63
Rønna Ulgard salió de su compartimiento privado al mediodía. Cerró la puerta con suavidad y echó a andar sigilosamente por el estrecho pasillo. Lo más probable era que todos los pasajeros estuvieran en los vagones restaurante, pero él no había elegido aquel momento por eso. Según el mapa, pronto cruzarían la zona menos habitada del trayecto. Ulgard se proponía matar a los hombres que vigilaban el cajón de Thorwald, y arrojar los cadáveres por la puerta del vagón. Pasarían días, tal vez incluso una semana, antes de que los descubrieran.
Atravesó en silencio dos coches dormitorio, en los que todas las literas estaban ocultas por cortinas que permanecían echadas. Los vagones estaban unidos por pequeños compartimientos con paredes de goma, en los que el viento ululaba y el traqueteo del tren sonaba estrepitosamente. Luego atravesó once vagones normales, con sus enormes ventanales para que los pasajeros disfrutaran del paisaje. Al fin llegó al vagón de equipajes, que se hallaba en el furgón de cola. Ulgard alzó la barra de aluminio de la puerta, y empujó ésta lentamente con las enguantadas manos.
Entró en el vagón y cerró la puerta. El vagón olía levemente a excrementos. Ulgard permaneció inmóvil durante dos minutos completos, oscilando con los movimientos del tren mientras sus ojos se adaptaban a la tenue luz que entraba a través de un par de orificios de ventilación del techo, e intentó acostumbrase al olor. Poco a poco se hicieron visibles las maletas y las cajas de cartón, apiladas contra las paredes y hasta el techo, sujetas con redes de goma. Vio las abultadas formas de las sacas de correo, varias bicicletas colgadas de la pared, un montón de tablas de surf, y dos botellas de aire para buceo. Pero no había ningún cajón de madera a la vista. Se adentró más en el vagón, con una mano sobre el pecho, listo para sacar la tosca pistola si era necesario.
El olor se hizo más fuerte. Ulgard vio que, sujetas a la pared junto a las enormes puertas correderas, había varías jaulas de animales, una de ellas de tamaño suficiente para albergar un poní. Al acercarse más, de la jaula surgió un gruñido y el olor se hizo más intenso. Cuando pasó junto a la jaula, el animal lanzó un grito y se arrojó contra la tela metálica. Unos dedos asomaron por ella. No sin sorpresa, Ulgard vio que dentro había un simio, un chimpancé o tal vez un gorila.
Inmediatamente sonaron voces. Ulgard cayó en cuclillas, y quedó a la escucha con la mano en el bolsillo interior de su chaqueta.
— Was fiir ein Larm!
— Blofi ein Schimpanse.
— So laut?
Aguardó, inmóvil. Al parecer, dos hombres de Knecht vigilaban a Thorwald. Ulgard había esperado esto: sacó la pequeña pistola y posó el pulgar sobre el percutor. Mientras los dos hombres seguían hablando, él se tumbó sobre el estómago y comenzó a reptar en torno a los obstáculos. Por el sonido de sus voces comprendió que los dos hombres estaban el uno junto al otro: el único problema para matarlos era el tiempo que tardaría en recargar su arma. Hizo una pausa para sacar otra bala del bolsillo y colocársela debajo de la lengua.
El tren entró en una curva. Las maletas y las cajas se apretaron contra las redes que las retenían. Ulgard reptó hasta situarse detrás de los dos matones de Knecht, que se hallaban sentados sobre un par de cajas. Se volvió para ponerse silenciosamente de rodillas detrás de uno de los matones, con la pistola firmemente empuñada, tan cerca ya de la cabeza del hombre que le era posible oler la fragante brillantina que usaba.
Echó el percutor hacia atrás, apuntó en la penumbra, y soltó el percutor.
El ruido de la pistola no fue más fuerte que el de un globo al reventarse. El hombre de Knecht se abrió de brazos y piernas y luego la fuerza de gravedad lo hizo caer al suelo, convertido en un desmadejado guiñapo. Su compañero se puso en pie, y miró vivamente a un lado y a otro. Ulgard sacó la cápsula de la bala ya disparada y echó para atrás el percutor el tiempo suficiente para insertar la otra bala con la lengua. Durante un brevísimo instante, el otro hombre se sentó de nuevo como para repasar lo sucedido; Ulgard apretó el pequeño cañón contra su cabeza y volvió a soltar el percutor.
¡Pop! El propietario de la armería de Boise le había jurado que, si Ulgard no se sentía satisfecho con aquella ridicula pistolita, le devolvería el dinero; Ulgard se sentía satisfecho. El segundo hombre de Knecht se desmoronó de su asiento y cayó al suelo cuan largo era.
Ulgard se puso en pie.
—¡Señor Thorwald! —susurró hacia la penumbra—. He venido a rescatarlo. ¿Dónde está?
Se escuchó un leve golpe. ¿Era Thorwald, tratando de indicarle dónde se hallaba? ¿O un animal moviéndose en su jaula?
—¿Puede usted hablar, señor Thorwald? ¿O está usted atado y amordazado?
Tomp. Tomp-tomp. Sonaba como una tabla al ser golpeada. Quizá Thorwald, desde el interior de su cajón, estuviera tratando de comunicarse con él. Ulgard se movió en círculo al tiempo que metía una nueva bala en su pistola. También era posible —incluso probable— que Thorwald siguiese drogado y el ruido lo hiciera el chimpancé.
—Soy Herr Ulgard, de Amnistía Internacional. ¿Me recuerda?
Los ruidos cesaron. Ulgard puso los ojos en blanco, reprendiéndose por su error. Sin duda, Frau Dietermunde le había dicho que Von Wessenheim no tenía ni la más remota relación con Amnistía Internacional y, en consecuencia, Ulgard tampoco. Ahora Thorwald tenía miedo de él. O eso, o el mono se había cansado de moverse en su jaula.
Se guardó la pistola en un bolsillo. Sin más luz, aquello podía hacerse eterno. Avanzó por entre el laberinto de cajas y equipajes, en dirección a las rendijas de luz que señalaban el lugar en que se hallaba la puerta. Ésta no fue difícil de encontrar. Con un gruñido, Ulgard alzó la gran palanca de acero que la mantenía cerrada y separó unos palmos ambos paneles, que se deslizaron suavemente sobre las bien aceitadas ruedas. Por la abertura entró el aire y el cálido sol de la tarde. El aire le revolvió a Ulgard el negro cabello y la luz le escoció en los fatigados ojos. Al examinar el ya mejor iluminado vagón, Ulgard vio que todo estaba apilado más ordenadamente de lo que él había creído. Todos los bultos tenían una etiqueta en la que se especificaba su contenido, aunque Ulgard dudaba mucho de que la etiqueta del cajón de Thorwald indicase que dentro había un ser humano. Los animales estaban apartados del resto del equipaje, y el presunto mono resultó ser efectivamente un chimpancé, que parpadeó bajó la fuerte luz con los labios invertidos, dejando ver los dientes.
Volviendo sobre sus pasos, Ulgard llegó junto a los dos muertos. Los disparos a bocajarro contra la cabeza rara vez sangraban más de unas pocas gotas, ya que al recibir el impacto el cerebro se hinchaba y seguía hinchado tras la muerte, taponando el orificio de la bala. De uno en uno, arrastró ambos cadáveres hasta la puerta y los arrojó al exterior, y luego volvió para borrar con los pies los pequeños restos de sangre.
—Señor Thorwald —dijo, al tiempo que sacaba la pistola y comenzaba a recargarla—. Lamento la mentira que le dije acerca de Amnistía Internacional, pero lo de que vengo a liberarlo es cierto. Herr von Wessenheim y Herr Knecht quieren algo de usted. A usted debe de parecerle que todo el mundo quiere algo de usted, pero yo no quiero nada. Tan sólo su libertad.
Los segundos transcurrieron lentamente. Si Thorwald estaba consciente era posible que hubiera visto, o al menos oído, la ejecución de los hombres de Knecht.
—Soy el inspector Schmidt —dijo Ulgard—. Pertenezco a la Interpol, la fuerza policial europea de la que tal vez haya oído usted hablar. Le garantizo que no tiene nada que temer de mí. Lamentablemente, me vi obligado a matar a los hombres de Knecht para evitar que ellos lo mataran a usted.
Lanzando un grito, el mono se lanzó contra la tela metálica de su jaula. Ulgard retrocedió un paso, sobresaltado e, instintivamente, alzó la pistola y la disparó. La barra arrancó una astilla de la parte de madera de la jaula. El mono gritó y brincó. Por primera vez en su carrera, Ulgard se sintió asustado. Pero el miedo no tardó en convertirse en furia. Se acercó a la jaula y la movió, sacándola de su lugar.
— Verdammter Schimpanse! —gritó, y trató de empujar la jaula hacia la puerta. Ésta se movió con crispante lentitud, y Ulgard giró sobre sí mismo y apretó la espalda contra ella, acuclillándose, decidido a arrojarla por la puerta.
Pero, desde su posición en cuclillas, de pronto captó un movimiento. Trató de tranquilizarse, e intentó localizar el punto en el que había percibido el movimiento.
Volvió a percibirlo. Procedía de un pequeño cajón cuadrado que tenía orificios de ventilación en las cuatro paredes laterales. En torno a él había una fina cadena, como el lazo de un regalo de cumpleaños, con un gran candado en la parte alta.
Ulgard se dejó caer de rodillas y avanzó hacia el cajón hasta que estuvo lo bastante cerca para mirar a través de los orificios de ventilación.
Oscuridad. Luego un movimiento. ¿La jaula de otro animal? Se acercó más.
—¿Señor Thorwald? —preguntó en voz baja.
Thorwald movió la cabeza, y el movimiento fue visible gracias a los finos rayos de luz que entraban por los orificios. En efecto: el hombre estaba atado y tenía los ojos vendados.
Ulgard se levantó sobre las rodillas y sacó la pistola. Mientras extraía la cápsula vacía, Hank Thorwald lanzó un débil gemido a través de la nariz.
—Lo han encerrado a usted dentro de este miserable cajón —dijo Ulgard—. Tendré que disparar contra el candado, y luego me será posible abrirlo y sacarlo a usted. Aguarde.
Sacó otra bala, se la puso entre los dientes y de nuevo utilizó la lengua para insertarla. Hecho esto, levantó el percutor y apretó el cañón contra el candado.
—¿Puede usted apartarse hacia la izquierda? —preguntó, cortés—. No quiero que el disparo lo alcance.
Hank Thorwald asintió lentamente con la cabeza y cambió de posición. El cajón se estremeció. Ulgard se dispuso a soltar el percutor.
— ¡Oskar!
El grito sobresaltó a Ulgard en el momento en que el percutor de la pistola caía. El arma se disparó, y varias astillas saltaron por el aire. Thorwald se derrumbó en el interior del cajón, si no muerto, sí, al menos, gravemente herido.
Ulgard se puso en pie y giró sobre sus talones. Frau Dietermunde, que, cosa rara en ella, vestía pantalones, salió de detrás del montón de cajas desde donde había estado observando a su hijo durante sabía Dios cuánto tiempo. Cuando Ulgard habló, su voz estaba cargada de furia.
—¿Qué demonios haces tú en este tren?
Ella hizo caso omiso de la pregunta y avanzó hacia él.
—¿Qué has hecho esta vez? —quiso saber—. ¿Lo has matado? —Se inclinó sobre el cajón y luego se irguió de nuevo—. Eres un bastardo —le dijo con voz cargada de odio—. Tú padre era igual de moreno que tú, Oskar-Adolf, tenía el mismo cabello negro y la misma tez olivácea. ¿Quieres saber por qué?
Ulgard trataba de recargar la pistola.
—Cállate, madre —masculló, amenazador.
—Era un soldado norteamericano. Me violó en un edificio en ruinas situado en la Kaiserstrasse, cerca de la Hauptwache, en Frankfurt.
Ulgard echó el percutor hacia atrás.
—Cállate, vieja arpía, no hables de eso.
El hombre estaba metiendo una nueva bala en la recámara, cosa difícil de hacer con guantes, cuando Frau Dietermunde alargó de pronto un brazo y le quitó de un manotazo la pistola de entre los dedos. Al caer al suelo del vagón, la empuñadura de plástico se dividió en sus dos piezas originales mientras el cañón rodaba hacia las puertas correderas y caía por el hueco que había entre ellas, perdido para siempre.
El rostro de Ulgard se convirtió en una máscara de odio. Sus manos ansiaban estrangular a su madre, pero en vez de ello se cerraron sobre el cajón de Thorwald. Con un rugido, lo desplazó de su posición y lo empujó más cerca de las puertas. Al moverse el cajón, sobre el suelo quedó un gran reguero de sangre. Ulgard se precipitó hacia las puertas y las abrió más; por el hueco se hizo visible un plácido atardecer francés, y entró un tornado de viento. Bajo la cegadora luz, se puso en cuclillas y miró a través de los orificios del cajón. Thorwald yacía inmóvil. De su cráneo manaba sangre.
—¡Tú lo has matado! —gritó Ulgard, sobre el estrépito—. Has matado al único hombre que has querido en tu vida.
Ella se le acercó. Su cabello teñido de rubio se agitaba a impulsos del viento.
—¿Acaso esperabas que te quisiera a ti, Oskar? —gritó—. Ni podía ni puedo hacerlo. ¿Quieres que te diga por qué?
Ulgard se puso en pie, sintiendo el mismo terror que lo había atormentado desde los días de su niñez.
—No —dijo.
Una leve y peculiar sonrisa curvó los labios de Frau Dietermunde.
—Pues aun así te lo diré. Tu padre era judío, Oskar.
Él se tapó las orejas con las enguantadas manos y cerró los ojos, con una mueca que parecía de dolor.
—Era un judío degenerado del ejército de los Estados Unidos, un judío mediterráneo, moreno y repugnante. Ése era tu padre, Oskar-Adolf Dietermunde. Podría haberte matado al nacer, pero no lo hice.
Ulgard bajó las manos pero mantuvo los ojos cerrados.
—Y desde entonces no he dejado de lamentar no haberte pasado el cordón umbilical en torno al cuello para estrangularte hasta la muerte.
Ulgard alzó los párpados y se llenó los pulmones de aire.
—Así que me castigaste con esto. —Se quitó los guantes. Bajo la luz fueron visibles las hileras de esvásticas azules trel azadas.
—Lo hice para que no olvidases tu mitad alemana, ni sempiternos deberes hacia el Führer.
—¡Mientes! Aquí está tu Führer, metido en un cajón de madera. Él ha regresado de entre los muertos y tú, inmediatamente, lo vendes como si fuera un caballo.
Frau Dietermunde avanzó hacia su hijo, con su vieja jactancia intacta.
—Las Juventudes Hitlerianas sólo adoran a un Führer, y su nombre es Adolf Hitler. Hank Thorwald es una patética sombra de ese gran hombre, una curiosidad, un monstruo.
—Un recuerdo que se puede vender en una subasta.
—Eso, y nada más que eso.
—Y, cuando muera, lo haréis disecar.
Ella se le acercó más.
—Ahora, déjame para siempre —espetó al rostro de Ulgard—. Olvídate de que tienes madre y yo podré olvidarme de que tengo a un bastardo judío por hijo.
Ulgard dejó caer los guantes y dirigió una sonrisa a Frau Dietermunde.
—He leído que, después de la guerra, las mujeres alemanas vendían su cuerpo a cambio de chocolatinas —dijo—. De chocolatinas y de medias de nailon.
La mujer hizo intención de abofetear a su hijo. Él le agarró fuertemente el brazo.
—Adiós, madre.
Ulgard la arrastró hacia la puerta del vagón. Ella comenzó a gritar, y siguió haciéndolo cuando él la agarró por los hombros, la levantó, y la lanzó hacia afuera. El Eurorail iba a gran velocidad, y el lecho de la vía era de gravilla negra. Ulgard se volvió para observar cómo el cuerpo de su madre caía al suelo; la sangre color escarlata se alzó en una especie de nube, como un coche de carreras haciéndose pedazos. Unas súbitas lágrimas se formaron en los ojos del hombre. Se tardarían días en encontrar todos los restos de Frau Dietermunde.
Al volverse, se dio cuenta de que se hallaba en pie sobre la sangre de Thorwald, y se preguntó lo que él, como judío, debería hacer con el cadáver de Hitler.