11

La comida de los gatos debía de estar en mal estado, pensó. El olor inundaba toda la casa, y debía ser lo que había enloquecido a los gatos. El dueño del Rover había cruzado la calle caminando lentamente, como disculpándose o guardando el debido respeto, mientras ella se quedaba mirando las bolsas. No hubiera sido capaz de abrirlas. Las llevó al jardín trasero de la casa y cogió una pala del cobertizo común.

Estuvo cavando casi una hora en su parte de jardín, hasta convencerse de que el agujero tendría la suficiente profundidad para ser seguro. El perro callejero podía estar todavía rondando por Queen’s Wood, a pesar de que sus vecinos habían informado a la policía, y quizás intentara desenterrar los cuerpos. Cada vez que se movía algo entre las sombras, Sandy miraba hacia la verja. La maraña de ramas y raíces parecía demasiado espesa, pero en ningún momento vio otra cosa que flores que se movían levemente en la oscuridad. Cada vez que miraba tenía que enjugarse las lágrimas.

Por fin dejó de cavar. Entonces cogió las bolsas con las puntas de los dedos, para no sentir lo destrozados que estaban los gatos, y las depositó en el hoyo.

—Adiós —dijo—. Descansad. —Al bajar los ojos vio fugazmente el brillo del plástico. Lo cubrió con la tierra y la apelmazó con suavidad—. Cuidaos —añadió, y volvió a la casa.

El olor había desaparecido de las silenciosas habitaciones. Se agachó junto a los cuencos de comida, pero estaban completamente vacíos. Buscó la lata vacía y rascó los pocos restos adheridos para llevarlos a analizar. Entonces se sentó en la cama y rompió a llorar. Al rato se puso a recoger los fragmentos del cuaderno de Graham, pero eran completamente indescifrables. Recordaba casi todos los detalles, se dijo, no sólo los nombres, pero le dolía demasiado la cabeza como para hacerlo en aquel momento. Sentía la nariz llena de óxido. Se fue a la cama para poder cerrar sus doloridos ojos.

Consiguió dormirse, pero se despertaba a menudo, convencida de que los gatos estaban cerca. Y cada vez que recordaba por qué no estaban, se sentía frágil y hundida. Soñó que veía a uno de ellos al otro lado de la ventana del salón. Vio una figura delgada y ágil saltar desde las ramas de un árbol y aferrarse al marco de la ventana, cerrándola. Se despertó con un grito que hizo estremecer su corazón.

El vacío que sentía a la mañana siguiente era casi doloroso. ¿Por qué no se habría quedado en casa la noche anterior, en lugar de perder el tiempo con la decepcionante visita a Roger? Todo parecía carecer de sentido, todo esfuerzo le parecía inútil, y ello la asustaba. En el Metro fue con el paquete que contenía los restos de comida para gatos sujetándolo contra el pecho mientras apretaba el puño alrededor de la correa que pendía del techo.

El director del programa de ayuda al consumidor era Piers Falconer. En pantalla siempre mostraba un semblante preocupado, pero cuando Sandy asomó la cabeza por la puerta de su despacho, su gran cara redonda sonrió casi con demasiada blandura. Frunció el entrecejo al oír la historia y se quedó con los restos del bote.

—Lo enviaré hoy a analizar y te avisaré del resultado en cuanto lo reciba.

Subió al piso superior e intentó interesarse en el montaje de un reportaje sobre un partido de fútbol en el que el público había terminado atacando a los jugadores. Todos la dejaron en paz al ver que no respondía más que con monosílabos, hasta que llegó Lezli preguntando por ella.

—Al teléfono.

Era su padre.

—¿Sandra? Hacía tiempo que pensábamos llamarte. ¿Cómo estás? ¿Sigues disfrutando con tu trabajo?

Su voz le hizo añorar inesperadamente la casa familiar de Mossley Hill, el fuego que su padre encendía en la chimenea cuando los vientos de la bahía de Liverpool comenzaban a enfriarse, las largas veladas en las que había podido comentar todos sus problemas de adolescente sin guardarse nada. Pero la añoranza no servía de nada —sus padres ya ni siquiera vivían allí—, y Sandy no quería que su padre supiera cómo se encontraba. Estando tan lejos, sólo haría que se sintiera impotente.

—Sí, todo va bien —dijo.

—Nos hemos enterado de la muerte de tu amigo. Nos acordamos de cuánto lo apreciabas, cómo te había ayudado en el trabajo y todo eso.

Sandy no supo qué pensar de su tono de voz.

—Graham y yo nos teníamos un gran respeto.

—Bueno, eso no es nada malo. Tu madre y yo intentamos enseñarte a apreciar a todo tipo de personas, dentro de unos límites. —Se aclaró la garganta, y Sandy recordó el olor de su pipa, que tan nerviosos había puesto a Bogart y Bacall cuando sus padres habían ido a visitarla—. Un vecino nos enseñó ayer un comentario en el periódico. Tú no eres la persona que está buscando la película que tu amigo decía haber encontrado, ¿verdad?

—Sí, soy yo. ¿Por qué?

—Sandra, aunque solamente sea por tu madre, espero que lo dejes estar.

—¿Por ese comentario del periódico? Papá, conozco al hombre que lo escribió, y es inofensivo. No te preocupes.

—Pues sí, nos preocupamos. No creo que valga la pena buscarse tantos problemas por una película vieja.

—Puede que sí. Y la reputación de Graham lo vale. Tú no querrías que abandonara a un amigo.

—El tiempo siempre confirma el buen nombre de quien lo merece. Acuérdate de Bach. ¿Por qué vas a arriesgar el tuyo propio? Si la película fue discutible cuando se rodó, puede que siga siéndolo, suponiendo que exista. Ni tu madre ni yo hemos oído hablar de ella, y es de las que nos gustaban antes de que llegara la guerra y lo cambiara todo. Lo dejarás estar, ¿verdad? Será un alivio para tu madre.

—¿Sabe mamá que me has llamado?

—Jamás reconocería que está intranquila, pero la conozco tan bien como a ti.

—Entonces recordarás que me enseñaste a hacer lo que creyera correcto, aunque tú no estuvieras de acuerdo.

—¿Cómo te puede parecer correcta esa basura? ¿Qué hay de correcto en una película de terror? —Pareció desesperado al darse cuenta de que su hija no cedía—. No lo harás, ¿me das tu palabra?

—Papá, lo siento. Ya he dado mi palabra.

—Pues entonces que Dios te ayude —sentenció él, y colgó.

Sandy estaba mirando el enmudecido auricular que tenía en la mano, sintiendo cómo la culpa se solidificaba en su interior —culpa por haberlo dejado ansioso, por recordarle que casi siempre se había entendido mejor con su madre que con él, incluso por sentirse casi tan afectada por la muerte de los gatos como por la de Graham— cuando Lezli se acercó.

—Boswell quiere verte —murmuró.

Emma Boswell era la jefe de Programación.

—No necesito que me digan que soy un genio a cada momento —dijo Sandy.

—No sé si es eso lo que quiere. Parecía un poco fría.

—Ojalá lo fuera yo —dijo Sandy, y echó a andar con paso cansado hacia el ascensor, intentando pensar en alguna forma de mejorar el reportaje del partido de fútbol. Cuando se abrieron las puertas se dirigió automáticamente hacia el despacho de Boswell. Dos realizadores estaban sentados a ambos extremos de un sofá rígido, discutiendo sobre el ejército de Enoch.

—Necesitamos una entrevista con Enoch Hill antes de que la historia empiece a oler —dijo uno.

—Lo hemos intentado, y no somos los únicos. No me preguntes por qué, pero se niega a que lo filmen, ni siquiera para dar su versión.

—Hemos destinado demasiados recursos a ese documental para liquidarlo ahora. Su padre es banquero, ¿no? ¿Hemos intentado ya dar con él?

—¡Por Dios! —Exclamó Sandy—. ¿Es tan raro que alguien no quiera que lo filmen? ¿No hay otra cosa en la vida?

Los dos hombres la miraron como si acabara de traicionar a ellos y a sí misma.

—La señora Boswell la está esperando —le dijo la secretaria.

La señora Boswell debía haber oído el comentario de Sandy por el interfono. Su rostro redondo y delicado tenía una expresión de intriga. Le señaló la silla con un gesto como el de un director al silenciar la orquesta, y se inclinó hacia delante.

—Té para dos —dijo, y apagó el interfono—. ¿Muchos problemas por ahí fuera?

Sandy se negó a hablar con las plateadas uñas que la mujer se estaba pasando por los cabellos grises. No respondió hasta que Boswell levantó la vista.

—Sólo un caso más de invasión de la intimidad.

—Una decisión difícil a veces, pero que los profesionales tienen que tomar. ¿Es tu intimidad la que piensas que están invadiendo?

—¿Por qué?

—¿O realmente hablaste con el periódico?

—Sólo he visto al crítico una vez, y tuvimos una discusión, eso es todo.

—Últimamente pareces demasiado propensa a las discusiones. Creo que sabes lo que te estoy preguntando. ¿Le dijiste que ibas a buscar esa película para nosotros?

—Oh, no. Lo inventó él. Está claro que quiere ponerme las cosas difíciles.

—¿Por qué iba a querer hacerlo? —Había un cierto tono de confidencia de alcoba en la voz de Boswell—. Como comprenderás, no puedes afirmar que estás haciendo en nuestro nombre unas investigaciones que no hemos autorizado. Los sindicatos se nos van a echar encima. Digamos que se te escapó en el calor de la discusión con el crítico y olvidémoslo. Estoy segura de que somos las únicas que no lo hemos hecho todavía. En cualquier caso, no parece el tipo de película que nos gustaría emitir.

—Graham lo hubiera hecho.

—Lo echas de menos, ¿verdad?

—Especialmente porque no puede defenderse.

Boswell levantó la mano anticipándose a más respuestas que prefería no oír.

—No sé si hemos tenido suficientemente en cuenta que estabas allí cuando murió. No me gustaría que esto afectara tu trabajo. Ah, el té.

Cuando la secretaria dejó la bandeja sobre la mesa y cerró la puerta, Boswell ofreció una taza a Sandy.

—No quiero decir que tu trabajo haya empeorado. Me parece que todavía no has admitido lo que ocurrió, no lo has asumido, y por eso lo tienes todavía dentro.

Sandy se sintió agobiada por el empeño de Boswell en consolarla.

—Quizá —murmuró, y se echó hacia atrás en la silla intentando distanciarse de la otra mujer, que volvió a arrellanarse tras su escritorio como si no lo hubiera notado.

—¿Te servirían de algo un par de semanas de vacaciones? —preguntó Boswell.

—Me servirían para intentar limpiar el nombre de Graham.

Boswell suspiró.

—¿En nombre de quién?

—En el suyo y en el mío, si no se apunta nadie más.

—Quiero que comprendas que la menor insinuación de que estás actuando en nuestro nombre será contemplada con la mayor severidad. Pero no puedo prohibirte que hagas algo por tu cuenta. Confío en que sea lo que necesitas, eso es todo.

La mujer miró a Sandy, que sorbió su té pensando que no estaba obligada a responder, ni tampoco a beber más rápido.

—Gracias por tu comprensión —dijo Sandy, y se levantó—. ¿Cuándo puedo empezar las vacaciones?

—En este momento, y con todo el sueldo. —Sandy estaba junto a la puerta cuando Boswell añadió—: Espero que te haya gustado el té.

—Muchísimo —respondió Sandy, y los dos realizadores levantaron la vista hacia ella. Sandy dejó que su rostro se relajara y esbozó una sonrisa. Se sentía como si hubiera sobrevivido a una entrevista con la directora del colegio y le hubieran dado unas vacaciones como premio. Sólo que no iban a ser unas vacaciones, se prometió.