8
Sandy vio a Roger Stone nada más llegar a Soho Square. Caminaba arriba y abajo por la acera con las manos en los bolsillos de sus pantalones de pana, y de vez en cuando lanzaba hacia atrás con la cabeza un rebelde mechón de pelo rubio mientras silbaba la banda sonora de una película de Errol Flynn. Era de lo más desafinado que Sandy había oído jamás. Al pasar por delante de la puerta de la Sociedad de Censores Británicos comenzó a tararear una marcha militar, aproximándose de tanto en tanto a la melodía. Sandy se deslizó entre dos motos aparcadas bajo los árboles que ensombrecían la hierba y lo llamó.
—Aquí estoy, Roger.
Él se interrumpió bruscamente y se llevó una mano a la boca. Entonces la vio cruzar la calle y sonrió tristemente con sus inteligentes ojos verde oscuro.
—No todos los días se oye una obertura como ésa antes de una película —dijo él.
—Eso es verdad.
El labio inferior de Roger se adelantó dibujando una triste sonrisa y adoptó un aire más solemne.
—Escucha, la película de hoy no es la que yo esperaba. Me temo que no es de las que te gustan. Si lo prefieres, podemos ir a tomar un café o a pensar y volver para caer sobre tu presa a la salida.
Hablaba como alguien que quiere acabar de una vez de decir un trabalenguas.
—¿Qué película es? —preguntó ella.
—Una especie de comedia de terror. Es basta y por tanto divertida, o eso se supone. No es de las que le gustaban a Graham.
—No siempre estábamos de acuerdo. Puede que a mí me guste, y no quiero que se me escape tu colega.
—Perdona, pero no es mi colega. En fin, me tragaré la película si quieres. Puedes enterrar tu cara en mi hombro si quieres —dijo él—. Pero no te sientas obligada —puntualizó tan rápidamente que Sandy se sintió de inmediato a gusto con él.
Dieron la vuelta a la plaza, hasta la puerta de una distribuidora de cine.
—¿Has traído el cuaderno de Graham? —preguntó Roger mientras bajaban al sótano.
—Maldita sea, sabía que me olvidaba de algo. Los gatos me han montado una escena esta mañana. No sé qué les pasa.
—Te podría hablar de algunos de los nombres del cuaderno. Harry Manners era un actor de carácter. Debe de andar por los setenta. Y Leslie Tomlison será aún mayor. Era especialista antes de que apareciera el sonoro. Debí pedirte que me leyeras los nombres cuando me llamaste —dijo mientras entraban en la sala de proyección.
No sólo el suelo estaba tapizado en rojo, sino también las paredes y las butacas. Había unas veinte personas, la mayoría hombres. Algunos dejaron de charlar para saludar a Roger.
—Quizá podamos empezar ya —gruñó alguien en la primera fila.
Era un viejo de afilada nariz venosa, ojos protuberantes y grandes orejas que recordaron a Sandy las asas de una jarra. Roger la siguió hasta la segunda fila y señaló con la cabeza al hombre.
—Len Stilwell, del Daily Friend —murmuró.
En cuanto empezó la proyección, Stilwell comenzó a hurgarse en el regazo mientras miraba la pantalla, en la que aparecía una actriz de enormes pechos. Sandy pensó que se estaba ajustando el pene cuando se dio cuenta de que estaba garabateando unas notas. Un vampiro con el pelo engominado como Lugosi hundió los dientes en el pecho izquierdo de la mujer, que se desinfló con un siseo de desaprobación. Un hombre soltó una risotada. Lo siguieron otros dos, mientras Roger miraba a Sandy rechinando los dientes.
Sandy pensó que si había un público para aquella película, no hubiera querido que fuesen vecinos suyos. Se rio un poco cuando un vampiro se dejaba la dentadura postiza clavada en el cuello de su víctima, pero incluso eso le produjo la sensación de que se ridiculizaba algo por lo que ella sentía nostalgia. Un patoso doctor llamado Alzheimer fallaba el golpe una y otra vez al intentar atravesar corazones de vampiro a martillazo limpio con sus estacas, llenándolo todo de sangre. Sandy sintió que Roger se avergonzaba ante ella. Cuando la película intentó convencerlos de que los ojos fuera de sus órbitas eran cómicos, Sandy apartó la mirada de la pantalla y dio unas palmaditas en el brazo de Roger para darle ánimos.
—¡Qué alivio! —dijo ella al ver que la sangre goteaba sobre la pantalla hasta formar la palabra FIN.
Stilwell se volvió y la miró con sorna.
—Otra maldita película de terror.
—¿Es eso lo que va a escribir?
Sandy hizo el comentario en tono coloquial, pero él pareció ofenderse.
—¿Puedo preguntar quién es usted? ¿Dónde escribe?
—Soy Sandy Allan, de la Metropolitan, y este señor es Roger Stone, autor de varios metros de libros de cine.
—Bueno, unos pocos —dijo Roger—. Quizá le suene Escenas de ducha.
Stilwell levantó la nariz con arrogancia.
—¿No escribió usted Hitler en el cine: Retrato de un payaso? Hay quien diría que es un libro de pésimo gusto.
—Quizá, pero no el mío. Piense en la forma en que ha sido retratado en el cine.
—Yo sólo escribo críticas para el público. No tengo tiempo para sutilezas. Ni tampoco para discutir —dijo, dando media vuelta.
—Espere —dijo Sandy—. Quiero hacerle una pregunta sobre algo que escribió.
Stilwell la miró como un profesor indulgente.
—¿Qué quiere saber?
—Por qué dijo lo que dijo de Graham Nolan.
Podía haberse referido al tributo —el tono era neutro—, pero al instante las orejas de Stilwell enrojecieron intensamente.
—¿Por qué le preocupa eso?
—Porque era un amigo muy personal.
—¡Oh, no, otra que piensa que era infalible! Solo era un obseso del cine, ¿sabe? Dios Santo, todos podemos cometer errores.
—Sí, pero no Graham en este caso —intervino Roger—. Sandy me describió la escena que vio su amigo, y no hay nada parecido en ninguna otra película.
—Supongo que ha visto usted todas las películas del mundo.
—He visto todas las películas de Karloff, y pretendo ver también ésta. Estoy preparando un libro sobre los trabajos de actores norteamericanos en producciones extranjeras.
—Decida primero si son inglesas o extranjeras. —Stilwell bajó la voz mientras los asistentes remoloneaban por el pasillo para seguir la conversación—. Vamos a dejarlo, ¿de acuerdo? Ninguno de nosotros va a probar nada, y aunque esa película existiera, no le iban a permitir emitirla.
—Yo no decido lo que se emite —dijo Sandy—. Soy montadora, y voy a probar que Graham tenía razón.
—¿Quién la ha dejado entrar? Esta proyección era exclusiva para la prensa —dijo Stilwell para que todo el mundo lo oyera—. Si yo fuera usted, me largaría de aquí antes de llamar demasiado la atención.
—Parece que eso ya lo ha hecho usted por mí —dijo Roger—. Díganos el nombre que omitió en su artículo y lo dejaremos en paz.
—No tengo la menor idea de qué me está hablando —le espetó Stilwell, que respiraba con tal fuerza que las ventanas de su nariz se habían vuelto blancas.
—Usted escribió que los derechos de La torre del miedo pertenecen a alguien. ¿A quién?
—¿Y yo qué sé? —La mirada que dedicó a Roger para demostrar su buena fe pareció rebotar contra él—. ¡No se me quede mirando! —Chilló entonces—. Compórtese con un poco de educación en un país que no es el suyo. En cuanto a usted, señorita Allan, recuerde que tenemos leyes que protegen la propiedad privada.
—Pero que no me impiden demostrar que la película existe.
Stilwell dio media vuelta, con las orejas ya escarlata, y salió de la sala a grandes zancadas.
—No tenía que haber dicho eso —reconoció Sandy.
—Yo no tendría que haberme picado. Pero… valiente hijo de perra es. No soporto a estos tíos que escriben lo primero que se les ocurre sin importarles una mierda y miran por encima del hombro a cualquiera que sí le da importancia. Y que alguien así me quiera hacer creer que está más informado que Graham cuando él no puede defenderse… —Roger se golpeó la palma de la mano con el puño y sonrió a Sandy como disculpándose—. Pensarás que me lo tomo demasiado a pecho.
—Ni hablar —le aseguró Sandy, aunque la vehemencia de su reacción la había desconcertado un poco—. Creo que has actuado admirablemente. Podemos dar vueltas a lo que deberíamos haberle dicho, pero esta vez no se puede repetir la escena. Vamos a tomar una café. Tengo que volver al trabajo.
Salieron de Soho Square, pasaron por las Columnas de Hércules, y fueron a sentarse en una mesa a la puerta de un pub.
—Por teléfono me dijiste que habías ayudado a Graham a buscar la cinta —dijo Sandy.
—No hice apenas nada. Hablé con algunas personas.
—¿Alguien que yo pueda conocer?
—Jack Nicholson. —Roger guardó silencio mientras la camarera se deshacía en elogios sobre el actor, y cuando se retiró continuó hablando—. Pasamos un buen rato charlando. Me recordó mis propios tiempos de bala perdida, pero no pudo contarme mucho. Sólo que durante el rodaje de El Cuervo, en el que había coincidido con Karloff, habían comentado en una ocasión que los niños irían encantados a verla a Estados Unidos, puesto que aquí no les estaba permitido a los menores de dieciséis años. Entonces Boris le había dicho que había una película suya que afortunadamente había sido prohibida.
—Refiriéndose a La torre del miedo.
—Supongo. Entonces hablé con Ed Wood. Había rodado una película narrada por Lugosi. Quizá sepas que, de acuerdo con su médico, Lugosi había acabado dependiendo de la morfina a causa de la ansiedad. Según me contó Wood, Bela le había confesado haber hecho una película en Inglaterra que le había producido un terrible sufrimiento. Puede que fuera simplemente porque aquella película frustró irremisiblemente su carrera en este país, pero hablé de ello después con Peter Bogdanovich, y en su opinión aquélla no era toda la historia.
—¿Le preguntó a Karloff?
—Sí. Cuando estaban rodando Targets. Me imagino que la conversación sería una especie de competición de tacto y buena educación, pero el hecho es que tan solo sacó en limpio que Karloff no quería hablar de la cinta, ni tampoco del director, Giles Spence. No sé si te das cuenta de que Spence murió la misma semana que concluyó el rodaje. En un accidente de coche por algún lugar del norte.
Un golpe de aire que provenía del interior del local llevó hasta ellos un olor a panecillos calientes que hizo estremecer a Sandy.
—Estoy empezando a darme cuenta de lo poco que sé sobre esa película. ¿Por qué crees que a todo el mundo le disgustaba tanto?
—Debió de ser porque se realizó en un mal momento. Por aquellas fechas se produjo algún tipo de debate en vuestro parlamento que quiero investigar. Así soy yo, pienso bien, pero pienso tarde. Dios, ojalá hubiera ido aquella noche a casa de Graham. Quizás hubiera llegado a tiempo.
—Sé cómo te sientes.
—No es que piense que hubiera conseguido algo más que tú —aclaró él con tal precipitación que Sandy se inclinó sobre la mesa y le dio un beso—. Bueno, gracias —balbució.
—Sólo ha sido para que sepas que comprendo lo que querías decir.
—Bien. Yo también. Quiero decir… —intentó aclarar él, desistiendo cuando ella le sonrió.
—Tengo que irme al trabajo en unos minutos. Quería preguntarte si sabes algo sobre el argumento de la película.
—Según Graham, Karloff interpreta a un aristócrata que posee una especie de tierra maldita, y Lugosi llega a Inglaterra para investigar la muerte de su cuñado en ese mismo lugar. Normalmente es el monstruo el que llega de fuera, es una especie de invasor. Acuérdate de Drácula. Spence debió granjearse bastantes enemistades por hacer a su monstruo inglés. Especialmente en los años que precedieron a la guerra.
—¿Era ése el argumento de la novela original?
—¿En lo alto? Quizá. Tengo entendido que es casi tan difícil de encontrar como la película.
Sandy sintió que una brisa helada le abrazaba los tobillos y se levantó.
—Tengo que irme.
Él la acompañó por Oxford Street y vaciló cuando se mezclaron entre la muchedumbre de Oxford Circus.
—¿Quieres que comentemos las notas de Graham por teléfono o te apetece que las repasemos en mi casa?
—Es la mejor propuesta que he recibido desde hace semanas. ¿Qué tal el jueves por la noche?
—Perfecto.
—Te llamaré antes —dijo Sandy, y se quedó mirándolo mientras desaparecía por la escalera del Metro.
Cuando Lezli le dijo que parecía satisfecha consigo misma, Sandy se preguntó por qué no estaba más tranquila. Debía de ser que le bullían en la cabeza un montón de preguntas sin respuesta. Incluso mientras volvía a su casa paseando por Queen’s Wood se sintió tensa, sobre todo cuando empezó a oír llorar a un niño en la penumbra. El sonido provenía de delante de ella, y cuando llegó a la casa comprendió que había estado oyendo a la niña de sus vecinos.
—Ya estamos en casa —dijo su madre mientras empujaba el cochecito en el vestíbulo.
—No estaba enfermo, cariño —aseguró el padre a la pequeña—. Sólo era un señor que estaba durmiendo en la hierba.
Guiñó un ojo a Sandy, lo que le hizo pensar que habrían visto a algún vagabundo. Pasó por delante del cochecito y cosquilleó a la niña en la barbilla hasta hacerla sonreír. Mientras subía las escaleras pensó que era extraño que la niña se hubiera asustado tanto. En fin, los niños son así, se dijo, y ella tenía ya bastantes cosas en qué pensar. En cualquier caso, lo que hubiera visto la pequeña no tenía nada que ver con ella ni con la película.