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La policía creyó a Arturo, pues fue él el único que declaró haber visto lo que había ocurrido a Enoch. Merl dijo que Enoch había intentado decirle algo sobre un perro, y Sandy guardó silencio. Aquél no era el lugar ni el momento para decir lo que sabía. La policía emitió un mensaje de advertencia contra un perro suelto y agresivo y se dispuso a llevarse la caravana de allí hasta que Sandy consiguió convencerlos de que dejaran a la gente de Enoch darle su último adiós.

No todos querían ver a Enoch. Un grupo encabezado por Merl se arrodilló en el aparcamiento y entonó un cántico mientras una gran nube brillante que a Sandy le pareció una vela desplegada se alejaba en dirección al mar. La mayoría de los que quisieron ver a Enoch derramaron alguna lágrima, pero parecían desconcertados por su muerte. Yacía en una anónima habitación desnuda, de función incierta, cubierto por una sábana hasta que uno de los hombres le descubrió el rostro y contestó con un gruñido cuando el enfermero comenzó a protestar. Sandy permaneció en la puerta de la habitación por si tenía que mediar, pero aquél fue el único percance. La visión de la gran cabeza de Enoch en reposo, con la poblada barba sobre la sábana blanca, parecía impresionar incluso a los empleados del hospital que pasaban por delante de la puerta. Mientras Sandy veía entrar y salir de la habitación a sus seguidores, pensó que a pesar de lo aséptico del escenario Enoch parecía un antiguo caudillo honrado por su pueblo. Los últimos en entrar fueron Arturo y su madre. El niño iba cogido de su mano y miró el rostro muerto como intentando comprender.

—¿Adónde se ha ido? —preguntó.

La mujer no respondió hasta que hubieron salido de la habitación, y lo hizo mirando con dureza a Sandy.

—A un sitio mejor que adónde vamos nosotros. Pero algún día nos reuniremos con él.

Sandy pensó que la mujer quería hacerla sentirse culpable, y no le hubiera costado mucho esfuerzo, pero comprendió que en realidad sólo esperaba su respuesta.

—¿Y adónde vais a ir vosotros? —fue lo único que se le ocurrió decir.

—Encontraremos una isla —dijo la mujer con una ferocidad que sonó más a amargura que a convencimiento.

—A lo mejor hay un país que nos quiera —dijo Arturo con voz aturdida.

—O que sea lo suficientemente grande para que pasemos inadvertidos.

Fuera del hospital, la policía se estaba asegurando de que todos volvían a sus vehículos y se disponía a partir. La curandera, que parecía haber heredado parte de la autoridad de Enoch, les murmuraba palabras de consuelo mientras iban saliendo del edificio.

—¿Adónde se supone —comenzó a decir la madre de Arturo con la voz entrecortada por rabiosos sollozos— que vamos a ir ahora?

—Hacia el norte, hasta donde sea necesario. Eso hemos decidido.

No todo el mundo parecía de acuerdo. Al menos una pareja estaba ya discutiendo entre sí. Sandy se preguntó si no sería mejor que la muerte de Enoch hiciera disolverse el grupo. Vio desaparecer la caravana con un coche de policía delante y otro detrás en dirección a la carretera de Escocia. Sandy imaginó que parte del grupo permanecería junto a la curandera y que encontrarían algún lugar donde establecerse en las áridas y despobladas tierras altas escocesas. ¿Pero podrían sobrevivir allí? Tras desearles suerte mentalmente, volvió a entrar en el hospital. Roger estaba en otra planta esperando a que le quitaran la escayola. Cuando saliera, seguramente esperaría que volvieran a Londres de inmediato, pero Sandy comprendió que no podía hacerlo porque la cercanía de Redfield seguía recordándole que nada había cambiado, que el año todavía no había terminado. Un coletazo de la energía nerviosa que le había impedido derrumbarse en las últimas horas la hizo dirigirse al teléfono público más cercano mientras buscaba cambio en el bolso.

La voz de la telefonista le sonó tan eficientemente cálida como siempre.

—Semilla de Vida, ¿dígame?

—Necesito hablar con lord Redfield. No con su oficina de prensa, ni con su secretaria, con él en persona.

—Me temo que no acepta llamadas.

La rapidez de la respuesta le hizo pensar que no se trataba de una respuesta habitual.

—Dígale que Sandy Allan quiere hablar con él. Dígale que he visto lo que ha ocurrido esta mañana en Toonderfield. Que he visto exactamente lo que ha ocurrido, y que tiene que saberlo.

Se sintió incómoda, como si fuera una chantajista —que además estaba contradiciendo lo que había declarado a la policía—. ¿Pero qué más podía hacer? Si no conseguía hablar con él por teléfono, tendría que volver a Redfield. Todo lo que quería en aquel momento era concertar una cita con él fuera de sus dominios.

—Lo siento. Lord Redfield está reunido —dijo la telefonista.

Aquélla sí que era una típica evasiva donde las hubiera.

—¿Qué quiere decir con «reunido»?

—Ha dado instrucciones de que no se lo moleste.

—Pues tendrá que hacerlo, porque va a querer saber cómo ha sido asesinado un hombre en sus tierras.

—Señorita Allan, no estoy autorizada…

—¿No sabe usted lo que ha pasado esta mañana? Lord Redfield va a querer hablar conmigo, se lo prometo. No tengo su teléfono particular. Si hubiera visto lo que yo, creo que incluso usted estaría un poco alterada.

—Por favor, espere un momento —dijo por fin la telefonista, dando paso a la canción de Semilla de Vida. Sandy pensó que deberían cantarla unos niños, y no los estériles tonos de un sintetizador. Apoyó la frente contra la mampara del teléfono y sintió que el cansancio se iba asentando sobre sus hombros. Cerró los ojos con fuerza y volvió a abrirlos varias veces, hasta que de repente se despertó por completo. La segunda repetición del estribillo se había interrumpido y la voz de lord Redfield rompió el vacío silencio.

—Bien, señorita Allan.

O Sandy estaba oyendo lo que quería oír, o Redfield no estaba tan tranquilo como intentaba aparentar: su voz era un poco demasiado precisa y aguda.

—Estuve en Toonderfield esta mañana.

—Mucha gente ha estado allí.

—Sí, pero una de esas personas ha muerto, a pesar de que lo traje a un hospital. Ha muerto después de ser malherido en sus tierras.

Un sonido semejante a un escalofrío le hizo apartar el auricular de su oído. El final de aquel suspiro se prolongó en la voz de Redfield.

—Temía que algo así hubiera sucedido después de lo que vi yo mismo.

La furia, más incontrolable porque le parecía hasta cierto punto irracional, hizo temblar la voz de Sandy.

—¿Estaba allí y no hizo nada? No lo vi.

—Yo no estaba allí. Pero mi abuelo sí. A él sí debió verlo.

—Si estaba allí, ¿por qué no…? —comenzó a decir Sandy, y entonces comprendió lo que él estaba intentando decirle. El calor y el ruido del hospital parecieron alejarse, dejándola sola, fría y más cerca de él, unida a él por la comprensión. Finalmente consiguió decir—: ¿Cómo lo sabe?

—Lo oí volver y lo seguí. Creo que la víctima opuso resistencia.

—Lo intentó.

—Le rompió una pierna a mi abuelo, si es que puedo llamar a eso mi abuelo. Debo hacerlo, desde luego, ya que no puedo abrigar esperanzas. Casi consiguió esconderse de mí en su guarida, pero no fue lo suficientemente rápido. Me pregunto si tiene usted la menor idea de lo que estoy diciendo, aunque tampoco importa ya.

—Me temo que sí.

—¿De verdad? Debió usted de abrir mucho los ojos cuando estuvo aquí. Ojalá hubiera intentado entonces convencerme de lo que ya debía haber sabido. Una vez, cuando era muy joven y mi abuelo muy viejo, me contó la misma historia que a su vez le había contado su abuelo, pero incluso él se consideraba demasiado moderno como para creer tales cuentos. Que Dios se apiade de él, ya no tiene más remedio que hacerlo. Ahora pienso que en realidad no era más que una forma de ignorarlo. El hombre que ha mencionado no ha muerto en nuestras tierras, me ha dicho usted.

Sandy sintió que Redfield sólo era consciente, a medias, de estar hablando con ella, y no para sí.

—En efecto.

—Ah, bien —dijo él con lo que podía ser lástima o resignación, y su voz pareció recobrar ánimos por un instante—. Me alegro de haber tenido otra oportunidad de hablar con usted. Si encuentra su película, por favor, muéstrela a quien quiera. No habrá nadie aquí que le ponga objeciones.

—No… —empezó a decir Sandy, pero ya estaba hablando con el pitido intermitente. Colgó el auricular y el resto del cambio cayó para que lo retirase. Se sentía de repente angustiada por él, más aun cuando se dio cuenta de que no tenía suficientes monedas para hacer otra llamada. Corrió a la tienda del hospital, compró el Daily Friend y lo abandonó en el mostrador. Al llegar de nuevo al teléfono comprobó con alivio que estaba libre. En cuanto la telefonista empezó a decir «Semilla…». Sandy la interrumpió.

—Estaba hablando con lord Redfield, soy Sandy Allan, se ha cortado la comunicación.

—Lord Redfield le ruega que lo disculpe, señorita Allan, pero no va a responder a más llamadas suyas.

—Espere, no corte, escuche —gritó Sandy, pero el teléfono zumbaba vacío. Recogió el cambio que descendía tintineando y corrió en busca de Roger. Estaba caminando lentamente sobre el césped, delante del aparcamiento, con unos pantalones viejos que no eran suyos y probando la pierna.

—¿No puedes andar más rápido? —dijo Sandy con brusquedad.

—Digamos que no voy a inscribirme para ningún maratón este mes.

—Ve andando hacia el coche. Voy a buscarlo. —Sandy corrió hasta su vehículo, hizo una mueca de disgusto al ver lo bajo que estaba el indicador de la gasolina, arrancó y frenó bruscamente al llegar a la altura de Roger. Le abrió la puerta mientras le decía—: Date prisa, por favor, pero no te hagas daño.

Roger se abrochó el cinturón de seguridad y estiró las piernas con gesto de placer.

—¿Por qué tienes tanta prisa? Yo también te he echado mucho de menos.

—Lo celebraremos, pero no ahora. Roger, espero que no te lo tomes a mal, pero tengo que volver a Redfield.

Él la miró con seriedad y puso una mano sobre su rodilla.

—No sé lo que ha ocurrido hoy allí. No sé lo que vi, pero de verdad, no creo que debas seguir adelante. Ya has hecho más de lo que habría hecho mucha gente.

—Eso no me sirve de consuelo. Roger, acabo de hablar con lord Redfield. Creo que va a hacerse mucho daño sin necesidad. Y ha prohibido que le pasen mis llamadas.

Él siguió mirándola un momento y le dio unas palmaditas en la rodilla, como indicando que había hecho todo lo posible por disuadirla.

—Parece que necesitamos una gasolinera con urgencia —dijo simplemente.

Sandy recordó haber pasado por delante de una camino del hospital. Deseó con ansiedad verla aparecer en el horizonte mientras el coche cruzaba la llanura a toda velocidad bajo el sol de la tarde. Apareció a la vista justo en el momento en que el motor se quedaba sin gasolina y se apagaba, dejándola con la desagradable impresión de que le había sido arrebatado el control del vehículo. Con el último impulso del motor, Sandy apartó el coche de la calzada y tiró de la palanca del maletero. Roger salió con rapidez del coche y sacó una cantimplora de plástico.

—¿Es esto lo que necesitas?

—Es todo lo que tengo. Jamás creí que fuera a necesitarla.

Cuando Sandy cerró el coche, él ya estaba corriendo. Después de unos cuantos metros comenzó a cojear y Sandy lo alcanzó.

—Quizá… —comenzó a decir en tono de disculpa, pero ella le cerró la boca con un beso rápido y le cogió la cantimplora como si estuvieran haciendo una carrera de relevos. Siguió corriendo hasta la gasolinera— veinte minutos con la cantimplora golpeándole un costado y el bolso el otro, —y tuvo que pagar antes de que el parsimonioso encargado accediera a llenarle la cantimplora. Invirtió casi media hora en volver corriendo hasta el coche a través de la interminable llanura. Se dejó caer en el asiento del conductor sintiendo una dolorosa punzada en el costado y consiguió recuperar el aliento mientras Roger vertía el contenido de la cantimplora en el depósito. Sin perder un momento se dirigieron a la gasolinera para llenarlo.

Cuando el coche se puso rápidamente en marcha Roger dejó escapar un suspiro tan sonoro que pareció que lo hacía por Sandy, para ayudarla a respirar. Después se quedó en silencio un rato, pero ella notó que quería decir algo. Por fin se decidió.

—¿Recogiste la película?

—Sí, pero ya no la tengo.

—Ya me he dado cuenta. Pero está a salvo —dijo, más en tono de súplica que de aseveración.

—No, Roger. Ya no existe.

Pareció como si hubiera esperado esa respuesta.

—Supongo que no has podido evitarlo.

—Era mi vida o la película.

—En ese caso, está claro. —Minutos después volvió a hablar con tono tan suave y despreocupado que Sandy sintió la necesidad de abrazarlo.

—¿La viste? ¿Era buena? —preguntó.

—A ratos.

—Quizá puedas describírmela algún día para que pueda incluirla en el libro.

—Lo haré —prometió ella. Ahora que habían acordado implícitamente que tenían un futuro, no parecía haber necesidad de decir nada más. Toonderfield apareció a lo lejos antes de que Roger volviera a hablar.

—¿Qué es eso?

Podía referirse al distante ulular de sirenas o a la columna de humo negro que se elevaba en el cielo en dirección a Redfield. Sandy frenó al llegar al borde del bosque e intentó analizar sus sensaciones. No se sentía amenazada ni notaba el nudo en las entrañas. De todos modos, cerró la ventanilla y le dijo a Roger que hiciera lo mismo antes de internarse entre los árboles.

No vio nada entre los troncos excepto una claridad verde y las sombras, la travesía le pareció considerablemente más corta que la vez anterior. El coche aceleró hacia La Espiga de Trigo, y antes de llegar al pub Sandy pudo ver que el humo procedía de un edificio en llamas. A juzgar por la dirección de la columna negra, el incendio estaba más allá del pueblo.

La mujer de La Espiga de Trigo se encontraba a la puerta del pub, mirando la columna de humo y frotándose las manos nerviosamente en el delantal. Sandy aparcó y salió del coche.

—¿Qué está pasando? ¿Lo sabe?

La mujer la miró como si ya no importara nada.

—Es la capilla de lord Redfield. Lo oyeron dar golpes contra las piedras de abajo cuando su hijo no estaba en casa para detenerlo, y la incendió desde dentro, Dios se apiade de él.

Estaba hablando de la cripta familiar. Redfield debía de haber abierto todos los nichos para asegurarse de que el fuego lo arrasara todo.

—¿No pudo salvarlo nadie? —preguntó Sandy, aunque tuvo la sensación de que ya sabía más de lo que la mujer pudiera contarle.

—Su padre bajó a buscarlo, y después su hijo intentó rescatarlos a los dos. Nadie más pudo acercarse al fuego, y lord Redfield no los hubiera dejado. Toda la familia estaba dentro, y nadie pudo hacer nada por ellos.

Aquél era el fin de Redfield, pensó Sandy, y descubrió que una lágrima resbalaba por su mejilla. ¿Habría planeado lord Redfield también la muerte de su padre y de su hijo? Al recordar sus últimas palabras, prefirió no saberlo. Se sentía casi tan desconcertada como la mujer del pub, pero ésta además parecía haberse quedado vacía. Sandy se preguntó cómo se sentirían los habitantes del pueblo, qué sería de ellos ahora que el hechizo de la tierra se había roto.

—No se desespere —dijo con incomodidad a la mujer, y se alegró de poder apretar la mano de Roger en la suya mientras volvían al coche.

Pensó en seguir hasta Redfield para asegurarse de que todo había terminado, pero probablemente fuera peor recibida que la vez anterior. Mientras ponía el coche rumbo a Toonderfield vio el humo flotar hacia la torre, que parecía abandonada, como un símbolo que ha perdido su significado. Siempre había sido así, pensó, y no se había dado cuenta hasta entonces.

Cruzaron el puente jorobado y la torre pareció hundirse entre el humo. Mientras el coche avanzaba entre los árboles, una hoja amarilla revoloteó delante del parabrisas, y a continuación otra más. Cuando agachó la cabeza para mirar hacia arriba entre el follaje, vio mucho más cielo del que había visto aquella misma mañana. El otoño ya había llegado, ¿pero volvería la primavera a Redfield? Inesperadamente sintió la garganta seca y sostuvo con una mano el volante mientras con la otra buscaba la de Roger. Él le sonrió, pero Sandy no creyó que fuera consciente de lo que ella sabía. Durante el resto del camino a través de Toonderfield, hasta que el coche salió a la luz del día como si volviera a la vida, sintió cómo moría la tierra.