26
Algo sacudió a Rebecca. Ésta sonrió y se movió ligeramente en sueños. En aquellos momentos se hallaba en un onírico paraíso, un mundo suave y apastelado no mayor que el patio trasero de su casa, en el que Sharri tenía alas de mariposa que resplandecían al sol. Álzate, le estaba diciendo Rebecca. ¡Puedes volar!
—¿Señora Thorwald?
Otra sacudida. Fue entonces cuando ella se dio cuenta de que estaba dormida, y recordó que iba a despertar a un mundo tan frío y carente de vida como el toque de una zarpa de dinosaurio. Cuando el sueño se hizo pedazos, Rebecca despertó con un grito.
—Lo siento muchísimo —le dijo una voz. Ella trató de incorporarse. El banco que tenía debajo resultaba duro pese al cojín color naranja, y era ridículamente pequeño. Si había logrado dormir en él se debía a un milagro llamado agotamiento. Cuando al fin se incorporó, notó algo frío en el rostro y levantó un antebrazo para limpiarse la saliva que le había salido por una comisura de la boca mientras dormía.
Era la atenta y amabilísima enfermera que la había acompañado hasta cuidados intensivos para que viera a Sharri.
—Hay un policía que tiene que hablar con usted —dijo la mujer.
—¿Han encontrado a Hank?
—Cálmese, querida, no lo sé. Pero parece que se trata de algo importante.
Rebecca se puso en pie, y todos los músculos de su cuerpo protestaron. Se pasó la lengua por la superficie de los dientes y notó que la nada habitual película de suciedad que los cubría era cada vez más gruesa.
—Iba a despertarla él mismo, pero yo le dije que hacía falta un toque algo más gentil. ¿Se siente usted en condiciones de hablar, señora Thorwald?
Ella se frotó los ojos y asintió con la cabeza. Trató de arreglarse con los dedos el cabello, pero éste se hallaba demasiado enmarañado y ella desistió de su intento.
—Haré lo que pueda —susurró.
La enfermera agitó una mano por encima de la cabeza, y Rebecca se volvió y miró al hombre que estaba entrando en la sala de espera de la UCI, también agitando una mano. Debido a la película de sueño que le cubría los ojos, Rebecca creyó al principio que la figura que se acercaba era la del jefe de policía, y se le erizaron los cabellos. Aquel hombre le daba repelús. Pero parpadeó y vio que se trataba de un joven con indumentaria informal, vaqueros y una sudadera gris con las mangas recortadas.
—Dispense por lo tardío de la hora —dijo, cuando estuvo lo bastante cerca—. Me dieron su mensaje y he venido con los resultados. Y con un par de preguntas.
Rebecca no recordaba haber dejado mensaje alguno.
—¿Han encontrado a Hank?
—Aún no. Pero tengo la certeza de que su marido está bien. ¿Nos sentamos? —Miró a la enfermera, la cual captó el mensaje y se retiró—. A mi entender, si Hank fue capaz de bajar por la fachada de un edificio de tres pisos, sabrá manejarse en el mundo. ¿Nos sentamos?
Ella se sentó en el banco, frente a él, y cruzó los brazos.
—Que yo sepa, probablemente no lleva dinero encima, y lo único de que dispone es de tarjetas de crédito. No tiene más ropas que las que lleva puestas, carece de medicinas para sus quemaduras, y de...
—Hemos cancelado sus tarjetas de crédito, señora Thorwald. ¿Le importa que la llame Rebecca?
Ella lo miró fijo.
—Sí, sí me importa. Y no pueden ustedes haberlas cancelado, porque ni siquiera saben las que tiene. —Le dirigió una crispada sonrisita—. Y, además, ¿por qué iban a haber hecho algo así?
Él alzó las cejas.
—En el estudio de su casa había una caja fuerte sin cerrar que contenía los nombres y los números de las tarjetas de crédito, para llamar en caso de que se perdiera alguna.
Ella se puso en pie.
—Espero que tuviera usted una orden de registro, señor.
—Me llamo Steven Gleeworth. Detective Steven Gleeworth. Y sí, la tenía.
Ella volvió a sentarse.
—Pero... ¿por qué? ¿Quieren que mi marido se muera de hambre?
—Claro que no. Deseamos mantenerlo bajo custodia por su propio bien. —Gleeworth alzó la cabeza y olfateó el aire-... ¿Llega uno a acostumbrarse a este olor a formol?
Ella se encogió de hombros. ¿Qué más daba el olor que hubiese en el hospital?
—A Terre Haute no deja de llegar gente de lo más extraño, señora Thorwald. En estos momentos, mientras nosotros hablamos, en torno al hospital hay reunida una multitud de chiflados. Un tercio de ellos quiere colgar a su marido, otro tercio quiere someterlo primero a juicio y luego colgarlo, y el resto, o quiere matarlo a tiros, o llevárselo a Idaho para que sea su Führer. Hay matones neonazis y fanáticos de la Liga de Defensa Judía peleando en las calles, y hay equipos de televisión procedentes de lugares tan lejanos como Israel y Rusia filmando todo lo que se mueve.
—¿Saben ellos que Hank ya no está aquí?
—No lo saben, lo cual los mantiene a ellos ocupados y al señor Thorwald seguro. En cuanto intente utilizar una tarjeta de crédito, lo localizaremos a través de los ordenadores del FBI.
Rebecca frunció el entrecejo y se irguió en su asiento.
—¿El FBI? ¿Acaso es éste un caso federal?
—No, no lo es. Sólo estamos utilizando sus ordenadores. —Juntó las manos entre las rodillas—. Señora Thorwald, no creo que entienda usted el alcance de lo que ocurre. Montones de personas desean saber lo que fueron en vidas pasadas, aunque no crean en esas cosas. En casi todos los casos, les gusta creer que fueron Cleopatra o George Washington, destacadas figuras históricas. Y de pronto aparece un hombre que, de buenas a primeras, le dice al mundo que fue Hitler, y que no sólo habla en perfecto alemán sin tener el menor conocimiento de ese idioma, sino que además cita detalles históricos que la mayor parte de la gente desconoce, como el de que Hitler fue un simple soldado de infantería durante la Primera Guerra Mundial. Yo personalmente considero una patraña lo de la reencarnación, pero en este caso existen pruebas muy sólidas, lo bastante sólidas para que me viera en un apuro si tuviera que decidir sí o no: sí, la reencarnación es algo real, o no, no lo es.
—¿Y qué es lo que cree? —preguntó Rebecca, ceñuda.
Gleeworth se llenó los pulmones de aire.
—La verdad es que ya no sé qué decir.
Ella bajó la cabeza. Los ojos se le llenaron de lágrimas y escondió el rostro entre las manos. Sollozando, se inclinó sobre sí misma hasta que la barbilla casi le tocó las rodillas. Todo el mundo le estaba dando la espalda a Hank, personas que lo conocían desde hacía muchos años, permanecían tan distantes y mudas como el vehículo robot de Marte que tanto había fascinado a Hank hasta que quedó inmovilizado por las duras condiciones de aquel mundo. Mientras lloraba, Rebecca se dio cuenta de que el detective había cambiado de posición y se había sentado junto a ella. El hombre le pasó un brazo por los hombros. Ella trató de apartarse, pero no pudo.
—Escúcheme —dijo Gleeworth—. Quizás en una existencia pasada yo fui Vlad el Empalador. Es una idea interesante, pero que no dice nada acerca de quién soy yo ahora.
Ella alzó vivamente la cabeza.
—¡Fíjese en lo que usted mismo dice! —exclamó—. ¿Habló Jesús alguna vez de vivir múltiples vidas? ¿No somos todos cristianos, practiquemos o no nuestra fe? ¿O judíos, practicantes o no? ¿En qué parte del Antiguo Testamento o de la Torá, o del libro sagrado que lean en sus iglesias, dice que Abraham, o Isaac, o el rey David eran figuras reencarnadas? No lo dice en ninguna parte. Y toda esa gente de ahí fuera desea que Hank sea realmente Adolf Hitler porque eso demostraría que la muerte no es algo definitivo.
—Bien observado. —Gleeworth volvió a sentarse donde antes—. La prueba final de que vivimos para siempre. Incluso Hitler recibe una segunda oportunidad.
La enfermera le había dado a Rebecca un puñado de pañuelos de celulosa, que ella se había metido en un bolsillo de sus vaqueros. Ahora los sacó y desplegó uno.
—La fe que tengo en mi iglesia me basta para creer en la vida eterna. —Se sonó y arrugó el pañuelo—. ¿Sabía usted que Hank fue un avestruz un par de minutos antes de convertirse en un nazi?
El detective se había sonrojado y tenía la vista fija en sus propias rodillas.
—En realidad, yo sólo me ocupo de la parte logística. Estudio las escenas del crimen y trato de formular teorías, de adivinar cuál será el siguiente movimiento del criminal, si es que se trata de un criminal. —Alzó la vista—. Le ruego acepte mi disculpa, señora Thorwald. No sabía nada de eso del avestruz.
—O sea, que supongo que en este caso la escena del crimen es una habitación de hospital en la que un antiguo avestruz salió volando por la ventana.
Steven Gleeworth se pasó una mano por la frente.
—Sigo teniendo preguntas para usted, señora Thorwald. Preguntas cuyas respuestas podrían ayudarnos a encontrar a Hank y a protegerlo. ¿Le importa que siga?
—Claro que me importa —respondió ella secamente. Él se removió, incómodo.
—Esto es muy serio.
Rebecca suspiró.
—De acuerdo, dispense.
—Estupendo. ¿Adónde cree usted que puede dirigirse su marido? ¿Tiene alguna idea?
Ella negó con la cabeza.
—Ni la más mínima. Supongo que sólo está huyendo.
—¿No tiene ningún escondite? ¿Una cabaña de troncos en las montañas?
—En Indiana no hay montañas.
—Era un decir.
—Que yo sepa, Hank no tiene ningún refugio seguro, si se refiere usted a eso.
Él meneó la cabeza repetidamente.
—¿No tiene familiares que vivan cerca?
—¿Cerca? Algunos. Tíos y tías, primos.
—¿Es una familia unida?
—Lo máximo que a estas alturas podría esperar Hank de sus parientes es un pedazo de pan duro y un vaso de agua.
El detective sonrió.
—Igualito que mi propia familia. ¿Tiene Hank amigos realmente íntimos, quizás antiguos compañeros de estudios capaces de darle refugio si él se lo pide?
Ella reflexionó.
—Quizás uno, un amigo de la universidad, pero vive en el oeste.
—¿Sabe usted dónde?
—Estoy casi segura de que en Colorado. Cerca de Denver. En Loveland, creo.
—¿Cómo se llama?
Rebecca reposó las manos en las rodillas.
—Si no recuerdo mal las felicitaciones de Navidad que recibimos de él, se llama Héctor Romero, se casó con una compañera de estudios que se llamaba Gwen que ya le ha dado cuatro hijos, mientras que Hank sólo tiene el único fruto de mis entrañas, la niña que está en la UCI, que en estos momentos lucha por su vida debido a la bala que ustedes, la policía, le metieron en el pecho.
—Aunque yo no estuve allí, me disculpo por ello. ¿Dónde se crió Hank?
—Aquí mismo, en Triste Hueco, Indiana.
—¿Qué me dice de los padres de su esposo? ¿Aún viven?
—Sí.
—¿Cerca?
—En Fort Wayne, que no está muy cerca. Apenas los vemos.
—¿Y los padres de usted?
—Viajando. Nuestro garaje estaba lleno de sus cosas hasta que todo se quemó. Están recorriendo Norteamérica en una caravana del tamaño de Moby Dick, buscando el lugar ideal para retirarse.
—¿Se han comunicado sus padres con usted a raíz de los últimos sucesos?
—Ellos no se han enterado de nada, a no ser que hayan leído la noticia en algún periódico sensacionalista, cosa muy poco probable.
Gleeworth la miró fijo.
—¿No ha visto usted la televisión?
Ella ladeó la cabeza, desconcertada.
—Los canales locales. ¿Por qué?
—Ahora, desde que Sharri recibió el balazo, el caso es de ámbito nacional.
Rebecca dejó caer los hombros. Aquello era una mala noticia, pero logró soportarla porque la peor noticia del mundo sólo podía dársela un médico de la UCI que apareciera para informarle que Sharri había muerto. Así que la noticia de que la historia de la familia Thorwald era ya conocida por toda la nación no era más que un nuevo latigazo de un látigo que ya los había golpeado con anterioridad.
—Qué bien —dijo, despectiva.
—Lo lamento. Pero eso la ayudara a comprender por qué necesito conocer todos los detalles posibles acerca de la vida de Hank. Él se encuentra en grave peligro huya a donde huya, porque, si alguien lo reconoce, no pasará mucho tiempo antes de que se reúna un grupo de linchadores. No necesito decirle lo poco popular que es Hitler.
Rebecca alzó la cabeza.
—Hank no es Hitler, señor detective. Es un hombre inteligente y bondadoso, el polo opuesto a un terrible dictador. Todo este asunto, no sólo es ridículo, sino que salta a la vista que se trata de una trampa.
—¿Tendida por Perry Wilson?
—Sí.
—Espero que comprenda usted que averiguar si Hank fue o no Hitler no forma parte de mi trabajo. Yo únicamente debo averiguar adónde fue, y traerlo de nuevo hasta aquí.
Rebecca lanzó un suspiro.
—Entonces, le deseo suerte.
Gleeworth frunció el entrecejo. Rebecca se dio cuenta de que el hombre estaba retorciéndose las manos.
—Quizá no debería usted hablar así, señora Thorwald.
—Puede llamarme Rebecca —dijo ella, en cuyo rostro había aparecido un ceño no muy distinto del de Gleeworth—. ¿A qué se refiere?
El separó las manos.
—Considero a su marido el principal sospechoso en el caso de la desaparición de Perry Wilson, Rebecca. El único sospechoso, en realidad. Nadie más tiene el más mínimo motivo para haberle hecho ningún mal al señor Wilson. No se han vuelto a tener noticias suyas desde la noche de la fiesta, o sea que la conclusión es evidente.
Ella lo miró, notando cómo en el interior de su estómago comenzaban a revolotear mariposas.
—He hablado con sus vecinos y parientes, y lo único que ellos saben es que ha desaparecido —siguió el detective—. He investigado en las líneas de autobuses y en las líneas aéreas, he recorrido la universidad, he estado un par de veces en su casa... —Gleeworth alzó una mano y chasqueó los dedos—. Nada. Pero creo que su marido conoce el lugar exacto al que Perry Wilson se ha dirigido.
Tras un breve momento de desconcierto, Rebecca comprendió al fin por qué notaba mariposas en el estómago: estaba a punto de echarse a reír. Iba a quedarse allí sentada mientras aquel maldito cabrón acusaba a Hank Thorwald de asesinato, y luego se reiría a carcajadas en su cara. Sin embargo, su parte sensata le recordó que aquello era la sala de espera de la UCI. Durante años y años, muchas personas habían aguardado allí preguntándose si sus seres queridos vivirían o morirían; a su manera, era un lugar sacrosanto.
—¿Cuándo estuvo usted en casa de Perry? —preguntó, con una mano en la garganta—. ¿Hoy?
—No, ayer —respondió Gleeworth.
Ella se colocó la otra mano sobre la boca. Las lágrimas pugnaban por salir de sus ojos, y los músculos de su estómago se contraían y distendían: risa sin sonido. Sólo aquella mañana había descubierto ella misma la entrada secreta del pequeño y sombrío refugio que Perry tenía en el sótano. El recuerdo del torturado rostro del hombre había quedado indeleblemente grabado en su memoria. Pero a aquel policía, a aquel detective local de Terre Haute, que probablemente había aprendido su oficio en un curso por correspondencia que ni siquiera incluía un capítulo dedicado a las avestruces, no se le había ocurrido mirar debajo de la alfombra persa que ocultaba la puerta del sótano. Y el tipo se atrevía a sospechar que Hank había matado a Perry.
Rebecca se quitó la mano de la boca. El loco e inoportuno deseo de reír estaba siendo sustituido por el deseo de que aquel estúpido policía se fuera de una vez.
—Le voy a dar un excelente consejo —dijo—. Vuelva a la casa de Perry. Entre en el estudio, que parece una biblioteca con los libros cayéndose de las estanterías, y luego gire la cabeza a la izquierda. Verá la puerta del sótano que yo dejé abierta a primera hora de esta mañana. Baje con cuidado la escalera, que es muy empinada. Y prepárese para una gran sorpresa. —Dirigió a Gleeworth una amplia y desagradable sonrisa llena de dientes sin cepillar—. Quizás incluso consiga usted un ascenso.
Él bajó la mirada e inmediatamente la subió de nuevo.
—Recuerde que usted y yo no somos enemigos, Rebecca —dijo con voz suave.
Ella se inclinó hacia él.
—Sí, claro que lo somos. Tropecientas mil personas creen que Hank fue Hitler, y un solo detective cree que es un asesino. Yo estoy casada con Hank desde hace doce años, y me declaro oficialmente en guerra contra usted. —Rebecca alargó las manos y las puso sobre los hombros de Gleeworth. Éste, titubeante, se levantó al tiempo que Rebecca—. Dice usted que ahí fuera hay todo un tropel de gente, ¿no? Pues baje a decirles a todos que Rebecca Thorwald les declara la guerra. Si querían la Tercera Guerra Mundial, ya la han conseguido.
El rostro del detective era una máscara de piedra.
—¿Qué encontraré en casa de Perry Wilson?
De pronto, un movimiento a su izquierda llamó la atención de Rebecca. Una enfermera caminaba con vivo paso hacia las dobles puertas de entrada de la UCI. Un súbito temor vació de todo contenido la cabeza de Rebecca, y ésta se dirigió apresuradamente hacia el corredor. Las dobles puertas aún estaban batiendo cuando ella las atravesó.
La iluminación era tan escasa comparada con la de la sala de espera, que la mujer sólo pudo ver las formas de los pacientes bajo las luces verdes y azules de los aparatos que los mantenían con vida, y apenas escuchaba los clics y bips que indicaban que las máquinas estaban cumpliendo con su cometido. Vio que la enfermera estaba inclinada sobre la cama en la que habían puesto a Sharri. En la pantalla de un pequeño monitor aparecía una línea recta en vez de las subidas y bajadas que indicarían el correcto funcionamiento del corazón, bip bip bip. Ella sólo conocía aquellos aparatos por lo que había visto en las series de televisión, y era de suponer que éstas no mentían.
Sharri se estaba muriendo. Rebecca se colocó las manos sobre la boca para ahogar un grito, y en ese mismo momento alguien chocó con ella por detrás y ella cayó al suelo. A gatas, vio cómo la UCI se llenaba de gente vestida con batas blancas.
—¡Sáquenla de aquí! —gritó alguien.
Rebecca notó que la agarraban por las axilas y la obligaban a ponerse de pie para luego sacarla de la sala. Ella se debatió, tratando desesperadamente de ver por encima de las cabezas de los médicos y enfermeras.
—Estará usted mejor fuera de aquí —le dijo Steve Gleeworth al oído, al tiempo que la conducía hacia el exterior.
— ¡Suélteme! —gritó ella, resistiéndose. Por el rabillo del ojo advirtió que había otras personas, otros visitantes de aquella cámara de los horrores. La gente, pálida y asustada, se apartaba de ella. El detective Gleeworth le tapó la boca con una mano y la arrastró hasta un ascensor y utilizó la punta del pie para oprimir el botón que cerraba las puertas.
—Ahora ya puede usted desahogarse —dijo el hombre, soltándola.
Ella se lanzó contras las puertas y las golpeó con las manos abiertas, gritando el nombre de Sharri. Sin embargo, Rebecca no era dada al histerismo, y no tardó en calmarse. Una vez recuperada la compostura, se volvió hacia el detective.
—Ya me desahogué.
—Estupendo. —Gleeworth apretó el botón de la planta baja—. Usted y yo nos vamos a la cafetería, y allí esperaremos a ver qué ocurre. Debe de llevar usted un montón de tiempo sin comer, así que, antes de que volvamos arriba, la obligaré a tomarse al menos un donut y un vaso de leche. ¿De acuerdo?
Rebecca juntó las manos bajo la barbilla.
—¿Y si Sharri se muere?
—Ésa es una pregunta sin respuesta. Lo único que podemos hacer mientras los médicos se ocupan de ella es esperar y desear que ocurra lo mejor.
—Y rezar —dijo ella—. Tengo que rezar.
—Hay una capilla en el mismo piso. Podemos hacer lo uno y lo otro.
—Primero, rezar —dijo Rebecca—. Las oraciones son más eficaces cuando se está en ayunas.
Él la tomó por un codo y la condujo hacia la capilla. El corredor estaba sorprendentemente transitado, y más de la décima parte de la concurrencia estaba formada por policías de uniforme.
—Señora Thorwald... Rebecca...
—¿Mmm? —Rebecca estaba distraída, preguntándose cuánto tiempo hacía desde la última vez que había utilizado su rosario, y dónde lo habría metido.
—¿Qué tal si me cuenta lo que voy a encontrarme en la casa de Perry Wilson? Tal vez con ello me ahorre un viaje.
—No le ahorraré ningún viaje —dijo ella, caminando junto a Gleeworth—, pero sí se lo contaré. Esta mañana encontré a Perry en su sótano, con una bolsa de plástico en la cabeza.
—¿Suicidio?
—Sí. No tenía las manos atadas y podría haberse quitado la bolsa perfectamente.
El detective Gleeworth aflojó primero el paso y luego se detuvo por completo.
—Ésa es una desagradable forma de quitarse de en medio. Requiere tener toneladas de voluntad.
Rebecca se detuvo.
—Perry era un viejo muy duro.
—Naturalmente, supongo que alguien podría haberle inmovilizado los brazos a la espalda después de ponerle la bolsa sobre la cabeza. Wilson habría perdido el conocimiento en treinta segundos. O menos si antes se había defendido y se hallaba sin aliento.
Ella lo miró fijo.
—Hank no es un asesino, se lo garantizo.
—Eso ya lo veremos.
Gleeworth se volvió y comenzó a alejarse, dejando que Rebecca diese ella sola con la capilla. En vez de hacer esto, ella esperó hasta que el detective se hubo perdido de vista, y luego, desandando lo andado, volvió al ascensor. Tras aguardar ante las cerradas puertas un puñado de insoportables segundos, echó a correr por el vestíbulo buscando la escalera. Dio con ella y comenzó a subirla de tres en tres peldaños. Al llegar al tercer piso pegó de bruces contra las grandes puertas metálicas, las abrió, entró en el corredor y se detuvo. El papel pintado de la UCI era de franjas rosa sobre blanco; la pared frente a la que se hallaba era de color beige. Con los zapatos chirriando sobre el suelo de linóleo, echó a correr hacia la izquierda.
Se le saltaron las lágrimas mientras corría, sola y abandonada y obligada a buscar de tan mala manera a su hija moribunda. Dobló un recodo y se encontró ante otro corredor vacío, sin nadie a la vista; en la parte alta había tubos enormes y de algún modo amenazadores pintados del mismo color de las paredes. Más o menos a la mitad del desierto corredor un letrero luminoso con una flecha marcaba la dirección de la salida. Rebecca siguió la flecha, cruzó las puertas batientes y se encontró en otra escalera. Vaciló. Miró primero hacia arriba y luego hacia abajo, por entre la neblina de las lágrimas, mientras las puertas se cerraban a su espalda. Era absurdo, se dijo, estaba perdida en un edificio repleto de gente por dentro y rodeado de gente por fuera. En las escaleras no había aire acondicionado, y Rebecca notó que la frente se le estaba perlando de sudor. Comenzó a bajar los peldaños. Al llegar al siguiente rellano se quitó las lágrimas de los ojos y miró por la mirilla de cristal de la puerta metálica. Papel pintado rosa y blanco: aquélla era la sala de espera de la que un bienintencionado detective la había sacado hacía sólo unos minutos; antes se había equivocado de piso.
Obligándose a hacerlo despacio, abrió la puerta. Dentro de unos momentos iba a enterarse de si Sharri estaba viva, muerta o entre lo uno y lo otro, y si el monitor seguía mostrando en su pantalla aquella línea plana en la que faltaban los latidos del corazón de la niña. Rebecca caminó hacia la UCI sintiendo tal angustia que tuvo que colocarse ambas manos sobre el pecho para evitar que el corazón se le parase. Al llegar a la puerta de la UCI apretó la cara contra el cristal. Inmediatamente, la puerta le golpeó en la frente y ella, por puro reflejo, saltó hacia atrás. La misma multitud vestida con batas blancas que hacía unos momentos la había hecho caer de rodillas estaba saliendo ahora de la UCI. Ella permaneció a un lado hasta que hubieron pasado todos y el corazón le brincó en el pecho al ver que sus expresiones no parecían augurar nada malo. Cuando se hubieron ido, abrió lentamente la doble puerta y pasó al interior.
Se habían encendido todas las luces. En el monitor de la cama de Sharri seguía apareciendo la línea horizontal, recta como el horizonte. Mientras la miraba, la pantalla se apagó de pronto. Demudada, Rebecca avanzó hacia la cama sobre unas piernas que ya apenas la sostenían. Una enfermera estaba inclinada sobre Sharri, alzando la manta, ya fuera para remetérsela bajo la barbilla o para cubrirle con ella la muerta cara.
Con un hilillo de voz, Rebecca preguntó:
—¿Ha muerto?
La enfermera lanzó un respingo y, sin soltar la manta, se volvió hacia Rebecca. Era la mujer que tan amable se había mostrado con ella.
—Dios mío, qué susto me ha dado usted.
—¿Ha muerto, o no?
La enfermera sonrió.
—No se hace usted ni idea de la cantidad de sustos innecesarios que nos llevamos. Debido a una subida de tensión o a algo por el estilo, el aparato se descompuso. Mañana por la mañana, los de administración llamarán al fabricante. Ya estábamos a punto de usar las paletas desfibriladoras. Démosle gracias a Dios por los anticuados estetoscopios.
Rebecca puso los ojos en blanco y se derrumbó sobre el suelo, desmayándose por segunda vez en su vida, por segunda vez en aquella semana.