14

Cuando Rebecca abrió la puerta, el policía que se hallaba en el umbral tenía el rostro congestionado a causa del calor de julio. Su compañero, una sombra en el coche blanco y negro estacionado en la rampa de acceso a la casa, tenía la cabeza baja y parecía estar leyendo algo. Rebecca abrió la puerta del todo y el agente Tooley —tal era el nombre que aparecía en la placa distintiva que el hombre llevaba sobre el bolsillo— pasó al interior. Se quitó la gorra para abanicarse con ella.

—Bonita casa.

—Gracias —dijo Rebecca y, señalando, declaró—: Todas las piedras entraron por las ventanas delanteras. Mi hija y yo estábamos en el garaje cuando escuchamos el ruido.

—Chicos —dijo el agente Tooley, y miró hacia Sharri, que estaba arrodillada junto a una de las piedras, estudiándola con atención—. ¿Tienes algún enemigo, pequeña?

Sharri lo miró.

—No.

—Entonces se trata de un caso de vandalismo gratuito, señora... —El hombre abrió uno de sus bolsillos y sacó un cuaderno de notas.

—Thorwald —dijo Rebecca.

—Sí, Thorwald. ¿Su esposo vive en la casa?

Ella asintió con la cabeza.

—¿Tiene enemigos su esposo, señora Thorwald?

Rebecca pensó en Perry, pero desechó la idea.

—No, ninguno.

El policía la miró fijo.

—¿Y usted tiene enemigos?

—Tampoco —respondió ella.

—Vandalismo gratuito. Llámenos si vuelve a suceder. —El cuaderno de notas desapareció.

Tooley dio media vuelta.

—¿Ya está? ¿Esto es todo?

El agente Tooley se puso la gorra y se volvió hacia Rebecca.

—No. Preguntaré a los vecinos si ellos vieron algo.

—¿Qué debo hacer?

Él miró los cristales rotos que llenaban el suelo y en los que se reflejaban la luz del sol.

—Si no tiene usted una franquicia demasiado alta, llame a su compañía de seguros. Personalmente, creo que arreglar estos daños le costará menos de cien dólares.

—¿O sea que no habrá investigación?

—La verdad es que no hay nada que investigar. Pero, como ya le he dicho, hablaré con los vecinos.

Rebecca consiguió poner buena cara.

—Pues muy bien. Gracias.

Él sonrió.

—No ha sido nada.

Ella abrió la puerta y el policía salió de nuevo al calor. Rebecca lo observó alejarse, ceñuda. ¿No ha sido nada? No para él, desde luego. Cerró la puerta, sintiéndose incómoda consigo misma, sintiéndose como si acabase de comprarle a un vendedor ambulante un aspirador que no necesitaba.

—Bueno, y ahora ¿qué? —preguntó Sharri, poniéndose en pie.

Rebecca, confusa, sólo pudo responder con un pequeño encogimiento de hombros.

—Esperaremos a que llegue papá. Tal vez él tome fotos para la compañía de seguros. Luego tendremos que quitar los pedazos de cristal que aún quedan en las ventanas, y recogerlo todo.

—Qué divertido —dijo Sharri, sombría. Sonó el timbre de la puerta. Rebecca fue a abrir. Una joven que llevaba dos coletas rojas en cada lado de la cabeza la miraba desde el umbral. El coche patrulla se estaba poniendo en marcha.

—Soy estudiante, y trabajo como reportera en el periódico de la universidad, el Sycamore. ¿Podría entrevistar al profesor Thorwald?

Rebecca negó con la cabeza.

—En estos momentos, no. Está en la universidad.

—Le ruego que sea más específica. Esto es muy importante.

—Entonces, especificando, diría que se halla en el despacho número 211 de Sheldon Hall, o bien en otro lugar del campus. —Se pasó por la frente el dorso de la mano, reparando por primera vez en el calor que hacía—. ¿Para qué quieres a mi marido?

La reportera, que en realidad no era más que una adolescente, retrocedió un paso.

—En estos momentos no puedo aclararle nada, pues cualquier cosa que dijese podría ir en contra de la libertad de prensa. Lo mejor sería hablar simplemente con él, llegar al meollo de toda esta historia, y que luego el público decidiera.

—¿Y qué quieres decir con todo eso?

La muchacha ladeó la cabeza.

—Quizá me fuera posible cubrir la historia desde el punto de vista de la esposa, de usted. Sí. ¿Sabía usted que el profesor Thorwald habló en alemán bajo hipnosis y reveló que en una existencia pasada había sido Adolf Hitler?

Rebecca se encontró sin saber qué decir. La muchacha continuó:

—¿O sea que aún no la han entrevistado? Estupendo. Las declaraciones de los testigos presenciales siempre son las más valiosas, pero la historia se enturbia con las repeticiones, así que dígame: con anterioridad a la hipnosis, ¿sabía usted que su marido era Hitler, y cómo reaccionó al averiguarlo?

Rebecca se dio cuenta de que Sharri estaba a su espalda.

—¿Papá era Hitler? ¿Y eso quién lo dice?

—¿Tú eres su hija? —preguntó la reportera—. Estupendo. ¿Cuándo te enteraste de que tu padre, en su anterior existencia, fue aquel loco nazi?

—¿Cómo?

Rebecca cruzó los brazos sobre el pecho.

—Márchate de mi casa.

La reportera la miró como si no entendiese.

—¿Que me marche?

—Sí, y ahora mismo. —Rebecca retrocedió un paso y apoyó una mano en el borde de la puerta—. Mi esposo jamás ha sido Hitler. Todo fue una broma preparada por el doctor Perry Wilson, del departamento de psicología de la universidad, y es a él a quien deberías estar entrevistando. —Se apretó una mano contra el pecho; el número de sorpresas estaba resultando excesivo para ella—. Márchate, te lo ruego.

La reportera torció el gesto.

—¿Una broma?

—Habla con Perry Wilson. Él te lo explicará todo.

La muchacha dejó caer los hombros.

—No me ha servido de nada venir. Incluso me salté una clase. Pero eso es lo que nos enseñan: cualquier cosa con tal de conseguir una noticia. Adiós.

Rebecca cerró la puerta y se recostó contra ella. Una gota de sudor le resbaló desde el nacimiento del pelo hasta la punta de la nariz; ella frunció los labios y se la quitó de un soplido.

—Esto es como Halloween o algo así —dijo Sharri—. Todo el mundo actúa de forma muy rara.

Rebecca escuchó el sonido del tirador al girar y se volvió para gritar a través de la puerta:

—¡Te dije que te fueras de mi casa!

Pero la puerta se abrió y Hank apareció en el umbral con expresión de alarma.

—¿Estáis bien las dos? —Su rostro reflejó alivio. El hombre se apoyó en la puerta y la cerró. Su mirada se posó en los cristales rotos diseminados por la alfombra—. Perry pagará por esto —gruñó—. Hasta el último centavo. Luego iré a administración y exigiré que realicen una investigación como es debido. Y luego le romperé el culo a patadas a ese viejo cabrón.

Hank se dirigió a la sala. Rebecca lo siguió. El hombre caminó por la estancia, inspeccionándolo todo y dando rodeos para no pisar los cristales.

—La policía opina que fue un acto gratuito de vandalismo —dijo Rebecca.

—La policía se equivoca, Rebecca. El mundo está lleno de chiflados, y todos saben lo que ocurrió en la fiesta. Lo de la reencarnación es un cuento chino, pero hasta MaryLou, mi auxiliar, lo ha creído al menos a medias.

Sharri preguntó:

—¿La reencarnación es eso de que uno nace de nuevo?

Rebecca se volvió hacia la niña.

—Supuestamente, la gente vive múltiples existencias diferentes.

Sharri se encogió de hombros y echó a andar hacia la cocina.

—¿Queda algún Popsicle?

—Creo que sí —dijo Rebecca, y se acercó a Hank, que había apartado las cortinas de la ventana—. A las cortinas no les ha pasado nada.

—¿Qué me dices de las piedras? —Hank soltó las cortinas—. ¿Llevaban alguna marca o algún mensaje?

—Eran simples piedras —repuso ella, señalándolas—. Parecen cantos rodados, como los que tiene Fred Harían, el de la casa de al lado, en su jardín, entre los árboles. —Señaló había el exterior de la rota ventana—. Cualquiera pudo cogerlas de allí.

Con voz opaca, Hank respondió:

—O tal vez las tirase el propio Harían. ¿Uno de sus abuelos no luchó en la Segunda Guerra Mundial?

—Sí, creo que alguna vez lo dijo. Pero uno de los tuyos también lo hizo.

—Es cierto, gracias por recordármelo. Pero nadie quiere a Hitler, y tal vez Fred cree que la guerra de su abuelo aún no ha terminado.

Rebecca posó suavemente las manos en el brazo de su marido.

—En primer lugar, Hank, Fred no es un chiflado. En segundo lugar, Hank, Fred valora más su jardín que su propia vida. Ya sabes cómo es. ¿Iba a desperdiciar sus preciosas piedras en nosotros?

La furibunda expresión del hombre se suavizó para luego desaparecer. Abrazó a su esposa.

—Convénceme de que todo esto pasará. Lo único que necesito es que me lo digas.

Ella lo abrazó para luego retirarse.

—Te doy mi palabra de honor de que todo esto pasará, y de que saldremos del trance de una pieza. —Lo besó—. ¿Estás más tranquilo, Hanky-Panky?

La sonrisa de Hank se tornó ceño.

—¿Has hablado con papá y mamá?

Ella alzó las cejas.

—¿Qué papá y mamá?

—Los míos. ¿Te contaron que me llamaban así?

El primer impulso de Rebecca fue mentir. El mote de Hanky-Panky, que había salido a relucir en la fiesta de Perry, conducía directamente a la infancia de Hank, y su infancia conducía directamente al tema de una hermana desaparecida. Rebecca se proponía abordar aquel tema en el momento adecuado, y éste, sin lugar a la más mínima duda, no era el momento adecuado.

—Se me ocurrió de pronto —repuso, sonriente—. Si te molesta, no lo volveré a decir.

—No te preocupes. Bueno, llama a la compañía de seguros y que ellos se ocupen de todo a partir de ahora. Yo tengo que volver al trabajo. Sólo he venido para ver esto personalmente y para asegurarme de que las dos estabais bien.

—Estamos estupendamente —le aseguró ella—. Así que no te preocupes.

—Ojalá pudiera no preocuparme —dijo él, y salió de la casa.

Alguien estaba sentado en el interior de su choche. Al darse cuenta de ello, Hank se detuvo en mitad del pequeño porche delantero y parpadeó varias veces. Aunque el sol se reflejaba en el parabrisas, se veía sin dificultad que una figura ocupaba el asiento del acompañante, cubierta quizá con un sombrero de ala ancha. Caminó a grandes zancadas hasta el Lexus, abrió la portezuela, se inclinó, y se asomó al interior.

—Eh, oiga... —comenzó a decir, pero la voz se le quebró en la garganta y los ojos se le abrieron como platos.

Era una mujer hinchable de tamaño natural, con una gran mata de rubio cabello falso, uno de aquellos juguetes que se vendían en los sex-shops. Estaba hinchada al límite, y cabía con dificultad en el puesto del acompañante. Tenía las piernas estiradas, y el tronco permanecía sujeto al respaldo por medio del cinturón de seguridad. En la zona de la ingle, un triángulo de cabello falso imitaba el vello púbico. Hank recordaba haber visto un par de aquellas muñecas, aunque no recordaba dónde.

En el enorme pecho izquierdo, trazada con un grueso rotulador negro, una letra: E. En el otro, una A. Hank alzó la parte del cinturón de seguridad que separaba los dos pechos y encontró otra letra: V.

—Eva —murmuró, y sacó la cabeza del coche para mirar en torno. No vio nada insólito. El cielo era azul, los pájaros trinaban en los árboles, y no se advertía nada sospechoso en los coches aparcados en las rampas de las casas. Ciertamente, era un día espléndido.

Rodeó el coche y se metió en él. No tenía por qué enseñarle a Rebecca aquella porquería y, desde luego, no estaba dispuesto a que Sharri viera algo así. Sacó las llaves y puso el motor en marcha, sintiendo una ira en la que se mezclaban la inquietud y la sensación de que lo habían traicionado. Se preguntaba si en aquellos momentos algún maldito degenerado lo estaría observando con unos prismáticos, quizá subido a un árbol junto a los pájaros, o desde el propio nivel de la calle, escondido detrás de cualquier sitio. ¿Cómo era posible que las personas fueran tan crueles, tan despiadadas, con las demás personas? Colocó la palanca del cambio en posición de marcha atrás y recorrió la rampa de la casa, notando el peculiar aroma de la dama desnuda, vinilo nuevecito o plástico llegado directamente desde una fábrica de Taiwan, algo similar al olor a coche nuevo que a él tanto le gustaba. Se proponía llevarse a Eva a su despacho y pegarla en el exterior de la puerta, clara advertencia de que la broma era muy graciosa, pero ya estaba bien, búsquense otro del que reírse, ésta es una institución docente, y no un burdel.

Cuando se detuvo y quitó la marcha atrás, una gran ranchera blanca apareció como una exhalación por la derecha y fue a detenerse frente a él, cortándole el paso. El que salió del vehículo, todo sonrisas y risas, era Ben Jademan, profesor de matemáticas, vestido con un traje blanco de tenis y con una banda roja de tela de toalla en torno a la cabeza. Junto a él estaba Gayleen, su esposa, con el mismo uniforme. Ben se acercó y dio un suave puñetazo en la carrocería del Lexus. El hombre sonreía tan ampliamente que Hank temió que se le desgarrara el rostro y sobre el asfalto comenzaran a caer ojos y dientes.

—¡Te atrapé! —gritó Ben a la cerrada ventanilla. Pidió por señas a Hank que bajase el cristal, y Hank lo hizo—. Vaya, estás tan enamorado de ella que te la llevas a dar un paseo —aulló el hombre—. ¡Cariño, mira! ¡Hank se ha enamorado de nuestra preciosa Eva!

Gayleen Jademan se tapó la boca y paseó los ojos de un lado a otro. Entre el claustro, la mujer tenía fama de ser bastante corta. Todos sabían que Ben era un maniático depresivo que aún no se había sometido a tratamiento. En el interior de los sombríos confines del cuerpo de Hank, un objeto romo pareció desplomarse desde la cabeza hasta el estómago. Aquella broma de pésimo gusto no había sido obra de unos chiflados anónimos. Se la había gastado un colega. Se volvió de lado y le soltó el cinturón a Eva, diciéndose que Ben y Gayleen se habían tomado un montón de molestias para montar aquella broma. Probablemente habían pensado meterle la muñeca en el coche en el estacionamiento de la universidad, y quizá tuvieron que salir corriendo cuando Hank hizo su aparición mucho más temprano de lo previsto.

—Qué demonios, Hank, quédate con ella —logró decir Ben entre risotada y risotada—. Es de fabricación alemana al ciento por ciento... ¡Lo mismo que tú!

Hank forzó una sonrisa que fue todo dientes y nada labios.

—Me la habéis jugado buena —dijo—. Qué cosas se os ocurren.

Ben se acuclilló para que sus ojos estuvieran a la misma altura que los de Hank. Las escasas hebras grises que surcaban su cabello castaño relucían al sol.

—Algunos dicen que lo creen —susurró—, y ésta es mi forma de decirte que yo no soy uno de ellos. ¿Vale? ¿Lo entiendes?

Hank asintió con la cabeza.

—Sí. Y te lo agradezco, Ben.

—Hablaste en alemán, lo que no deja de ser sorprendente. Pero, ¡qué demonios!, Debbie Govern estaba allí, y ella también hablaba alemán. Tradujo lo que tú dijiste.

—Perry me enseñó —dijo Hank—. Me había hipnotizado anteriormente, y consiguió que lo hablase con soltura.

—Sí, él mismo dijo que lo había hecho. La verdad es que estaba hecho un manojo de nervios. Le diste un susto de todos los demonios.

—¿De veras?

—Sí. —Ben volvió a acuclillarse y clavó la mirada en los ojos de Hank—. ¿Así que tú no recuerdas nada, nada en absoluto?

Hank bajó ligeramente la mirada.

—Nada.

—Hablaste en alemán. Y en un alemán de lo más impresionante. Tanto, que ni siquiera Perry logró entenderlo. Fue entonces cuando intervino Debbie para traducir.

—La broma pesada del siglo. —Hank alzó el brazo izquierdo—. Vaya, tengo clase dentro de veinte minutos, Ben. ¿Seguro que no quieres que te devuelva a Eva?

Ben lanzó una carcajada.

—Qué demonios, si la chica le gustó a Hitler, no tiene por qué no gustarte a ti.

Hank sonrió sinceramente.

—Puedes irte preparando. Las bromas pesadas no quedan impunes.

—No espero menos de ti —dijo Ben.

—Quedas advertido. —Hank tocó el cambio de marcha, esperando que Ben fuera hacia su coche, pero no fue así. El hombre se quedó mirándolo con una expresión que pasó de ser la más amplia de las sonrisas al más fruncido de los ceños.

—Hank.

Hank aspiró profundamente.

—¿Sí, Ben?

—Si fue Perry el que te enseñó el idioma, ¿cómo es que necesitó una traductora?

—No te entiendo, Ben.

—Eso es lo más curioso de este asunto, y lo que menos entiendo —dijo Ben—. ¿Cómo es que tú hablabas mejor en alemán que Perry, si fue él quien te enseñó?

—El hipnotismo tiene cosas curiosas —aventuró Hank.

—Sí, será eso. —De pronto, Ben se enderezó—. Bueno, me voy a la guerra del tenis, compadre. Que lo pases bien.

—Lo intentaré —dijo Hank, y los observó alejarse. Cuando se hubieron perdido de vista, él puso el coche en movimiento y, mientras atravesaba el centro de la ciudad, se olvidó durante un rato de que junto a él, a la vista de todo el mundo, llevaba una mujer hinchable.

¿Cómo es que tú hablabas mejor en alemán que Perry, si fue él quien te enseñó?

Buena pregunta.