El caimán de la chuleta de cerdo
Se puso a llover justo cuando nos sentamos a desayunar. La luz jugaba al escondite con las nubes como si fuera artillería, y una lluvia tibia brotaba de la luz. A treinta grados del cielo por encima del Pacífico había un gran ejército: el Ejército del Potomac con el general Ulysses S. Grant, comandante en jefe. Lee Mellon le daba de comer una chuleta de cerdo a uno de los caimanes. Y Elizabeth estaba con nosotros.
—Bonitos caimanes —dijo Elizabeth, sonriendo con unos dientes de luna, y la oscuridad de las fosas nasales parecía tallada en jade.
—Come una chuleta de cerdo —dijo Lee Mellon, metiendo una chuleta en la garganta del caimán.
Tenía el caimán en el regazo.
El caimán dijo:
—¡GROUGH! ¡Op|op|op|op|op|op|op|op! —con la punta de la chuleta asomándole por la boca.
Elizabeth también tenía un caimán en el regazo. Su caimán no dijo nada. No le asomaba ninguna chuleta de cerdo por la boca.
Una hermosa dulzura emanaba de ella, como si tuviera faroles bajo la piel.
Su belleza hizo que me sintiera desconsolado.
—Hola —dije.
—Hola, Jesse.
Se acordaba de mí.
—Esta es Elaine —presenté.
—Hola, Elaine.
—¡GROUGH! ¡Op|op|op|op|op|op|op|op! —dijo el caimán al que le asomaba la chuleta de cerdo por la boca.
El caimán de Elizabeth no dijo nada profundo, pues los caimanes mansos heredarán la tierra.
—Tengo hambre —dije.
—Apuesto a que sí —comentó Lee Mellon.
Elizabeth llevaba un vestido blanco y liso.
—¿Qué hay para desayunar? —preguntó Elaine.
—Un museo —contestó Lee Mellon.
—Nunca había visto caimanes por aquí —dijo Elizabeth—. Son monos. ¿Para qué sirven?
—Para darles un baño de ranas —respondió Elaine.
—Hacen compañía —dijo Lee Mellon—. Me siento solo. Nuestros caimanes podrían hacer una hermosa música juntos.
Su caimán dijo:
—¡GROUGH! ¡Op | op | op | op | op | op | op | op!
—Tu caimán parece un arpa —dijo Elizabeth, como si hablara en serio: con cuerdas brotando de sus palabras.
—Tu caimán parece un bolso lleno de armónicas —dijo Lee Mellon, mintiendo como un perro y con silbatos de perro brotando de sus palabras.
—¡Viva tu caimán! —exclamé—. ¿Queda café?
Los dos se echaron a reír. En la voz de Elizabeth había una puerta. Cuando abrías esa puerta encontrabas otra puerta, y al abrir esa puerta encontrabas otra. Todas las puertas eran hermosas y te llevaban fuera de ella.
Elaine me miraba.
—Preparemos un poco de café —dije.
—Queda un poco de café —dijo Lee Mellon—. No me has oído.
—Yo lo traeré —dijo Elaine.
—Iré contigo.
—Muy bien —respondió ella.
Aquella inmensa nube oscura subió unos cuantos grados, y cerca de la cabaña pasaron un velocímetro y una ráfaga de viento. El viento me hizo pensar en la batalla de Agincourt, pues se desplazaba a nuestro alrededor como flechas, a través del mismísimo aire. Ah, Agincourt: toda la belleza está en pronunciar la palabra.
—Pondré otro leño al fuego —dije.
¡PAM! Me di con la cabeza. El café volvió del revés dos tazas blancas, dejándolas color medianoche.
—Tomaré otra taza de café, si queda —dijo Elizabeth.
Con ésa, fueron tres las tazas blancas que pasaron a negras.
—Vamos a desayunar algo —comentó alguien.
A lo mejor fui yo. Es muy probable que dijera algo así, pues tenía mucha hambre.
Las chuletas de cerdo y los huevos estaban buenos, y las patatas fritas y esa estupenda mermelada de fresas. Lee Mellon tomó con nosotros un segundo desayuno.
Sacó la chuleta de cerdo de la boca del caimán y utilizó el caimán como mesa donde colocar su plato.
—Fríeme ésta —dijo Lee Mellon—. Ahora ha quedado blandita.
El caimán dejó de decir:
—¡GROUGH! ¡Op | op | op | op | op | op | op | op!
Las mesas no deberían decir estas cosas.