LABIO ROJO

DIECISIETE años después me senté en una piedra. Fue bajo un árbol, cerca de una vieja cabaña abandonada que tenía clavada en la puerta delantera una nota del sheriff que parecía una corona mortuoria.

PROHIBIDO PASAR

6 /17 DE UN HAIKU

Muchos ríos habían discurrido en esos diecisiete años, y miles de truchas, y ahora, entre la autopista y el cartel del sheriff, fluía otro río más, el Klamath, y yo intentaba seguir cincuenta kilómetros río abajo hasta Steelhead, el sitio en el que estaba alojado.

Era todo muy simple. Nadie quería parar para llevarme pese a que iba cargado con la caña y demás instrumentos de pesca. La gente suele parar cuando ve a un pescador. Tuve que esperar tres horas hasta que alguien me dejó subir al coche.

El sol era como una enorme moneda de cincuenta centavos que alguien hubiese rociado con queroseno antes de prenderle fuego con una cerilla y decirme "toma, sostenme esto mientras voy a por el periódico", ponerme la moneda en la mano e irse para nunca volver.

Caminé durante kilómetros y kilómetros hasta que llegué a la roca bajo el árbol y me senté. Cada vez que pasaba un coche, y eso sería una vez cada diez minutos, me levantaba y sacaba el pulgar como si fuese un racimo de plátanos, y luego volvía a sentarme en la piedra.

La choza tenía un tejado metálico enrojecido por los años, como un sombrero puesto bajo la guillotina. Parte del techo se había soltado; del río se levantaba una brisa cálida y la esquina suelta golpeteaba con el viento.

Pasó un coche. Una pareja mayor. El coche por poco no se salió de la carretera y fue a parar al río. Supongo que no verían demasiados autostopistas por allí. El coche dobló la esquina con los dos, él y ella, mirándome.

No tenía nada mejor que hacer, así que me dediqué a cazar moscas para pescar salmones con el salabardo. Me inventé un jueguecito, que iba así: no podía perseguirlas. Tenían que volar hacia mí. Era algo con lo que ocupar la mente. Cacé seis.

Un poco más allá de la choza había un retrete exterior con la puerta abierta de par en par. El interior del retrete aparecía expuesto como un rostro humano, y parecía decir: "El viejo que me construyó cagó aquí 9.475 veces y ahora está muerto, y no quiero que me toque nadie más. Era un buen tipo. Me construyó con Carlño. Dejadme en paz. Ahora soy un monumento a un buen culo ya fallecido. No hay ningún misterio.

Por eso está la puerta abierta. Si tienes que cagar, vete a los arbustos, como los ciervos".

—Que te den —le dije al cagadero—. Lo único que quiero es alguien me lleve río abajo.