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—Esto es estupendo —le dijo Alan a Rebecca entre bocado y bocado—. Es lo que yo realmente esperaba.
Ella estaba sentada en un mugriento y raído sofá de la caravana.
—¿Te refieres al pollo?
Alan estaba frente a su ordenador, examinando el contenido del sobre que Rebecca había cogido del ático.
—No, me refiero a los cheques que encontraste en casa de Perry. Representan los gastos completos de su casa durante el mes de agosto del año pasado. No podrías haber conseguido nada mejor.
Ella agradecía los elogios y la comida, pero no el calor. La luz diurna iba desapareciendo rápidamente, pero la temperatura se negaba a bajar en la tostadora de aluminio a la que ella tenía que llamar hogar. Antes de ir al Kentucky Fried Chicken se había pasado por el hospital para efectuar una rápida visita, pero Sharri, que aún seguía en la UCI, volvía a hallarse inconsciente y estaba bien cuidada. Probablemente, unos cuantos minutos sujetándola de la mano y hablando a su inexpresivo rostro le habían hecho más bien a Rebecca que a Sharri, y la mujer salió del hospital tranquilizada y optimista.
—¿A qué cheque te refieres?
Alan estaba royendo la carne de un muslo de pollo.
—A éste. —Se limpió los dedos en la servilleta que tenía sobre las piernas, cogió el cheque y lo agitó—. Extendido a nombre de Midwestern Specialty Properties. Conozco esa firma, más de una vez he intentado atraparlos.
—¿Atraparlos?
—Con las manos en la masa.
—¿En qué masa?
—¿Cómo voy a saberlo? Son grandes y ganan montones de dinero y se muestran misteriosos al respecto. Y ésa es la materia prima con que yo fabrico mis segmentos.
Ella cogió la Cocacola que tenía entre los muslos.
—Entonces, ¿por qué Perry les hizo un cheque? ¿Sería una inversión inmobiliaria? Mucha gente las hace.
—La Midwestern Specialty Properties no es una inmobiliaria, Rebecca. Es dueña de propiedades comerciales, sobre todo de residencias para ancianos.
—Entonces, explícame el cheque de Perry.
—Fue para pagar la estancia de alguien en una residencia. Dijiste que tiene una hermana.
—Una hermana muerta. Lo más probable es que él la asfixiase en su cuna.
—O que le produjese una lesión cerebral, si algo de todo eso es cierto. —Arrojó el hueso a la caja que había en el centro del suelo. Falló—. Qué demonios, tal vez alguno de sus padres aún esté vivo.
Rebecca lo consideró posible.
—Tendrían alrededor de noventa años, pero eso no es demasiado extraordinario, sobre todo en mujeres. —Se le iluminó el rostro—. Conéctate a Internet y averigua si alguien llamado señora Wilson está en una de esas residencias.
Alan se puso en pie, fue hasta la caja y se puso a buscar su siguiente pieza de pollo.
—Deduzco que Hank era el que usaba la red.
—Hank y Sharri. ¿Por qué?
—Porque lo que acabas de pedirme es casi imposible, Rebecca. —Cogió un muslo e hizo un gesto de asentimiento—. Tendría que meterme subrepticiamente en sus sistemas, y eso llevaría días, semanas, o tal vez nunca lo consiguiera. —Junto al pollo había una caja de doce latas de Miller Lite; Alan cogió una de ellas y volvió a su silla.
—Entonces, ¿por qué has traído tu ordenador?
—Porque tengo una red de corresponsales periodísticos que, como favor que yo retorno de idéntico modo, hacen algunos trabajos de investigación. En realidad, ningún reportero investigador de la televisión trabaja solo. Además, aún tengo amigos en la WXRV.
—¿O sea, que no podemos hacer nada por nosotros mismos?
Él negó con la cabeza, y luego cambió el movimiento para convertirlo en uno de asentimiento.
—Hay muchas cosas que podemos hacer por nosotros mismos. —Se echó para atrás y metió una mano en un bolsillo de sus vaqueros—. Coge este montón de monedas y ve en el coche hasta el teléfono público más próximo. Llama a todas las residencias de ancianos de Terre Haute y hazte pasar por un miembro de la familia. La sede de la Midwestern Specialty Properties está en Indianápolis, pero tiene residencias de ancianos en dos o tres condados próximos, eso sí que lo sé.
—¿Y si ni su padre ni su madre están en las residencias de Terre Haute?
—Mientras tú estás fuera, yo mandaré mensajes a mis compadres de la emisora.
Ella se puso en pie y, de pasada, dejó caer en el cubo el hueso de pollo que tenía en la mano.
—Por favor, no te lo comas todo, Alan. Al menos, déjame una pechuga.
Él, que estaba hundiendo los dientes en la pieza que acababa de coger, la fulminó con la mirada.
—¿Adónde demonios vas tan de prisa? Tienes tiempo de sobra para comer. Puedes dejar las llamadas telefónicas para más tarde.
Rebecca vaciló y, tras reflexionar, llegó a la conclusión de que su compañero tenía razón. Nada de todo aquello era urgente, e incluso lo podía dejar para el día siguiente. Pero Hank estaba en algún lugar del ancho mundo, y si ella bajaba el ritmo tal vez perdiera para siempre a su marido, y pasaría el resto de su vida arrepintiéndose. Se había enamorado de él a primera vista y había perdido la virginidad en su segunda cita con él; por insignificante que eso pareciera, había sido importante para ellos dos. Mientras él siguiera vivo, ella no podía bajar el ritmo.
Hizo un cuenco con las manos y puso éstas frente al rostro de Alan.
—Dame las monedas.
Alan hizo lo que le pedía.
Rebecca regresó con las manos vacías. En medio de la sofocante oscuridad, caminó a través de corrientes de inhóspitas aromas, y subió los tres tambaleantes peldaños. La puerta de la caravana estaba abierta. Rebecca dio a tientas con una serie de interruptores en la pared, y los accionó todos. Sólo se encendió la luz de la salita.
Alan dormía sobre el sofá, rodeado por siete latas vacías de cerveza. La caja se había volcado y centenares de pequeñas hormigas recorrían los restos del pollo frito; las cosas habían cambiado bastante en la última hora y media. Ella había estado ausente más tiempo del previsto porque, en la gasolinera Texaco, mientras usaba el teléfono para comunicarse con todas las residencias de ancianos de la ciudad, había observado desde las sombras a una muchacha preñada que, tras apearse de un viejo Camaro, se dirigió a los servicios de señoras. Rebecca recordó el único embarazo de su vida, y el torbellino emocional que había supuesto para ella. En ciertos momentos se había sentido embargada de felicidad por la nueva vida que albergaba en su interior, y en otras ocasiones había maldecido su estado. De pronto sintió la imperiosa necesidad de estar con Sharri. En el hospital permaneció sentada junto a la niña, acariciándole el cabello, tan inundada por el amor hacia ella que el corazón le dolió literalmente. Shairi tenía los labios cortados y secos, y Rebecca se los había humedecido con su propia saliva.
Y ahora regresaba a casa y se encontraba con aquello. Rebecca le dio un puntapié a la lata de cerveza más próxima. La lata pasó rozando el rostro de Alan y fue a pegar contra la ventana de encima del sofá.
—Eh —masculló él—. ¿Adónde habías ido?
—¿Cómo puedes hacer esto? —le gritó Rebecca.
Alan, desconcertado, se incorporó en el sofá.
—¿Hacer qué?
—¿Cómo puedes quedarte dormido? ¡La vida de Hank pende de un hilo, y tú te emborrachas!
Él se puso trabajosamente en pie.
—Dispensa mi fallo de memoria, pero... ¿cuándo nos hemos casado tú y yo?
—Supuestamente, tú estabas enviando correos electrónicos a tus amigos de Indianápolis. Yo he llamado a todas las residencias de la ciudad, pero el único Wilson que he encontrado era uno de los conserjes. —Hizo una pausa y le dio un puntapié a la caja. Los restos de pollo rodaron por el suelo, perdiendo hormigas—. Puede que para ti esto sean unas vacaciones, Mister Televisión, pero la realidad es que estamos en una carrera contra el tiempo.
Alan torció el gesto.
—No me cabrees, Rebecca. Cuando me cabreo, sigo cabreado mucho tiempo. Piensa en dónde estarías sin mí, piensa en lo mucho que puedes perder si yo me largo. Y soy capaz de largarme. Así que basta.
Los ojos de Rebecca relucían como esmeraldas hechas trizas, y sus emociones estaban igualmente aguzadas. Con un inmenso esfuerzo, la mujer se sobrepuso a su furia y se apartó de él.
—¿Podrías al menos mantener tu parte del trato?
Él se llenó los pulmones de aire.
—Ya lo he hecho. Mi corresponsal descubrió a una tal Anna Wilson internada en una residencia de la Midwestern Specialty situada al norte de Indianápolis. Un lugar llamado Hojas de Otoño. La dirección está ahí, al lado de mi ordenador.
Ella retrocedió otro paso, sintiendo remordimientos.
—Lamento haber perdido los estribos —dijo.
Él se encogió de hombros.
—Me dije que lo mejor sería que durmiésemos y fuéramos a la residencia mañana, a ver qué descubrimos.
Rebecca sonrió lo mejor que pudo.
—Muy bien. Espléndido. Gracias. —En la puerta, apagó la luz y, silenciosamente, fue a recoger el papel que había junto al ordenador—. Salgo a fumar un cigarrillo. Puedes volver a dormirte, que yo no te molestaré.
—Ya estoy dormido —respondió Alan.
Ella salió al exterior y cerró la puerta. Soplaba una fresca brisa. Miró al neblinoso cielo y sólo vio algunas de las estrellas que tanto fascinaban a Hank. Se preguntó si él, en Nueva York, estaría mirando también al cielo, quizá enviando mensajes a su estrella favorita, pero Rebecca no sabía cuál podía ser tal estrella. Para ella, en aquella noche no podía haber descanso, no cuando una mujer llamada Anna Wilson se hallaba cerca, en un lugar llamado Hojas de Otoño. Probablemente, Alan volvería a sacarse un as de la manga al día siguiente, pero ella tenía que salir de dudas esa misma noche.
El Honda aún tenía mucha gasolina. Rebecca encendió el motor, se puso el cinturón de seguridad, prendió las luces y salió lentamente de Dixie Acres, esperando que Alan no la oyese...
... y dos horas más tarde detuvo el coche en el estacionamiento de la residencia Hojas de Otoño. Se hallaba exhausta. El trayecto desde Terre Haute había sido infernal: mientras conducía en la oscuridad, las ninfas del sueño habían pegado sus cálidas formas contra ella y le habían susurrado cosas acerca de plumas y almohadas. Rebecca se tuvo que cachetear repetidas veces. Bajó todas las ventanillas. Condujo con las manos crispadas en torno al volante, pidiéndole a Dios que la mantuviera despierta.
Ahora apagó el motor y se derrumbó sobre el volante, aturdida y apenas despierta. Tras unos momentos, fue capaz de abrir la portezuela. Obligándose a erguirse, echó un vistazo a Hojas de Otoño. El edificio era de una sola planta, tenía la fachada delantera de ladrillo y un pequeño jardín salpicado por unos cuantos macizos de flores. Caminó hasta la única puerta de cristal, la halló abierta y entró en el edificio, esperando encontrar a una enfermera o a una recepcionista sentada a un escritorio, y quizás un olor a clínica en el aire. En efecto, había un escritorio, pero se hallaba vacío, con una silla pegada a él y un ordenador apagado encima, y el aire olía bien. Hojas de Otoño estaba tranquila y silenciosa como una tumba.
Echó a andar por el pasillo que tenía frente a sí. Las puertas tenían número, pero a Rebecca se le cayó el corazón a los pies al advertir que en ellas no estaban los nombres de los alojados. Decidió volver al vestíbulo. Tras esperar un buen montón de minutos en aquella absoluta calma se inclinó sobre el escritorio en la esperanza de encontrar un libro de registro. Al no ver ninguno, volvió a mirar en torno, y luego rodeó el escritorio. Dándose cuenta de que comenzaba a sudar, abrió los cajones y examinó cuidadosamente sus contenidos, pero sólo encontró los papeles y las carpetas de una oficina típica.
Volvió a colocarse junto a la puerta y, apenas lo hubo hecho, sobre la moqueta sonaron unas pisadas anunciando la llegada de alguien. La mujer que apareció era baja y gruesa, y no vestía uniforme, sino unos pantalones y un top que dejaba ver los amarillos tirantes de su sujetador.
—¿Qué desea?
Rebecca sonrió.
—Deseo conocer el número de habitación de Anna Wilson. Se trata de algo urgente.
La recién llegada estrechó los ojos.
—¿Porqué?
—Su hijo ha muerto y ella aún no lo sabe.
La mujer se colocó tras el escritorio.
—¿Y quiere usted despertar a la señora con esa noticia? ¿Sabe usted el estado en que se encuentra? ¿Es usted pariente de ella? ¿Amiga?
—No, en realidad no soy pariente suya.
—Entonces no puede usted visitarla; ésa es la norma, sobre todo a estas horas de la noche. Podría usted hacerle firmar a la señora una cesión de sus ahorros, o comprar un falso seguro, o alterar su testamento.
—Le doy mi palabra de que no haré nada de eso.
—Lo siento. Vuelva usted durante el día, cuando tenemos más personal.
Rebecca trató de imaginar lo que supondría irse de allí sin obtener resultados: de ningún modo lograría sobrevivir al viaje de regreso a Terre Haute, lo cual no le dejaba más alternativa que dormir en el coche, o en una habitación de motel, si tenía suficiente para ello con el dinero que le había dado Alan. Sacó del bolsillo el rollo de billetes y procedió a contarlos. De pronto, la recepcionista se inclinó sobre el escritorio para echar un vistazo. Inmediatamente, Rebecca comprendió lo que debía hacer; separó un billete de veinte dólares y unos cuantos de a uno, y los dobló en la mano.
—¿Qué número de habitación me ha dicho? —preguntó, al tiempo que extendía el brazo por encima del escritorio.
—Saberlo le costará el doble de eso.
Rebecca retiró la mano para poner en ella más billetes, que esta vez fueron principalmente de a dólar. Se preguntó si una cámara de seguridad las estaría observando, y luego se preguntó qué le importaba a ella que así fuera. Dejó caer los billetes sobre la mesa.
—Esto es ridículo. Coja el dinero y dígame el condenado número.
—Número uno. —La mujer señaló con un dedo—. Primera puerta a la derecha.
Rebecca apretó las mandíbulas, furiosa. Se echó el resto del dinero de Alan al bolsillo, caminó hasta la habitación número uno e hizo girar el gran tirador de aluminio. Cuando la luz del techo se encendió, Rebecca le echó el primer vistazo a Anna Wilson, que podía ser o no la madre de Perry Wilson. La mujer estaba dormida. Los años no la habían tratado nada bien. El blanco cabello era escaso, y la encogida boca carecía de dientes; la mujer yacía como un esqueleto bajo la fina manta de su propia piel. Rebecca se aproximó lentamente a la cama y se inclinó sobre ella.
—¿Señora Wilson?
Arrugas cubiertas de más arrugas.
—¿Puede usted despertar, señora Wilson?
La anciana abrió los ojos, incoloros como claras de huevo. Rebecca ahogó una exclamación y se irguió. Tardó unos instantes en organizar sus pensamientos.
—Señora Wilson, ¿puedo hablar con usted?
Los ojos de Anna Wilson iban de un lado a otro.
—¿Qué pasa? ¿Martin?
Rebecca se inclinó de nuevo.
—¿Tiene usted un hijo llamado Perry?
—¿Perry? ¿Eres tú?
—¿Perry es hijo suyo?
Las ciegas pupilas de la anciana no dejaban de moverse.
—¿Martin?
—Perry está aquí —dijo Rebecca—. Perry quiere hablar con usted.
—¿Perry? Ven aquí ahora mismo.
Rebecca se irguió de nuevo; el aliento de la vieja era espantoso. Aspiró un par de bocanadas de aire fresco y se volvió a inclinar.
—¿Quién es Perry?
—Mi muchacho. ¿Perry?
Hubo un movimiento junto a la puerta.
—Padeció una enfermedad que la dejó ciega —anunció la gruesa recepcionista—. Pero creo que antes de eso ya había perdido el uso del cerebro.
El corazón de Rebecca empezó a latir aceleradamente: aquélla era, sin duda, la madre de Perry. La anciana había dicho «mi muchacho».
—¿Qué más sabe sobre ella?
—Creo que llegó aquí hace tres años, y ya se encontraba en el estado en que la ve. Es tan vieja que ni siquiera tiene sensatez suficiente para morirse.
—¿Algo más? ¿Antecedentes familiares?
—Tendría que mirar en su hoja de datos.
—¿Querrá hacerlo? Se trata de algo muy importante.
Ella sonrió, y su sonrisa fue toda dientes y nada humor.
—Convénzame.
Rebecca se fue de la ciudad totalmente sin blanca, pero habiendo conseguido lo que pretendía.