35

Fue un alivio el tener que concentrarse en la conducción cuando entró en la autopista. Nadie la perseguía más que algún coche que se acercaba a toda velocidad por el carril exterior decidido a barrer todo lo que se interpusiera en su camino; nadie la observaba más que los camioneros, que intentaban verle las piernas desde sus altas cabinas. En Nottinghamshire desde un camión cargado de mineros le silbaron, y en Warwickshire un autocar de gigantes llenos de barro le cantó una canción de rugby. Sobre Luton vio aviones brillar en el cielo, y pensó que los pasajeros estarían viendo Londres. Por primera vez se sintió de vuelta en casa.

Salió de la autopista en la hora punta. Si se dirigía directamente al hospital, lo más probable era que no encontrase lugar para aparcar. Tomó la circular del norte rumbo a la estación de Highgate. Había olvidado que en Londres había tantos semáforos, y la mayoría de ellos parecían ponerse en rojo al verla acercarse. Por fin pudo librarse de la enervante procesión de vehículos y tomó la cuesta que descendía hacia el aparcamiento de la estación.

Cinco minutos más tarde estaba en el tren. En Warren Street cruzó apresuradamente el paso de cebra que había frente al hospital. El vestíbulo embaldosado hubiera podido ser una cueva excavada en el centro de un iceberg, de no ser por el calor reinante. Ya sabía por la sala que debía preguntar, y la enfermera que controlaba las visitas la dejó pasar.

Al cruzar la puerta de doble batiente vio todas las camas de la sala alienadas. Las cabezas vendadas charlaban de cama a cama, y brazos escayolados reposaban sobre las sábanas, pero no se veía a Roger por ninguna parte. Si lo habían cambiado de sala, ¿no sería porque estaba mejor? El ocupante de la cama del fondo, un hombre tocado con un voluminoso turbante blanco y una pierna suspendida en el aire, no podía ser Roger. Tenía un brazo escayolado sobre la cama, y el hombre que lo acompañaba se volvió hacia ella.

Sus grandes ojos oscuros no tenían por qué pertenecer al padre de Roger, pero el hombre se levantó y le hizo un gesto como disculpándose por lo que iba a mostrarle. De repente Sandy se sintió desbordada por toda la ansiedad que había reprimido durante todo el viaje de vuelta, y por un momento creyó que se iba a desmayar a causa del sofocante calor de la sala. La visión de Roger, casi irreconocible por los vendajes, la hizo darse cuenta de lo que en realidad podía haberle ocurrido, y lo insoportable que hubiera sido para ella perderlo. Sólo el pensarlo hizo que sintiera la amenaza de un dolor que podía arrebatarle la vida.

Se acercó a la cama con paso rápido, intentando tragar saliva, y el padre de Roger salió a su encuentro. Bajo su arrugada frente y sus cejas grisáceas, su anciano rostro tenía un aspecto cansado y triste.

—Usted debe de ser la señorita Allan —dijo con voz que no se parecía tanto a la de Roger como Sandy había creído por teléfono.

—Por favor, llámeme Sandy.

—Encantado. Después de que habláramos por teléfono, Roger me ha contado lo que usted significa para él. Y por su reacción durante nuestra conversación, me parece que el sentimiento es recíproco. —Le había tomado las manos y las sostenía con firmeza; sus ojos parecieron dudar—. Quiero decir que, cuando vuelva a casa, podré decirle a su madre que lo he dejado en buenas manos.

—Creo que puede hacerlo sin miedo.

—Bien, me alegro. De verdad. Y cuando Roger esté mejor, me gustaría que usted y él, bueno eh… —Una vez que había conseguido decirlo, el aplomo parecía haberlo abandonado. Le soltó las manos y se pasó la mano por la frente—. ¿Le importa que me quede por aquí o prefiere que les deje solos?

Sandy se sintió conmovida por su preocupación.

—Como usted prefiera.

Él se acercó con rapidez a la cama y se inclinó sobre Roger.

—¿Puedes ver quién ha venido, hijo? Alguien por quien me has preguntado mucho. ¿Puedes verla?

—Claro papá —dijo Roger, sonriéndole con firmeza—. No me pasa nada en los ojos. Es de lo poco que tengo intacto.

Sandy lo miró desde los pies de la cama, e hizo un gesto de preocupación. Tenía los dos brazos vendados, así como la mayor parte del torso. Roger le sonrió con cautela debido al dolor que le producía cualquier gesto, e hizo un gesto hacia la pierna escayolada.

—¿Qué te parece? —preguntó.

Su padre se incorporó frotándose la base de la columna.

—Creo que estoy olvidando las buenas maneras. Por favor, Sandy, siéntese aquí.

Ella dio la vuelta a la cama. Quería abrazar a Roger, pero no se atrevía a tocarlo por miedo a hacerle daño. Al menos no tenía nada en la cara; con la cabeza envuelta en vendajes parecía el rostro de una monja. Se inclinó sobre él y lo besó, y la punta de su lengua tocó la de ella. Notando que su padre apartaba la vista discretamente, Sandy se sentó en la silla y cogió a Roger de la mano.

—En fin, buena la has hecho.

—Así es.

Sandy no pudo evitar bromear.

—¿Qué tipo de animal te ha hecho esto?

—No te aproveches de mi situación, Sandy. Me parece que me lo he hecho yo sólito.

—Tu padre me dijo…

—Entonces estaba muy confuso —interrumpió su padre—. Estaba bajo los efectos de calmantes muy fuertes. Por lo menos es un alivio que ya le hayan rebajado la medicación, ¿verdad?

—Claro —dijo Roger.

—Por supuesto —corroboró ella al mismo tiempo. Los dedos de Roger le acariciaron la palma de la mano, dándole las gracias en secreto.

—Bien, cuéntame. ¿Qué has hecho para verte en este estado?

—No mirar por dónde iba.

—¿Olvidaste que aquí conducimos por la izquierda?

—No. Caí en un socavón, a la vuelta de la esquina de casa. Supongo que a algún niño se le ocurrió que sería una buena broma esconder la señal de peligro y la valla metálica que lo rodeaba, y me tocó a mí comprobar su profundidad.

Sandy se sintió inquieta, furiosa y a la vez desesperadamente cariñosa.

—¿Pero qué tiene que ver todo esto con una máscara?

—Ah, te lo ha contado mi padre —dijo Roger, más molesto consigo mismo que con él—. Es lo más estúpido de todo. Ni siquiera lo recuerdo del todo bien. Vi detrás de mí a un tipo que debía de ir a un baile de disfraces. Estaba oscureciendo, y supongo que por eso me pareció mucho más siniestro de lo que era. De todos modos, él fue la causa de que no viera dónde me metía, y ya ves cómo acabé.

—¿No recuerdas qué aspecto tenía?

Roger hizo una leve mueca de dolor.

—¿Importa mucho?

No tanto, pensó Sandy. No, si lo hacía sentirse peor.

—Vamos a hablar de algo más interesante —dijo él—, como por ejemplo de los resultados de tu viaje.

Su padre carraspeó.

—Si ninguno de los dos me necesitáis, creo que me voy a descansar un poco. Todavía no he tenido tiempo de recuperarme del viaje. Pero si me necesita para algo, llámeme Sandy. A ti te veré mañana, hijo. —Se detuvo un momento ante la puerta y miró hacia atrás con ansiedad antes de desaparecer.

—Te has alegrado de que viniera, ¿verdad? —dijo Sandy.

—Claro. No lo hubiera hecho cualquiera. Pero me alegro más de verte a ti. —Sus dedos se movieron entre los de Sandy—. Siento haberte hecho esperar en aquel pueblo. Hasta que me dijo que habías llamado no sabía ponerme en contacto contigo. Me he pasado dos días con el cerebro averiado.

Sus disculpas dieron a Sandy ganas de abofetearlo.

—Idiota —dijo, y tuvo que disculparse por apretarle la mano demasiado fuerte.

—Cuéntame cómo te ha ido y no me hagas mover tanto la mandíbula.

—¿No te la habrás roto también?

—No. Sólo quiero que me digas que no necesitaste mi presencia en ningún momento.

—¿En serio? Pues creo que sí. —Le cogió la mano entre las suyas y sintió su calidez a través de la fina gasa—. Redfield es un sitio extraño, tan perfecto que parece que oculta algo. Supongo que imaginé cosas que no hubiera imaginado de haber estado tú conmigo, pero no empieces a echarte las culpas, porque eso no fue todo. Cada cincuenta años se ha producido allí algún tipo de muerte violenta.

—¿Exactamente cada cincuenta años?

—Eso me pareció —dijo ella, oyendo un tono de escepticismo donde posiblemente no lo había—. Al menos yo encontré en el cementerio media docena de epitafios con fechas terminadas en treinta y ocho y en ochenta y ocho, y todos aludían a muertes producidas por algún tipo de bestia salvaje.

—¿No había ninguna de esas inscripciones que no encajara en las fechas?

—No lo sé. Al menos eso me pareció.

—¿No es posible que en otros tiempos hubiera gatos monteses o lobos en la zona? Sólo quiero decir que es posible que ese tipo de muerte no fuera tan extraña.

—Supongo que no.

—Pero descubriste que se habían producido unas muertes de esas características cada cincuenta años. ¿Durante cuánto tiempo? ¿Trescientos años, por ejemplo?

—No cada cincuenta. Había lagunas. —Sandy se sentía furiosa, no tanto con Roger, allí tendido como un detective postrado en cama, sino consigo misma, por la forma en que todo lo que horas antes le había parecido tan misterioso y aterrador, parecía tener explicación—. Pero si fuera una coincidencia —protestó entonces—, ¿por qué iban los Redfield a destruir la película?

—¿Hablaste con ellos?

—Conocí al nieto del hombre que hizo desaparecer la película. Como sospechábamos, fue su familia la que compró los derechos. Destruyeron el negativo.

—Malditos vándalos… —Dijo Roger, e hizo una mueca de dolor por haber respirado demasiado fuerte—. Tienes razón. Deben de haber tenido alguna razón para llegar tan lejos.

—Encontré la razón. Spence incluyó una caricatura de su escudo de armas en los escenarios de la película para vengarse de las dificultades que ellos le estaban poniendo para realizarla. —Sandy recordó haber pensado que no iba a salir viva del bosque, y deseó poder apretar la mano de Roger con más fuerza—. Pero al parecer Spence no se conformó con eso, y al terminar la filmación volvió a Redfield, pensando que de alguna forma ellos eran responsables de ciertos problemas que había tenido durante el rodaje. Entonces fue cuando su coche se salió de la carretera. Murió en tierras de Redfield en 1938.

—¿Y piensas que eso significa…?

—No lo sé —dijo ella, cansada de repente de sí misma y de tanta especulación—. Ya no lo tengo tan claro como allí.

—Bien, de acuerdo. ¿Entonces piensas seguir investigando?

—Seguiré buscando la película.

—Muy bien. Dame un motivo para levantarme de la cama —dijo él, y se mordió el labio en un gesto de dolor—. Además de ti, quiero decir.

—Levantarte de esta cama para meterte en otra, quieres decir.

Él sonrió y dejó escapar un quejido.

—Acabas de despertarme otro dolor.

—Oh, no. Piensa en Karloff y Lugosi, si eso te excita menos —dijo ella—, sorprendida al darse cuenta de lo poco que significaba la película para ella en aquel momento. —Seguiré investigando cuando pueda, aunque sólo sea por la memoria de Graham, pero tengo que volver al trabajo.

—Yo reanudaré la investigación en cuanto me quiten la cascara.

Roger ya había ayudado en la búsqueda, y por ello se veía en semejante estado. La idea fue tan fugaz e irracional que Sandy decidió no tomarla en cuenta.

—Lo que sea con tal de volver a verte en pie —dijo ella, y recibió un guiño y un gesto de dolor como recompensa.

Se quedó junto a él después de sonar el timbre, hasta que una enfermera le dio unos golpecitos en el hombro.

En el andén de la estación tuvo que esperar quince minutos, escuchando el paso de trenes lejanos que sonaban como jadeos en la espesa oscuridad. En Highgate compró una pizza para calentar en el microondas y subió al coche para volver a su casa. Cuando abrió la puerta del piso no pudo evitar el desasosiego. No había gatos que salieran a recibirla, sólo un montón de recibos. Abrió la ventana para ahuyentar un vago olor a rancio. No pensó en nada en particular mientras se comía la pizza; estar en casa y agradablemente cansada era suficiente por el momento. Se metió en la cama después de entreabrir la ventana del dormitorio. Aunque las cortinas no se movían, debía de haber algo de aire, pues mientras se dormía pudo oír como una nana los crujidos del árbol que tenía delante de la ventana.