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Así que, después de todo, tendría que volver a Redfield. Si era necesario, obstruiría la carretera donde empezaba el descenso hacia el bosque. Aunque sentía rabia y frustración, tenía que dar las gracias a la policía. Al menos Roger no estaría en peligro mientras siguieran con la caravana. De todos modos, ya no debía correr peligro. Si hubieran sospechado de él, ya habrían vuelto a dejarlo en la carretera. Roger debía de haberse dado cuenta de que no podía emplear la misma táctica que ella. Dio media vuelta al coche y se alejó hacia el sur, sintiéndose más vigilada que nunca, incluso después de desaparecer los coches de policía en el horizonte. Al menos podría decir a Roger cuando se encontrasen que ya tenía la película de Giles Spence en su poder.
Encontró una cabina telefónica en un pueblo tan pequeño que no aparecía en el mapa y llamó al hijo de Norman Ross.
—He venido cerca de Lincoln antes de lo que esperaba. Siento no haberle avisado antes, pero sólo quería…
—Le aseguro que cuanto antes se lleve esa película, antes me quedaré tranquilo. ¿Cuándo pensaba venir?
—¿Podría ser hoy?
—Depende de cuándo. Si puede estar aquí media hora antes de que cierre el banco se lo agradeceré.
—Haré todo lo que pueda.
—Eso será suficiente. —Tan pronto como le dio la dirección, el hombre cortó la comunicación, posiblemente para que no se entretuviera más. Los comentarios sobre la película aparecidos en el Daily Friend debían de haberlo puesto nervioso, pero ella no tenía por qué preocuparse.
Siguió avanzando hacia el norte, rumbo a Lincoln. La catedral surgió en el horizonte como una corona de piedra sobre los campos de trigo. Al poco rato vio las ruinas de un castillo normando rodeado de calles del color de los campos. También había ruinas romanas, y al verlas Sandy no pudo evitar recordar la narración romana de la historia de Redfield. Tenía que llegar antes que Roger, y ahora ya era tanto por él como por sí misma.
Una calle secundaria atestada de estudiantes la detuvo por unos minutos. El río centelleaba en el espejo retrovisor, y al frente vio la agencia de seguros que estaba buscando. Mientras aparcaba golpeando las ruedas contra el bordillo, un hombre alto, de vientre prominente y rostro alargado, salió como una exhalación del edificio.
—No puede aparcar aquí —le dijo.
—Sólo he venido a recoger a una persona.
—¿La señorita Allan? En ese caso, espere un momento. —Gritó a alguien en el interior que tardaría como una hora y se deslizó en el coche junto a Sandy—. Por favor, arranque. Yo le indicaré.
El hombre la condujo a través de Lincoln, por callejuelas empedradas entre casas de aspecto tan antiguo como la capilla de Redfield.
—Siento lo de su padre —dijo Sandy.
—Ah sí. Creo que la causa de su muerte estaba en él. Su imaginación seguía intacta, pero no la habilidad de sus manos. Las nuevas técnicas lo barrieron a un lado para dar paso a los jóvenes profesionales como usted. Yo no he heredado su imaginación, y no me duele en absoluto.
—Eso es obvio.
—Gire a la izquierda. No quiero morir como él, ¿sabe usted?
Otra calleja pasó a su lado como una sombra alargada flanqueada por casas con relieves de aspecto misterioso.
—¿Cómo fue? —preguntó Sandy por fin, aunque reacia a mantener aquella conversación mientras conducía.
—De los nervios. La única explicación que encuentro es que de algún modo se sentía culpable por tener la película, pero no se decidía a destruir lo que podía ser la única copia restante. Después de su muerte pensé en destruirla yo mismo, y lo hubiera hecho de no ser por su expreso deseo de que se la diera a usted.
—Siento no haber podido recogerla antes.
—Yo también —dijo él con tanta frialdad que parecía culparla a ella, más que así mismo—. Pasó sus últimos días aterrorizado, repitiendo que lo espiaban. Aquí, aparque aquí.
Sandy entró en el aparcamiento e hizo marcha atrás en un espacio libre, girando el volante con nerviosismo.
—¿Espiado por quién? ¿Se lo dijo?
—Por sus propias dudas, supongo. Posiblemente por los recuerdos. Decía que se había sentido vigilado durante el montaje de la película, aunque no sé si se deben tomar muy en serio sus palabras. Mi esposa tuvo que pedirle que no exteriorizara sus miedos, pues estaba empezando a asustar a nuestra hija pequeña. Al final no podía soportar la presencia de su perrito, y tuvimos que decir a la niña que no entrara en su habitación, porque había empezado a decir que un perro o algo así entraba por las noches y se pasaba horas mirándolo desde los pies de la cama, agarrado a los barrotes. Me temo que su imaginación estaba ya fuera de control. Durante la última semana, por alguna razón, ni siquiera permitía que pusiéramos flores en su habitación. Aquí está el banco.
El interior del edificio era tan moderno en comparación con el exterior que parecía irreal. Ross se acercó con paso rápido a una ventanilla de información y apretó un botón mientras Sandy lo seguía, debatiéndose con unas preguntas que no podía hacerle allí y que le daba miedo incluso formular. Un empleado se acercó a la ventanilla y reconoció a Ross, que le enseñaba una llave. Cuando abrió la puerta de seguridad, Sandy hizo ademán de pasar, pero Ross frunció levemente el entrecejo.
—No tardaré.
Sandy se sentó en una silla junto a una mesa en la que alguien había dibujado una cara esquemática casi invisible por las tachaduras que la cubrían. La cola de clientes avanzaba lentamente mientras las luces de las ventanillas se iban encendiendo; se oía el furioso tecleo de una máquina de escribir. Antes de lo que esperaba, Ross apareció al otro lado de la gruesa puerta de cristal, con una caja de cartón en la mano. Al levantarse Sandy, el empleado la miró. Por un momento ella pensó que miraba a algún sitio a sus espaldas, o a algo que se le hubiera caído bajo la mesa, pero todo lo que vio allí fue una sombra rectangular. Se acercó a ellos al abrirse la puerta con un zumbido.
—Vamos directamente a su coche —murmuró Ross.
No debía querer que nadie lo viera con la película. Su aire intrigante hizo que Sandy mirara a su alrededor al llegar al aparcamiento. Se dirigió con pasos inquietos al maletero del coche y esperó con excesiva ansiedad a que ella lo abriera. En cuanto hubo depositado la caja en su interior, se limpió las manos con un pañuelo. Debía de tener las palmas húmedas por el nerviosismo.
Sandy miró la caja cuadrada de cartón sellada con una gruesa cinta adhesiva marrón. Era lo suficientemente grande para contener dos bobinas, pero de repente tuvo una idea grotesca. ¿Y si después de todo la caja estaba vacía, o su contenido no era el esperado? La hubiera abierto allí mismo, pero Ross estaba golpeando nerviosamente el suelo de cemento con un pie. Sandy cerró el maletero, subió al coche y arrancó, temiendo atropellar a un perro que acababa de deslizarse bajo unos coches cercanos.
—¿Quiere que lo deje en su oficina? —preguntó.
—Pensé que querría asegurarse primero de que la película es realmente lo que usted supone.
Parecía resentido.
—Lo haré tan pronto como pueda —le aseguró Sandy.
—Entonces, suponiendo que no tenga nada mejor que hacer, puede hacerlo ahora. Un amigo de mi padre está restaurando un cine, y solía dejarle ir a ver películas. Hablé con él después de que usted me llamara. Él le proyectará la película.
—Aparte de su familia, creía que nadie tenía conocimiento de esto.
—Al parecer mi padre le había confiado el secreto, y desde hace mucho tiempo desea ver la película. Por supuesto, mi padre le hizo jurar que guardaría el secreto, pero yo le he pedido que volviera a hacerlo, por usted, ¿comprende? Yo no la veré. Cruce el puente.
Sus indicaciones se volvieron más impacientes según salían de la ciudad antigua y se adentraban en la parte moderna. Sandy notó que su nerviosismo iba en aumento. Sin previo aviso, Ross soltó con rapidez su cinturón de seguridad.
—Pare. Aquí es.
El cine formaba una esquina redondeada entre dos calles. Con la delgada línea de ventanillas paralelas a la marquesina, el edificio la hizo pensar en un viejo yelmo por el que no se puede ver nada. Bajo la marquesina había tres puertas oscurecidas por viejos carteles de circos, conciertos y algún tipo de festival. Ross golpeó el cartel del festival, con un ritmo que parecía un código secreto.
Un viejo que parecía un payaso con el pelo lleno de polvo, pero que tenía la boca sin pintar, abrió la puerta que daba al sombrío vestíbulo.
—Ésta es la señorita Allan —dijo Ross, ya retirándose—. Tengo que volver a la oficina.
El hombre se frotó las manos en el arrugado traje, salió a la calle con rapidez y cerró la puerta tras de sí. Los ruidos de las obras en el interior cesaron.
—No me dijo que vendría usted tan pronto. Están acabando un trabajo en este momento. Los echaré en cuanto pueda. Mientras tanto, ¿quiere pasar a la oficina y tomar un té?
—¿Le importa que traiga la película?
—Preferiría que no se enterasen, por si acaso… Bueno, por si acaso.
Su cautela era comprensible, pero su vaguedad resultaba tan desconcertante como lo había sido su apariencia, a pesar de que Sandy veía que era el polvo del yeso lo que le daba aspecto de payaso y acentuaba las arrugas de su rostro.
—Entonces creo que esperaré en el coche —dijo ella.
Estuvo un rato sentada en el interior e intentó escuchar la radio, pero algún tipo de interferencia sumergía las voces de la emisión en un mar de electricidad estática, así que decidió salir. Pasó media hora apoyada en el capó del coche y contemplando la calle con toda la calma que pudo reunir; vio a los primeros niños salir de la escuela corriendo como conejos espantados por el timbre de salida, poco antes de que todos los demás los siguieran. Finalmente perdió la paciencia. No le iba a ocurrir nada a la película mientras no perdiera de vista el coche. Buscó en el bolso la nota que Toby le había dejado en la Metropolitan con su nuevo número de teléfono y lo llamó desde una cabina. En el escaparate de la tienda de animales de enfrente, un cachorro de perro saltaba sin cesar.
—¿Cómo va todo?
—La vida tiene que continuar, y al menos tengo amor. —La voz de Toby sonaba soñolienta, como si acabara de despertarse, pero feliz—. ¿Y tú, cómo estás?
—Creo que no puedo quejarme. Pero hay algo que quiero que sepas, aunque de momento es estrictamente confidencial. He encontrado la película de Graham.
—¡Bravo! Sabía que si alguien podía hacerlo eras tú. Gracias, cariño. Y te lo digo también en nombre de Graham.
Cuando se quedó sin cambio se puso a caminar calle arriba y calle abajo, entre casas y tiendas de barrio, sin alejarse nunca más de unos cientos de metros. Tenía la incómoda sensación de estar atada con una correa. La gente iba llegando del trabajo a sus casas y sacaba a los perros a pasear. Sandy empezó a arrepentirse de haberse entretenido, aunque tampoco quería llegar a Redfield con demasiado adelanto sobre la caravana de Enoch. Mientras las fangosas sombras salían reptando de debajo de los edificios, dos hombres cubiertos de polvo blanco miraron al exterior desde las puertas de cristal del cine. Luego salieron y se quedaron bajo la marquesina, charlando y sacudiéndose el polvo, hasta que un tercero surgió de la penumbra para reunirse con ellos. Los tres se alejaron en una camioneta y el hombre que había abierto la puerta a Ross salió al encuentro de Sandy.
Se había lavado, pero el polvo que quedaba en sus sienes le daba aspecto de llevar una peluca, y todavía quedaban fragmentos de yeso en los pliegues de su jovial rostro, que parecía haber sido más carnoso en otros tiempos.
—No me he presentado —dijo mientras le estrechaba la mano con suavidad—. Soy Bill Barclay. Suena a nombre de banco, ¿verdad? En fin, bienvenida al Coliseum.
—¿Puedo traer ya la película?
—Claro, por supuesto. Los proyectores están preparados, y yo también, desde hace semanas. No le voy a decir que esto sea un prodigio de comodidades, pero creo que se sentirá razonablemente confortable. He adecentado unos cuantos asientos para los amigos hasta que pueda abrir al público.
—¿Entonces estaré sola?
—Desde luego, no se preocupe. Esto es un secreto entre nosotros, como lo fue para el pobre Norman. —Se mantuvo cerca de Sandy mientras abría el maletero y cogió la caja antes de que ella pudiera hacerlo.
—Espero que vuelva a ver mi cine cuando esté arreglado —dijo Barclay mientras se dirigía con paso apresurado hacia las puertas de cristal.
Empujó la puerta con el hombro y la sostuvo para dejar pasar a Sandy. La tarde iba descendiendo los escalones que conducían a la entrada. Sandy vio el interior del vestíbulo al mismo tiempo que percibía su olor: polvo de yeso y ladrillo. El yeso de las paredes había sido levantado, seguramente para inyectar algún aislante. Junto a las paredes había montones de escombros, y en un extremo se levantaba una oficina acristalada tan cubierta de polvo que no se veía nada a través de los cristales. Una doble puerta conducía a la sala y al fondo de un pasillo se veía otra que estaba abierta y que dejaba escapar una rendija de luz.
—Venga aquí un momento —dijo Barclay.
La puerta abierta era la de su despacho. Una bombilla desnuda brillaba sobre una mesa sobre la que dejó la caja, resoplando y enjugándose el sudor de la frente con el dorso de la mano. Cogió una linterna de encima de un fichero oxidado y la sacudió con fuerza.
—Servirá —dijo—. La conduciré a su asiento cuando lo desee.
Barclay ya estaba en el pasillo, haciéndole señas de que le siguiera con una premura realmente exagerada. O estaba ansioso por ver la película, o por no dejar las bobinas solas mucho tiempo, o ambas cosas. Atravesó el vestíbulo y abrió la doble puerta. Los trozos de yeso crujían bajo sus pies. Sandy fue tras él y vio cómo recorría la sala con el haz de luz.
Una moqueta roja que parecía empapada en barro había sido retirada de las paredes y apilada en rollos contra los asientos. Había montones de escombros por todas partes. Los trozos de yeso amontonados bajo la pantalla, flanqueaba por dos pálidos gigantes, formaban una barrera que la luz de la linterna no pudo traspasar mientras Barclay conducía a Sandy por el pasillo central hasta unas butacas cubiertas por un plástico. Al ir a levantarlo, tropezó con la moqueta y dejo escapar un gruñido.
—No pensé que el polvo llegara hasta aquí, pero preferí tomar precauciones. Ilumíneme mientras salgo. Espero que le guste la película.
Sandy le tendió una alfombra de claridad por el pasillo mientras él ascendía la suave pendiente. Se repitió que Barclay debía de estar ansioso por empezar la proyección, y no porque temiera que se apagara la luz. La doble puerta se cerró sordamente y Sandy se quedó sola mirando el rastro de huellas grisáceas. Recorrió la sala con la linterna. Cuando Barclay había hecho lo mismo al entrar, Sandy había pensado que quizá lo hiciera para ahuyentar a algún animal, pero pensó que de haber ratas se lo hubiera advertido.
Se arrellanó en la butaca, que olía a metal y a tapicería vieja, y dirigió el haz de la linterna a las paredes que enmarcaban la pantalla. A aquella distancia la luz apenas conseguía horadar la oscuridad, pero pudo ver que las figuras que se alzaban a ambos lados de la pantalla eran unas florecientes gavillas de grano, motivo que a buen seguro le había parecido al arquitecto lo suficientemente romano como para hacer honor al nombre del cine. Su presencia inquietó a Sandy, y la hizo mirar atrás para ver quién la observaba. Por supuesto era Barclay, desde la cabina de proyección. Le hizo un signo con el pulgar hacia arriba y desapareció de la ventanilla. La función iba a comenzar.