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—¿Va a…?

—Todavía no lo sé —cortó Sandy—. ¿Está segura de que no hay ningún mensaje?

—No me he movido de aquí desde que salió, señorita Allan —contestó la recepcionista con tono levemente ofendido.

—¿Y no ha venido nadie preguntando por mí?

—Imposible. Lo habría visto.

—Gracias de todas formas —concluyó Sandy antes de dirigirse al bar para verificar que no había otra entrada. No la había, y en cualquier caso el bar estaba cerrado. Subió apresuradamente a su habitación, sintiéndose como si quisiera evitar una nueva pregunta sobre la cena. El hecho de esquivarla la enfurecía, al igual que el maternal interés de la recepcionista por su bienestar, aunque sólo fuera porque la hacía sentirse infantil, lo suficientemente infantil como para haberse dejado llevar por el pánico en la torre. Aquello era lo que más la irritaba. Y era una de las razones por las que echaba de menos a Roger, para que se riera de ella.

Cerró la puerta de la habitación con un portazo y telefoneó a Semilla de Vida. Nadie había preguntado por ella ni había dejado un mensaje. Llamó al piso de Roger, y colgó cuando se aburrió de esperar. El libro debía de haberlo retrasado, ¿pero por qué no lo suficiente como para contactar con él? Al menos su ausencia le daba tiempo para visitar la capilla de los Redfield.

Se arregló un poco y salió del hotel, medio esperando ver aparecer a Roger en cualquier momento. Ya no se oía a los niños, que habían regresado a sus casas. Las calles volverían a llenarse a la hora de salida de los trabajadores de Semilla de Vida. Mientras paseaba, Sandy oyó el sonido de una pala al hundirse en la tierra, el silbido creciente de una tetera, la voz de un presentador infantil de televisión que proponía un juego con untuoso entusiasmo.

La torre retrocedió como un maestro de ceremonias, abriéndole paso hacia los campos. No había rastro del espantapájaros ni más movimiento que el vaivén del trigo. A varios cientos de metros del palacio, Sandy cruzó el césped hacia la sombra del campo de trigo. Pensó en dar un rodeo para evitar el palacio, pero ¿por qué iba a hacerlo? Siguió caminando en línea recta hacia la capilla.

Las ventanas del palacio estaban cubiertas por cortinas de aspecto demasiado pesado, y Sandy se repitió que no era más que su imaginación la que la hacía sentirse observada. Reprimió una vez más el impulso de alejarse del palacio y se encaminó hacia la puerta de la capilla.

Era un edificio de estilo normando primitivo, cuadrado y gris. Las ventanas que se abrían en las gruesas paredes eran estrechas y arqueadas, y la robusta puerta de roble con refuerzos de hierro cerraba un arco sostenido por toscas jambas. Cuando iba a empujar la puerta, miró hacia el palacio. Una mujer desnuda que se hundía profundamente los dedos entre las piernas abiertas la miró con ojos que salían de la piedra desde la gárgola de la esquina de la capilla.

Había visto ya en otras iglesias normandas figuras similares, aparentemente destinadas a apartar a los creyentes de las tentaciones del sexo. Se acercó más y vio otras figuras: un hombre con una desgastada erección y la boca llena de trigo, una cara que se abría la boca con las manos mostrando una lengua grotescamente larga, una mujer que sostenía en las manos delante del pecho lo que Sandy esperó que fueran dos frutas, de las que se alimentaban dos figuras caninas esqueléticas, que las mordían y desgarraban. Sandy dio media vuelta y oyó por encima de su cabeza una voz amistosa.

—Señorita Allan.

Lord Redfield estaba asomado a una de las ventanas abuhardilladas del palacio. Su rostro largo y plano tenía una expresión casi aburrida, y sus cejas se arqueaban levemente, arrugándole la frente.

—¿Todavía sigue empapándose de conocimientos sobre nuestra tierra?

—Usted me dijo que fuera donde quisiera. Vi su capilla desde la torre y pensé que no le importaría.

—Y no se equivocó. Sumérjase en nuestra historia cuanto quiera ¿Así que ha subido a la torre? Me deja usted impresionado.

—Admito que no fue nada fácil. No me parece precisamente una atracción turística.

—Nunca lo ha sido. Fue construida para aquellos de nosotros con la suficiente fuerza. Ahora espero que me perdone si la dejo seguir su camino —dijo él, y cerró la ventana.

Sandy se acercó a la puerta de la capilla. No había picaporte, sólo una oxidada cerradura. Un empujón le hizo constatar que estaba cerrada con llave. Imaginó que podía pedirla pero desistió, porque, de ser así, Redfield se la hubiera ofrecido ya o hubiera ordenado que se la abrieran. Después de todo, era la capilla familiar, no un lugar público. Quizá no le importase que mirara por las ventanas, pero por si acaso dio la vuelta a la iglesia para no ser vista desde el palacio.

Al otro lado de la primera ventana, sobre la cual un hombre se retorcía con el pene en la boca, vio unos bancos de madera manchados por la luz de la tarde sobre un tosco suelo de piedra. A través de la siguiente ventana, bajo una figura que parecía estar desgarrándose desde la barbilla hasta el ano, pudo ver más bancos y una esquina del altar. Entre esta ventana y la más cercana al altar, había unos escalones cubiertos de musgo que descendían.

Si no parecía muy adecuado que visitara la capilla, mucho menos lo sería que descendiera a la cripta. Se acercó haciéndose visera con la mano. Los nueve escalones conducían a una puerta de hierro forjado, tan elaborada que no se veía nada tras ella. Escuchó un momento por si había alguien cerca y descendió los suaves y resbaladizos escalones verdes. Apoyando las dos manos en el arco picado de viruela, acercó la cabeza al enrejado de hierro. Aparte de su propia sombra, que se extendía como una mancha borrosa en la penumbra, no pudo ver nada identificable. Se aventuró a dar un paso más y resbaló en el último peldaño.

Intentó protegerse la cara con una mano y golpeó sin querer con el codo la puerta de hierro, que cedió con un gemido. No había intentado buscar el cerrojo, convencida de que la puerta estaría cerrada. Al fijarse mejor observó que el cerrojo era parte del enrejado y que estaba abierto. Miró hacia arriba, sin ver más que la hierba del suelo que temblaba ligeramente, y aguzó el oído. El campo guardaba silencio mientras las nubes navegaban en el cielo. Cruzó el arco con la sensación de ser obligada a inclinarse ante todos los Redfield y esperó a que su vista alcanzara a ver algo.

Con la puerta abierta la cripta no parecía tan oscura. Más allá de los gruesos pilares grises que sostenían el techo, tan bajo que Sandy pensó que el actual lord Redfield tendría que agacharse para entrar, podía ver placas funerarias en las paredes verdosas. Intentó leer las que tenía a la izquierda, empezando por la primera que parecía bastante legible a pesar del moho, perteneciente a un Redfield del siglo XV. Tras leer cuatro placas más tuvo que admitir que sus sospechas eran infundadas. No había ninguna coincidencia en las fechas de las muertes, al menos nada como lo que En lo alto parecía sugerir.

Leyó una placa más para estar completamente segura. No había necesidad de aventurarse en las zonas más oscuras de la cripta, que debía de extenderse más aun bajo la capilla, hacia los campos de trigo. El leve olor a rancio debía de ser provocado por el musgo o por algún tipo de moho crecido en la oscuridad, y el ahogado y grave murmullo era producido por el viento sobre la hierba que crecía en lo alto de la escalera.

Cuando iba a salir observó que un cambio en la luz había hecho visible otra placa, cerca de la puerta. Era tan antigua que estaba rota de esquina a esquina. Cruzó la cripta, cuyo suelo parecía hinchado, e intentó leer la inscripción. Estaba tan cubierta de moho que Sandy pensó que debía de ser una de las fuentes del persistente olor a podrido. Había supuesto que la sombra hacía parecer a la grieta diagonal más ancha de lo que era, pero en realidad dejaba espacio suficiente para introducir la mano por ella. Hilos de moho brillaban entre la desigual rendija. Sandy se apartó a un lado para no obstruir la luz que reflejaba la columna más cercana y se agachó para acercar el rostro a la losa. Finalmente consiguió descifrar la fecha de la muerte, que no guardaba ninguna relación con las otras.

—Perdón por las molestias —murmuró, y apoyó las manos en las rodillas para levantarse. Se le habían dormido las piernas, lo que la hizo detenerse mientras se erguía, dándole tiempo a ver lo que ya había atisbado a través de la grieta.

Sólo era un agujero, un gran agujero que parecía mucho más profundo de lo necesario para albergar un féretro. Posiblemente había contenido uno que se había podrido por completo en el pasado, y sin duda el nicho se habría derrumbado también por efecto del tiempo, pensó Sandy mientras se frotaba las piernas para poder incorporarse. El objeto que se adivinaba al otro lado de la grieta debía ser una maraña de raíces, que habrían penetrado por la agrietada pared del nicho, una prueba más de la extraordinaria fertilidad del suelo, dando forma a lo largo de los años a aquel bulto que parecía agazapado, apunto de saltar. Aunque todavía le dolían los muslos, creyó poder levantarse, pero al intentarlo perdió el equilibrio y tuvo que buscar apoyo en la lápida.

Sintió que cedía. Quizás el musgo ocultara otras grietas de la piedra. La lápida parecía a punto de desmoronarse, mostrando el nicho. Se lanzó hacia atrás, y tropezó con el pilar antes de darse cuenta de que no era la piedra lo que había cedido, sino su cubierta de musgo. Se frotó la frente con el dorso de la mano, con la fuerza suficiente para recuperarse, y se dirigió con paso rápido hacia los escalones. Un rostro surgió de la oscuridad, sobre el dintel de la puerta.

Se le trabaron las piernas y casi se cayó de bruces. Dio un paso atrás y vio que la cara era un relieve.

—Histérica de mierda —siseó Sandy.

Parecía tan antigua como el resto de la cripta, probablemente más. Estaba tan erosionada que no se sabía si era un rostro hambriento formado por espigas de trigo, o cubierto por ellas. Tenía un aspecto inquietante, amenazador y primitivo, mucho más parecido al dibujo que había garabateado Charlie Miles que al escudo de armas de los Redfield.

Corrió hacia la puerta, cerró la verja tras de sí y vio su difusa sombra deslizarse por las losas del suelo como un movimiento de la tierra. Subió precipitadamente a la superficie, sin dejar de preguntarse por qué el rumor de la vegetación sonaba con más fuerza en la cripta que al aire libre. En aquel momento le preocupaba más que lord Redfield pudiera pensar que había estado oculta demasiado tiempo. Después de alejarse de la capilla seguía sin haber nadie a la vista, pero no por ello se sintió menos observada.

Volvió con paso tranquilo al pueblo, y se encaminó directamente al hotel. Roger debía haber llegado ya; la recepcionista estaba abriendo la boca para decírselo.

—El cocinero quería saber…

—¿Ha preguntado alguien por mí?

—El cocinero. Necesita saber si va a…

—Sabe a qué me refiero. ¿No ha venido nadie preguntando por mí?

—Se lo hubiera dicho —protestó la recepcionista—. Pero tengo que decirle al cocinero…

—Supongo que me quedaré a cenar —dijo Sandy, y subió con paso cansado a su habitación. ¿Habría recibido la chica instrucciones de no transmitirle mensajes, o de decir a quien llamara que no estaba en el hotel? ¿Y si Roger había llegado y le habían dicho que ya se había ido, o que nunca había estado allí? No debía dejarse llevar por la paranoia, sus temores no eran más que los altibajos de la menstruación. Lo más probable era que Roger se hubiera retrasado sin poder comunicarse con ella, o quizá la recepcionista de Semilla de Vida no había recibido instrucciones de aceptar mensajes para ella. Pensándolo bien, había sido algo pretencioso por su parte suponer que todo el mundo debía hacerlo.

Marcó el número de Roger y escuchó los timbrazos hasta que resonaron en su cerebro. Pensó en volver a Londres y dejar una nota en el hotel por si se cruzaba con Roger, pero aunque partiera de inmediato iba a tener que conducir de noche casi todo el viaje. Bajó a disculparse con la recepcionista por su brusquedad, pero no fue capaz de decirle que había cambiado de idea con respecto a la cena.

El postre era un pudding de pan con un fuerte sabor a la especialidad de Redfield, y cuando lo hubo terminado se sentía tan pesada que ni siquiera podía pensar en ponerse a conducir. Salió a la calle para dar un paseo. La noche había caído como un párpado y las calles estaban iluminadas por unos faroles que no había vuelto a ver desde su infancia, con dos brazos que surgían a ambos lados del poste. El complejo de Semilla de Vida estaba iluminado y en marcha. En los pubs y en algunas de las casas se oían fragmentos de canciones populares por encima del monótono silbido del viento. La luz de una lamparilla de noche se proyectaba en el techo de una habitación infantil y una mujer tarareaba una nana. En otra casa se oyó un disparo, un grito, la melodía que Vaughan Williams había compuesto para el anuncio de Semilla de Vida. Hacia el límite norte del pueblo, donde la torre se elevaba en la noche, los campos estaban pálidos e inquietos.

De vuelta al hotel se detuvo bajo la marquesina y miró hacia la calle principal, soñando con que veía unos faros que anunciaban la llegada de Roger. Pero tenía demasiado sueño para sentirse decepcionada. Cuando la recepcionista se aproximó a ella, Sandy se preguntó cuánto tiempo llevaría allí parada.

—Cuando quiera retirarse cerraré, señorita Allan. No ha venido ni ha llamado nadie.

—En fin, así son los hombres —dijo Sandy mientras entraban en el hotel.

La chica le dedicó una mirada tan plácida que no daba lugar a interpretación alguna.

—¿Qué hace el suyo?

—Escribe.

—¿Y usted también?

—No. Yo trabajo en la televisión —dijo Sandy, desconcertada al darse cuenta del tiempo que hacía que le molestaba decir aquellas palabras. En aquel momento podía hablar abiertamente, pero de todos modos cambió de tema—. Tendría que llegar por esa carretera, ¿verdad?

La chica cerró la puerta principal y extrajo la llave con un sonoro tintineo.

—Claro, es la única, la carretera de Toonderfield.

Sandy se tambaleó, sintiendo en la boca un repentino sabor a rancio.

—¿Qué carretera ha dicho?

—La carretera de Toonderfield.

—¿Dónde es eso?

—¿Toonderfield? Es por donde vino usted ayer. Está al final de Redfield, más allá de La Espiga de Trigo, la zona del bosque. —La chica la miró a través del iceberg que asoma a los ojos de una mujer del campo ante la ignorancia urbana y guardó el llavero en el bolsillo del uniforme—. Pasará por allí cuando se vaya.