La división del pan en Big Sur

La cena de aquella noche no fue muy buena. ¿Cómo iba a serlo, cuando lo único que tomábamos era una comida que ni los gatos querrían? No teníamos dinero para comprar nada comestible ni perspectivas de conseguirlo. Simplemente holgazaneábamos.

Habíamos pasado cuatro o cinco días esperando que viniera alguien que nos trajera comida, un viajero o un amigo, tanto daba. Esa extraña cualidad irresistible que atrae a la gente a Big Sur hacía días que no funcionaba.

Alguien le había dado al interruptor y la luz de Big Sur se había apagado para nosotros. Era un poco triste. Naturalmente, el mismo exiguo tráfico seguía pasando por la Nacional I, pero ningún coche se detenía para venir a vernos. Por causas desconocidas, o se quedaban cortos o pasaban de largo.

Sabía que si volvía a comer abulón me moriría. Si un bocado más de abulón permanecía en equilibrio dentro de mi boca, sabía que mi alma me saldría como si fuera pasta de dientes y me apagaría en el universo por toda la eternidad.

Aquella mañana conservaba cierta esperanza, que no tardó en disiparse. Lee Mellon se fue a cazar por la meseta donde se encontraba la antigua casa. No es que fuera un mal tirador, pero era demasiado nervioso. A veces había palomas rondando por la casa y codornices cerca de un manantial donde el anciano había muerto años atrás. Lee Mellon se llevó las últimas cinco balas del 22. Le imploré que sólo cogiera tres, y tuvimos una buena discusión.

—Guarda un par —dije.

—Tengo hambre —replicó él.

—No dispares todas las balas seguidas y a lo loco —dije.

—Quiero comerme una codorniz —soltó Lee Mellon—. Una paloma, o un conejo grande, o una chuleta de cerdo. Tengo hambre.

Las balas del 30:30 se habían agotado hacía semanas, y cada día, a última hora de la tarde, los ciervos aparecían por la ladera de la montaña. A veces había veinte o treinta, rollizos y atrevidos, pero no nos quedaban balas para el Winchester.

Lee Mellon no podía acercarse lo suficiente para causarles ningún daño apreciable con el 22. Le daba a una hembra en el culo y la hembra se adentraba cojeando en los arbustos de lilas y se escapaba.

De todos modos, le imploré que guardara un par de balas del 22 para un día de lluvia.

—A lo mejor mañana encontramos un ciervo en el jardín —dije.

Lee Mellon no quiso saber nada. El mismo caso me habría hecho si le hubiera hablado de los poemas de Safo.

Se fue montaña arriba hasta la meseta. Había un incómodo camino de tierra. Se fue haciendo cada vez más pequeño en el camino y nuestras cinco balas del 22 también se fueron haciendo cada vez más pequeñas. Imaginé que las balas eran ahora del tamaño de una ameba subalimentada. El camino se internaba bruscamente detrás de una arboleda de secuoyas, y ya no vi más a Lee Mellon, que se llevó las últimas cinco balas que teníamos en el mundo.

Y como no tenía nada mejor que hacer, ni ningún otro lugar adonde ir, me quedé sentado sobre una roca, junto a la carretera, esperando el regreso de Lee Mellon. Tenía un libro, algo sobre el alma. El libro decía que todo iba bien si no te morías mientras leías ese libro, si en tus dedos seguía habiendo vida mientras girabas las páginas. Lo leía como si fuera una novela de misterio.

Llegaron dos coches. En uno de ellos iban varios jóvenes. La chica era atractiva. Imaginé que habían salido de Monterey al alba tras tomarse un inmenso desayuno en la estación de autobuses Greyhound. Pero eso no tenía mucho sentido.

¿Por qué iban a querer desayunar en la estación de autobuses Greyhound? Cuanto más lo pensaba, más inverosímil parecía. En Monterrey hay otros lugares donde desayunar. Y quizás algunos mejores. El hecho de que yo hubiera desayunado una mañana en la estación de autobuses Greyhound de Monterrey no significaba necesariamente que todo el mundo tuviera que comer allí.

El segundo coche era un Rolls Royce conducido por un chófer, y una anciana iba en el asiento de atrás. Parecía empapada de pieles y diamantes, como si la riqueza hubiera sido un repentino chaparrón de primavera que la hubiera cubierto con todas esas cosas en lugar de lluvia. Era una mujer con suerte.

Pareció un poco sorprendida al verme sentado allí, como una ardilla sobre una roca. Le dijo algo al chófer y la ventanilla de éste bajo suavemente.

—¿Queda mucho para Los Ángeles? —preguntó.

Tenía una voz perfecta.

A continuación, la ventanilla de la anciana bajó con la misma facilidad, como el cuello de un cisne transparente.

—Llevamos horas de retraso —dijo la anciana—. Pero siempre he querido ver Big Sur. ¿Cuánto queda para Los Ángeles, joven?

—Aún queda bastante para Los Ángeles —dije—. Unos cientos de kilómetros. La carretera es bastante lenta hasta llegar a San Luis Obispo. Debería haber cogido la Nacional 99 o la 101, si tenía prisa.

—Es demasiado tarde —se quejó la anciana—. Les contaré lo que ha pasado. Lo entenderán. ¿Tiene teléfono?

—No, lo siento —dije—. Ni siquiera tenemos electricidad.

—No pasa nada —comentó ella—. Preocuparse un poco por su abuela les hará bien. Ya hace unos diez años que saben que siempre pueden contar conmigo. Preocuparse les hará muchísimo bien. Ojalá se me hubiera ocurrido antes.

Me gustó la manera en que dijo «abuela», pues lo último que parecía en este mundo era una abuela.

A continuación me dio las gracias de una manera muy agradable, la ventanilla subió lentamente y los cisnes reanudaron su migración al sur. La anciana me saludó con la mano, se fueron carretera abajo y doblaron una curva rumbo a las personas que les esperaban en Los Ángeles, a esas personas que estaban más nerviosas a cada momento que pasaba. Probablemente les haría bien preocuparse un poco por ella.

¿Dónde está? ¿Dónde está? ¿Y si llamáramos a la policía? No, esperemos cinco minutos más.

Cinco minutos más tarde oí el apagado estampido del 22, y a continuación volví a oírlo, y de nuevo una tercera vez. Qué pena que tuviéramos un rifle de repetición: otra vez y otra, y a continuación el silencio.

Esperé y Lee Mellon bajó la montaña. Siguió el camino de tierra y cruzó la carretera. Llevaba el rifle de manera bastante descuidada, como si hubiera quedado reducido a la impotencia de un bastón.

—¿Y bien? —pregunté.

Al atardecer, Lee Mellon se levantó y se quedó a mi lado en la pasarela.

—Pronto oscurecerá —dijo. Se quedó mirando el estanque.

Se veía verde e inofensivo—. Ojalá tuviera dinamita —dijo. A continuación se dirigió al huerto y cortó algunas verduras para la ensalada. Cuando regresó, en la cara tenía una especie de expresión nostálgica—. He visto un conejo en el huerto —dijo.

Con un inmenso autocontrol aparté la palabra «Alice» de mi boca y finalmente de mi mente. Lo que quería decir era: «¿Qué pasa, Alice, no hay agallas?», pero me obligué a aceptar el hecho de que aquellas cinco balas eran ya irrecuperables.

La cena de aquella noche no fue muy buena. Un poco de ensalada de lo que teníamos y jurel. El propietario de la cabaña había traído el jurel para que se lo diéramos a los gatos que rondaban por allí, pero éstos no lo querían. Era una cosa tan mala que preferían pasar hambre. Y la pasaban.

El jurel te destroza el organismo. En cuanto llega al estómago, las tripas se quejan, gimen, se agitan. Los sonidos que se oyen en una casa encantada durante un terremoto cruzan tu estómago en horizontal. A continuación tu cuerpo emite grandes pedos y eructos. El jurel casi te sale por los poros.

Tras una cena a base de jurel te sientas y tus temas de conversación son muy limitados. He descubierto que es imposible hablar de poesía, de estética o de la paz en el mundo después de tomar jurel.

Para que la comida fuera un perfecto Hiroshima gastronómico, de postre tomamos un poco del pan de Lee Mellon. Su pan encaja perfectamente con la descripción de la galleta que se servía a los soldados durante la Guerra Civil. Pero eso, naturalmente, no es ninguna sorpresa.

Había aprendido a mantener la cara en una absoluta expresión de firmes, los ojos saludando a una bandera silenciosa, la bandera del que cocina, siempre que, cada pocos días, Lee Mellon decía:

Creo que ha llegado el momento de hacer un poco más de pan.

Me había costado un poco, pero ya era capaz de comérmelo: duro como una roca, insípido y de dos dedos de grueso, como si hubiera comprado la harina en el infierno, o como miles de soldados marchando por una carretera de Virginia, ocupando kilómetros y kilómetros de campo.