TERRORISTAS DE LA PESCA DE LA TRUCHA EN AMÉRICA

¡Larga vida a nuestro amigo el revólver!

¡Larga vida a nuestra amiga la ametralladora!

Cántico terrorista israelí

Una mañana de abril de cuando íbamos a sexto nos convertimos, primero por accidente y luego con premeditación, en terroristas de la pesca de la trucha en América.

Sucedió así: éramos un grupo de crios bastante extraño. Siempre estaban enviándonos a ver al director por nuestras atrevidas gamberradas. El director era un hombre joven, y la manera que tenía de tratar con nosotros era propia de un genio.

Una mañana de abril estábamos sin hacer nada en el patio, imaginándonos que era un inmenso salón de billares y que los de primero iban y venían como bolas de billar. A todos nos aburría la perspectiva de pasar otro día en clase estudiando Cuba.

Uno de nosotros llevaba encima un trozo de tiza y, cuando uno de los de primero pasó cerca de nosotros, el de la tiza le escribió distraídamente "La pesca de la trucha en América" en la espalda.

El de primero se retorció intentando leer lo que le habían escrito en la espalda, pero no consiguió verlo, y encogiéndose de hombros se fue a jugar a los columpios.

Nos quedamos mirando al de primero mientras se iba con "La pesca de la trucha en América" escrito en la espalda. Quedaba bien y resultaba incluso natural y estéticamente agradable que uno de primero llevase escrito "La pesca de la trucha en América" en la espalda.

En cuanto pasó cerca otro de primero le tomé prestada la tiza a mi amigo y dije "tú, el de primero, te necesitamos". El de primero vino hacia nosotros y le dije "date la vuelta". El de primero se dio la vuelta y le escribí "La pesca de la trucha en América" en la espalda. Al segundo niño le quedaba mejor incluso que al primero. Había que admitirlo. "La pesca de la trucha en América". Desde luego, les daba un aire diferente a los de primero. Los completaba y les daba cierta distinción.

—Sí que queda bien, ¿eh?

—Sí.

—Ahí en los columpios hay muchos niños de primero.

—Sí.

—Vamos a por un poco más de tiza.

—Venga.

Todos conseguimos un cacho de tiza y cuando acabó el recreo de mediodía casi todos los de primero llevaban escrito "La pesca de la trucha en América" en la espalda, incluidas las niñas.

El director empezó a recibir quejas de los maestros de primero. Una de las quejas llegó en forma de niña.

—Me envía la señorita Robbins —le dijo al director—. Me ha dicho que mire usted esto.

—¿Que mire qué? —dijo el director, mirando a la criatura vacía.

—Mi espalda —dijo ella.

La niña se dio la vuelta y el director leyó en voz alta: "La pesca de la trucha en América".

—¿Quién ha sido? —preguntó el director.

—Los chicos esos de sexto —dijo ella—. Los malos. Nos lo han hecho a todos los de primero. Estamos todos igual. "La pesca de la trucha en América". ¿Qué significa? Es un jersey nuevo, me lo había regalado mi abuela.

—Ajá. "La pesca de la trucha en América" —dijo el director—. Dile a la señorita Robbins que bajaré a verla enseguida.

Dejó que la niña de primero se fuese y poco después nosotros los terroristas fuimos convocados desde el inframundo.

Entramos renuentes en el despacho del director, arrastrando los pies, mirando por los ventanales, bostezando y rehuyendo la mirada del director y fijándonos en el aplique del techo y en lo mucho que se parecía a una patata hervida y bajando luego la mirada hasta el retrato de la madre del director colgado de la pared. Había sido estrella del cine mudo y se la veía atada a las vías del tren.

—¿Os suena de algo "La pesca de la trucha en América", chicos? —dijo el director—. No sé, quizá lo hayáis visto escrito en algún sitio hoy, en el transcurso de vuestros viajes. "La pesca de la trucha en América". Pensad un momento.

Nos lo pensamos un rato. Se hizo el silencio en el despacho, un silencio que conocíamos a la perfección, por haber estado anteriormente varias veces en el despacho del director.

—A ver si soy capaz de ayudaros —dijo el director—. Puede que hayáis visto "La pesca de la trucha en América" sobre la espalda de los niños de primero. Me pregunto cómo habrá llegado ahí.

Se nos escapó una sonrisilla nerviosa.

—Acabo de volver de la clase de primero de la señorita Robbins —dijo el director—. Les pedí a todos los que llevasen "La pesca de la trucha en América" escrito en la espalda que levantasen la mano, y todos los niños de la clase la levantaron excepto uno que se había pasado todo el recreo escondido en el baño. ¿Qué sentido le veis vosotros a esta historia de "La pesca de la trucha en América"?

No dijimos nada. A uno de nosotros se le había dis—parado el tic en el ojo. Estoy convencido de que era ese tic el que siempre acababa delatándonos. Deberíamos habernos desembarazado de él a comienzos de sexto.

—Sois todos culpables, ¿verdad? —dijo—. ¿Hay alguno entre vosotros que no sea culpable? Si hay alguno que no lo sea, que lo diga. Ahora mismo.

Nos quedamos en silencio, sólo roto por aquel par—padeo constante. Hubo un momento en el que llegué a oír su maldito tic. Era clavadito al sonido que hace un insecto al desovar la millonésima hueva de nuestra debacle.

—Habéis sido todos. ¿Por qué? ¿Por qué "La pesca de la trucha en América" en la espalda de los niños de primero?

Y entonces el director se lanzó a su famosa fórmula magistral para crios de sexto, la que usaba siempre que tenía que tratar con nosotros.

—Ahora decidme si no tendría gracia —nos dijo— si yo llamase ahora todos vuestros maestros a mi despacho y les pidiese que se dieran la vuelta y les escribiese "La pesca de la trucha en América" en la espalda.

Nos entró la risa tonta y nos pusimos un poco colorados.

—¿Os gustaría ver a vuestros maestros ir todo el día de aquí para allá con "La pesca de la trucha en América" escrito en la espalda mientras intentan enseñaros cosas sobre Cuba? Quedaría muy ridículo, ¿no? A que no os gustaría verlo? Porque no estaría bien, ¿a que no?

—No —dijimos todos como un coro griego, algunos con la voz y otros moviendo la cabeza, además del parpadeo constante de uno.

—Ya me parecía a mí —dijo—. Los de primero os admiran, os tienen como ejemplo, igual que los maestros me tienen de ejemplo a mí. Lo de escribirles "La pesca de la trucha en América" en la espalda no está nada bien. ¿Entendido, caballeros?

Estábamos de acuerdo. De verdad os lo digo, aquello funcionaba cada puñetera vez. ¿Cómo no iba a funcionar?

—Muy bien —dijo—. Doy por entendido que la pesca de la trucha en América ha llegado a su fin. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

—¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Parpadeo, parpadeo.

Pero el asunto no se acabó de inmediato, porque aún tuvo que pasar algún tiempo hasta que la pesca de la trucha en América se borrase de la ropa de los de primero. Al día siguiente, un porcentaje considerable de la pesca de la trucha en América había desaparecido. Las madres lo consiguieron por el sencillo método de vestir a sus hijos con ropa limpia, pero hubo unos cuantos niños cuyas madres simplemente intentaron sacudirles la tiza y los mandaron a clase al día siguiente con la misma ropa puesta, pero aún podía verse la silueta desvaída de "La pesca de la trucha en América" en sus espaldas. Aun así, pasados unos cuantos días más la pesca de la trucha en América desapareció por completo, algo a lo que estaba predestinada desde un primer momento, y una especie de otoño descendió sobre los de primero.