¡A Gettysburg! ¡A Gettysburg!

Tras pasar un rato largo y agradable, me levanté y me senté en el borde de la cama. La escasa luz que iluminaba la habitación formaba un cuadro abstracto. Elaine tenía una lamparilla con un cuadro abstracto pintado sobre la pantalla. Estupendo...

Y ahí estaba un clásico, el fiel servidor de las paredes: el póster del torero Manolete que ves una y otra vez colgando de las paredes de las jovencitas. Cómo les gusta ese póster y cómo ellas le gustan a él. Se cuidan mutuamente.

Había una guitarra con la palabra amor escrita en la parte de atrás, y las cuerdas de la guitarra estaban cara a la pared, como si ésta fuera a comenzar a sacarles una melodía, unos fragmentos de «Greensleeves» o de «Midnight Special».

—¿Qué haces? —dijo Elaine, lanzándome una mirada tierna.

La satisfacción sexual le había dejado una expresión de perplejidad. Era como una niña que acaba de despertarse de la siesta sin haber dormido.

Yo estaba satisfecho, pues ya llevaba mucho tiempo de abstinencia, o eso me parecía, y qué satisfecho estaba, y volvía a estarlo, y seguía estándolo.

—Tengo que ir a sacar a Lee Mellon de debajo de ese bar. No quiero que la policía lo coja. No le gustaría. Odia la cárcel. Desde siempre. Dejó de entusiasmarle cuando era niño.

—¿Qué? —dijo Elaine.

—Sí —contesté—. Pasó diez años en la cárcel por asesinar a sus padres.

Se cubrió el cuerpo con la manta y se quedó allí sonriendo, y yo también le sonreí. A continuación bajó lentamente la manta hasta el comienzo de sus pechos y un poco más abajo, algo «infinitamente delicado», bajando... bajando.

—La policía cogerá a Lee Mellon —dije, como si fuera un eslogan de un país comunista, EVITE EL DESPILFARRO ELÉCTRICO Y APAGUE LA LUZ AL SALIR. LA POLICÍA COGERÁ A LEE MELLON. Todo era lo mismo—. La policía cogerá a Lee Mellon —repetí.

Elaine sonrió y dijo que muy bien. Que no pasaba nada. Qué rara es la vida. La noche anterior aquellos dos muchachos se arrastraban delante del rifle vacío de Lee Mellon, sin imaginarse ni por asomo, mientras suplicaban que les perdonaran sus vidas imaginarias, que iban a financiar todo esto: yo en la cama con una chica, Lee Mellon debajo de un bar cubierto con un cartón.

Elaine salió de la cama.

—Te acompañaré. Podemos traerlo aquí para que se le pase la mona.

Se puso el suéter por la cabeza y luego los pantalones. Yo era su agradecido público olímpico, que observaba cómo algunas cosas desaparecían dentro de las ropas y luego volvían a aparecer con las ropas encima. Se calzó un par de zapatillas de tenis.

—¿Quién eres? —pregunté yo, el Horatio Alger de Casanova.[7]

—Mis padres viven en Carmel —dijo.

A continuación se me acercó y me rodeó con los brazos y me besó en la boca. Me sentí estupendamente.

Encontramos a Lee Mellon justo donde yo lo había dejado, con el cartón aún intacto. Era como una caja llena de algo, y desde luego no era jabón. Una gran caja llena de Lee Mellon había llegado de repente a Estados Unidos sin ninguna campaña publicitaria.

—Despierta, Lee Mellon —dije, y comencé a cantar:

Ahí está, ya se levanta. Ahí está, ya se levanta.

¡Ahí está, ya se levanta, tan madrugadora!

¿Qué haremos con el general borracho?

¿Qué haremos con el general borracho?

¿Qué haremos con el general borracho

cuando aún es tan temprano?

¡Pues lo mandaremos a Gettysburg!

¡Rumbo a Gettysburg! ¡A Gettysburg! ¡Oh Gettysburg

cuando aún es tan temprano!

Elaine metió la mano por los fondillos de mis pantalones y a continuación sus dedos se deslizaron por detrás de mis calzoncillos y su mano bajó hasta la raja del culo, y ahí se quedó como un pájaro posado en una rama de árbol.

Lee Mellon se incorporó lentamente. El cartón que le cubría cayó. Ya estaba desempaquetado. Ahora el mundo podía verlo. El producto final del espíritu, el orgullo y la tecnología americanos.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Lee Mellon.

— Spiritus frumenti [8] -dijo Elaine.