Augustus Mellon,
Ejército Confederado del Sur
El día que conocí a Lee Mellon, la noche se nos fue con cada gota totémica de whisky. Cuando amaneció estábamos en el Embarcadero y llovía. Las gaviotas lo iniciaron todo, esos chillidos grises, casi como estandartes, acompañando a la luz. En algún lugar había un barco. Era un barco noruego.
A lo mejor regresaba a Noruega, transportando los chasis de 163 tranvías como parte de un trato del mundo comercial. Ah, el comercio: un país intercambia bienes con otro país, igual que en el instituto. Cambiaron una lluviosa mañana de primavera en Oslo por 163 chasis del tranvía de San Francisco.
Lee Mellon miraba al cielo. A veces, cuando conoces a alguien, se queda mirando al cielo. Lo miró durante mucho rato.
—¿Qué? —le dije, porque quería ser su amigo.
—No son más que gaviotas —repuso—. Mira ésa.
Señaló una gaviota, pero no supe cuál de ellas señalaba, porque había muchas, invocando el alba con sus voces. A continuación estuvo un rato sin decir nada.
Sí, uno podía pensar en gaviotas. Estábamos terriblemente cansados, con resaca y aún borrachos. Uno podía pensar en gaviotas. Es algo muy sencillo... gaviotas: el pasado, el presente y el futuro pasan casi como redobles de tambor hacia el cielo.
Nos detuvimos en un pequeño bar y tomamos un poco de café. El café nos lo trajo la camarera más fea del mundo. Le puse un nombre imaginario: Thelma. A veces hago estas cosas.
Yo me llamo Jesse. Cualquier intento de describirla me supera, pero, a su manera, parecía formar parte de aquel local en el que el vapor salía como una luz de nuestros cafés.
Helena de Troya habría parecido fuera de lugar.
—¿Qué hace aquí Helena de Troya? —habría preguntado algún estibador.
No lo habría entendido. Así que Thelma era lo que nos correspondía.
Lee Mellon me dijo que había nacido en Meridian, Misisipí, y crecido en Florida, Virginia y Carolina del Norte.
—Cerca de Asheville —precisó—. Es la patria chica de Thomas Wolfe.
—Sí —dije.
Lee Mellon no tenía nada de acento del sur.
—No tienes mucho acento del sur —comenté.
—Tienes razón, Jesse. Leí mucho a Nietzsche, Schopenhauer y Kant cuando era niño —dijo Lee Mellon.
No sé por qué, pero supongo que eso debía de quitarte el acento del sur. Al menos, Lee Mellon lo pensaba. No pude discutírselo, porque nunca he puesto a prueba el acento del sur con los filósofos alemanes.
—Cuando tenía dieciséis años me colaba en las clases de la Universidad de Chicago, y viví con dos jóvenes negras enormemente cultas que estaban en su primer año de facultad —dijo Lee Mellon—. Dormíamos los tres en la misma cama. Me ayudaron a liberarme de mi acento del sur.
—Pues parece que la cosa funcionó —afirmé, sin saber exactamente qué estaba diciendo.
Thelma, la camarera más fea del mundo, se acercó y nos preguntó si queríamos desayunar. Los crepes estaban buenos, y los huevos con beicon estaban buenos y te llenaban.
—Están de primera —dijo Thelma.
Yo pedí los crepes y Lee Mellon los crepes y los huevos con beicon y luego más crepes. No le prestó atención a Thelma y siguió hablando del Sur.
Me contó que había vivido en una granja cerca de Spotsylvania, Virginia, y que de niño había pasado mucho tiempo visitando los lugares donde se había librado la batalla de la Espesura.
—Mi bisabuelo combatió allí —explicó—. Era general. Un general confederado, y de los buenos. De pequeño me contaban las historias del general Augustus Mellon, del Ejército Confederado del Sur. Murió en 1910. El mismo año que Mark Twain. El año del cometa Halley. Era general. ¿Nunca has oído hablar del general Augustus Mellon?
—No, pero es increíble —dije—. Un general confederado... caramba.
—Sí, los Mellon siempre nos hemos sentido muy orgullosos del general Augustus Mellon. Hay una estatua de él en alguna parte, pero no sabemos dónde.
»Mi tío Benjamin se pasó dos años intentando encontrar la estatua. Viajó por todo el Sur en una destartalada camioneta, y dormía en la parte de atrás. La estatua probablemente está en algún parque, cubierta de enredaderas. No se respeta lo suficiente a nuestros honorables difuntos. A nuestros grandes héroes.
En aquel momento nuestros platos estaban vacíos como órdenes para una batalla aún no concebida de una guerra aún no inventada. Me despedí de la camarera más fea del mundo, pero Lee Mellon insistió en pagar la cuenta. Le echó un buen vistazo a Thelma.
A lo mejor no era la primera vez que la veía, y tal como yo lo recuerdo, no había hecho ningún comentario sobre ella mientras nos traía el café y el desayuno.
—Te doy un dólar por un beso —dijo Lee Mellon mientras ella le devolvía el cambio de diez dólares del dinero del marica rico con un chichón en la cabeza.
—Claro —contestó ella sin sonreír ni mostrarse avergonzada ni ofenderse ni nada.
Era como si el Besuqueo a Dólar de Lee Mellon fuera parte integrante de su trabajo.
Lee Mellon le dio un gran beso. Ninguno de los dos esbozó, insinuó ni mostró una sonrisa. El no daba la impresión de estar bromeando. Yo le seguí la corriente. Ninguno de los dos volvió a mencionar el tema, de manera que casi sigue ahí.
Mientras caminábamos por el Embarcadero, el sol apareció como la memoria y comenzó a devolverle la lluvia al cielo, y Lee Mellon dijo:
—Sé dónde podemos conseguir dos litros de moscatel por un dólar y quince centavos.
Fuimos allí. Era una vieja tienda de vinos italiana situada en Powell Street que acababa de abrir. Había una hilera de barricas de vino a lo largo de la pared. El centro de la tienda avanzaba hacia la oscuridad. Creo que la oscuridad procedía de las barricas de vino, que olían a Chianti, vino de California y Borgoña.
—Dos litros de moscatel —dijo Lee Mellon.
El viejo que atendía la tienda sacó el vino de una estantería que había detrás de él. Limpió un polvo imaginario de la botella. Como un extraño fontanero acostumbrado a vender vino.
Nos fuimos con el moscatel y llegamos al parque de Ina Coolbirth, en Vallejo Street. Ina Coolbirth era una poetisa contemporánea de Mark Twain y Brett Harte en la época del gran renacimiento literario de San Francisco de la década de 1860.
Ina Coolbirth fue bibliotecaria en Oakland durante treinta y dos años, y le entregaba los libros a Jack London cuando éste era niño. Ina nació en 1841 y murió en 1928: «Poetisa querida y laureada de California», y fue la misma mujer que recibió un disparo de rifle de su marido en 1861. Su marido falló.
—¡A la salud del general Augustus Mellon, Flor de la Caballería Sudista y León del Campo de Batalla! —exclamó Lee Mellon, quitando el tapón a los dos litros de moscatel.
Nos bebimos los dos litros de moscatel en el parque de Ina Coolbirth, contemplando la bahía de San Francisco a través de Vallejo Street, y cómo caía sobre ella la soleada mañana mientras una barcaza que transportaba vagones de tren cruzaba hacia Marin County.
—Menudo guerrero —dijo Lee Mellon echándose al caletre los últimos diez mililitros de moscatel, «el culo».
Como sentía un leve interés por la Guerra Civil, y azuzado por mi nuevo compañero, dije:
—Conozco un libro en el que figuran todos los generales confederados. Los 425. Está en la biblioteca. Vamos a echar un vistazo, a ver qué hizo en la guerra el general Augustus Mellon.
—Una idea estupenda, Jesse —aseguró Lee Mellon—. Era mi bisabuelo. Quiero saberlo todo de él. Era el León del Campo de Batalla. ¡El general Augustus Mellon! ¡Un hurra por las heroicas proezas que llevó a cabo durante la guerra entre los estados! ¡Hurra! ¡Hurra! ¡Hurra! ¡HURRA!
Calculad: dos litros de moscatel, cada uno al veinte por ciento de alcohol: cuarenta grados. Todavía íbamos un poco tambaleantes después de una noche bebiendo whisky. Esos dos litros de moscatel se multiplicaban, se elevaban al cuadrado y se visualizaban. Todo eso puede calcularse con ordenadores.
La bibliotecaria se nos quedó mirando cuando entramos y agarramos un volumen de la estantería: Generales de gris, de Ezra J. Warner. Las biografías de los 425 generales estaban por orden alfabético, y pasamos las páginas donde se encontraría la del general Augustus Mellon. La bibliotecaria se estaba pensando si llamar a la policía o no.
Encontramos al general Samuel Bell Maxey en el flanco izquierdo, y su historia era más o menos la siguiente: Samuel Bell Maxey nació en Tompkinsville, Kentucky, el 1o de marzo de 1825. Se graduó en West Point en la promoción de 1846 y fue ascendido por su valor en la guerra contra México. En 1849 abandonó el ejército para estudiar leyes. En 1857, su padre, que también era abogado, se trasladaron a Texas, donde fueron socios en el bufete hasta el estallido de la Guerra Civil. El joven Maxey abandonó su escaño por Texas en el Senado y organizó el 9º de Infantería de Texas, y con el rango de coronel se unió a las fuerzas del general Albert Sydney Johnston en Kentucky. Fue ascendido a general de brigada el 4 de marzo de 1862. Sirvió en el este de Tennessee, en Port Hudson, y en la campaña de Vicksburg, a las órdenes del general J. E. Johnston. En diciembre de 1863 Maxey fue puesto al mando del Territorio Indio, y por su eficaz reorganización de las tropas de ese lugar, con las cuales participó en la campaña de río Rojo, fue nombrado general de división por el general Kirby Smith el 18 de abril de 1864. No obstante, su nombramiento no fue confirmado por el presidente. Después de la guerra, el general Maxey siguió ejerciendo de abogado en París, Texas, y en 1873 rechazó el nombramiento de juez del estado. Dos años después fue elegido para el Senado de los Estados Unidos, donde sirvió durante dos mandatos, siendo derrotado en la reelección en 1887. Murió en Eureka Springs, Arkansas, el 16 de agosto de 1895, y está enterrado en Paris, Texas.
Y en el flanco derecho encontramos al general Hugh Weedon Mercer, y su historia era más o menos la siguiente: Hugh Weedon Mercer, nieto del general de la Revolución Americana Hugh Mercer [3] nació en «La Garita», Fredericksburg, Virginia, el 21 de noviembre de 1808. Quedó el tercero de la promoción de 1828 en West Point, y durante una época estuvo destinado en Savannah, Georgia, donde se casó con una chica del lugar. Abandonó el ejército el 10 de abril de 1835 y se instaló en Savannah. Entre 1841 y el estallido de la Guerra Civil fue cajero en el Banco de los Plantadores. Tras la secesión de Georgia, Mercer ingresó en el Ejército Confederado con el grado de coronel del 1º de Voluntarios de Georgia. Fue ascendido a general de brigada el 29 de octubre de 1861. Durante la mayor parte de la guerra, con una brigada de tres regimientos de Georgia, el general Mercer estuvo al mando de Savannah, pero él y su brigada tomaron parte en la campaña de Atlanta de 1864, primero en la división deW.H.T. Walker, y más tarde en la de Cleburne. Debido a su mala salud, acompañó al general Hardee a Savannah tras la batalla de Jonesboro, y ya no volvió a combatir. Tras concedérsele la libertad condicional en Macón, Georgia, el 13 de mayo de 1865, al año siguiente el general Mercer regresó a su ocupación de banquero en Savannah. Se trasladó a Baltimore en 1869, donde pasó tres años trabajando de comerciante a comisión. Su salud siguió declinando, y pasó los últimos cinco años de su vida en Baden-Baden, Alemania. Murió allí el 9 de junio de 1877. Sus restos fueron devueltos a Savannah para ser enterrados en el Cementerio Bonaventure.
Pero en el centro no había ningún general Augustus Mellon. Obviamente, se había retirado durante la noche. Lee Mellon estaba destrozado. La bibliotecaria nos miraba fijamente. De sus ojos parecían haber brotado unas gafas.
—No es posible —dijo Lee Mellon—. Es que no es posible.
—A lo mejor era coronel —dije—. Había muchos coroneles confederados. Ser coronel era algo bueno. Ya sabes, los coroneles del Sur y todo eso. El Pollo Frito del coronel No sé cuántos.
Intentaba ponérselo más fácil. No es moco de pavo perder a un general confederado y tener que quedarte con un coronel.
O con un comandante o un teniente. Naturalmente, lo del comandante o el teniente ni se lo comenté. Probablemente se habría puesto a llorar. La bibliotecaria seguía mirando.
—Combatió en la batalla de la Espesura. Estuvo fabuloso —dijo Lee Mellon—. Le cortó de un tajo la cabeza a un capitán yanqui.
—Eso es impresionante —aseguré—. Probablemente lo pasaron por alto. Se ha cometido un error. Algunos archivos se quemaron o algo pasó. Hubo mucha confusión. Probablemente eso es lo que ha pasado.
—Puedes apostar a que sí —dijo Lee Mellon—. Sé que hubo un general confederado en mi familia. Tuvo que haber un general Mellon combatiendo por su país... el adorado Sur.
—Puedes apostar a que sí —dije.
La bibliotecaria estaba comenzando a descolgar el teléfono.
—Vámonos —sugerí.
—De acuerdo —dijo Lee Mellon—. Crees que había un general confederado en mi familia, ¿verdad? Prométeme que te lo crees. ¡Hubo un general confederado en mi familia!
—Lo prometo —dije.
Podía leer los labios de la bibliotecaria. Estaba diciendo: ¿Hola, policía? Aquello era un vodevil.
Salimos con bastante premura y nos encaminamos al anónimo santuario que ofrecen los edificios de San Francisco.
—Prométeme que hasta el día de tu muerte creerás que hubo un Mellon que fue general confederado. Es la verdad. ¡Ese maldito libro miente! ¡Hubo un general confederado en mi familia!
—Te lo prometo —repetí, y fue una promesa que he mantenido.