54

Tras un momento de desesperación, Rebecca puso dos dedos bajo la oreja de Alan, tratando de encontrarle el pulso. De cejas abajo, el rostro del hombre estaba cubierto por una capa de sangre seca que había formado finos regueros que le entrecruzaban el cuello y le habían empapado la camisa para luego seguir cayéndole por el brazo izquierdo. Algo había golpeado contra su arco superciliar y le había dejado una amplia brecha. Rebecca sabía que los cortes en la parte alta del rostro sangraban horriblemente: Sharri había estado a punto de provocarle no menos de dos síncopes cardíacos con cortes en la frente de los que parecían manar litros de sangre.

Rebecca percibió un pulso, aunque no supo decir si era fuerte o débil.

—Está vivo —le dijo a Dutch—. Lo que está muerto es su sentido del oído, Dutch.

—Lo siento.

—¿Dónde está el hospital de esta ciudad? Sé que hay uno.

—En la calle principal. A ocho o diez manzanas.

—Tenemos que llevarlo allí.

Dutch se puso la linterna bajo la barbilla y la sujetó con el mentón; luego se inclinó y agarró los tobillos de Alan. Rebecca colocó los antebrazos bajo las axilas del herido y se puso en pie. Alan le resultaba tan pesado que sólo pudo dar un par de pasos.

—Cambiemos de sitio —dijo Dutch, cogiendo la linterna con la mano—. Los cuerpos inconscientes pesan el doble, pero los pies siempre resultan más ligeros. Cambiémonos.

Cuando estaban haciéndolo, entre las sombras, tras ellos, sonó un estrépito. Rebecca chilló. Con un gruñido, Dutch giró sobre sus talones e iluminó la zona con la linterna.

Una caja de cartón yacía de costado en el lugar que había ocupado Alan, y su contenido estaba repartido por el suelo. Bajo la luz de la linterna, Rebecca vio carpetas y álbumes, unos cuantos sobres y dos o tres discos LP en el interior de descoloridas fundas de papel. Uno de los discos se había salido y reposaba contra una lata de pintura.

—Qué demonios, sólo son más trastos —dijo Dutch—. Me ha dado un susto de muerte. —Apuntó la linterna al rostro de su compañera—. ¿Lista?

Ella meneó negativamente la cabeza, intrigada, y luego se acercó a Dutch y le quitó la linterna de la mano.

—Esa caja no se cayó hasta que retiramos el cuerpo de Alan, Dutch. Debe de tratarse de algo bastante importante, si lo guardaron detrás de un cadáver.

Dutch se encogió de hombros.

—Adelante, muchacha.

Rebecca fue hasta la caja, se acuclilló junto a ella y la examinó atentamente bajo la luz. En tiempos, por lo que decía en un costado, la caja había contenido diez kilos de Melocotones de Georgia. Rebecca la enderezó y revolvió lo que quedaba de su contenido. Unas cuantas casetes con las etiquetas rotas y casi despegadas, una docena o así de libros de cubierta dura y de bolsillo, un fajo de mapas sujeto con una goma elástica, y más discos LP metidos en fundas blancas sin rotular.

Rebecca examinó a continuación los objetos que se habían caído de la caja: un atlas del mundo y un mapa plegable de Europa, otros libros que ella volvió a meter en la caja, más casetes con etiquetas ilegibles. Metió en la caja los dos LP, estiró la mano para coger el disco que había quedado apoyado en la lata de pintura, y lo examinó bajo la luz.

El disco tenía una blanca etiqueta redonda en el centro. Rebecca frunció el entrecejo.

ÉL TODAVÍA HABLA

Bajo las tres palabras había un breve texto escrito con letra menuda que indicaba que, para cualquier averiguación, había que escribir a un apartado de correos de Lincoln, Nebraska. Rebecca se puso en pie y por un momento pensó en guardarse el disco, pero éste era demasiado grande para echárselo a un bolsillo, así que volvió a meterlo en la caja. No se sentía decepcionada porque en un principio no había sabido qué podía esperar. Luego se le ocurrió una idea y se metió una de las casetes en un bolsillo.

—Ya está —le dijo a Dutch.

—Agarre. —Cuando Rebecca tuvo los pies de Alan entre las manos, Dutch volvió a colocarse la linterna bajo la barbilla— Uno, dos, tres.

Se dirigieron hacia la escalera, sorteando los trastos del suelo o apartándolos con los pies, y comenzaron a subir los angostos peldaños. Tras descansar unos momentos en mitad de la casa, sacaron a Alan al césped, y luego lo depositaron en la plataforma de la camioneta. Rebecca se sentó junto a él, poniéndole una mano bajo la nuca a modo de almohada, y protegiéndole con la otra los ojos por si éstos se abrían.

Dutch asomó la cabeza por la ventanilla.

—¿Estamos listos?

—Sí, pero conduzca con cuidado.

—Tranquila.

Tras entregar a Alan al médico que los había recibido en la puerta de la sala de urgencias, Rebecca y Dutch aguardaron más de una hora en una sala de espera. Dutch tenía unos cuantos billetes que la máquina expendedora engulló vorazmente, lo cual obtuvo para Rebecca un almuerzo de chocolatinas y una botella de Mountain Dew. Cuando el médico fue a buscarlos, parecía considerablemente más animado.

—El arco superciliar sobresaliente es una reliquia de tiempos prehistóricos. Afortunadamente, el señor Weston fue golpeado en él con algo que, probablemente, era un leño no muy grande. Si el punto de impacto hubiera estado más arriba, el golpe le habría hundido la frente más de tres centímetros. Si el objeto hubiera sido redondeado, como el bate de béisbol en que pensé al principio, la fuerza del impacto se habría concentrado en un área menor y habría causado estragos irreparables.

Dutch se puso en pie.

—O sea que tuvo suerte, ¿no?

—Si a un fuerte golpe en la frente con un leño se le puede llamar suerte, sí, la tuvo.

Rebecca también se levantó.

—¿No hay lesión cerebral?

—Una conmoción. —Con intrigada expresión, preguntó—: ¿Cuál es la procedencia de los otros traumas? La semana pasada oí que al señor Weston lo habían agredido en su casa unos motoristas, pero este golpe es más reciente.

Rebecca y Dutch se miraron.

—Nosotros sólo lo conocemos desde ayer —dijo Rebecca.

—Supongo que no tardaré en enterarme de todo por la televisión.

—¿Y cuándo despertará Alan? —preguntó ella.

—Le hice oler un poco de nitrato de amonio hasta que despertó. Menudo vocabulario. Pero tendremos que mantenerlo bajo observación durante las próximas veinticuatro horas, por si se producen síntomas periféricos, como amnesia o ceguera.

—Vaya —dijo Dutch.

—¿Tanto tiempo lo van a retener?

—Si él nos lo permite, sí. Supongo que el señor Weston está asegurado a través del canal WXRV.

Rebecca frunció el entrecejo.

—Él ya no trabaja para ese canal.

—Oh. Entonces tendrá usted que hablar con el departamento de administración. La oficina está junto al vestíbulo de entrada.

—¿En qué habitación está en estos momentos el señor Weston?

—Sigue en la sala de urgencias.

—Gracias, doctor.

El médico se tocó la cabeza, parodiando un saludo militar.

—Cuídese.

Rebecca dejó escapar un suspiro.

—Dutch...

—¿Mmm?

—¿Quién estuvo a punto de matar a Alan y luego lo escondió en el sótano?

El viejo hundió ambas manos en los bolsillos de los pantalones y se encogió de hombros.

—Alan es el único que puede decírnoslo, pero tal vez lo golpearon con el leño sin que él viera quién lo hacía.

Ausente, Rebecca tocó la cásete que llevaba en el bolsillo. Se le ocurrían distintas posibilidades, pero todas eran a cual más absurda.

—¿Tiene usted radiocasete en su camioneta?

—Lo tenía, pero se comía las cintas, y cuando se llenó dejó de funcionar por completo.

—Vaya por Dios.

Los dos permanecieron en silencio.

—¿Vamos a esperar aquí a Alan? —preguntó al fin Dutch.

Rebecca había supuesto que sí.

—Que me aspen si lo sé, tal vez se haya vuelto a desmayar —Miró el gran reloj de pared: 1.45—. El que atacó a Alan se llevó el Honda. ¿Podemos suponer que volverá por la casa?

Dutch reflexionó sobre la pregunta.

—¿Por qué iba a volver a la casa? Por lo que a él respecta. Alan está muerto y enterrado. ¿Y por qué iba a andar por ahí conduciendo un coche robado? Supongo que encontrarán el Honda en el fondo de una mina a cielo abierto, bajo diez metros de agua.

Rebecca se llevó ambas manos a la cabeza.

—Ojalá a Hank le esté yendo mejor que a mí.

Dutch la miró, ceñudo.

—¿Va usted a llorar?

Ella se volvió hacia él con ojos húmedos.

—Hasta ahora, me he alejado cincuenta kilómetros de Terre Haute y lo único que he conseguido es que Alan esté medio muerto y que hayan robado el coche de MaryLou. Y, mientras tanto, Sharri está sola en el hospital.

Dutch se acercó rápidamente a ella y la tomó por un brazo.

—Demos un paseo, muchacha. Caminando, le dará la sensación de que va a alguna parte.

Rebecca paseó con él, conteniendo las inútiles lágrimas de frustración. Aquel hospital era distinto del Regency, más pequeño y antiguo. El vestíbulo olía a un exceso de cera aplicado sobre el suelo, y las paredes estaban cubiertas por un millar de capas de pintura verde. Dutch la condujo hasta la entrada principal, donde los amarillos rayos del sol entraban por los grandes ventanales y se reflejaban en el pulido suelo. En los bancos de plástico del vestíbulo había unas cuantas personas hablando en voz baja, y varias otras estudiaban las notas pegadas al gran tablero de anuncios de la pared.

—¿Le apetece que paseemos por el jardín? —preguntó Dutch—. Desde aquí se ven los parterres de flores.

Ella se encogió de hombros. ¿Por qué no? Alan podía tardar horas.

—Claro.

Dutch le abrió la puerta. Subiendo la pequeña escalinata había una mujer entrada en años acompañada por una adolescente que tenía puestos unos pequeños auriculares y llevaba un reproductor de casetes color púrpura sujeto a la cintura.

—Perdone —dijo Rebecca, sacando la cásete del bolsillo—. ¿Señora, me permite hablar un momento con su hermana?

La vieja le dirigió la sonrisa que Rebecca había esperado.

La adolescente la miró con aire confuso y luego se colgó los auriculares en torno al cuello.

—¿Podrías escuchar esto unos momentos y decirme de qué clase de música se trata? —preguntó Rebecca, ofreciéndole la cinta.

La muchacha se quitó el aparato de la cintura, lo abrió y sacó la cásete. Una vez que hubo puesto la otra, se volvió a colocar los auriculares y escuchó atentamente por unos instantes.

—Sólo es gente hablando —dijo, en voz demasiado alta—. Escuche.

Rebecca se colocó en los oídos los pequeños auriculares de espuma de plástico, los sujetó con ambas manos y escuchó con gran atención. Dutch la miraba, esperando su turno, pero al cabo de unos segundos, Rebecca se quitó los auriculares y los tendió a la muchacha. Alarmado, el viejo advirtió que Rebecca se había puesto pálida y que parecía costarle respirar.

—Rebecca... —dijo, acercándose a ella para sostenerla—. Muchacha, ¿qué...?

—Cristo bendito —susurró ella—. Nos han...

La puerta que había detrás de Dutch se abrió de golpe. El hombre giró sobre sus talones y vio salir por ella a Alan Weston, con un vendaje en la cabeza.

—¡Rebecca! —llamó, y fue con paso inseguro hacia Dutch. Éste lo sujetó para evitar que cayera.

—¡Dios mío, ya lo sé! —le gritó ella, y luego dirigió una penetrante mirada a Dutch—. Las casetes son un curso de idiomas, Dutch. Son las que utilizó Perry para enseñar a Hank a hablar en alemán.

—Supongo que eso significa que su marido no fue Hitier, ¿no?

Alan recuperó el equilibrio y se irguió.

—Perry ha estado viviendo en esa casa desde la fiesta. Echó a los inquilinos hace dos meses. Lo preparó todo por anticipado.

Dutch miró a la cara a sus dos compañeros.

—Todo eso está muy bien, salvo por una cosa: ¿por qué?

Rebecca se enderezó.

—Supongo que eso tendremos que preguntárselo a Perry.

Los tres corrieron por la acera en dirección a la zona de Urgencias del hospital, y se montaron en la camioneta que Dutch había estacionado allí.