el resto del día ofreciendo sus servicios a la gente, sin que nadie apreciara su justificado valor.

De pronto vio a tres niños sentados sobre la cerca de una pequeña casita. Era una de esas casas del pueblo que durante el verano se alquilaban generalmente a artistas. La semana anterior había estado habitada por un hombre de cabellos largos y barba, y una mujer de cabellos cortos vestida con una bata. Por lo visto se habían marchado y aquéllos eran los nuevos inquilinos.

—Hola —dijo el niño mayor.

Tendría unos ocho años… edad que por lo general Guillermo desdeñaba, pero aquel niño tenía pecas y una sonrisa alegre y descarada.

Guillermo se detuvo.

—Hola —respondió—. ¿Cómo te llamas?

—Terry —repuso el niño y volviéndose hacia los otros dos continuó—: Y éstos son mellizos. Se llaman Billy y Dickie.

Billy y Dickie le sonrieron a través de los barrotes de la verja.

—Hola —dijeron.

—¿Y tú cómo te llamas? —quiso saber Terry.

—Guillermo Brown.

—¿Vives cerca de aquí?

—Sí.

Hubo un largo silencio, y al fin dijo Guillermo:

—¿Sabéis andar con las manos?

—No —dijo Terry—, pero lo hemos intentado muchas veces, ¿verdad?

—Sí —respondieron los mellizos—, vaya si lo hemos probado.

—¿Y tú sabes? —dijo Terry.

Guillermo se dispuso a demostrárselo sin el menor reparo. Y estuvo andando sobre sus manos hasta el otro lado de la carretera. Luego introdujo un dedo a cada lado de su boca y emitió un silbido que helaba la sangre. Saltó la cerca que separaba la carretera del campo contiguo, y dio una serie de volatines rápidos en un espacio de unos veinte metros. Cuando hubo terminado, estaba arrugado, cubierto de polvo, con el cuello y la corbata en el cogote, y su gorra nueva en la cuneta, pero tres partes de ojos le contemplaban desde la verja con una admiración que rayaba en idolatría.

—«¡Oye!» —exclamó Terry—. Escucha, ¿podrías enseñarnos?

Guillermo les miró apreciativamente.

—«Son muy» pequeños —dijo señalando a los mellizos—, pero tal vez pueda enseñarte a ti. Ven a probarlo.

Y Terry fue a probarlo. Era delgado y ágil, y resultó un discípulo muy aventajado. No le importaba lo sucio que se pusiera su traje o sus cabellos, ni que su corbata estuviera delante, a un lado, o detrás. En resumen, era un niño hecho a medida para el «genial» Guillermo.

—Eso está «muy» bien —dijo Guillermo al terminar—. Aprenderás muy pronto con un poco de práctica.

—Gracias —respondió Terry agradecido, y añadió—: ¿A qué te gusta jugar?

—A muchas cosas —replicó Guillermo—, pero más que nada a Pieles Rojas.

—Escucha, ¿no podríamos jugar un rato contigo a Pieles Rojas? —preguntó Terry conteniendo la respiración.

—Podemos jugar ahora —replicó Guillermo, que se había cansado ya del problema insoluble de su contribución a la limpieza de barracas, y deseaba olvidarlo por unas horas—. Si queréis podéis venir conmigo al bosque ahora, y jugaremos un rato.

—¿Podemos ir nosotros también? —suplicaron los mellizos.

—Sí —contestó Guillermo condescendiente—. Podéis venir todos.

Y condujo a la banda hasta el bosque, donde el día anterior había construido una choza con ramas. Les enseñó a hacer fuego y a guisar moras. Uno de los mellizos hacía de «squaw», y el otro, Terry y Guillermo, fueron a explorar el bosque en busca de enemigos, matando fieras salvajes para alimentarse. Terry aprendió tanto en tan poco rato que pudo adoptar el papel de jefe de una tribu hostil, y él y Guillermo se persiguieron uno al otro a través de la espesa maleza. Al fin el reloj de la iglesia dio las seis. Terry se levantó de mala gana de su escondite, mostrando un rostro resplandeciente, aunque bastante arañado.

—Escucha, será mejor que nos vayamos ahora —dijo—. Es hora de acostarnos. Muchísimas gracias por habernos dejado jugar contigo. Ha sido «estupendo».

—Está bien —exclamó Guillermo—. Habéis jugado muy bien. Os acompañaré a vuestra casa.

Caminaron por el bosque organizando próximos encuentros.

—Nos dejarás volver a jugar contigo, ¿verdad? —dijo Terry con ansiedad.

—Claro —replicó Guillermo—. Mañana jugaremos a otra cosa.

Se había alegrado de olvidar su problema durante unas horas, pero ahora, y a pesar suyo, su recuerdo volvía a atormentarle.

—¿No sabéis —dijo dirigiéndose a Terry— que algunas gentes viven amontonados en casas diminutas y que nosotros hemos de sacarlos de ellas?

—Nosotros vivimos en una así —repuso Terry—. Sólo tiene dos dormitorios, y uno es tan pequeño como un armario. Mamá duerme en ése y yo y los mellizos en el otro.

Guillermo le miró muy serio.

—Entonces es una barraca —dijo—, y hay que sacaros de ella.

—¿Sí? —dijo Terry tranquilamente.

Guillermo guardó silencio unos minutos. No tenía seis peniques y la gente no le dejaba ganarlos, pero por lo menos aquello sí podía hacerlo. Él solo, sin ayuda de nadie, podía limpiar aquella barraca que había descubierto. Sin duda alguna, si pudiera decirle a la conferenciante de ojos azules que lo había hecho, ella se alegraría mucho más que si le llevara los seis peniques.

—Escuchad —les dijo de pronto—. Venid conmigo y yo os buscaré otro sitio para vivir. En donde vivís ahora no hay bastante sitio. Tenéis que marcharos.

—Muy bien —dijo Terry confiado.

Hubiera ido a cualquier parte, y hecho lo que fuera por aquel nuevo amigo tan maravilloso que sabía andar sobre sus manos, dar volteretas, emitir silbidos ensordecedores, y que le había enseñado el juego más fascinante que había jugado en su vida.

—Muy bien. ¿A dónde iremos? ¡Mira! Ahí está nuestra madre.

Habían llegado cerca de la casita, ante cuya puerta estaba una mujer mirando a un lado y a otro de la carretera. Al verles les hizo señas con la mano para que entraran.

—¡Vamos, niños! —gritó—. ¡Ya es hora de acostarse!

Guillermo comprendió la imposibilidad de poner en práctica su plan en aquel momento, pero era demasiado fascinante para abandonarlo del todo.

—Escuchad —susurró a toda prisa—, dejad que os acueste, y luego, cuando ella esté abajo, os volvéis a vestir y venís a reuniros conmigo. Os estaré esperando en el campo… detrás del jardín posterior. No le digáis nada, y procurad que no os vea cuando bajéis, porque no lo comprendería. Entonces buscaremos algún sitio donde podáis ir. Tenéis que marcharos de aquí.

—Muy bien —dijo Terry feliz, y satisfecho porque aquel juego nuevo y maravilloso, con aquel nuevo y maravilloso amigo, iba a continuar por la noche.

—¿Podemos ir nosotros también? —suplicaron los mellizos.

—Sí —dijo Guillermo—. Venid todos. He de sacaros de esa barraca.

—¡Vamos, niños! —volvió a gritar la mujer.

Los tres niños corrieron hacia ella, y Guillermo desapareció sigilosamente.

Al cabo de media hora los tres pequeños se reunían con él en el campo detrás del jardín de la casa. Traían los rostros resplandecientes después de su baño nocturno, y sus ropas mostraban su apresuramiento al vestirse.

—No nos hemos entretenido en ponernos corbata, ni tirantes —dijo Terry—. Así está bien… ¿no? Oye… ¿a dónde vamos?

Un entrecejo de consternación reemplazó la sonrisa de bienvenida de Guillermo.

Su primer plan de llevarles a su casa tuvo que rechazarlo tras madura reflexión. No sólo estaba lleno de peligro, sino que, ¿qué ganaba con trasladar el hacinamiento de una casa a otra? Su plan siguiente de albergar a sus protegidos en el viejo cobertizo lo desechó por el mismo motivo.

—Sí, ¿a dónde vamos? —preguntaron los mellizos, ansiosamente, dispuestos a emprender cualquier aventura que les propusiera aquel ser maravilloso.

Guillermo alzó sus ojos desorientado… y su vista tropezó con las chimeneas del antiguo Ayuntamiento, que asomaban claramente por encima de las copas de los árboles.

En el antiguo Ayuntamiento no había nadie más que una guardiana. Violeta Isabel estaba interna en un colegio, y sus padres pasaban el otoño en el extranjero y en Escocia, y habían enviado a los criados a sus casas de vacaciones. El antiguo Ayuntamiento poseía más de veinte dormitorios… muchos más de los que usaban los Bott, incluso cuando estaban en casa. Allí pues, estaba la solución a su problema. La conferenciante de ojos azules había dicho que la gente debe salir de las casas pequeñas donde viven amontonados, y ser trasladada a casas mayores donde haya espacio suficiente para ellos. Llevaría a aquella pequeña «troupe» al antiguo Ayuntamiento, librándoles de la estrechez de su casa. Allí habría espacio suficiente para ellos. La señora Bott era una mujer generosa y simpática, a pesar de su falta de educación, y Guillermo estaba seguro que desearía ayudar en la empresa de limpiar las barracas. La guardiana era otra cuestión, por ser enemiga acérrima de Guillermo, y por consiguiente nuestro héroe decidió no correr el riesgo de que su plan fracasara, yendo a consultarla. Decidió dar por conseguido el permiso de la señora Bott e instalar a sus protegidos en el antiguo Ayuntamiento lo más rápido y secretamente posible.

—Venid conmigo —les dijo—. Voy a llevaros a un sitio muy bonito.

Confiados le siguieron a través de los campos hasta el antiguo Ayuntamiento, y llenos de contento consintieron en quedarse escondidos tras unos arbustos mientras él iba de reconocimiento. Guillermo se dirigió a la ventana de la cocina y atisbo cautelosamente. Por lo visto, la suerte estaba de su parte. En vez de la guardiana, allí, adormilada ante la cocina, estaba una vieja, que Guillermo reconoció como la tía de la guardiana, que iba en su lugar cuando ella iba a ver a su madre. La anciana era completamente sorda y medio ciega. Guillermo se animó. Las cosas no iban a ser tan difíciles como él había supuesto. Fue en busca de una ventana abierta, y no tardó en descubrir la de la despensa. Entró por ella, yendo de puntillas hasta la cocina, donde unos ronquidos rítmicos le aseguraron que por el momento nada tenía que temer de la tía de la guardiana. Subió al primer piso por la escalera posterior y se dispuso a explorar los dormitorios. Había muchísimos y todos lo bastante espaciosos para satisfacer a los más exigentes limpiadores de barracas, pero estaban demasiado cerca del campo operatorio de la guardiana para satisfacer del todo a Guillermo.

Encontró una escalerilla de caracol, que llevaba al piso superior, y allí descubrió las habitaciones del servicio, apartadas y menos expuestas a ser descubiertas. Escogió las tres mayores y se dispuso a prepararlas para recibir a sus protegidos. En las camas no había sábanas, pero en el descansillo encontró un armario lleno de ropa, y Guillermo entró en cada habitación con un montón de sábanas y mantas, para preparar las camas de un modo rápido y rudimentario.

Luego fue en busca de los niños encontrándoles todavía acurrucados detrás de los arbustos y muy contentos ante la perspectiva de una aventura.

—Vamos —les dijo—. Os he encontrado unos dormitorios muy bonitos.

Les ayudó a entrar por la ventana de la despensa, les hizo pasar de puntillas por delante de la puerta de la cocina, subieron por la escalera posterior y luego por la de espiral hasta llegar a los tres dormitorios.

—Ahora podéis acostaros —les anunció con orgullo.

Ellos le sonrieron.

—¿Es que estamos en tu casa? —preguntó Terry.

—S-sssí —respondió Guillermo—. En cierto modo sí.

—Eso es estupendo. ¿Y mañana podremos jugar contigo todo el día?

—Sí —dijo Guillermo—. Os vendré a buscar a primera hora de la mañana.

—Tengo hambre —dijeron los mellizos a coro.


—Ahora podéis acostaros —anunció Guillermo con orgullo.
—¡Tengo hambre! —dijeron los mellizos a coro.

—Está bien —replicó Guillermo—. Primero acostaros y yo iré abajo a ver si encuentro algo de comer.

Bajo la dirección de Guillermo se quitaron sus trajes y se acostaron con la ropa interior.

—Ahora quedaros aquí y yo iré a buscar algo de comer —dijo Guillermo.

Se deslizó por la baranda de la escalera de caracol, y estaba cruzando el descansillo para ir a la escalera posterior, cuando oyó voces en el recibidor. Se detuvo. Eran el señor y la señora Bott. Atónito, se metió dentro del armario de la ropa blanca y esperó. La voz de la señora Bott, elevada al máximo, pues se dirigía a la guardiana sorda, llegó hasta lo alto de la escalera.

—Sí, ya sé que no nos esperaban, pero el señor Bott cogió un resfriado muy fuerte, y hemos tenido muy mala travesía, y no se ha sentido con ánimos de ir a Escocia. Quiso volver a casa para descansar. Sí, ya le dije a la señora Miggs que podía ir a ver a su madre cuando quisiera. No, ya sé que no tiene usted cena para nosotros. Nos bastará con unos huevos y una taza de té, ¿no es verdad, Botty? Yo creo que el señor Bott debe acostarse en seguida. Tiene un resfriado muy fuerte que le ataca la cabeza. Suba los huevos a nuestro dormitorio. Vamos, Botty, cariño.

Subieron la escalera y entraron en su habitación.

Por desgracia el armario en el que Guillermo había buscado refugio estaba precisamente enfrente de su dormitorio, y como la señora Bott dejó la puerta entreabierta, no tenía posibilidad de escapar.

—Ahora, Botty querido, te encontrarás mejor cuando te acuestes y te hayas tomado una buena taza de té.

—No, gracias —replicó el señor Bott en tono apagado, que contrastaba con su natural alegre—. Nunca más volveré a encontrarme bien. He vuelto a casa para morir.

—Tonterías, cariño —se apresuró a responder su esposa—. Siempre te sientes así después de una mala travesía. Y, claro, encima con ese constipado, te encuentras peor que de costumbre.

—Me estoy muriendo —repitió el señor Bott en tono lúgubre.

—¡Vamos, Botty! La gente no se muere por un constipado de cabeza. Ni siquiera por una mala travesía. Te encontrarás completamente bien cuando hayas descansado un rato.

La tía de la guardiana no tardó en subir una bandeja con el té y los huevos, pero la puerta seguía entreabierta, y Guillermo no se atrevió a salir de su escondite. Consideró la posibilidad de salir osadamente y explicar a la señora Bott la obra de caridad que había emprendido, pero le faltó valor. Una cosa era dar por concedido el permiso de la señora Bott en su ausencia, y otra muy distinta enfrentarla con la situación actual. No, ahora lo único que podía hacer era aguardar, escuchar, y esperar que ocurriera lo mejor. El completo silencio que reinaba en el piso del servicio le hizo comprender que sus protegidos se habían dormido. Se oía el tintineo de la porcelana en la habitación de los señores Bott, y el rumor de sus voces. La nota de abatimiento iba desapareciendo de la voz del señor Bott.

—Sí, cariño —admitió al fin—. La verdad es que me siento un poquitín mejor.

—«Claro» que sí —dijo su esposa animada—. No me extrañaría nada que mañana por la mañana te encontraras lo bastante bien como para seguir el viaje a Escocia.

—Pues, quién sabe, si continúo así… —admitió con cautela.

—Pues claro —volvió a decir su esposa—. Te acuestas en seguida que terminemos de tomarnos esto, descansas bien toda la noche, y mañana te encontrarás tan pimpante como siempre. Eso te ha pasado otras veces.

—Pimpante no —dijo el señor Bott en tono sorprendido—. No creo que vuelva a estar pimpante en mi vida. Pero… sí, desde luego me encuentro mejor. Sí, tomaré otra taza de té y el otro huevo, si estás segura de que tú no lo quieres.

—¿No sabes lo que me han dicho en el estanco, Botty, cuando fui a poner sellos a las cartas al venir hacia aquí?

—No, cariño. ¿No te parece que podíamos tomar un poco más de pan con mantequilla? Ahora me siento con más apetito. Pimpante no —prosiguió como si le molestara aquella palabra por lo inadecuada—, pero sí tengo más apetito.

—Pues claro, querido —repuso la señora Bott—. En seguida iré a buscar más pan y mantequilla. Es inútil llamar al timbre porque ella no lo oiría. ¿Qué estaba diciendo? Oh, que en el estanco me dijeron que lady Walton está aquí. En Villa Rosa. Ya conoces a lady Walton. Has visto muchas veces su fotografía en «Crónica» y otras revistas. Tienen una casa en Londres, y otra en Surrey… las dos grandes como palacios. Y dicen que lo que ella prefiere es irse a una pequeña casa de campo con sus niños, sin ningún servicio, y guisar ella misma. Ha venido aquí mientras su esposo está cazando en Escocia. Has oído hablar de ella, ¿verdad, Botty?

—No puedo asegurarlo —replicó el señor Bott de mal talante. No compartía el apasionado interés de su esposa por la vida de sociedad, y consideraba que era demasiado pronto para dejar hablar de su dolencia.

—¡Oh, Botty! Es una de las más famosas anfitrionas en la vida social. Las fiestas que da en su casa de Surrey son los acontecimientos sociales del año. Lo he leído muy a menudo en «Crónica» y otros periódicos. Oh, Botty, si pudiera ir a un sitio así moriría feliz.

—No necesitas «preocuparte» por la muerte —replicó el señor Bott—. ¿Sabes que hoy he empapado nueve pañuelos?

—Oh, Botty, pero te encuentras mejor.

—S-ssí, lo sé. Pero no estoy pimpante.

—Iré a buscar el pan y la mantequilla.

Fue hasta la puerta del dormitorio y allí se detuvo.

Del piso de arriba había llegado hasta sus oídos el grito agudo de un niño cuando se despierta de una pesadilla.

—¡Dios Santo! —exclamó—. ¿Qué es eso?

—Yo no he oído nada —dijo su esposo—. Dile que ponga mucha mantequilla, cariño. Y si hay algo más en la despensa, súbelo también. Me encuentro mucho mejor. No estoy pimpante… pero sí mejor.

—¿Pero no has oído ese ruido, Botty?

—No. No he oído ningún ruido. Ha sido cosa de tu imaginación.

—No ha sido mi imaginación, Botty. Arriba hay alguien.

—Bueno, puede que sean pintores, o alguien a quien la señora Miggs ha dejado entrar.

—Los pintores no hacen ese ruido.

—Los pintores hacen toda clase de ruidos.

Hubo un silencio durante el cual la señora Bott hizo acopio de valor.

—Voy a subir a ver lo que ha sido, Botty —dijo al fin en tono decidido—. Voy a subir ahora y nada podrá impedírmelo.

—Verás como ha sido tu imaginación —exclamó el señor Bott—, y cuando bajes no te olvides del pan y la mantequilla, ¿quieres?

La señora Bott, armada de un atizador y una pala, se dirigió a las habitaciones del servicio.

Regresó a los pocos momentos, y Guillermo pudo ver por una rendija del armario, que estaba muy pálida.

—Botty —dijo con voz débil—, arriba hay tres niños durmiendo.

—Es imposible —repuso el señor Bott en tono firme—. Te digo que son cosas de tu imaginación, cosas irreales.

—No es posible imaginar a tres niños durmiendo —protestó la señora Bott.

—No veo por qué no —le contradijo el señor Bott.

—Pero te aseguro que son «reales» —le dijo la señora Bott desesperada—. Te digo que son «reales». ¿Quiénes pueden ser?

—Despiértales y pregúntaselo —sugirió el señor Bott.

—No «podría», Botty. Están tan dormidos que sería una «crueldad» despertarles. Además, se pondrían a llorar. Voy a bajar a preguntar a la tía de la señora Miggs quiénes son.

—Bueno, no te olvides de subir el pan y la mantequilla —le recordó su esposo.

A los pocos minutos regresó azorada y sin aliento.

—Dice que ella no sabe nada, Botty. Apenas puede creer que estén arriba.

—Ni yo tampoco —gruñó el señor Bott—. Siempre estás imaginando ladrones y cosas por el estilo.

—Tres niños durmiendo es algo distinto —replicó la señora Bott con energía—. Cualquiera puede imaginarse que hay ladrones en la casa, pero nunca oí decir que nadie se imaginara a tres niños acostados.

—Ni yo tampoco hasta que tú lo has dicho —replicó su esposo—. ¿Te acordaste del pan con mantequilla?

—No. Bajaré en seguida… Escucha, Botty, creo que ya tengo la solución. Supongo que la señora Miggs tiene aquí a los hijos de su hermana de vacaciones, mientras nosotros estamos fuera. No hay razón para que no pueda hacerlo, claro, aunque yo creo que podía habernos pedido permiso, ¿no te parece? —La perplejidad ensombreció de nuevo su frente—. Pero ella no ha estado aquí en todo el día. ¿Quién los habrá acostado? Y, de ser así, la tía de la señora Miggs debiera saberlo.

—Si vas a preguntárselo otra vez —dijo su esposo con paciencia—, acuérdate del pan con mantequilla, ¿quieres?

—Sí, ahora voy.

Se dirigió a la puerta del dormitorio, y en aquel preciso momento comenzó a sonar violentamente el timbre del teléfono situado en el recibidor.

—¿Quién será? —dijo la señora Bott—. Yo contestaré. La tía de la señora Miggs no entendería ni una palabra.

Guillermo oyó su voz en el recibidor cada vez más excitada, y luego cómo subía la escalera casi corriendo.

—Oh, Botty —exclamó—, era lady Walton. ¡Ya te dije que estaba en Villa Rosa! Acaba de llamar por teléfono. Dice que su hermano y su familia van a venir a Inglaterra el próximo año de paso para la India, y está buscando un sitio para ellos donde pasar el verano, y acaba de enterarse en el pueblo que nosotros pensamos alquilar esta casa el próximo verano mientras estemos en el extranjero, y por eso ha telefoneado, para preguntarme si podría venir a verla ahora. ¡Oh, Botty!, ¿no es «emocionante»?

—¿No te acordaste del pan con mantequilla mientras estabas abajo? —le preguntó el señor Bott.

—No, cariño, pero ahora volveré a bajar.

—Vuelvo a sentir mi estómago vacío —dijo el señor Bott en tono patético.

Cuando acababa de regresar con el pan y la mantequilla, el timbre de la puerta anunció la llegada de una visita.

—¡Oh, Botty, estoy tan «excitada»! —exclamó la señora Bott—. Figúrate lo que significa para nosotros el que nos alquile la casa una persona así. Oh, querido, ¿qué tal peinada voy? ¿Estoy bien? ¿Te parezco presentable?

Y bajó volando la escalera, y Guillermo pudo oír su voz emocionada intercalada con la de la visita, mientras recorrían la casa.

Guillermo hubiera querido aprovechar la oportunidad para escapar, mas la puerta del dormitorio seguía abierta, y el señor Bott, sentado junto al fuego con su batín y comiendo pan con mantequilla tenía una buena vista del armario donde estaba escondido.

Atisbó ansiosamente por la rendija del armario cuando la señora Bott y la visita pasaron por el descansillo. Y entonces tuvo el primer sobresalto, pues la señora a quien enseñaba la casa, no era otra que la que Guillermo viera apoyada contra la verja de la casita llamando a sus niños… aquellos niños que ahora dormían apaciblemente en el piso superior de la casa que estaba examinando.

—Lo encuentro todo muy bonito —decía—. Precisamente lo que busca mi hermano. Le escribiré en seguida.

Una vez al pie de la escalera de caracol miró hacia arriba.

—¿A dónde conduce?

De pronto toda la animación desapareció del rostro de la señora Bott. Con el nerviosismo de enseñar su casa a su distinguida visitante, había olvidado la presencia de aquellos niños misteriosos en las habitaciones del servicio. Sería espantoso tener que confesar que ignoraba, en absoluto, quiénes eran y de dónde venían.

—Con-conduce a las habitaciones del servicio —tartamudeó—. No vale la pena que subamos. La verdad, lady Walton, no vale la pena.

Mas lady Walton sintió despertar su curiosidad.

—Me gustaría verlas —dijo—. Sé que a mi cuñada le gustará conocer todos los detalles de la casa.

El color desapareció del rostro de la señora Bott. Su violencia era extrema. ¿Qué «pensaría» de ella, al ver tres niños arriba de los que nada sabía?

—No, de verdad que no vale la pena, lady Walton. De veras. Es… es… esta escalera. Es muy peligrosa.

—Pues parece muy segura. ¿Supongo que los criados bien la utilizarán?

—Sí, lo que quiero decir es que va a cansarse. Se cansa uno tanto subiendo escaleras, y ésta es «pesadísima». La verdad es que es… Oh, mire, lady Walton, ¿verdad que todavía no le he enseñado este pequeño vestidor?

Y entraron en el vestidor. El señor Bott había cerrado la puerta de su dormitorio y la costa estaba despejada. Como un relámpago, Guillermo salió del armario y desapareció por la escalera de caracol. Tenía que sacar de allí al terceto como fuese, antes de que su madre les descubriera, pero era demasiado tarde. Apenas había llegado arriba cuando lady Walton puso el pie en el primer peldaño. Sólo dirigió una mirada al vestidor, e inmediatamente regresó a la escalera misteriosa. La actitud de la señora Bott había despertado sus sospechas. Algo ocurría en el piso superior y ella estaba decidida a averiguar lo que era. La señora Bott jadeaba tras ella subiendo la escalera. Al fin y al cabo, pensaba, no tenía por qué apurarse tanto, ni decir necesariamente quiénes eran aquellos niños. Diría que eran los sobrinos de su guardiana que estaban pasando allí sus vacaciones. Y, la verdad debía ser ésta, aunque la señora Miggs debiera haberle pedido permiso.

Guillermo tuvo el tiempo justo para llegar a la habitación de Terry y esconderse debajo de la cama, antes de que ellas aparecieran en el rellano.

Primero entraron en la habitación donde dormía Dickie.

La señora Bott exhaló un profundo suspiro.

—Éste es el sobrino de mi guardiana —dijo—. Sus tres sobrinos, hijos de una hermana, están pasando aquí sus vacaciones.

Lady Walton miró todo lo que podía verse de su hijo… una cabeza despeinada y la curva de su mejilla sonrosada. Cómo se parecía a Dickie, pensó. La verdad es que si no hubiera acostado a su hijo con sus propias manos, no hubiera podido creer que no fuese Dickie.

—Se parece muchísimo a uno de mis hijos pequeños —dijo.

—¿Sí? —exclamó la señora Bott—. Son unas habitaciones muy bonitas, ¿verdad? Bueno, no hay necesidad de verlas todas. Son iguales a ésta.

—Por favor, me gustaría verlas —dijo lady Walton en tono firme.

Entraron en la habitación contigua donde dormía el otro mellizo, que también tenía el rostro hundido en la almohada, pero lo poco que se veía de él era tan parecidísimo a su Billy que lady Walton contuvo la respiración.

—¿Es otro de los sobrinos de su guardiana? —dijo.

—Sí —replicó la señora Bott.

—Gemelos, supongo.

—Pues… sí —fue la respuesta de la señora Bott, que se apresuró a añadir—: Bueno, no es necesario que veamos el otro dormitorio, es exacto que éste y…

—Quisiera verlo, por favor —volvió a decir lady Walton.

La señora Bott abrió la puerta y entraron las dos. Lady Walton miró fijamente a Terry que también tenía su cara pecosa hundida entre las sábanas. Claro, que era posible que aquella mujer, la hermana de la guardiana tuviera tres niños que se parecieran extraordinariamente a Terry y a los mellizos, pero la coincidencia no podía extenderse a los arañazos que adornaban las suaves mejillas pecosas de Terry. Sólo hacía una hora que ella, acariciando aquellos arañazos, había dicho:

—Querido, ¿«dónde» te has arañado de esta manera?

Y él le había contestado:

—Jugando a Pieles Rojas.

De pronto Terry abrió los ojos, le sonrió murmurando: «Hola, mamá», y dando media vuelta se quedó otra vez dormido.

El cerebro de lady Walton trabajaba activamente. En seguida comprendió lo que ocurría. Desde el primer momento pensó que algo ocurría en aquella casa sin servicio, cuya falta había excusado vagamente la dueña diciendo que habían regresado a casa de improviso porque su esposo había pillado un resfriado de cabeza. Era curioso que el Destino la hubiera conducido hasta la guarida de la banda que había raptado a sus propios hijos. Claro que pensándolo bien, sus hijos eran buena caza para los raptores. Su esposo era un importante miembro de la Cámara, y su padre un millonario mundialmente famoso. Aquella gente debió trazar sus planes meses atrás, en cuando ella alquiló la casita. Probablemente habrían tomado aquella casa con aquel propósito. Pero no contaron con que ella iría a visitar la casa. No era de extrañar que aquella mujer hubiera tratado de impedirle que subiera.

Se volvió a la señora Bott, cuyos ojos estaban a punto de saltarse de sus órbitas, tal era su espanto y estupefacción.

—Señora Bott, o como se llame realmente, ¿por qué me dijo que estos niños eran sobrinos de su guardiana? Usted sabe perfectamente que son mis hijos —exclamó con voz clara.

El terror y el asombro habían privado a la señora Bott del uso de la palabra. Abrió la boca volviéndola a cerrar en silencio como un pez agonizante.

—No pienso apelar a su compasión ni a su honor —prosiguió lady Walton con calma—, porque una mujer… o mejor dicho un ser con forma de mujer… capaz de descender hasta el espantoso delito de secuestrar niños no puede conocer el significado de lo uno ni de lo otro. Pero voy a decirle lo que haré. Voy a atarla y a encerrarla en esta habitación… soy más fuerte de lo que parezco, y estoy en buenas condiciones… luego vestiré a mis hijos y me los llevaré. Y le advierto que lo primero que haré al salir de esta casa es ponerme en comunicación con Scotland Yard, y no descansaré, ni mi esposo tampoco, hasta que la dejemos, a usted y a su banda, en manos de la justicia. Y si ahora intenta poner sobre aviso a su banda, le advierto que será peor para usted…

—¡No! —gritó la señora Bott desesperada—. ¡No, no, «no»! Yo no he sido. Le juro que yo no he sido.

Y a continuación se dejó caer en la silla más próxima, víctima de un ataque de histerismo.

Lady Walton sorprendió un movimiento debajo de la cama y agachándose sacó de allí a Guillermo.

—Otra de sus víctimas —dijo severamente a la sollozante señora Bott—. ¿Cuántos niños más tiene encerrados aquí, mujer sin corazón?

Puso su mano tiernamente encima de la cabeza de Guillermo.

—¿De dónde te ha raptado a ti, mi pobre niño?

Terry, a quien los sollozos de la señora Bott habían despertado, se sentó en la cama y sonrió a Guillermo.

—Es Guillermo —dijo a su madre—. Es el niño que nos trajo aquí.

Lady Walton volvióse a la dueña de la casa.

—Entonces, debe ser su hijo, supongo… —dijo en tono frío.

—¡No, «no»! —exclamó la señora Bott entre sollozos.


—¿De dónde te ha raptado a ti, mi pobre niño? —le preguntó lady Walton a Guillermo.


—Yo no sé nada —sollozó la señora Bott.

—¿Entonces por qué les trajiste aquí? —dijo lady Walton a Guillermo—. ¿Es que te obligó esta mujer?

—No —admitió Guillermo—. No, ella no me obligó exactamente.

—¿Entonces por qué les trajiste aquí?

Guillermo tomó aliento. Había llegado el momento de las explicaciones, y no podía posponerlo ni evadirlo.

—Pues —comentó a decir despacio—, en realidad no tiene nada que ver con ella. Si me escucha se lo explicaré todo. —La señora Bott cesó de llorar para escuchar—. Verá usted, les traje aquí porque estaba limpiando barracas.

—¿Que estabas «qué»? —exclamó lady Walton.

—Limpiando barracas —repitió claramente—. Tenía que limpiar barracas y casualmente empecé por ellos, eso es todo.

Poco a poco la historia salió a la luz, y la seriedad del rostro de lady Walton fue desapareciendo para dar paso al regocijo. Los sollozos histéricos de la señora Bott fueron cesando espasmódicamente.

Yo no sabía nada de estos niños —le aseguró a lady Walton—. Ni siquiera de dónde venían, y no quise despertarles, y entonces llegó usted y no quise decirle que ignoraba quiénes eran, y… Oh, Dios mío —se volvió a Guillermo—. El culpable es este niño «malo».

Lady Walton se sentó encima de la cama de Terry riendo a más y mejor.

—Cuando pienso las cosas que la he llamado —dijo a la señora Bott—. ¿Me perdonará «alguna vez»?

Antes de que la señora Bott pudiera contestar, Billy se despertó en la habitación contigua, y al verse en un lugar extraño, comenzó a llorar. Sus lloros despertaron a Dickie, que también empezó a llorar. Lady Walton y la señora Bott fueron a consolarles y a vestirles, seguidas de Guillermo que no cesaba de excusarse por su conducta.

—Bueno, ¿cómo iba a saberlo? —preguntó—. Dijeron que vivían amontonados en una casita muy pequeña y «ella» había dicho que a la gente que vivía así había que sacarla de sus casas.

Al fin los tres niños estuvieron vestidos y dispuestos a acompañar a su madre de regreso a su casa. Lady Walton, de vez en cuando, no podía contener la risa.

—Jamás me había ocurrido nada tan divertido —dijo—. Mi esposo no cesará de tomarme el pelo por esto. ¿Y mañana se van ustedes a Escocia, señora Bott?

—Sí —dijo la señora Bott—. Mi esposo se encuentra mucho mejor.

—Pero tenemos que volvernos a ver para reírnos de todo esto —prosiguió lady Walton—. El mes que viene vamos a dar una pequeña fiesta en nuestra casa de Surrey. ¿No le gustaría asistir?

Una sonrisa seráfica iluminó el rostro de la señora Bott.

—Oh, me «encantaría» —dijo—. No sabe usted cuánto me gustaría.

—¡Bien! Cuando vuelva a la ciudad le enviaré más detalles. Probablemente será la segunda semana. Y ahora debo llevar a la cama a estos pobrecitos que se están cayendo de sueño.

La señora Bott bajó para acompañarles hasta la puerta de la calle. Al volverse, tropezó con Guillermo, quien intentaba marcharse furtivamente tras ellos.

—Vamos, Guillermo —le dijo—. Supongo que estarás avergonzado de ti mismo.

Trató de hablar con severidad, pero la sonrisa seráfica seguía bailando en sus labios. Una fiesta en casa de lady Walton. Tal vez incluso se viera retratada en uno de esos grupos de «Crónica». Bueno, después de aquello, sería «alguien» para el resto de su vida…

—¿Cómo iba yo a «saberlo»? —preguntó Guillermo por centésima vez.

La señora Bott le miró. Pensándolo bien, debía reconocer que se lo debía a Guillermo. De no haber sido por él jamás hubiera sido invitada a una fiesta de lady Walton. Sacó un chelín de su bolso y lo puso en su mano.

—No te lo mereces después de lo mal que te has portado, Guillermo, pero…

—Oh, «gracias» —exclamó Guillermo.

Caminó alegremente hacia el pueblo apretando fuertemente el chelín en su mano. Después de todo había decidido no entregarlo para la limpieza de barracas. Ahora ya no sentía la misma simpatía por los fines de aquella organización, que horas antes. Además, el recuerdo de los ojos azules de la conferenciante se iba desvaneciendo lentamente. Recordaba haber visto una pistola de agua de una clase superior… que costaba un chelín… en el escaparate del bazar del pueblo, y que había contemplado como quien contempla lo inaccesible. Pero ya no lo era para él, y apresuró el paso en dirección al bazar.