12

Berlín en julio, cincuenta y cinco años después de la guerra que destruyó la ciudad, una década después de la demolición del muro que la había partido en dos mitades, seis horas después del anochecer de una noche de sábado: las calles negras y relucientes tras una noche saturada de lluvia, tenues nubes de vapor alzándose sobre el pavimento, farolas callejeras mortecinas como velas. Era una ciudad que había emprendido su rito de sosiego de todas las noches, pero la angustiada tierra de Alemania seguía latiendo bajo sus calles, y seguía tan inquieta y atormentada como siempre lo había estado desde que aparecieron los romanos llevando con ellos el don de la civilización, y luego se fueron cuando el imperio de Roma se derrumbó. Aquél fue el origen del Sacro Imperio Romano de Naciones Germánicas, el Primer Reich.

Karl-Luther von Wessenheim, cuyo árbol genealógico se remontaba a tales épocas, se hallaba aquella noche en pie sobre los adoquines de la calle, con el aliento saliéndole por la boca en forma de nubes de humo de cigarrillo, contemplando el paisaje urbano con los hombros encogidos y los ojos entornados, preguntándose qué aspecto habría tenido Berlín el día en que Hitler había muerto. Aquello estaba convirtiéndose en una obsesión, lo de tratar de imaginar los lóbregos días finales de Alemania, pero era algo que calmaba también determinadas ansias internas. Desde su reunión con los dos expertos en la época de Hitler, no había dormido mucho. Allí en Berlín, los años de la guerra seguían incrustados en la fibra misma del tiempo y el espacio, él lo sabía, y si lograse capturarlos de algún modo podría hacer que revivieran: los edificios destrozados por las bombas y el fuego, el cielo lleno de aviones enemigos, los cañones antiaéreos lanzando sus proyectiles mientras la gente permanecía acurrucada en los sótanos esperando vivir o morir.

Pero él no había nacido lo bastante pronto para contarse entre los supervivientes. Él era un Nachk.riegsk.ind cuando apareció en el mundo en 1946, un niño perteneciente a una generación que nunca conocería los horrores de una guerra que mató a uno de cada ocho alemanes. La borracha Frau Dietermunde y su grupo clandestino de Hitlerjugend envejecidos, todos ellos eran hijos de aquella guerra, pero sus únicos recuerdos del Führer procedían de la propaganda que les habían inculcado en el colegio, y de la que no habían logrado desprenderse. En la subasta de Frankfurt, Von Wessenheim había visto cómo un viejo y desvaído estandarte cosido a mano era vendido por casi sesenta mil marcos. En el tosco bordado, obra de una fanática colegiala, había un mensaje: «Aus der Ruinen kommt Rache!» «De las ruinas surge la venganza.» Incluso mientras Alemania se convertía en cenizas, los niños juraban fidelidad a su Führer, y nunca abandonaron la lucha. Aunque, aparentemente, la lucha se había visto reducida al mero intercambio de recuerdos nazis.

Von Wessenheim arrojó su último cigarrillo al pavimento de la acera y lo aplastó con el zapato; luego se remangó el impermeable y puso su reloj a la luz de un farol de su izquierda. Las tres y quince. Las tres y cuarto de la mañana, y el hombre que había quedado en reunirse allí con él llegaba tarde. Von Wessenheim sacó otro Reemstma, sintiendo un vago enfado. Al parecer, a todo el mundo había dejado de importarle la puntualidad; los alemanes se estaban volviendo tan informales como los franceses y los italianos, que eran proverbialmente impuntuales y no sentían el menor remordimiento por ello. Le daba la sensación de que Europa permanecía con el motor en punto muerto mientras los norteamericanos iban constantemente de un lado a otro, tratando de enderezar todos los entuertos de este mundo; pero eso estaba bien: tanto el imperio inglés como el imperio alemán, que en tiempos habían controlado un tercio del mundo, habían decaído y muerto, y el mismo destino le esperaba al imperio norteamericano. Quizá dentro de cien años, Egipto se levantase de la tumba para regir el mundo, o quizá lo hiciera Islandia. O quizá Hitler regresara e hiciera su reaparición para reinar codo con codo con Jesús. A la pandilla de jóvenes hitlerianos le encantaría eso.

Con el entrecejo fruncido, acercó un fósforo a la punta de su cigarrillo, inhaló profundamente y arrojó el fósforo a una alcantarilla. Ni siquiera a aquellas altas horas permanecían las calles de Berlín totalmente tranquilas. Pasaban algunos coches y taxis, cuyos faros relucían sobre el húmedo pavimento y se reflejaban en las fachadas de cristal de los rascacielos. A su espalda había un arco de piedra, y Von Wessenheim echó a andar hacia él. Junto a él se alzaba la ennegrecida masa de la iglesia conmemorativa del Kaiser Willhelm, el monumento de Berlín a la tragedia de la guerra. Conocida por los berlineses como el Diente Cariado, su antigua magnificencia y la mayor parte de su torre habían desaparecido a causa de las bombas en 1943. Apuntalada con un andamiaje de tubos de hierro y acero para que no se derrumbara, su iluminado reloj proclamaba a toda la ciudad que se había detenido a las dos menos diez minutos y que ya nunca volvería a andar.

Von Wessenheim miró en torno, inquieto. ¿Se habrían acurrucado allí los aterrados berlineses mientras llovían las bombas? ¿Hubo allí mismo gente que cayó muerta a causa de la metralla o de las explosiones? Miró hacia sus pies e inmediatamente se echó hacia un lado, imaginando que las manchas de luz y de oscuridad del suelo indicaban los lugares por los que había corrido la sangre, pero no era más que una ilusión causada por las luces de neón de las tiendas del otro lado de la calle.

Menuda mierda, se dijo, aspirando furiosamente de su cigarrillo. Te tomas la molestia y corres el riesgo de organizar una reunión secreta a altas horas de la noche, y la otra parte implicada no se molesta en comparecer. Von Wessenheim llevaba en el interior de su impermeable un sobre que contenía un buen fajo de marcos nuevecitos, hasta un total de cuarenta mil. Tal dinero estaba destinado a fomentar la cooperación de la burocracia municipal que otorgaba —o dejaba de otorgar— los permisos necesarios para hacer cualquier cosa, desde la tala de un árbol en un jardín particular, hasta la excavación de toda una manzana urbana para buscar fósiles. Concretamente, había que consultar al Uefbauamt, el Departamento de Construcciones Subterráneas. El primer requisito para obtener un permiso de excavación, como Von Wessenheim había averiguado por teléfono, era tener una excelente razón para excavar. El segundo era el pago de un canon de solicitud. El tercer requisito era la presentación de planos de la pretendida excavación, y una inspección sobre el terreno efectuada por un agente del Naturschutz— und Gründfláchenamt, que evaluaría el impacto medioambiental de tal excavación, y permanecería presente durante los momentos críticos del proyecto. Van Wessenheim era consciente de que un hombre de menor talla se habría echado atrás ante tales laberintos burocráticos, pero no era dándose por vencida como la casa real de Von Wessenheim había logrado perdurar mil años.

Aquel día mismo, en la Berlinische Residenz, Von Wessenheim había marcado el número del despacho de Franz Bohr sin darse cuenta de lo que hacía, y en seguida había colgado el receptor con fruncido ceño. Sin un hombre de confianza que se ocupara de sus asuntos, el alemán se sentía de pronto perdido. Aunque Bohr padecía el mal de la honradez, los sobornos se le daban sorprendentemente bien. Así que Von Wessenheim había tenido que resolver él solo el problema de cómo acercarse a un departamento gubernamental para tratar de encontrar un eslabón débil en su maquinaria.

Parecía bastante sencillo: ir allí. Y había ido. El Tiefbauamt se hallaba más lejos del edificio de la Cancillería del Reich de lo que había esperado, pero el trayecto en taxi desde la Berlinische Residenz resultó agradable. Desde el interior del vehículo había visto cómo, bajo el glorioso sol, no parecía sino que todo Berlín estuviera siendo objeto de una reconstrucción general. Inmensas grúas metálicas se recortaban contra el horizonte por doquier, moviéndose cansinamente hacia un lado y hacia otro mientras erigían rascacielos de acero y vidrio. Las calles estaban llenas de señalizaciones color naranja con flechas que indicaban desvíos, y no era raro que los peatones tuvieran que cruzar las calles por improvisadas pasarelas de madera. En el ambiente se percibía el aroma de una típica mañana berlinesa, una mezcla de olores: gasóleo, aceite de motor recalentado y pan recién hecho. Von Wessenheim había pensado con alarma que, si bien algunas ciudades ya estaban listas para el lanzamiento hacia el siglo veintiuno, Berlín tenía como objetivo las estrellas.

Sin embargo, aquello no significaba nada para él. Su sentido del patriotismo tendía a la frialdad y a la indiferencia; durante el verano abandonaba Alemania para dirigirse a su casa en el sur de Francia, y solía pasar los inviernos en la residencia que tenía en la punta de la bota de Italia. Y ni siquiera se avergonzaba de su indiferencia de caminar por un lugar en el que no tanto tiempo atrás soldados alemanes habían luchado hasta la última bala. Los patriotas morían por su país, mientras que los realistas sobrevivían. Los cementerios estaban llenos de patriotas.

Lamentando que el trayecto en taxi hubiese terminado, entregó cuarenta marcos al conductor y recibió una inclinación de cabeza en lugar de cambio, y una nube de humo del escape cuando el taxi volvió a incorporarse al tráfico. Frunciendo los párpados para protegerse los ojos del sol, Von Wessenheim se alisó el traje con las manos, se volvió y se arregló el nudo de la corbata mirándose en el cristal de un escaparate, y se tocó las líneas grises del cabello. Allí, en Berlín, le agradaba ser tan anónimo como los turistas. Comenzó a caminar, mirando los nombres de las calles y los números de los edificios; el Tíefbauamt se hallaba en el 10551 de la Turmstrasse, oficina número 35. A lo largo de su carrera, Von Wessenheim había hecho múltiples transacciones comerciales de dudosa legalidad, aunque siempre con ayuda de su abogado, Franz Bohr. Sin Bohr, las cosas se hacían muy cuesta arriba; lo que pretendía era ilegal sin la más mínima duda, y podía reportarle incluso una sentencia de prisión. Quizá había hecho mal cuando, a impulsos de la furia, había despedido a Bohr.

Mientras caminaba, meneó la cabeza y luego alzó el mentón. Bohr era un abogado de poca monta que no estaba a la altura de las circunstancias. El descubrimiento de los huesos de Hitler serviría para algo más que para poner en ridículo a la Juventud Hitleriana: electrificaría al mundo, haría famoso el nombre de Von Wessenheim. Luego él podría incluso denunciar al grupo; no sólo obtener una victoria sobre sus componentes, sino arruinarlos a todos ellos. O quizá sólo a aquella arpía alcohólica, Frau Dietermunde. Él le demostraría lo que sucedía cuando alguien trataba de poner en pública evidencia a Karl-Luther von Wessenheim.

Pero, cuando dobló la esquina de la Turmstrasse, el alma se le cayó a los pies y pensó que todos sus planes se habían ido a pique. El 10551 de la Turmstrasse era un edificio que se extendía, inmenso, hacia la izquierda, hacia la derecha y hacia arriba. Había imaginado que el Tiefbauamt sería una pequeña oficina atestada de mapas y planos, tal vez atendida por un apático e insatisfecho funcionario al que sería posible sobornar para que le facilitase documentos falsos. Pero aquello era inmenso, y él podía perderse en su interior.

Alguien tropezó con él, y Von Wessenheim se hizo a un lado lanzando un gruñido. Mascullando un juramento, se enderezó, se pasó las manos por el cabello y examinó de nuevo el 10551 de la Turmstrasse. Se preguntó cómo habría conseguido Franz Bohr ser capaz de conseguir una y otra vez el éxito en aquellas transacciones tan delicadas durante los años pasados a su servicio. Bohr carecía de redaños, Bohr se asustaba por todo, pero siempre había conseguido resultados satisfactorios.

Así que en aquellos momentos había algo que resultaba obvio: antes de que pudiera comenzar a excavar en busca de los huesos de Hitler tenía que conseguirse un abogado nuevo, un abogado alemán tradicional como Bohr, que no sólo se ocuparía de sus asuntos legales, sino también de las cuestiones cotidianas. Un hombre nuevo, con las habilidades de Franz Bohr pero sin las desventajas que descalificaban a Bohr, sin su constante nerviosismo y sus inmensos temores, que tan crispantes resultaban. Un auténtico Rechtsanwalt con redaños, eso era lo que él necesitaba.

Un taxi lo devolvió a la Berlinische Residenz. De nuevo atravesó el paisaje de la ciudad en su renacer, pero él no lo vio, no le importó. De nuevo el precio de la carrera fue de cuarenta marcos, pero él los pagó sin reparar en ello, pasó junto al corpulento portero del hotel, con su absurdo uniforme negro y dorado, fue hasta el ascensor y subió. Una vez en su habitación corrió al teléfono y se sentó en la cama mientras marcaba.

Pasaron unos segundos antes de que la conexión se estableciese. Los contestadores automáticos no formaban parte aún de los hábitos europeos, así que dejó que el teléfono sonara ocho, diez veces. Mascullando una maldición, dio un golpe de kárate en la horquilla del aparato, quedó unos segundos con la mano en aquella posición y luego volvió a descolgar y marcó de nuevo.

Su llamada fue respondida en el lejano Frankfurt por la secretaria de Franz Bohr, cuya voz estaba llena de dignidad profesional.

—Bufete de Bohr y Mittheim, abogados. ¿Me da su nombre, por favor?

—Soy Karl-Luther von Wessenheim, y deseo hablar con Herr Bohr.

—Un momento —dijo ella, e inmediatamente comenzó a sonar una tenue musiquilla. Von Wessenheim se tocó la frente y notó humedad en las puntas de los dedos. Llevaba años sin sentir tanta excitación; bajo la chaqueta, su camisa estaba empapada en sudor, y parecía como si sus zapatos italianos se hubieran incendiado.

—Bohr al aparato.

—Debes hacerme un último servicio —gruñó Von Wessenheim.

—Herr von... Herr von... ¿es usted?

Von Wessenheim imaginó al abogado irguiéndose en su sillón.

—Sí, Franz, soy yo otra vez. Te ruego dispenses la intrusión.

— Allerdings —dijo Bohr, inmensamente cortés como siempre.

—Necesito que me hagas un favor, Franz. Naturalmente, te compensaré por ello.

Silencio. Un largo suspiro.

—Cortó usted nuestra relación profesional de forma muy abrupta —dijo Bohr—. Con ayuda de unos amigos norteamericanos logré traducir las últimas palabras que usted me dijo.

Von Wessenheim frunció el entrecejo. ¿Qué últimas palabras?

—Lo del caballo que me trajo. Un comentario inmensamente humorístico.

Vaya, era aquello.

—Fui imperdonablemente grosero, Franz. Estaba muy excitado. Los vapores sulfúricos de Bad Nauheim no me sentaron bien, y el día era muy caluroso.

Bohr aspiró y espiró, aspiró y espiró.

—Bien —dijo Von Wessenheim—. Me comporté como un perfecto idiota. Pero este idiota te ofrece mil marcos sólo por ayudarme por teléfono. Treinta segundos de tu tiempo. Si no te interesa, puedes colgar.

Durante unos momentos, pareció como si el abogado hubiese colgado efectivamente.

—Muy bien —dijo al fin Bohr—. ¿De qué se trata?

Von Wessenheim se apretó más el teléfono al oído.

—Estoy en un hotel de Berlín. Ya sabes que yo no había estado en Berlín, ya que incluso después de la reunificación nunca había viajado tan hacia el este. Cuando los negocios lo hacían necesario, siempre te mandaba a ti para que te entendieras con los comunistas, y probablemente hayas estado aquí por otros asuntos. Tienes otros clientes, debes de conocer la ciudad.

—No tanto como usted parece esperar, pero sí, bastante bien —dijo Bohr.

—Bastante bien puede ser suficiente, querido Franz. Por cierto, ¿cómo estás? ¿Y tu mujer y tus hijos?

—Mi esposa, Madja, está bien, y Tobías también. Es nuestro único hijo.

—Claro, claro. A estas alturas, ya debe de caminar, ¿no?

—Y le va muy bien en el colegio.

—Claro que sí. ¿Conoces a algún abogado que ejerza en Berlín? Necesito a un abogado de tu calibre, pero que se halle más cerca de mi actual paradero.

Bohr guardó silencio y luego dijo:

—Conozco a unos cuantos. Cuando era joven, viví varios años en Berlín, como ya le había comentado.

—Desde luego, natürlich, Franz. ¿Puedes recomendarme a alguien?

—Necesitaré pensarlo. ¿Sigue usted con su obsesión?

Una desdeñosa sonrisa curvó los labios de Von Wessenheim.

—Sigo con el proyecto que tú conoces, sí.

—Supongo que se refiere usted a la búsqueda del esqueleto de Hitler.

Involuntariamente, Von Wessenheim colocó una mano sobre el micro del teléfono.

—Por favor —dijo—, éste es un tema confidencial.

Se produjo una pausa, y Von Wessenheim imaginó que Bohr había tapado el receptor y se estaba riendo de la insensatez de su antiguo jefe, pero a los pocos momentos la voz del abogado volvió a sonar con toda sobriedad.

—Conozco a un hombre que podría servirle y que, según mis últimas noticias, trabaja en Berlín. Un hombre muy capaz, que habla varios idiomas y que está acostumbrado a viajar por todo el mundo. Como usted, no tiene esposa ni hijos y sólo vive para el trabajo. Aunque es un individuo un poco misterioso.

—¿Misterioso? ¿Por qué?

—Por sus guantes.

Von Wessenheim parpadeó.

—¿Sus guantes?

—Siempre lleva guantes negros de seda. Yo personalmente creo que de niño sufrió terribles quemaduras. Otros dicen que al menos una de sus manos es artificial. Sea como sea, el tipo no le estrechará la mano si usted se la ofrece.

—Una manía —dijo inmediatamente Von Wessenheim—. Temor a los microbios.

—Es posible. Pero hay otra cosa que debe usted saber.

—¿Cuál?

—Que no se lo recomiendo, y que no respondo en absoluto por él. No quiero saber nada con ese hombre y, si vamos a eso, tampoco quiero saber nada con usted. En mi opinión, va usted por un camino muy estúpido que terminará poniéndolo en graves aprietos.

Von Wessenheim frunció el entrecejo. ¿Estúpido? Una palabra muy gruesa.

—Estupendo. Dame su nombre y su número, y no volveré a molestarte jamás. —El deseo de añadir «Du Idiot» era fuerte, pero Von Wessenheim lo contuvo.

—No sé su número ni tengo modo de averiguarlo. Lo único que sé es que se llama Ulgard, Rønna.

Por un instante, Von Wessenheim pensó que Bohr bromeaba, pero no era momento para bromas ni Bohr parecía de humor para ellas.

—El nombre parece checoslovaco —dijo Von Wessenheim, dudoso—. Transilvano.

—Es tan alemán como usted y como yo —respondió Bohr—. La guerra desplazó a muchos europeos.

—¿Me puede deletrear el primer nombre?

—R-o-n-n-a. Con una barra diagonal sobre la o.

—Escandinavo —murmuró Von Wessenheim.

—Piense usted lo que desee —dijo bruscamente Bohr, y colgó.

Von Wessenheim depositó el receptor sobre la horquilla. Rønna Ulgard. ¿Le habría dado Bohr aquel extraño nombre como venganza, sería el tal Ulgard un incompetente, un perfecto payaso? ¿Estaría Bohr en aquellos momentos riéndose.de la mala pasada que acababa de jugarle a su antiguo jefe?

La única forma de averiguarlo era telefoneando a su bufete. El cajón de la mesilla de noche se abrió con facilidad para Von Wessenheim. En el interior había una enorme guía telefónica. En Berlín vivían más de tres millones de habitantes, o eso tenía él entendido. Abrió la guía sobre la cama, se tumbó de bruces y comenzó a pasar páginas en busca de la sección comercial y de negocios. No tardó en encontrar una única y simple anotación, sólo el nombre Ulgard, R., Internationalerrechtsanwalt, el número, y nada más. Von Wessenheim cruzó los tobillos, y sus dedos tabalearon sobre la página de la guía. ¿Era el hombre demasiado pobre para permitirse una inserción de tamaño razonable? Los alemanes no eran partidarios de los grandes anuncios, pero aquél era ridículo.

Se sentó en el borde de la cama, se encogió de hombros, y marcó el número. Un vistazo a su reloj le reveló que faltaba un buen rato para las doce de la mañana, y no era probable que el hombre hubiera salido a almorzar. Por lo que Von Wessenheim sabía, Rønna Ulgard podía hallarse en China. Enfrascado en sus pensamientos, colgó cuidadosamente el teléfono.

Pensar que aquella excitante búsqueda podía morir antes de dar fruto, y todo por no tener un estúpido permiso, resultaba desolador. Se le pasó por la cabeza que, simplemente, podía dirigirse con su solicitud a los funcionarios del Tiefbauamt. Quizá le fuera posible convencerlos de que la cosa era factible, y obtener legalmente su permiso.

La idea murió rápidamente. Hasta los Hitlerjugend. se habían reído de él, y eran gente dispuesta a matarse entre sí con tal de tener la posibilidad de rendir pleitesía a los huesos de Hitler. Así que en el Tiefbauamt las risas serían aún más estentóreas, y los funcionarios rechazarían su idea como la ocurrencia de un idiota. ¿Qué pretendía, que excavasen aún más en el centro de la ciudad? ¿Crear nuevos problemas para el tráfico rodado, obligar a los peatones a cruzar por nuevas pasarelas? Nein, Danae.

Von Wessenheim cerró los ojos y observó las flotantes formas y sombras que residían en el interior de sus párpados. En realidad, su intención no era la de cavar cientos de agujeros en las inmediaciones de la Cancillería del Reich. Las técnicas científicas sustituirían a los actos al azar. Dos historiadores muy capaces estaban ya en su nómina, y costosos aparatos de detección podían escrutar la tierra sin necesidad de levantarla. Pero tarde o temprano sería necesario cavar, posiblemente con una excavadora o con una máquina aún mayor. Eso suponía interrupciones de tráfico, preguntas por parte de los peatones y de la policía, el interés público si la historia se divulgaba. Si la prensa internacional tenía noticia de lo que estaba ocurriendo, la cosa se convertiría en un circo para los medios; otros iniciarían sus propias búsquedas, contratarían a sus propios científicos, y quizá encontraran el esqueleto antes que él. Lo cual sería una tragedia personal para la real casa de Von Wessenheim.

Abrió de nuevo los ojos. Ahora, al menos, ya estaba seguro de una cosa: la misión necesitaba una tapadera. Se debía distraer la atención de su auténtica naturaleza. Los obreros municipales excavaban sin motivo aparente calles que se hallaban en perfecto estado, así que debía dar la sensación de que la operación para hallar los huesos de Hitler era un simple trabajo de rutina. Sin embargo, seguía existiendo el problema del permiso.

De pronto sonó el teléfono, y Von Wessenheim dio un respingo. Probablemente sería el doctor Rudiger, el que llevaba los calcetines en el bolsillo, o la historiadora Friedl von Lütringen. Von Wessenheim contestó.

—¿Sí?

La voz que sonó era baja, poco audible.

—¿Herr von Wessenheim?

—Sí.

—Soy Rønna Ulgard. Usted me llamó.

—Ah, sí.

—¿Para qué me necesita?

—Oh. —Von Wessenheim se apartó el receptor de la cara, lo miró con fruncido ceño, y volvió a pegárselo a la oreja—. ¿Cómo ha sabido...?

—No acepto a casi ningún cliente nuevo, Herr von Wessenheim. ¿Para qué me necesita?

—Pues... —Von Wessenheim tragó saliva—. Me hace falta un permiso para excavar.

—¿Dónde quiere usted excavar?

—En la zona de la Cancillería del Reich —contestó Von Wessenheim—. Pero no creo que debamos hablar de esto por teléfono. ¿Por qué no charlamos en privado?

—Lo haremos —dijo Ulgard—. Esta noche en el Diente Cariado, a las tres en punto.

Von Wessenheim se llenó los pulmones de aire.

—Esto es demasiado súbito —dijo.

—Mis honorarios son diez mil marcos. Necesitaré otros treinta mil para conseguir el permiso.

—Pero usted ni siquiera sabe...

—Sé lo suficiente para conseguirle a usted el permiso, así que lo demás no importa. A las tres en punto, Herr von Wessenheim. Dinero en efectivo. Y, por favor, vaya solo.

Ahora, sin embargo, hallándose bajo un arco junto a las ruinas de la Kaiser Wilhelm Gedáchtniskirche en mitad de la noche, Von Wessenheim se sentía como un perfecto estúpido. Lo más probable era que Bohr le hubiese gastado una broma pesada con ayuda de alguno de sus colegas, el colega que se hizo pasar por aquel misterioso Rønna. De lo que ellos tal vez no se habían dado cuenta era de que lo habían puesto en peligro con la bromita. Allí estaba él, solo, con una pequeña fortuna en efectivo, presa fácil para los delincuentes. Resignado, hundió las manos en los bolsillos del impermeable, y salió a la luz de la calle.

—¿Herr von Wessenheim?

Von Wessenheim dio un respingo y se giró, volviéndose del revés los bolsillos en su intento de no perder el equilibrio.

—¿Ulgard? —preguntó, dando torpemente media vuelta—. ¿Es usted?

El hombre salió de entre las sombras.

—Tengo el permiso. ¿Tiene usted mi dinero?

Von Wessenheim se bajó la cremallera de la chaqueta y sacó el sobre.

—Cuarenta mil marcos.

Ulgard le tendió su propio sobre. Al cogerlo, a Von Wessenheim le pareció que las manos del hombre eran negras; recordó lo que Bohr había dicho acerca de los guantes.

Ulgard cogió el sobre de Von Wessenheim e inmediatamente se lo metió en el bolsillo interior de la chaqueta. Von Wessenheim abrió su sobre, desplegó el permiso y lo puso a la luz.

—Ahora es usted una corporación llamada Grundwerk Deutsche Metaile —dijo Ulgard—. Le aconsejo que ponga ese nombre en la maquinaria que piense usar.

Von Wessenheim pasó un dedo sobre el sello gubernamental en relieve que había en el papel. Parecía bastante real... ¿O habría tirado cuarenta mil marcos, consiguiendo a cambio de ellos una simple falsificación? Se volvió y abrió la boca para hablar.

—¿Y sí...?

—El permiso es auténtico —lo interrumpió Ulgard. Lo de interrumpir parecía ser su especialidad, un hábito enormemente molesto—. Adiós, Herr von Wessenheim. Quizás algún día volvamos a hacer negocios juntos.

Dicho esto, el hombre echó a andar y se alejó. Antes de que Von Wessenheim pudiese siquiera doblar el permiso y devolverlo a su sobre, un Porsche oscuro con los cristales teñidos de negro se detuvo silenciosamente junto al bordillo, y Ulgard montó en él. La puerta se cerró con un sordo portazo, y el vehículo se puso en movimiento en dirección a la curva en la que la Kurfürstendam se convertía en la calle Tauentzien, giró a la derecha, y sus pilotos posteriores se convirtieron en dos puntos rojos entre la neblina.

Von Wessenheim se guardó el sobre en el interior del impermeable, se encogió de hombros y, mientras comenzaba a llover de nuevo, se dirigió hacia la parada de taxis más próxima.