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Karl-Luther von Wessenheim entró en la sala de banquetes del Schloss Bad Nauheim y cayó de bruces al suelo cuando el panel giratorio se abrió al fin, media hora después de haber visto cómo toda la tropa de Juventudes Hitlerianas abandonaba precipitadamente la mesa de banquetes como si los muros del castillo se hubieran derrumbado. El destino volvía a intervenir para que se cumpliera lo escrito, eso era evidente; el destino le había revelado en un minuto más información de la que habría descubierto en un año un equipo de detectives privados: Thorwald iba a ser conducido a Francia, a la zona de Aviñón, y el viaje sería en tren.
El exhausto Von Wessenheim se puso en pie y tuvo que agarrarse al tablero de la mesa para no caer. En el mantel quedó la sucia huella de su mano. Mientras avanzaba a trompicones por entre las sillas que habían sido rápidamente apartadas de la mesa, el hombre se fijó en la comida y tomó conciencia de que llevaba varios días sin apenas comer. Mientras caminaba junto a la mesa, se limpió las manos en los pantalones y fue cogiendo bocados de aquí y de allá. Se detuvo para llevarse un bocado de carne con tallarines a la boca y para vaciar de tres gloriosos tragos una copa de vino tinto. Ahora la situación era impredecible, y había que actuar con enorme rapidez.
Cuando estaba a punto de salir del salón, sus ojos vieron algo que lo hizo detenerse. Con un tipo de hambre muy distinto, corrió hacia el extremo de la mesa de banquetes, donde había un paquete negro y amarillo de cigarrillos Reemstma y un encendedor de plástico. La simple idea de fumar le hizo la boca agua. Su organismo, hambriento de nicotina, le ordenó coger el tabaco y el encendedor. Avanzó a trompicones hasta el extremo de la mesa y tomó los cigarrillos. Escuchó, o creyó escuchar, el ruido de varios portazos. Se metió los cigarrillos en el bolsillo interior de la chaqueta y agarró con fuerza el encendedor. Conocía tan poco de la disposición interior del castillo como del trazado del sistema de túneles. Aun así, en el castillo no era posible perderse irrevocablemente, pero podían capturarlo. En los túneles, con un encendedor, podría encontrar la salida sin temor a que lo descubrieran.
No era una decisión fácil. Agitó el encendedor para calcular por su peso el combustible que le quedaba y luego lo miró a contraluz. Estaba medio lleno. Era imposible saber si duraría encendido treinta minutos o una hora. Se lo echó al bolsillo.
Escuchó voces, un montón de ellas. Acercándose. El pánico trataba de apoderarse de él, así que corrió hacia el panel con bisagras antes de que el temor lo dejase paralizado. Cuando cruzó la entrada secreta recordó, demasiado tarde, que la escalera se había partido por la mitad.
Sonaron puertas abriéndose. Luego, voces. Von Wessenheim giró sobre sí mismo para cerrar el viejo y chirriante panel. Advirtió que sobre la alfombra se veían las sucias huellas que él había dejado en su recorrido por el salón de banquetes. Las pisadas se iniciaban en el panel, rodeaban la mesa, y volvían a terminar en el panel. Y recordó que había dejado la sucia huella de una mano sobre el blanco mantel.
El cerrojo cayó con un chasquido. Von Wessenheim se agarró a la parte superior de la escalera y se dejó resbalar por ella como un bombero, rompiendo con los pies los peldaños que aún seguían enteros. El hombre apretó los dientes para contener un grito mientras los largueros de madera se deslizaban bajo sus manos.