31

Por la mañana el olor había desaparecido. Un delicioso aroma a tostadas llegaba hasta la habitación. Sandy descubrió que había vuelto a dormirse y corrió al baño sin apenas mirar el pasillo. Quería haber llamado a Roger a primera hora, tan pronto que si estaba en Londres tuviera que estar necesariamente en su piso. Siempre que no hubiera dormido en otro lugar. Volvió a su habitación y marcó el número, haciendo galopar sus dedos en la mesilla de noche mientras escuchaba repetirse los pitidos hasta la saciedad. Al final colgó el auricular delicadamente. No sabía a qué estaba jugando Roger, pero no estaba dispuesta a seguir esperando. Se prometió a sí misma que aquél sería su último día en Redfield.

Se puso una camiseta y un mono vaquero y bajó al vestíbulo. La recepcionista la saludó con voz cálida, si bien lenta.

—Le servirán el desayuno cuando desee —dijo, y Sandy no fue capaz de salir sin comer algo, teniendo en cuenta que lo estaban haciendo especialmente para ella. Había comida suficiente para dos personas. El tocino y los huevos estaban servidos sobre sendas rebanadas de pan frito, tan gruesas como las tostadas que acompañaban el desayuno. Al pensar que aquélla sería su última oportunidad de degustar el pan especial de Redfield, Sandy decidió permitirse el lujo, y estuvo a punto de dejarse convencer cuando la camarera le preguntó si quería más tostadas.

—¿Duermen aquí todos ustedes? —preguntó en cambio.

—Sí, señorita. En la planta baja.

Quizá se hubiera confundido, y los ruidos habían procedido de allí, o de cualquier otro lugar. Incluso podían haber sido causados por algún fallo de las cañerías; aquello hubiera explicado el olor. Tampoco importaba, puesto que Sandy se iba. Cuando subió perezosamente a la habitación a lavarse los dientes, se sintió demasiado llena para sentarse al volante en seguida. Le vendría bien un paseo, sobre todo porque iba a pasarse en el coche la mayor parte del día.

No pudo moverse con la suficiente rapidez para esquivar a la recepcionista, que repitió la misma pregunta que ya le había hecho la camarera.

—¿Se quedará a comer?

—Me parece que no —dijo Sandy, y recibió como respuesta una mirada de cortés escepticismo mientras se dirigía a la salida. De acuerdo, el día anterior también había dicho que no pensaba quedarse a cenar, pero esta vez era definitivo—. Ya veréis —murmuró con voz lo suficientemente baja para que las mujeres que cuchicheaban en la puerta de la tienda más cercana no pudieran oírla. Todas le dieron los buenos días, como si la estuvieran invitando a participar en la conversación. Sandy no pudo imaginarse una vida satisfecha dedicada simplemente a cotillear y a hacer compras.

Fue andando hasta Semilla de Vida y llamó a la recepcionista con unos golpecitos en la ventanilla.

—Nadie ha preguntado por usted, señorita Allan —dijo la joven con sonrisa de caballo. La mitad del tiempo que había perdido era su culpa, pensó Sandy, por creer que significaba algo para Roger. Le estaba bien empleado por hacerse tantas ilusiones de lo que había sido una aventura de una noche, por no darse cuenta de que aquello era lo que necesitaba. Al menos estaba aprendiendo unas cuantas verdades sobre sí misma.

El paseo la hizo sentirse más ligera, aunque no rebosante de energía. Salió por la puerta de las visitas y vio el cementerio, que se extendía paralelamente a la fábrica, hacia los campos. Le pareció un buen lugar para un último paseo y para disfrutar de un rato de soledad con sus pensamientos. Salió del recinto de la fábrica y se dirigió hacia el camposanto.

La iglesia era de estilo gótico temprano: muros austeros y ventanas de tracería bajo afiladas ojivas. Al ver la extensión del cementerio, llegó a la conclusión de que la iglesia debía de haber sido construida sobre un edificio más antiguo. Con un sentimiento de nostalgia, se puso a vagar entre las tumbas.

Los jóvenes que había visto el día anterior habían desaparecido, después de acabar lo que parecía un trabajo bien hecho. El césped estaba bien cortado y las parcelas escrupulosamente limpias. No había árboles, sólo arbustos cuyas sombras recortaba el sol. Había flores en todos los jarrones, y coronas que parecían frescas apoyadas contra algunas lápidas. Mientras recorría los senderos de gravilla, Sandy fue leyendo las inscripciones: «Polvo eres, y en polvo te convertirás», «Volvió a casa», «Lo que siembres, recogerás». Muchos de los epitafios aludían a labores del campo, como era de esperar. La mayoría de las parcelas eran familiares, pero observó que apenas había tumbas de niños o jóvenes: una prueba más de lo eficaz de la dieta local, imaginó.

Ahora se encontraba en el siglo XVIII, lejos de los muros que rodeaban el cementerio. Se apartó del sendero para examinar unas lápidas poco visibles. Se repetían las imágenes de cosecha. Algunas de las losas estaban decoradas con relieves de espigas de trigo. «Tú nos has hecho corderos para el matadero», rezaba un epitafio.

Según avanzaba, las piedras ennegrecidas tomaban un tono más verdoso. La hierba crecía en los bordes de una urna rajada, y un ángel, tan deteriorado que apenas tenía rostro, aparecía con dos manchas de musgo en vez de ojos. Más allá del ángel, las tumbas estaban señaladas por losas horizontales. Sandy se acercó a ellas sin dejar de repetirse la frase grabada en el pedestal, a los pies del ángel: «Y las bestias de la tierra no los devorarán». Había retrocedido al siglo XVII, y algunas inscripciones eran decididamente salvajes. «Él me arranca los riñones y no se apiada de mí». ¡Dios santo! Sandy pensó que aquellas tumbas debían remontarse a los años de la peste bubónica. Saltó varias décadas más en el pasado. «Una bestia salvaje lo ha devorado», decía una losa con la que casi tropezó. Al parecer el ángel no lo había ayudado, aunque en realidad debió de haber sido erigido posteriormente —más de trescientos años después, calculó. Se agachó para leer la fecha, todavía más recubierta por el musgo que el epitafio. Mil quinientos algo; se acercó más: mil quinientos ochenta y ocho; eso la tranquilizó, por ser una fecha más lejana. Un par de pasos la hicieron retroceder varias décadas, hasta una inscripción que la hizo estremecer: «Él me apartó del camino y me hizo pedazos». Todavía estaba muy lejos el final del cementerio. Había allí tumbas más antiguas de lo que Sandy hubiera visto jamás, pero no creyó que mereciera la pena seguir avanzando, especialmente cuando reparó en otro epitafio: «El que se aparte de ellos será hecho pedazos», la inscripción estaba fechada en el siglo XV, en 1483, para ser exactos. La cifra no fue todo lo tranquilizadora que hubiera deseado; el pasado ya no parecía lo bastante muerto. Se volvió hacia la iglesia, el pueblo, su coche, y de repente sus movimientos se congelaron. Se agachó y leyó de nuevo la fecha mordiéndose el labio inferior. El último número estaba parcialmente cubierto. La fecha no era 1483, sino 1488— exactamente cien años antes de la anterior fecha que había descifrado.

Las inscripciones se parecían de una manera siniestra, ¿pero no podía ser una coincidencia? Apretó el paso hacia el sendero y vio otro epitafio más. Se refería a una mujer, pero el texto rezaba: «Él tenía uñas como las garras de un ave». La fecha podía ser 1433, pero las dos últimas cifras no eran exactamente iguales. La última estaba incompleta. Más adelante, otra inscripción proclamaba: «Su tierra será anegada por la sangre». La idea de seguir adelante le llenó la boca de un sabor ácido y mohoso. Volvió sobre sus pasos entre las lápidas, rogando que no fuera cierto lo que imaginaba.

Arrancó una rama de un arbusto y con ella rascó el musgo que cubría la fecha correspondiente a la leyenda que decía: «Él me apartó del camino». Aspiró profunda y temblorosamente. El año era 1538. Se levantó con torpeza y siguió caminando de tumba en tumba, ansiosa por encontrar una fecha que no encajara, que le demostrase que no había una secuencia lógica entre ellas. Pero ya sabía que «Una bestia salvaje lo ha devorado» databa de 1588, y acababa de recordar la fecha de la inscripción relativa a los riñones: 1688. El vacío entre ellas no la tranquilizó en lo más mínimo: después de todo había muchas lápidas que no había examinado. La última fecha inscrita en el pedestal del ángel era 1888, y «Tú nos has hecho corderos para el sacrificio» databa de 1838. Lo peor era pensar que Giles Spence había muerto violentamente en Redfield en 1938 —hacía exactamente cincuenta años—.

Pero ahora debía rechazar aquellos pensamientos, tenía que mantener la calma para llegar al coche y escapar. Ya habría tiempo para las reflexiones en la carretera. Apresuró el paso, obligándose a respirar lenta y regularmente, y entonces el corazón le dio un vuelco. Tres mujeres la esperaban a la entrada del cementerio.