El descubrimiento del laurel
Después de aquello, nos fuimos todos a la cama. Elaine y yo a la casa de cristal. En la linde del huerto había algunas codornices, pero levantaron el vuelo hacia la montaña.
Lee Mellon hizo algo con Roy Earle. No sé qué, pero dijo que Roy Earle no provocaría más incendios mientras dormían: el general confederado y su dama.
—Estoy muy cansada —dijo Elaine cuando nos acostamos.
—¿Sabes una cosa? —pregunté.
—No, ¿qué?
—La próxima vez que oigas ruido de hachazos, hazme un favor: olvídalo.
—Muy bien.
Nos acurrucamos juntos. De nuevo surgieron nubes y pudimos dormir sin que el caluroso sol entrara por la ventana.
Nos despertamos a media tarde.
—Quiero echar un polvo —dijo Elaine.
Muy bien. Le eché un polvo, pero tenía la mente en otra parte. No sé dónde.
Cuando regresamos a la cabaña nos encontramos a Elizabeth. Estaba hermosa.
—Buenos días —saludó.
—Hola, y buenos días —dijimos.
—¿Dónde está Lee? —pregunté.
—Ha ido a buscar a Roy.
—¿Y dónde está Roy?
—No lo sé. Lee lo dejó en alguna parte.
—Me pregunto dónde lo dejó —dijo Elaine.
—No lo sé, pero Lee dijo que ya no provocaría más incendios. Es evidente que Roy ya había estado antes allí, porque dijo: «No quiero ir». Pero Lee le dijo que la cosa no sería tan mala como la última vez. Lee le dijo que le daría una manta. ¿Todo esto tiene sentido? —preguntó Elizabeth.
—Me pregunto dónde estará —dije—. No hay muchos lugares donde puedas encerrar a alguien.
—No lo sé —dijo Elizabeth—. Pero ahí vienen.
Lee Mellon y Roy Earle venían charlando por el sendero que subía desde la cabaña de abajo.
—Tenías razón, amigo Mellon —le comentaba Roy Earle—. No ha sido tan malo como la última vez. Esa manta me ha ayudado mucho.
—Te lo había dicho, ¿no? —dijo Lee Mellon.
—Sí, pero no te había creído.
—Has de tener más fe —dijo Lee Mellon.
—Es muy difícil tener fe cuando todo el mundo intenta encerrarte —aseguró Roy Earle.
Entonces llegaron donde estábamos nosotros.
—Buenos días —dijo alegremente Roy Earle.
Se movía como si tuviera los músculos entumecidos, pero su estado mental parecía mucho mejor.
—Qué tal —dijo Lee Mellon.
Se acercó a Elizabeth y la besó en la boca. Se abrazaron.
Yo contemplé los caimanes del estanque. El setenta y cinco por ciento de sus ojos me miraban.
Desayunamos.
Roy Earle tomó un desayuno muy abundante con nosotros y luego volvió a comportarse como un chalado. La comida parecía alimentar su locura.
—Nadie encontrará el dinero —espetó Roy Earle—. Lo enterré.
—A tomar por culo tu dinero —espetó alguien: yo.
Roy comenzó a hurgar por entre las rocas de la chimenea y encontró algo oculto detrás de una de ellas. Estaba envuelto en un plástico.
Roy lo sacó del plástico, lo miró muy atentamente, lo olió y dijo:
—Esto parece marihuana.
Lee Mellon se le acercó.
—Déjame echar un vistazo. —Le echó un vistazo—. Es orégano —le dijo a Roy Earle.
—Pues a mí me parece marihuana.
—Es orégano.
—Te apuesto mil dólares a que es hierba —dijo Roy Earle.
—No, es orégano. Muy bueno con los espaguetis —aseguró Lee Mellon—. Lo pondré en la cocina. La próxima vez que hagamos espaguetis lo utilizaremos.
Lee Mellon se llevó la hierba a la cocina. Roy Earle se encogió de hombros. El resto del día transcurrió pacíficamente. Elizabeth estaba hermosa. Elaine estaba nerviosa. Roy Earle estaba absorto contemplando los caimanes.
Los miraba y sonreía, y pasó el resto del día callado y divertido hasta la puesta de sol. DE REPENTE clavó los ojos en el estanque y dijo con una voz llena de terremotos, pestilencia y apocalipsis:
—¡DIOS MÍO, SON CAIMANES!
Lee Mellon se lo llevó de allí. Roy estaba totalmente destrozado.
—Son caimanes. Son caimanes. Son caimanes —repetía una y otra vez hasta que dejamos de oírlo.
Lee Mellon se lo llevó y lo dejó donde lo había tenido encerrado. No sé dónde podía ser. Ni siquiera quería pensar en ello: una bandera confederada sobre Zurich.
* * *
Vio unos soldados de la Unión que se acercaban a través de la maleza. Se tiró al suelo y fingió que estaba muerto, aunque si hubiera estado muerto y fingido estar vivo habría dado lo mismo. Los soldados de la Unión estaban tan asustados que no lo vieron. De todos modos, ninguno de ellos iba armado. Habían tirado sus armas y estaban buscando a un confederado para rendirse. Naturalmente, Augustus Mellon no lo sabía, tendido en el suelo como estaba, con los ojos fingiendo estar cerrados para siempre y la respiración ahora silenciada.