GUILLERMO Y EL VERDADERO LAURENCE
Guillermo caminaba con donaire por la carretera de Hadley. La acostumbrada feria navideña había visitado la ciudad, y nuestro héroe acababa de pasar una tarde maravillosa montando en el tiovivo y en las barcas voladoras, deslizándose por los toboganes, subiendo y bajando por las Montañas Rusas, comiendo pasta de caramelo barata nauseabunda y elástica como si fuera chicle, intentando inútilmente derribar cocos y unos muñecos. Estaba despeinado y sin un céntimo, pero era plenamente feliz. Aún conservaba aquella agradable sensación interna mezcla de todas las emociones experimentadas en los tiovivos, barcas voladoras, toboganes y Montañas Rusas. En su bolsillo había un paquete de caramelos elásticos sin abrir. Llevaba un coco que le había regalado un hombre que lo derribó de un solo disparo. En resumen era todo lo feliz que puede ser un niño, e iba soñando despierto que el Parlamento había decretado que todos los niños debían ir a la feria en vez de ir al colegio, cuando tropezó con otro niño que estaba al final de la carretera mirando ansiosamente en dirección a la feria.
—Oye —le dijo—, ¿allí hay una feria?
—«See» —repuso Guillermo con la boca llena de caramelo elástico.
—¿Vienes de allí?
—«See».
—¿Cuánto va a durar?
—Hoy es el último día.
El niño miraba a Guillermo preocupado. Poco a poco parte de su abatimiento desapareció para dar paso a una nueva animación que puso luz en su mirada a medida que una idea iba tomando forma en su cerebro.
—¿A dónde vas? —fue su pregunta inmediata.
—A casa a merendar —replicó Guillermo.
—¿Qué te van a dar para merendar?
Sin saber por qué a Guillermo no le molestó aquel interrogatorio. La luz que brillaba en los ojos de aquel muchacho había despertado su curiosidad comunicándole parte de su excitación.
—Pues pan con mermelada —dijo—, y un pedazo de pastel si tengo suerte.
—¿No te gustaría una buena merienda… con montones de pasteles helados, galletas de chocolate, jalea y cosas así?
—Pues claro —dijo Guillermo.
—Bueno, pues escucha. —El niño dirigió una mirada conspiradora a su alrededor y su voz se convirtió en un susurro—. ¿Quieres que te diga cómo conseguirla?
—Pues claro —volvió a decir Guillermo.
—Verás, ocurre lo siguiente —comenzó a decir el niño despacito—. Acabo de llegar en el tren de Allington para merendar con mi abuela, que ha venido a vivir a Hadley. Bien, yo estoy rabiando por ir a esa feria. Siempre me ha gustado más que nada en el mundo. Tú ya has estado en la feria, y ahora te vas a casa a merendar, de manera que si fueses a merendar a casa de mi abuela en mi lugar, yo podría ir a la feria y pasarlo bien.
—Pero ella verá que no soy tú —objetó Guillermo.
—No. No me ha visto desde que era de meses. He estado varios años fuera de Inglaterra. Vamos —agregó en tono persuasivo—, sé bueno. Te dará una merienda estupenda.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Guillermo—. Puede que sólo me diera pan con mermelada y un minúsculo pedazo de pastel como en mi casa.
—No. Mi madre dice que siempre que tiene niños a merendar les da unas meriendas «fantásticas». Jalea, crema, galletas de chocolate y pasteles helados —repitió arrastrando las palabras para que resultaran más tentadoras.
A Guillermo se le hizo la boca agua al oír mencionar aquellas exquisiteces, pero, a pesar de desearlas ardientemente, no dejaba de ver las dificultades de aquella situación.
—Pero, escucha —le dijo—, ella me preguntará por tu familia y cosas por el estilo, y yo responderé mal y descubrirá que la hemos engañado y se pondrá furiosa.
—No, todo saldrá bien —le aseguró el niño—. Sinceramente te lo digo. Llevo una carta para ella de mi madre contándole todas las noticias de la familia que ella puede preguntar, así que no tendrá necesidad de preguntarte nada.
Guillermo consideró la situación en silencio. Parecía bastante sencilla, pero sabía por experiencia que hay que desconfiar de las situaciones aparentemente sencillas.
La música que llegaba hasta ellos procedente de la feria se hizo más fuerte y sugestiva, y el niño miraba con anhelo la carretera que llevaba en aquella dirección.
—Sé bueno —volvió a suplicar en tono apremiante—. Si no voy me ganaría una buena reprimenda, pero tú eres de mi misma edad y estatura, y ella no sabrá nunca que no era yo. Comprende, sólo ha venido a pasar una temporada en Inglaterra y no tendrá tiempo de ver más que una vez a la gente, así que no es probable que vuelva a verme. De todas maneras, si llegara a verme sería yo y no tú quien se llevaría la riña, y no me importa correr ese riesgo. Vamos. Sé bueno —volvió a decirle—. Es posible que te dé propina. Si lo hace puedes quedarte con ella. A mí me darán mucho dinero el día de Navidad. Vamos. Yo haré lo mismo por ti cuando te haga falta.
—No es probable que te lo pida —dijo Guillermo—. Mi abuela me conoce muy bien, y además da unas meriendas «miserables».
Pero comenzaba a flaquear, influenciado más por la aventura que representaba aquella situación, que por el afán de la merienda y la propina.
—De acuerdo —dijo al fin—. Dime dónde vive e iré.
El niño lanzó un grito de alegría, sacó una carta de su bolsillo y tras entregársela a Guillermo, echó a correr por la carretera en dirección a la feria.
—¡Eh! —le gritó Guillermo—. No sé cómo te llamas.
La brisa le devolvió lejano un nombre que sonaba así como «Laurence Redwood», pero el niño ya estaba lejos de su vista y corría hacia la feria como una flecha hacia el blanco.
Guillermo permaneció inmóvil mirando la carta que tenía en la mano, abrumado repentinamente por la magnitud de la aventura que acababa de emprender.
—¡Eh! —volvió a gritar corriendo por la carretera en dirección a la feria con intención de decir a aquel niño que había cambiado de parecer, pero el muchacho había entrado ya en la feria y fue engullido por la masa de público, y al cabo de unos instantes le vio tomar asiento en una barca voladora.
Lentamente Guillermo emprendió el camino de regreso hacia Hadley examinando la carta. Iba dirigida a la señora Maddox, Villa Montaña, Carretera del Este, Hadley. Aquel extraño nombre, Maddox, parecía un mal presagio, y Guillermo sintió el impulso de romper la carta y volver a su casa para merendar, como si nunca hubiera encontrado a aquel niño. Pero se daba cuenta de que estaba comprometido y no podía abandonar la empresa en justicia. Además, que si era verdad lo que el niño le contara de la hospitalidad de su abuela, la situación tendría sus compensaciones.
Se subió los calcetines, limpió sus zapatos con la hierba de la cuneta, enjugó su rostro con su mugriento pañuelo, y luego de alisarse los cabellos, escondió el coco en el lugar preciso donde luego pudiera encontrarlo y, echó a andar hacia la Carretera del Este.
Villa Montaña estaba en una esquina de la calle… era una casa pequeña, cuadrada y cómoda, con la puerta verde y unas cortinas de encaje blanco en las ventanas. Guillermo estuvo unos minutos ante la cerca reuniendo valor, y luego, aspirando el aire con fuerza, se dirigió a la puerta principal y llamó al timbre. Le abrió la puerta una mujer, que sin duda alguna era la propia señora Maddox, quien contradiciendo su extraño nombre parecía muy agradable y maternal.
—Eres Laurence, ¿verdad? —le saludó con una sonrisa afable—. Pasa, querido. Cuánto me alegra verte después de tantos años.
Guillermo entró, y el corazón le dio un vuelco cuando la puerta se hubo cerrado tras él. Ahora era ya demasiado tarde para escapar ocurriera lo que ocurriese. Sin embargo, la señora Maddox seguía sonriéndole con la cabeza ladeada.
—La última vez que te vi tenías dos meses, cariño. Y creo que aún puedo ver el parecido. Creo que te hubiera reconocido en seguida. ¿Y tú, Carlos?
Era evidente que también había un señor Maddox. Un hombrecillo de cabellos blancos había salido al recibidor y contemplaba a Guillermo con interés y afecto. También él parecía un señor muy amable y simpático.
—Es Laurence, querido —dijo la señora Maddox—. Ya sabes, mi ahijado y mi nieto. Le vimos cuando era un bebé. Le estaba diciendo que le hubiera reconocido, aunque ahora es ya un niño muy mayor.
—¿Cómo estás, muchacho? —le dijo el señor Maddox—. Me alegra mucho verte. ¿Has venido en tren?
—No —repuso Guillermo apresurándose a rectificar—. Sí.
—Y me trae una carta muy larga de su madre —prosiguió la señora Maddox—, así que vamos a sentarnos al salón para leerla. Estoy segura de que Laurence está cansado de su viaje.
Guillermo les acompañó al salón y fijó en ellos su mirada pétrea mientras leía la carta, preparándose para responder lo mejor posible a cualquier pregunta que pudieran hacerle. Pero cuando llegaron las preguntas fueron completamente inofensivas.
—¿Así que la pequeña Lucy está mejor, eh? —dijo la señora Maddox.
—Oh, sí —convino Guillermo—. Está mejor.
—Y ya veo lo bien que se porta Jack en el colegio.
—Sí —replicó Guillermo—. Muy bien. Sí, estamos muy contentos.
—¡Qué lástima lo del accidente de Nunky!
—Sí —dijo Guillermo vagamente—. Sí, eso fue una verdadera lástima.
—Estoy segura de que le echaréis mucho de menos.
—Oh, sí —contestó Guillermo deseando haber preguntado al verdadero Laurence muchas más cosas de su familia—. Sí, le echamos de menos. Todos le echamos muchísimo de menos.
—Pero era muy viejo, ¿verdad?
—Oh, sí —dijo Guillermo y estaba a punto de añadir: «unos noventa años», cuando la señora Maddox prosiguió:
—Más de trece años, dice tu madre, y claro, cuando un perro es tan viejo no puede sortear bien el tráfico.
—No —dijo Guillermo aliviado al ver que no se había comprometido diciendo la edad de Nunky, que al parecer era el perro, y no el tío de la familia como supusiera al principio—. No, no pueden hacerlo con seguridad.
—Siento que tu madre no haya estado muy bien. ¿Qué aspecto tenía hoy cuando la dejaste?
Guillermo reflexionó unos instantes, y luego respondió precavido:
—Pues, en ciertos aspectos parecía mejor, y en otros peor.
Temía haber contestado con demasiada ambigüedad, pero al parecer no fue así. La señora Maddox limitóse a suspirar y a decir:
—Sí, se sufren tantos altibajos.
—¿Tu padre está bien? —preguntó el señor Maddox.
Guillermo decidió conservar su tono ambiguo que tan bien le estaba resultando.
—En cierto modo sí —repuso—, y en otro no. Él también tiene altibajos.
—Claro —respondió la señora Maddox con un suspiro—. Ya no somos jóvenes ninguno de nosotros. ¿Y cómo van a llamar al recién nacido? —prosiguió.
Guillermo buscaba desesperadamente una respuesta que no le comprometiera cuando intervino el señor Maddox.
—Bueno, estoy seguro de que Laurence no quiere pasarse la tarde ahí sentado hablándonos de su familia —dijo de corazón—. Vamos a merendar, muchacho.
Guillermo se levantó con presteza y siguió a sus anfitriones hasta el comedor, donde habían preparado un festín que superaba la descripción de Laurence. Había macedonia de frutas, nata, jalea, buñuelos, así como pastel helado y galletas de chocolate.
—¿Ves? No he olvidado lo que les gusta a los niños —sonrió la señora Maddox—. Y ahora cuanto más comas más contenta estaré, así que ya puedes empezar en seguida.
Guillermo aceptó prontamente su permiso. Desde luego era una merienda de las que se ven pocas veces. Sus anfitriones le contemplaban con evidente satisfacción.
—Bien, celebro ver que has recuperado el apetito, Laurence —le dijo la señora Maddox—. Tu madre dice en su carta que desde que tuviste la gripe comías muy poco, así que ya empezaba a temer que todos mis trabajos para prepararte esta merienda iban a malgastarse.
—Oh, no —explicó Guillermo como pudo con la boca llena de buñuelo—. Oh, no, ya he recuperado el apetito. Sentí que lo iba recuperando en el tren mientras venía.
—Oh, no —replicó Guillermo—. Ya he recuperado el apetito.
—Eso es bueno —dijo la señora Maddox.
—¿Te gusta el colegio, Laurence? —le preguntó el señor Maddox.
—Sí —dijo Guillermo considerando que era la respuesta más segura.
—¿En qué fecha tuvo lugar la batalla de Waterloo? —le preguntó el señor Maddox.
Daba la casualidad que la insistencia de Guillermo en negarse a recordar la fecha de la batalla de Waterloo había atacado los nervios del profesor de historia, y Guillermo había pasado la última tarde festiva del curso de otoño escribiéndola doscientas veces.
—En mil ochocientos quince —replicó sin vacilar.
—¡Bravo! —exclamó el señor Maddox satisfecho ante esta prueba de aprovechamiento—. ¡Bravo! Me gusta ver a un niño que aproveche la educación que pagan sus padres.
Todo iba saliendo muchísimo mejor de lo que Guillermo esperaba. Incluso comenzó a soñar en una propina considerable. Después de merendar regresaron al salón, y el señor Maddox enseñó a Guillermo su colección de flores silvestres. A Guillermo no le interesaban las flores silvestres, pero disimuló haciendo preguntas que consideró inteligentes para alargar su visita hasta las cinco y media, hora en que pensaba decir que su madre le había dicho que regresara a su casa. El señor Maddox llevado de su entusiasmo, estuvo hablándole de los cálices, las corolas, estambres y pistilos, mientras la señora Maddox le escuchaba tejiendo junto al fuego. Guillermo miraba el reloj furtivamente. Sólo faltaban diez minutos… y entonces podría despedirse. Una aventura que vista de lejos parecía tan complicada, había resultado más simple que ninguna. Guillermo comenzaba a atribuirlo a su propia inteligencia, y a imaginarse que la refería a sus amigos con gran exageración, cuando al mirar por la ventana la sangre se le heló en las venas. La señorita Milton, una amiga de su madre que conocía a Guillermo desde que nació, avanzaba por el jardín en dirección a la puerta principal. Guillermo se detuvo en mitad de una pregunta inteligente y sus ojos se abrieron desorbitadamente.
—Yo… yo… tengo que marcharme ya —tartamudeó—. Tengo que coger el tren, ahora mismo.
Pero era demasiado tarde. La doncella ya había abierto la puerta y la señorita Milton entró en la habitación.
Estrechó la mano de la dueña de la casa explicando que ella tenía una prima, quien a su vez tenía otra prima cuya amiga conocía a una amiga de la señora Maddox, quien al saber que la señora Maddox había ido a Hadley, le había pedido que fuera a verla. Luego dirigió una fría mirada a Guillermo, puesto que sus relaciones no eran amistosas… y dijo:
—Vaya, Guillermo, no esperaba encontrarte aquí.
Guillermo se había quedado sin habla y sin movimiento, pero la señora Maddox dijo:
—Éste es mi ahijado Laurence Redwood, que acaba de venir de Allington para merendar conmigo.
La señorita Milton miró a Guillermo con sorpresa e indignación. Guillermo ya había recobrado sus facultades y sostuvo su mirada con rostro inexpresivo.
—Pero… —comenzó a decir la señorita Milton, pero luego la duda la hizo detenerse—, pero si podría jurar… ¿Cómo ha dicho que se llama?
—Laurence Redwood.
—¿Y es ahijado suyo?
—Sí.
La duda aumentó. Hubiera podido jurar que era Guillermo Brown, pero, después de todo, aquella mujer bien debía conocer a su propio ahijado. En «La Antorcha», periódico que la señorita Milton leía cada mañana, se estaba publicando una serie de artículos sobre el tema de los «dobles» por el cual ella se interesaba mucho. Las lectoras enviaban cartas que hablaban de casos de parecido sorprendente. Volvió a mirar a Guillermo y sus dudas se disiparon. No era «posible» confundirle. Le veía a diario. «Era» Guillermo Brown. Seguramente estaría haciendo de las suyas, como siempre. Dirigió hacia él su mirada indignada, acusadora, pero él la sostuvo sin pestañear. En su mirada estática no había la menor señal de reconocimiento. La duda volvió de nuevo. Aquella mujer era sin duda alguna, sincera al presentarle como su ahijado. Y después de todo, ella debía conocer a su propio ahijado. Debía tratarse de un caso de parecido extraordinario. Eran iguales como dos gotas de agua. Qué extraordinario, aunque no más que los casos que citaban los corresponsales de «La Antorcha». La última sombra de duda se desvaneció. Escribiría a «La Antorcha» describiendo el caso. Debía obtener fotografías de los dos niños y enviarlas.
—¿No saben? —exclamó excitada—. Conozco a un niño que es una «copia» exacta de su ahijado. Se llama Guillermo Brown. —Se volvió a Guillermo—. ¿Quizás es pariente tuyo?
Guillermo, que estaba ya repuesto del susto, meneó la cabeza.
—No —dijo—. Nunca oí hablar de él.
—Conozco a un niño que es una copia exacta de su ahijado.
—Nunca oí hablar de él —dijo Guillermo.
—Pero es sencillamente «extraordinario» —dijo la señorita Milton mientras crecía su entusiasmo—. Tengo… tengo que traerle a ese niño para que pueda ver cómo se parecen. Es… casi increíble. Iré ahora mismo a buscarle. Vive muy cerca de mi casa. «Tienen» que ver a los dos niños juntos. Es verdaderamente un fenómeno.
Estrechó la mano de los sorprendidos esposos Maddox asegurándoles que volvería en seguida con Guillermo Brown para que pudieran juzgar personalmente el sorprendente parecido que había entre él y Laurence, y se marchó.
—Tengo que irme ya —dijo Guillermo con voz ronca en cuanto hubo desaparecido—. Mamá ha dicho que regresara a las cinco y media. Muchísimas gracias por todo, pero tengo que irme ya. En seguida.
Pero en aquel momento sonó el timbre del teléfono y la señora Maddox fue a descolgarlo.
—Era tu madre, querido —dijo cuando regresó—. Me ha llamado para decirme que Sybil tiene la escarlatina.
—¿Sybil? —repitió Guillermo sin saber a quién se refería.
—Sí. Es la hermana que vino después que tú, ¿verdad?
—Sí —repuso Guillermo con una sonrisa feliz—. Oh, sí.
—Así que tienes que guardar cuarentena. Sybil se puso mala esta tarde, dice tu madre, y mandaron llamar al doctor, y dice que tú, naturalmente, tienes que guardar cuarentena. Así que dice que puedes quedarte aquí con nosotros, porque tu madre ya tendrá bastante trabajo con Sybil, los otros y el bebé. Así tendrá uno menos de quien preocuparse, ¿no te parece?
Guillermo tenía los ojos desorbitados por el espanto.
—Sí —dijo con voz débil—, sí, claro. Sí.
—Así que yo le dije que habíamos decidido quedarnos aquí mientras sigamos en Inglaterra puesto que nos gusta este rincón de mundo, y que tú puedes quedarte tranquilamente con nosotros hasta que pase la cuarentena. Mañana te enviará tus cosas. Y sabes una cosa, yo creo que lo mejor es que tomes un baño caliente y te vayas en seguida a la cama. Puedes ponerte un camisón de mi marido mientras no tengas tus cosas.
Guillermo miró desesperado a su alrededor. Debía encontrar al verdadero Laurence y ponerle al corriente de aquel nuevo acontecimiento. No había tiempo que perder.
—¿No podría ir primero a echar un vistazo a la feria? —suplicó.
—Por supuesto que no, querido —replicó la señora Maddox—. Estás en cuarentena. Tienes que quedarte en casa y salir sólo a dar paseos por el campo la semana que viene. No querrás ir por ahí contagiando la escarlatina a la gente, ¿verdad?
Guillermo no respondió. Su mente trabajaba veloz. El confesar la verdad estaba descartado, pues habría de caer sobre él todo el furor del señor y la señora Maddox, y después de todo aquella situación no era obra suya. Era Laurence y no él quien debía recibir su ira. Como fuera debía ponerse en contacto con Laurence y traerle para que solucionara la crisis que había organizado.
—Bueno, ¿podría ir a dar un paseo por el campo ahora? —dijo.
Pero la señora Maddox meneó de nuevo la cabeza.
—No, querido, creo que será mejor que no vayas. Después de todo esta misma mañana estuviste con Sybil, ¿no es cierto? Y puede que lleves encima miles de microbios. Como te dije, creo que lo mejor es que tomes un buen baño caliente y te acuestes en seguida. Puedes leer en la cama, y te subiré una buena cena. Te gustará, ¿verdad?
—Sí —contestó Guillermo con otra sonrisa beatífica.
Se imaginaba al verdadero Laurence volviendo inocentemente a su casa, cuando le suponían pasando una tranquila cuarentena con los Maddox. Pensaba también en sus propios padres buscándole ansiosamente cuando no apareciera por su casa a la hora de cenar. Debía haber algún medio de salir de aquella situación… si consiguiera dar con él… Aún no había logrado Hallarlo cuando la señora Maddox fue a decirle que el baño caliente ya estaba dispuesto. Ni tampoco había dado con la solución cuando se halló sentado en la cama de una habitación desconocida con un camisón del señor Maddox, mientras la señora Maddox doblaba sus ropas al lado de la cama.
—Cuando te suba la cena, querido, me las llevaré para darles un buen lavado —le dijo—. Ahora te encuentras bien, ¿no? Tengo un par de cosas que hacer abajo.
—Ahora te encuentras bien, ¿no? —le dijo.
La perspectiva de quedarse solo en aquella habitación desconocida sin otra protección ante el mundo que el camisón del señor Maddox, le hizo entrar en acción desesperadamente. En cuanto se vio solo saltó de la cama, se puso sus ropas y, tras abrir la ventana se deslizó por una tubería con una habilidad hija de la práctica. Se acurrucó en el suelo unos minutos escondido tras un arbusto, y luego, viendo que nadie había descubierto su huida, se acercó al seto, lo atravesó y salió a la carretera. Una vez allí permaneció indeciso. La idea de escapar a su casa era tentadora, pero sentía cierta responsabilidad con respecto a Laurence. Debía encontrarle, a ser posible, y contarle aquella nueva complicación. Iría a la feria y le buscaría. Si le encontraba bien (aunque quizá no tan bien para el pobre Laurence, que tendría que soportar la carga de aquella situación que cada vez iba resultando más complicada), y si no lo encontraba, regresaría tranquilamente a su casa. Se dirigió a la feria a tal velocidad que no vio a una mujer que iba hacia él hasta que casi caen al suelo después de tropezar. Ella le cogió del brazo.
—Mira por donde andas, chico… vaya, pero si es Guillermo Brown.
Alzó la cabeza encontrándose ante la mirada de la señorita Milton.
—Acabo de ir a tu casa a buscarte, Guillermo —prosiguió excitada—, pero me dijeron que aún no habías regresado de la feria. Quiero que ahora vengas conmigo, querido —continuó aumentando su excitación—, porque he descubierto a otro niño que tiene un parecido extraordinario contigo. —Volvió a mirarle escrutadoramente—. «Verdaderamente» extraordinario. Nunca había visto un caso semejante. Es realmente un fenómeno. Vive en Allington y está en Hadley en casa de unos parientes. Vamos, de prisa, antes de que vuelva a su casa.
Y se lo llevó consigo. Tan sorprendido estaba por el giro de los acontecimientos que no opuso resistencia mientras le llevaba de nuevo hacia la casa de donde acababa de escapar. Una vez allí la señorita Milton llamó al timbre y antes de que tuviera tiempo de echarse atrás la puerta fue abierta por el propio señor Maddox, quien contempló a Guillermo con extrañeza.
—Aquí está Laurence, querida —gritó por encima de su hombro.
—No puede ser Laurence —respondió la voz de su esposa desde el salón—. Laurence está acostado. Acabo de dejarle en la cama.
—No —dijo la señorita Milton triunfalmente—, no es Laurence. Es Guillermo Brown, el niño del que les hablé. ¿Verdad que el parecido es asombroso? —Se volvió hacia la señora Maddox que acababa de salir al recibidor—. Verdaderamente asombroso.
Al hablar señaló a Guillermo con un gesto de su mano como quien exhibe un raro ejemplar. Guillermo tenía la mirada fija en el vacío.
—Pe… pero si «es» Laurence —exclamó la señora Maddox.
—No, eso es lo sorprendente —dijo la señorita Milton—; no es Laurence. Usted acaba de decirnos que Laurence está en la cama. Además, conozco muy bien a este niño. Su madre es amiga mía. Le conozco de toda la vida. No me equivoco. Diles cómo te llamas, querido.
—Guillermo Brown —dijo Guillermo todavía con la vista fija en el vacío.
La señora Maddox miró primero a uno y luego a otro con expresión sorprendida. Ella hubiera jurado que aquel niño era Laurence. Pero, claro, no podía ser. ¿Por qué iba a decir Laurence que se llamaba Guillermo Brown? Y aquella mujer sin duda era sincera al decir que era hijo de una amiga suya y que le conocía de toda la vida. Al fin y al cabo, una mujer conoce bien al hijo de su amiga.
—Es… es extraordinario —dijo con desmayo—. Apenas puedo creerlo. Ju… juraría que es Laurence. Vamos arriba a ver a Laurence. Subamos muy despacito porque ahora puede que ya esté dormido. Y no entren en la habitación porque tiene que guardar cuarentena por la escarlatina, y no quiero que este niño se arriesgue a cogerla. Vamos. Y recuerden, sin hacer ruido.
Una vez más Guillermo miró en derredor suyo en busca de un medio de escapar, pero ya habían empezado a subir la escalera y la señora Maddox iba delante de él y detrás la señorita Milton.
Muy despacito y llevándose el índice a los labios, la señora Maddox abrió la puerta del dormitorio y se asomó. Su rostro fue adquiriendo una expresión de desconcierto.
—No… no está aquí —dijo.
Se volvió a Guillermo.
—Tú… tú «tienes» que ser Laurence —exclamó.
—Pero si le aseguro que conozco a este niño de toda la vida —insistió la señorita Milton con vehemencia—. Conozco a su padre y a su madre. Vive muy cerca de mi casa. Y se llama Guillermo Brown.
La sospecha fue haciéndose certidumbre en los ojos de la señora Maddox.
—Bueno, lo que puedo decirle es que éste es el niño que…
Guillermo vio que no había otro remedio que huir inmediatamente. Apartó a la señorita Milton de un empujón y se lanzó escaleras abajo. Por suerte la puerta principal estaba abierta, pero por desgracia un niño le bloqueaba el paso. Guillermo iba a empujarle también, cuando el otro le detuvo agarrándole.
—Oye, ¿a dónde vas tan de prisa? —le dijo. Ya no iba pulcro y aseado, sino sudoroso, polvoriento y desaliñado como corresponde a un niño que acaba de pasar una tarde maravillosa en la feria. Pero, era, sin ningún lugar a dudas, el verdadero Laurence.
La señora Maddox y la señorita Milton llegaban en aquel momento al lugar de la escena.
El niño estaba dando toda clase de explicaciones a Guillermo.
—Siento muchísimo tener que venir aquí y complicarlo todo —decía—, pero me he gastado todo el dinero en la feria y he perdido mi billete de regreso, así que no he tenido otro remedio que venir.
La señora Maddox se llevó las manos a la cabeza.
—¿Quién es «este» niño? —dijo con voz débil.
—Soy Laurence Redwood —repuso el recién llegado.
—Entonces, ¿quién es «este» niño? —exclamó la señora Maddox señalando a Guillermo.
—No lo sé —replicó el verdadero Laurence—. Es un niño que encontré en la carretera. Comprenda, yo quería ir a la feria, y él quería una buena merienda y por eso, bueno… cambiamos. Quiero decir, que yo le dejé venir aquí para poder ir a la feria, y todo hubiera salido bien de no haberme gastado todo el dinero y perdido el billete de vuelta.
El señor Maddox había salido del salón para escuchar aquellas explicaciones, y en el silencio que se hizo a continuación, de pronto se puso a reír. Su esposa se unió a él, y su regocijo se hizo casi incontrolable a medida que iban comprendiendo lo que había ocurrido en realidad.
—Oh, querido —exclamó la señora Maddox secándose los ojos—, no hay nada tan bueno como la risa, ¿no es cierto? Vaya, es lo más gracioso que he oído en mucho tiempo. No, todo no hubiera salido bien, porque Sybil tiene la escarlatina, y tú tienes que quedarte aquí hasta que pase la cuarentena.
—Oh, muy bien —repuso Laurence, quien al parecer era algo filósofo. Luego se volvió a Guillermo—. ¿Qué tal te ha ido?
El señor Maddox volvió a echarse a reír.
—Estupendamente —dijo—. Y sabe la fecha de la batalla de Waterloo. ¿Y tú?
Laurence reflexionó.
—Más o menos —dijo en tono vago—. Quiero decir, que sé que no fue durante las Guerras Civiles, ni durante la Batalla de las Rosas, pero he olvidado la fecha.
El señor Maddox volvió a reír como si le divirtiera la ignorancia de Laurence tanto como antes los conocimientos de Guillermo.
—¡Espléndido! ¡Espléndido! —exclamó frotándose las manos.
—¿Así que tu verdadero nombre es Guillermo Brown? —preguntó la señora Maddox a Guillermo.
—Sí.
—¡Vaya, vaya, vaya! Bien nos has engañado. No lo olvidaré mientras viva. Las veces que voy a reírme de esto. Ahora entrad todos y cenemos. Hay pollo frío, y Guillermo no ha terminado toda la jalea y crema a la hora de merendar, aunque hizo todo lo que pudo. Telefonearé a tu madre y se lo diré, Guillermo. ¿Quiere usted quedarse a cenar, señorita Milton?
—No, gracias —replicó la señorita Milton fríamente.
Sentíase contrariada por el descubrimiento de la identidad de Guillermo y Laurence. Se veía ya en letras de molde y tenía mentalmente preparada la carta que hubiera escrito sobre el tema de los «dobles».
Permanecieron en la puerta contemplando su figura pizpireta hasta que hubo desaparecido de su vista.
Y entonces el señor Maddox comenzó a reír de nuevo…