CAPÍTULO/NOTA AL PIE A "LABIO ROJO"

VIVÍAMOS en el yermo californiano, y no había servicio de recogida de basuras. Nuestra basura no recibía nunca el saludo matutino de un hombre de gran sonrisa y alguna palabra amable. No podíamos quemar la basura porque estábamos en la estación seca y todo prendía fuego a la mínima, incluidos nosotros. La basura fue un problema durante algún tiempo, y por fin encontramos la manera de deshacernos de ella.

Llevábamos la basura a un sitio donde había una hilera de tres casas abandonadas. Cargábamos con sacos llenos de latas, papeles, pieles, botellas y Popeyes.

Paramos frente a la última casa abandonada, en la que sobre la cama se amontonaban miles de recibos del San Francisco Chronicle y los cepillos de dientes de los niños seguían en el botiquín del cuarto de baño.

Detrás de la casa había un retrete y para llegar hasta él había que seguir un sendero y pasar junto a varios manzanos y un macizo de plantas extrañas, y nos pareció que o bien eran especias y sin duda mejorarían nuestra cocina o bien eran belladona y entonces provocarían una reducción de nuestras actividades culinarias.

Cargábamos con la basura hasta el retrete y cada vez abríamos la puerta lentamente, porque era la única manera posible de abrirla, y sobre la pared aparecía un rollo de papel higiénico, tan viejo que parecía un pariente, un primo quizá, de la Carta Magna.

Levantábamos la tapa del retrete y dejábamos caer la basura en la oscuridad. Así seguimos durante semanas hasta que levantar la tapa empezó a tener su gracia, porque en vez de ver la oscuridad del fondo o quizá la silueta de la basura en la penumbra veíamos la basura brillante, diáfana y sensual apilada hasta casi el borde.

Si hubieras sido un extraño y hubieses entrado inocentemente para cagar, te habrías llevado una buena sorpresa al levantar la tapa.

Abandonamos el yermo californiano justo antes de que fuese necesario ponerse de pie sobre la taza del retrete y pisar el agujero para aplastar la basura como un acordeón hacia el abismo.