LA MUERTE POR OPORTO DE LA TRUCHA
NO era un retrete posado sobre la imaginación.
Era real.
Habían matado una trucha arco iris. Su vida arrancada para siempre de las aguas de la Tierra con un trago de oporto.
Va contra el orden natural de la muerte que una trucha muera por tragarse un sorbo de oporto.
No pasa nada si un pescador le rompe el cuello a la trucha antes de echarla al cesto, o si la trucha muere por un hongo que le repta por el cuerpo como si fueran hormigas de color azucarado hasta que la trucha cae en el azucarero de la muerte.
No pasa nada si la trucha queda atrapada en una poza que se seca a finales de verano, o si la atrapan las garras de un ave o las zarpas de un animal.
No pasa nada ni siquiera si a la trucha la mata la polución, si muere en un río sofocante de excrementos humanos.
Hay truchas que mueren de viejas, y sus blancas barbas fluyen hasta el mar.
Cualquiera de estas situaciones forma parte del orden natural de la muerte, pero que una trucha muera por un trago de oporto... Eso ya es otra cosa.
No se habla de ello en el "Tratado de la pesca con anzuelo", en el Libro de San Albán, publicado en 1496. No se habla de ello en Tácticas menores para corrientes calizas, de H. C. Cutcliffe, publicado en 1910. No se habla de ello en La verdad es más extraña que la pesca, de Beatrice Cook, publicado en 1955. No se habla de ello en Memorias norteñas, de Richard Franck, publicado en 1694. No se habla de ello en De pesca me voy, de W. C. Prime, publicado en 1873. No se habla de ello en La pesca de la trucha y moscas para trucha, de Jim Quick, publicado en 1957. No se habla de ello en Algunos experimentos relativos a peces y frutas, de John Taverner, publicado en 1600. No se habla de ello en El río nunca duerme, de Roderick L. Haig Brown, publicado en 1946. No se habla de ello en Hasta que la pesca nos separe, de Beatrice Cook, publicado en 1949. No se habla de ello en El pescador de mosca y el punto de vista de la trucha, del coronel E. W. Harding, publicado en 1931. No se habla de ello en Estudios de las corrientes calizas, de Charles Kingsley, publicado en 1859. No se habla de ello en Locos por las truchas, de Robert Traver, publicado en 1960.
No se habla de ello en La luz del sol y la mosca seca, de J. W. Dunne, publicado en 1924. No se habla de ello en De pesca, de Ray Berman, publicado en 1932. No se habla de ello en El desove, de Ernest G. Schwiebert, publicado en 1955. No se habla de ello en El arte de la pesca de la trucha en corrientes rápidas, de H. C. Cutcliffe, publicado en 1863. No se habla de ello en La misma mosca con distinto collar, de C. E. Walker, publicado en 1898. No se habla de ello en La primavera del pescador, de Roderick L. Haig Brown, publicado en 1951. No se habla de ello en El pescador decidido y la trucha de arroyo, de Charles Bradford, publicado en 1916. No se habla de ello en Las mujeres saben pescar, de Chisie Farrington, publicado en 1951. No se habla de ello en Cuentos de Nueva Zelanda. El Dorado de los pescadores, de Zane Grey, publicado en 1926. No se habla de ello en La guía del pescador con mosca, de G. C. Bainbridge, publicado en 1816.
En ninguna parte se menciona la muerte de una trucha tras echarse al coleto un trago de oporto.
Para describir al Verdugo Supremo: nos despertamos por la mañana y fuera estaba todavía oscuro. Entró como sonriente en la cocina y desayunamos.
Patatas fritas, huevos y café.
—A ver, cabronazo —dijo—. Pasa la sal.
Los aperos de pesca estaban ya en el coche, así que nos levantamos y partimos. Con la primera luz del alba salimos a la carretera al pie de las montañas y fuimos avanzando hacia el amanecer.
La luz tras los árboles era como si entraras poco a poco en unos extraños grandes almacenes.
—Chica guapa la de anoche —dijo.
—Sí —dije yo—. Buena pieza.
—A cada uno lo suyo —dijo él.
Owl Snuff Creek no era más que un arroyuelo de un par de kilómetros de recorrido, pero llevaba buenas truchas. Bajamos del coche y nos adentramos casi medio kilómetro en la ladera hasta llegar al arroyo. Preparé mis cosas. Él sacó una botella de oporto del bolsillo de la chaqueta y me dijo:
—No te apetecerá...
—No, gracias —dije.
Le dio un buen tiento y sacudió la cabeza. Luego dijo:
—¿Sabes a qué me recuerda este arroyo?
—No —dije, mientras ataba una mosca gris y amarilla a la hijuela.
—Me recuerda la vagina de Evangeline, un sueño constante de mi infancia y promotor de mi adolescencia.
—Qué bien —le dije.
—Longfellow fue el Henry Miller de mi infancia —dijo.
—Bien —le respondí.
Lancé el sedal a un remanso delimitado por un remolino de agujas de abeto. Las agujas giraban y giraban. No tenía sentido que cayesen de los árboles. Parecían perfectamente naturales y satisfechas en la poza, como si hubiesen brotado de unas acuosas ramas en ésta.
Al tercer intento clavé el señuelo, pero lo desaproveché.
—Ay, ay, ay —dijo—. Creo que me quedaré viéndote pescar. El cuadro robado está en la casa de al lado.
Pescaba corriente arriba, acercándome cada vez más a la estrecha escalinata del cañón. Luego trepé por ella como si entrase a unos grandes almacenes. Pesqué tres truchas en la oficina de objetos perdidos.
Él ni siquiera armó su caña. Se limitó a seguirme, bebiendo oporto y hurgando en el mundo con un palitroque.
—Este es un arroyo hermoso —dijo—. Me recuerda el audífono de Evangeline.
Acabamos frente a un gran remanso formado por la precipitación del arroyo en la sección de juguetes infantiles. En el arranque del remanso, el agua era como nata, pero luego se alisaba y reflejaba la sombra de un enorme árbol. Para entonces, el sol había salido ya. Podía vérsele bajar por la montaña.
Eché la mosca en la nata y dejé que bajase con la corriente hasta una larga rama del árbol junto a un pájaro.
¡Patam!
Hundí el anzuelo y la trucha empezó a saltar.
—¡Carreras de jirafas en el Kilimanjaro! —gritó, y cada vez que la trucha saltaba, él saltaba también.
—¡Carreras de abejas en el Everest! —gritó.
No llevaba red, de modo que me llevé la trucha hasta el borde del arroyo y tiré de ella hasta la orilla.
La trucha tenía una ancha banda roja en el costado.
Era una buena arco iris.
—Menuda trucha —dijo él.
La levantó, y ella empezó a retorcerse en sus manos.
—Pártele el cuello —le dije.
—Tengo una idea mejor —dijo—. Antes de matarla, déjame que al menos sosiegue su avance hacia la muerte.
A esta trucha le hace falta un trago.
Se sacó la botella de oporto del bolsillo, desenroscó el tapón y dejó caer un buen chorro en la boca de la trucha.
A la trucha le entraron espasmos.
Su cuerpo se estremecía rápidamente, como un telescopio durante un terremoto. La boca permanecía abierta y castañeteaba como si tuviese dientes humanos.
Colocó la trucha en una piedra blanca, la cabeza colgando, y parte del vino goteó de su boca y manchó la piedra.
La trucha estaba ahora muy quieta.
—Murió feliz —dijo.
—Esta es mi oda a Alcohólicos Anónimos.
—¡Mira!