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Creyó que iba a quedarse allí petrificada hasta que saliera el sol, incapaz de soltar las cortinas y apartar la mirada, temerosa de perder de vista por un momento la esquelética figura, temerosa de pensar por qué. Todo lo que podía pensar era que los espantapájaros no tenían manos, de modo que aquél no podía estar agarrado a la barandilla con lo que fuera que tenía al final de los brazos. Si encendía la luz principal de la habitación, iluminaría la parte del jardín en la que estaba la figura. La luz de la lamparilla no pasaba de la ventana y, más que iluminar el exterior, lo oscurecía, pero lo poco que podía ver la mantenía clavada al suelo, sin dejarla correr hacia el interruptor.

La figura se mecía ligeramente hacia adelante y hacia atrás, como si se preparara para saltar. Algo parecido a una melena brotaba hacia la parte posterior de su enredada cabeza. Quizás aquello estaba danzando al viento como si celebrara su desesperación. ¿Y no se estaba moviendo una parte de su cara? Sandy luchaba por abrir las manos, ordenándoles que la apartaran de la ventana y encendieran la luz, cuando sonó el teléfono.

—¿Sí? —dijo con voz temblorosa.

—¿Señorita Allan?

Era una voz masculina, y Sandy supo que ya la conocía.

—Sí, soy yo —dijo bruscamente, mientras alcanzaba el interruptor de la luz y lo accionaba—. ¿Con quién hablo?

—Hablamos hace poco. Supongo que lo recordará.

El hombre parecía ofendido por su poca memoria. Por un momento Sandy creyó que era lord Redfield, y descubrió que inconscientemente un ruego desesperado tomaba forma en su mente: «Haga que se vaya». Estaba desvariando, pensó. No podía ser Redfield, y aun en el caso de que fuera él, ¿qué podía hacer para ayudarla?

—¿De qué hablamos? —dijo ella con aspereza.

—De mi padre —contestó la voz, antes de añadir con tono resentido—: Mi padre, Norman Ross.

—Norman Ross, ah, sí. —Había sido el ayudante de montaje de La torre del miedo, el primero de los contactos que había conseguido hacer, y que había resultado infructuoso por la negativa de su irritable hijo a dejarle hablar con él. Todos aquellos pensamientos sonaban muy lejos en su cabeza, porque había regresado junto a la ventana y miraba una y otra vez la barandilla del jardín. No había ningún espantapájaros. No había nada—. No me dejó usted hablar con él —dijo con un esfuerzo agotador.

—Ya le dije por qué en su momento. No quería que se alterase más de lo que ya estaba.

Lo que fuera que había visto en la barandilla no podía entrar en la casa, y tanto podía haber sido un perro callejero de gran tamaño como un espantapájaros. Pero tenía que concentrarse en la llamada telefónica.

—¿Y ahora va a dejarme verlo? —preguntó.

—Me temo que no. Murió hace unos días.

—Oh, Dios mío —murmuró, sin saber qué decir, pero resentida porque le hubiera negado anteriormente la entrevista. Seguía mirando la espesura, pero no conseguía ver nada que no pudieran ser movimientos naturales del follaje—. Lo siento —dijo mientras se preguntaba por qué la habría llamado.

—Sigo pensando que hice bien en impedirle hablar con él. Los nervios de mi padre estaban destrozados. Me imagino que ya no importa que le diga que fue eso y su corazón lo que lo mató.

—Lo siento de verdad, ¿pero por qué me lo cuenta?

—Estoy intentando decirle que quizá me equivoqué al impedir que le diera a usted lo que al parecer les obsesionaba a los dos. No puedo dejar de pensar que si no lo hubiera hecho quizá mi padre siguiera vivo. Poco antes de morir me pidió que la buscara, y eso es lo que he hecho.

Sandy recorrió una vez más con la vista la espesura y se apartó de la ventana para descansar de tanta oscuridad en movimiento.

—Lo siento —dijo mientras se sentaba en la cama—, pero no entiendo por qué.

—Porque él tenía la película que usted está buscando con tanto interés.

Sandy cerró los ojos y contuvo el aliento.

—¿Tenía?

—En una caja de seguridad en su banco. Comprenderá que yo no sabía nada.

Ella apretó el puño y lo descargó sobre la cama con fuerza.

—¿Y dónde está ahora?

—Bueno, sigue allí. Dadas las circunstancias, espero que venga a recogerla lo antes posible.

—Perdóneme, he olvidado dónde viven ustedes.

—Cerca de Lincoln.

—Ya recuerdo. —No muy lejos de Redfield, se dijo, y rechazó el pensamiento de que era más cerca de lo que hubiera deseado—. Déjeme tomar nota de la dirección —dijo, y después de hacerlo añadió—: No creo que pueda escaparme del trabajo en toda la semana. ¿Le parece bien que vaya el sábado?

—Tendrá que ser así, si no puede venir antes. El banco cierra a las doce.

—Estaré a primera hora. —Esperó que sus palabras no parecieran descorteses; era evidente que el hombre estaba hablando con ella contra su voluntad—. ¿Le importa que le pregunte si alguien más sabe que tiene usted esa película?

—Yo no la tengo, la tiene el banco. No quiero saber nada de ella, se lo aseguro —dijo, y añadió con mayor resentimiento—: Mi padre me pidió que no informara a nadie más que a usted, y he respetado su deseo, evidentemente.

—Se lo agradezco mucho. Casi no puedo esperar a que llegue el sábado.

—Sí —dijo él intentando parecer más amistoso, pero sin conseguirlo.

Tras colgar, Sandy se quedó mirando el teléfono con expresión de felicidad, y se dejó caer sobre la cama, con los brazos y las piernas extendidos. Deseó que Roger ya estuviera en su casa para poder contárselo. Se quedó un rato mirando el techo y relajándose, y por fin se levantó y echó las cortinas. Se sentía tan a gusto consigo misma que ni siquiera se molestó en mirar hacia la oscuridad.