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El horror pareció congelar la imagen, mostrando con todo lujo de detalles lo que Sandy no podía evitar. Vio a Enoch retroceder al erguirse ante él la criatura, un espantapájaros de los colores de un árbol podrido. Su enmarañada cabeza se encontraba al nivel de la de Enoch, que debía de estar mirando directamente a lo que tuviera por cara. Debió de ser aquella visión lo que lo paralizó como una víctima resignada mientras las garras que reflejaban la luz del sol destrozaban su garganta.

Enoch aulló de dolor y horror. Sus manos volaron hacia su atacante y le arrancaron parte de la cabeza; pareció forcejear con la criatura o quizá rechazarla. A Sandy le produjo la grotesca impresión de que los dos estaban bailando unos cuantos pasos de una danza olvidada. El espantapájaros intentó escabullirse, con un trozo de la cabeza colgando, y Enoch se lanzó o cayó sobre él, aferrándose a una de sus piernas mientras rodaba sobre el asfalto. Sandy oyó un chasquido, que a lo lejos sonó como una rama al partirse, antes de que las manos de Enoch se aflojaran sobre su presa. Arrastrando la pierna rota, la huesuda figura se perdió entre el trigo caminando sobre tres patas.

El aullido de Enoch había vuelto a atraer a los últimos de los suyos al borde del bosque, pero no habían llegado todavía a la altura de Sandy cuando la criatura desapareció entre las altas espigas. Enoch se tambaleó y siguió caminando con paso vacilante hacia los árboles, agarrándose la garganta con una mano semejante a una gran flor que se iba tiñendo de rojo. Mientras Sandy corría hacia él, los otros comenzaron a murmurar, y una mujer dejó escapar un grito.

—¡Atrás! —ordenó uno de los policías—. No había nadie cerca de él. Se lo ha debido de hacer él solo.

—¡No es verdad! —exclamó Arturo—. Yo lo he visto. Era un perro.

Sandy comprendió que el agente estaba intentando evitar más violencia, ¿pero no podía haber inventado algo mejor? Al menos los ciudadanos de Redfield no habían detenido la retirada hacia su pueblo. El paisaje pareció levantarse al paso de Enoch, como si su sangre estuviera despertando los campos. Sandy creyó ver un rastro de sangre en la carretera mientras corría hacia él; miró a su alrededor despavorida en busca de más criaturas agazapadas entre el trigo. La tierra que rodeaba a Enoch parecía agitarse anticipando el sabor de su sangre. Se sintió mareada, casi sin aliento, y volvió a sentir en la boca el herrumbroso sabor del pan especial de Redfield.

Roger gritaba desde atrás. Sandy se giró sin dejar de correr y vio que alguien le lanzaba un objeto brillante. Al principio creyó que se trataba de un cuchillo, hasta que vio que la furgoneta comenzaba a moverse hacia ella y comprendió que lo que le habían lanzado a Roger eran unas llaves. Debía de haberse subido al asiento del conductor cuando Enoch había caído.

Sus seguidores salieron de entre los árboles con los policías mientras la furgoneta cogía velocidad. Roger estaba apoyado sobre el volante en una postura extraña, con el rostro contraído por la determinación. Redujo la velocidad al llegar a la altura de Sandy y abrió la puerta corredera. Estaba sentado de lado sobre el asiento, empujando el acelerador con la pierna escayolada; tenía que hacer bascular todo el cuerpo cada vez que tenía que pisar los otros pedales. Su aspecto era más extraño que cuando le había dejado solo en la carretera; parecía un desastrado caballero que se encuentra de repente al volante de un vehículo moderno. Su presencia era tan cómica y esperanzadora que Sandy sintió ganas de llorar. Le hubiera cambiado el asiento de no ser porque hubieran perdido demasiado tiempo. En cuanto ella hubo subido, Roger descargó todo su peso sobre el acelerador.

Enoch se había detenido en el centro de la carretera y se cubría la garganta con las dos manos ensangrentadas. Mientras la furgoneta se acercaba a él, pareció que se desplomaba hacia un lado.

—¡No! —gritó Sandy, aterrada al pensar que cayera entre las espigas de trigo. Roger debió de pensar que se dirigía a él, porque pisó el freno con tanta violencia que Sandy casi se precipitó fuera del vehículo. Cuando ella saltó al suelo y corrió hacia Enoch, Roger ya estaba dando la vuelta a la furgoneta.

Las ropas de cáñamo de Enoch se estaban tiñendo de rojo. Sus ojos parecían a punto de salírsele de las órbitas. Aunque minutos antes había rogado para que él no la reconociera, Sandy sintió horror al ver que era incapaz de hacerlo. Lo cogió por el codo y notó que él se esforzaba por no caer sobre ella.

—No lo voy a soltar —dijo Sandy con toda la firmeza que pudo aparentar—. Vamos a llevarle con los suyos. Tienen una curandera, ¿no es así?

Enoch exhaló una bocanada de aire con tanta dificultad que Sandy creyó que se estaba ahogando. Por fin consiguió articular una sola palabra con un esfuerzo sobrehumano.

—Hospital.

Apartó las manos de la garganta como si así esperara hablar mejor, y Sandy vio cuánto necesitaba en realidad un hospital; vio la carne roja, terriblemente desgarrada que él intentaba contener con las manos. El paisaje comenzó a bailar alrededor de Sandy; hizo un esfuerzo por sostenerlo hasta la furgoneta, que ya miraba en dirección contraria. Roger descendió y la ayudó a meter a Enoch en la parte trasera, donde lo tumbaron sobre una manta doblada.

—¿Puedes conducir tú? —le dijo entonces Roger—. Creo que ganaremos tiempo.

Sandy pensó que quizás el conducir la ayudara a superar el mareo. Se puso al volante y arrancó el vehículo mientras Roger cerraba la puerta trasera desde el interior. Por el retrovisor pudo ver su rostro descender hacia la cabeza de Enoch, y le oyó murmurar unas palabras de ánimo. Sandy supo que Roger estaba luchando por no reaccionar ante lo que veía.

Apenas había cogido velocidad en dirección a los árboles cuando tuvo que frenar en seco. Tanto la policía como los dueños de la furgoneta, una pareja de edad mediana y cabellos largos, le cerraban la carretera.

—Está malherido. Hay que llevarlo a un hospital cuanto antes. ¿Me escoltarán? —gritó Sandy a los policías, y tiró las llaves de su coche a la pareja—. Perderemos menos tiempo si cogen ustedes mi coche. Está al final de todos los suyos.

Su tono autoritario era debido en parte al pánico, y a la determinación de arrollar a quien intentara cerrarle el paso. El conductor del coche de policía escrutó su rostro y se volvió con rapidez.

—Síganos.

Mientras el coche patrulla maniobraba con la sirena encendida, una mujer musculosa con el pelo muy corto y los dientes más blancos que Sandy había visto jamás saltó a la furgoneta y pasó atrás saltando sobre el asiento delantero.

—Soy Merl. Yo cuidaré de él —dijo, y añadió con voz más insegura—: Dios santo, ¿de verdad era un perro?

—Fuera lo que fuera, no lo ha dejado escapar entero, pero también él ha recibido su parte —dijo Sandy.

—Usted ha tenido que ver lo que era. Estaba allí delante. Si yo hubiera estado allí lo hubiera matado yo misma. —Rasgó una tira de su amplia falda de algodón y la envolvió alrededor de la garganta de Enoch. Su voz adoptó un tono maternal—. Descansa ahora. Descansa y sé fuerte. ¿Qué intentas decir?

Enoch aspiró aire con dificultad y lo expulsó en un estertor entrecortado.

—No me dejéis morir aquí —dijo con voz débil.

—¡No vamos a dejarlo morir! —gritó Sandy, sin apartar la vista del coche de policía. La súplica de Enoch hacía que el peligro pareciera más tangible e inmediato. Todas las víctimas de aquella tierra habían derramado su sangre dentro de sus límites, y habían muerto allí. La luz parpadeante del coche patrulla hacía saltar las sombras tras los árboles y Sandy temió que alguna de ellas saltara al interior de la furgoneta para acabar con Enoch. Cuando algunos de los miembros de la caravana parecieron dudar si dejaban libre el paso, Sandy se oyó gemir entre dientes.

Los árboles se separaron, dejando atrás la última curva y, de repente, el bosque olió como si la tierra se estuviera removiendo bajo la espesura. Sandy tuvo que contenerse para no hundir el puño crispado en el claxon; no conseguiría que el coche de policía fuera más rápido, en todo caso lo haría parar. Las últimas ramas pasaron sobre sus cabezas y sus sombras parecieron extenderse más allá del bosque como si intentaran detenerlos. Por fin se encontraban en campo abierto, bajo el cielo, y Sandy tuvo que tragar saliva antes de poder hablar.

—¿Cómo está?

La mujer estaba cantándole algo a Enoch en voz baja, una especie de canción de cuna. Al ver que ella no se interrumpía para responder a la pregunta de Sandy, Roger miró hacia atrás.

—Vivo —dijo.

Sandy intentó exhalar un secreto suspiro de alivio, pero era demasiado prematuro. La mitad del convoy estaba todavía dentro de las tierras de Redfield. Mientras corría tras el coche patrulla, no paraba de mirar atrás por los retrovisores, viendo los árboles cerrarse alrededor de la cabeza de la caravana mientras la fila de vehículos se desdibujaba por efecto de la distancia como si Toonderfield la estuviera consumiendo lentamente. Entre las copas de los árboles se alzaron unas nubes de humo que desaparecieron sobre los campos mientras los vehículos daban la vuelta. Sandy deseó que los conductores se dieran prisa en salir, que no se dejaran distraer por las sombras, que permanecieran juntos… Quizá fue su número lo que les permitió salir sanos y salvos, porque mientras Toonderfield se hundía tras el horizonte esperando que llegara su momento, Sandy vio el convoy, que seguía al segundo coche de policía. Apretó el volante hasta que le dolieron los dedos para no dejarse llevar por el sentimiento de alivio y poder seguir conduciendo.

La policía tardó media hora en conducirlos a un hospital, y durante todo el camino la mujer siguió cantando para Enoch y aplicándole en la garganta tiras arrancadas de su falda. En una ocasión intentó decir algo acerca de un perro, y a Sandy le pareció que era una pregunta o una negativa. Mientras aparcaba delante de la entrada de urgencias uno de los policías apareció corriendo, seguido de un médico y dos enfermeros con una camilla sobre la que tumbaron a Enoch. Sandy le oyó decir algo. Después coincidió con Roger en que había murmurado: «No se puede evitar». Sandy deseó que significara que estaba preparado para lo que iba a ocurrir, porque menos de cinco minutos después había muerto.