39

—¿Había estado usted en Europa?

Hank dejó de mirar por la ventanilla.

—Ésta es la primera vez.

Viajaban en segunda clase, pegados hombro con hombro en el interior de un enorme jet de Lufthansa: el señor Von Wessenheim, decano de los miembros de Amnistía Internacional, y el señor Ulgard, que se había pasado el vuelo con los ojos cerrados, escuchando algo a través de unos pequeños auriculares. Desde que despegaron de O'Hare habían pasado dieciséis horas en aeropuertos y aviones. Ahora, aproximándose ya a Berlín, y a falta sólo del salto final hasta Suecia, Hank jamás se había sentido tan perdido, nunca había sentido una añoranza por el hogar tan fortísima como la que en aquellos momentos lo conmovía.

—¿La escala en Berlín será larga? —preguntó.

—¿Escala? —Von Wessenheim no pareció entender.

—¿Tendremos que esperar mucho el vuelo a Suecia?

Von Wessenheim se aclaró la voz.

—Primero debemos pasar algún tiempo en Berlín.

—Oh. —Hank frunció el entrecejo—. ¿Por qué?

El ceño de Von Wessenheim imitó el de Hank.

—Por razones de seguridad. Tal vez nos hayan seguido.

Hank volvió la cabeza y de nuevo centró su atención en la ventanilla. Él ya no era dueño de su destino, eso saltaba a la vista, pero Amnistía Internacional era una organización muy respetada y con mucha influencia. Al menos, por lo que él sabía. Ahora bajo el avión se veían los rojos tejados de Berlín. Todo parecía limpio, y ordenado. En cierto modo, a Hank le resultaba extraño ver el paisaje en color; las únicas imágenes que había visto de Berlín eran fotos de guerra llenas de humeantes ruinas negras y blancas. Ahora por todas partes se alzaban relucientes rascacielos; vio muchos árboles y zonas verdes, e hileras de coches que relucían bajo el sol de la mañana.

Aus der Ruinen kommt Roche...

El jet de Lufthansa osciló silenciosamente por encima de la pista y luego el tren de aterrizaje tocó tierra con un sonoro golpe. El señor Ulgard se quitó al fin los auriculares y ahogó un bostezo con un puño. Hank había dejado hacía mucho de sentir curiosidad por los ceñidos guantes negros, tras llegar a la conclusión de que debían de ser una moda sueca, como los paraguas de los ingleses o las boinas de los franceses. En cuanto a él mismo, su único rasgo distintivo en lo referente a indumentaria era que le faltaba un zapato, pero al menos Von Wessenheim le había prestado un calcetín.

—Al fin en casa —murmuró Von Wessenheim, mientras el enorme avión rodaba hacia la terminal con las largas alas estremecidas.

Hank se volvió hacia él.

—¿Vive usted en Alemania?

—No. —Dirigió a Hank una rápida sonrisa—. Al fin en Europa. Eso he querido decir.

—¿Estará el circo esperándonos?

— Der Zirkus? —Von Wessenheim sonrió—. Buena manera de decirlo, Herr Thorwald, pero no, aquí no habrá ningún Zirkus.

Hank deseó que el hombre tuviera razón. En la terminal, tras caminar por la rampa móvil, Hank había esperado una estricta inspección de todos los pasaportes, pero la gente desfilaba por los pasillos de salida, pasando frente a agentes de aduanas sentados a mesas y que por lo general se limitaban a indicar a la gente que siguiera adelante. Ulgard tomó a Hank por el codo y lo empujó suavemente hacia la pared. Von Wessenheim, evidentemente nervioso, los siguió.

—Le tenemos preparado un pasaporte —dijo Ulgard en voz baja—. Quédese aquí.

El hombre se alejó a grandes zancadas. Inmediatamente, un hombre que vestía shorts y una detonante camisa hawaiana, y que llevaba dos cámaras colgadas del cuello apareció ante ellos con cara de confusión. Tropezó con Ulgard y retrocedió un paso, disculpándose ruidosamente. Ulgard le señaló una dirección.

—Dios mío, ese hombre es brillante —susurró Von Wessenheim.

Ulgard volvió junto a ellos y le puso a Hank el pasaporte entre las manos.

—Adelante.

Se metieron por uno de los pasillos. El agente le pidió el pasaporte a Ulgard, y se sintió muy interesado por el de Hank. Su vista fue varias veces de la foto del documento a la cara del hombre.

—Accidente de automóvil —murmuró Hank, tocándose el maltrecho rostro.

—Siga hacia la zona de equipajes.

En una escalera mecánica, bajaron hasta las cintas rodantes. La maleta de Von Wessenheim era el único equipaje que llevaban, y en cuanto la hubieron recogido se pusieron en otra cola. Hank vio cómo un agente abría el bolso de una mujer y revolvía su contenido. Von Wessenheim ofreció su maleta. El agente puso una mano sobre ella.

— Behalt Ihr Koffer auslándische Frucht, Gemüse, oder Fleisch?

El cerebro de Hank tradujo la frase con facilidad: ¿contiene su equipaje fruta, vegetales o comida extranjeros?

— Nein —respondió Von Wessenheim.

— Alles gut.

—Todo en orden —dijo Ulgard a Hank, y comenzaron a alejarse. Dirigiéndose a Von Wessenheim, Ulgard dijo—: Tengo que volver a mi despacho. Buenos días.

El hombre se alejó. Tras una breve vacilación, Von Wessenheim dejó caer la maleta y corrió tras él agitando su portafolios. Cuando lo alcanzó, los dos hombres estuvieron unos momentos hablando en susurros. Al regresar junto a Hank, Von Wessenheim explicó:

—Herr Ulgard es un abogado que trabaja para nosotros en Amnistía Internacional. Tiene despachos en muchos países.

—¿Cuándo salimos para Suecia? —preguntó Hank, al tiempo que levantaba del suelo la maleta del viejo; saltaba a la vista que Von Wessenheim estaba al borde del agotamiento.

—Ahora trataremos de pasar inadvertidos —dijo Von Wessenheim—. ¿Se dice así? ¿Pasar inadvertidos?

Hank asintió con la cabeza.

Se incorporaron al grueso del público y acomodaron su paso al de los demás.

—Tengo una suite en un hotel de aquí, de Berlín, la Berlinische Residenz. Nos quedaremos en ella hasta que llegue el momento adecuado.

—¿Y se están ocupando ustedes de que mi esposa y mi hija vengan a reunirse conmigo?

—Desde luego. Llegarán muy pronto.

—¿Sharri ya puede viajar?

Von Wessenheim sonrió.

—Desde luego.

Hank aflojó el paso.

—¿Han hablado ustedes con sus médicos?

—¿Médicos? —La sonrisa de Von Wessenheim se desvaneció—. ¿Quién ha dicho usted?

—Sharri.

—Ésa es una palabra inglesa que no conozco.

Se detuvieron por completo y, mientras Hank miraba en los ojos del otro hombre, el remolino de acontecimientos de las últimas veinticuatro horas perdió sus características individuales para convertirse en un único evento: por las razones que fuese, ayer él estaba en Terre Haute, Indiana, y hoy estaba en Berlín, Alemania. Con lo grande que era el mundo, él tenía que hallarse justo en Berlín. Quizá se tratase realmente de una escala en el viaje hacia Suecia; quizá Von Wessenheim y el otro hombre perteneciesen realmente a Amnistía Internacional, y era posible que otros activistas estuvieran organizando el viaje de Rebecca y Sharri. Pero unas dudas recién surgidas insistían en que no era así.

—Es el nombre de mi hija —dijo, sin alzar la voz—. Sharri.

Von Wessenheim estaba mirando en torno.

—Creo que los médicos dijeron que Sharri podrá viajar en el plazo de tres días.

Von Wessenheim siguió caminando. Hank lo siguió, cargado con el equipaje, sintiéndose ahora más atemorizado que cuando la policía de Ohio lo había detenido en el bosque situado al norte de la granja en la que había intentado robar un pollo. El aeropuerto estaba bien iluminado y resultaba extraño, la noche y el día se habían invertido, por los corredores patrullaban policías vestidos con extraños uniformes verdes y armados con metralletas. Sin duda, si echaba a correr podría dejar atrás al viejo, pero no tenía ningún lugar al que huir. Carecía de dinero para pagarse el viaje de regreso. En el trayecto entre Ohio y Terre Haute, Gleeworth le habían informado de que sus tarjetas de crédito ya no servían. Para bien o para mal, lo único que podía hacer Hank era seguir junto a aquel hombre llamado Von Wessenheim.

Aguardando en el exterior había gran cantidad de taxis, todos ellos Mercedes color crema. Pese al sol, el día era fresco. Von Wessenheim le quitó la maleta y la metió en el portaequipajes mientras Hank permanecía atónito: más allá de los taxis y estacionamientos había una inmensa ciudad que se extendía en todas direcciones, un deslumbrante Oz lleno de misterios. No reconocía nada. El alemán en que hablaban el taxista y Von Wessenheim era demasiado rápido para que él pudiera seguirlo. Hasta ahí llegaban las lecciones de idioma que le había dado Perry Wilson.

Hank se acomodó en la parte trasera del coche mientras Von Wessenheim lo hacía en la delantera.

— Zur Residenz —le dijo al chófer, que inmediatamente procedió a salir del estacionamiento. El trayecto duró veinte minutos y fue un alarde de conducción temeraria, cambiando de un carril a otro sin razón aparente, doblando esquinas con un rechinar de neumáticos. Von Wessenheim se volvió y sonrió a Hank—. Los conductores alemanes son famosos por la velocidad a la que van. Y la Autobahn no tiene límite de velocidad.

Hank le agradeció a Dios que no estuvieran transitando por la autopista, sino por calles urbanas normales. Cuando el coche se detuvo, él se apeó y miró en torno, impresionado. Los edificios eran hermosos, fantásticamente ornamentados, y todo estaba tan limpio como si acabaran de limpiarlo de arriba abajo. Él había imaginado que París pudiera ser así, con sus tiendas, sus boutiques y sus terrazas en la calle, pero no Berlín.

Von Wessenheim se acercó a él y le tendió la maleta.

—¿No le parece que esta ciudad es wundervoll, Herr Thorwald?

— Phantastisch —murmuró Hank, aún impresionado por el paisaje urbano.

—Acaba usted de hablar en alemán —dijo Von Wessenheim, con los ojos muy abiertos—. Qué interesante.

Hank notó que se sonrojaba.

—Lo aprendí en televisión. ¿Y usted? ¿Dónde aprendió usted alemán?

Von Wessenheim parpadeó.

—En el colegio. El sueco es una lengua germánica, lo cual me facilitó el aprendizaje.

Entraron en el hotel. Hank aguardó sobre la gruesa moqueta roja mientras Von Wessenheim hablaba con el conserje. El hotel, con sus blancas estatuillas, su madera pulida, sus ornamentos y sus arañas, era demasiado lujoso para resultar cómodo. Saltaba a la vista que su benefactor era un hombre de dinero, quizás incluso acaudalado. También saltaba a la vista que Von Wessenheim había planeado llevar a Hank a aquel ostentoso hotel desde el principio; en el aeropuerto había admitido que había reservado una habitación. Además, ¿acaso la sede central de Amnistía Internacional no estaba en Londres?

No lo sabía a ciencia cierta. Von Wessenheim se volvió y señaló con la mirada hacia la escalera. Sorprendido de que no hubiese ascensor, Hank subió por ella cargando la maleta. En el corredor, Von Wessenheim abrió la puerta y Hank entró, vacilante, esperando no verse frente a una horda de periodistas. Afortunadamente, la habitación estaba vacía. Miró a un lado y a otro, contemplando una suite cuyo lujo podía rivalizar con el que había ofrecido el Titanic tantos años y años atrás. Pero aquel detalle, por sí mismo, resultaba preocupante.

—Por favor, siéntase usted como en su casa —dijo Von Wessenheim—. Haben Sie Hunger?

Hank dejó la maleta en el suelo y, al enderezarse, se encogió de hombros, con cara de no haber entendido.

—Comida —aclaró Von Wessenheim—. Si quiere, llamo al servicio de habitaciones.

Hank reflexionó. Las dos comidas de Lufthansa habían sido sabrosas pero más bien escasas, así que, a decir verdad, tenía hambre. Mucha.

—Primero quisiera hablar con usted de la situación, señor Von Wessenheim. Me gustaría que me hablase de los planes de Amnistía Internacional, de lo que va a ser de mí y de mi familia.

Von Wessenheim alzó una mano.

—Señor Thorwald, no debe usted preocuparse por nada. Nosotros nos encargamos de todo.

—¿Y qué se supone que voy a hacer yo?

—Disfrutar de su libertad. Puede usted comer lo que quiera, beber magníficos vinos y licores, ver películas en vídeo en alemán o en inglés, dormir para reponerse del jet lag... —Encendió un cigarrillo—. ¿Un Camel Wide? ¿Le apetece uno?

—No.

—Le puedo conseguir cualquier libro que desee. Le puedo brindar todo lo que usted quiera.

—¿Y qué debo hacer a cambio?

Von Wessenheim sonrió.

—Nada. Quiero enseñarle la ciudad, deseo que conozca usted Berlín.

—¿Y Suecia? ¿Cuándo nos vamos a Suecia?

—En cuanto mis compañeros lleguen a Estocolmo con su esposa y su hija. Quizás dentro de una semana.

Hank se pasó una mano por el rostro.

—¿Por qué tanto tiempo?

—Estas cosas son muy delicadas, señor Thorwald. Ya vio usted la conmoción que produjo su partida. Deseamos ahorrarle eso a su familia.

La cosa era lógica. Quizá a fin de cuentas Amnistía Internacional sí estuviese detrás de todo aquello. Desconcertado Hank hundió las manos en los bolsillos y fue hasta una de las abiertas ventanas. Un resplandeciente sol europeo inundaba la habitación con sus rayos, y en el aire se percibía el frescor de la mañana. Le escocían los ojos y le dolía la cabeza, el día y la noche estaban vueltos del revés, y el jet lag resultante daba a todo un aire de irrealidad.

Se volvió a tiempo de ver a Von Wessenheim salir de la habitación. Se escuchó el sonido de una puerta al cerrarse y luego el de agua corriendo. Hank fue hasta la entrada y abrió la puerta. Miró en ambas direcciones. El corredor estaba vacío. No había guardias que lo vigilasen, aparentemente era libre de irse. Pero se encontraba prisionero en Berlín; aunque saliera del hotel, seguiría hallándose sin un céntimo en un país extranjero. Así que cerró suavemente la puerta y paseó por la habitación con las manos en los bolsillos. Von Wessenheim había dejado su tabaco y sus fósforos sobre una mesita; Hank cogió un cigarrillo y lo encendió. La carterita de fósforos tenía el logo del Holiday Inn. Por el otro lado estaba la dirección: 3300 S. Vista Avenue, Boise, Idaho.

Boise. Con el ceño fruncido, Hank dejó los fósforos en la mesita. ¿Para qué demonios habría estado Von Wessenheim en Boise? En el Idaho rural había un par de destacadas organizaciones que defendían la supremacía de los blancos, varios de cuyos representantes se hallaban entre la multitud congregada ante el 1225 de Quartermaine Avenue.

Volvió a pasear. Todo estaba limpio y ordenado, salvo por el portafolios depositado en el sofá, la maleta, y una caja de cartón que había en un rincón con cosas asomando por la parte alta. Hank se acuclilló junto a ella y vio que se trataba de cilindros de cartón con tapas en los extremos. Con el cigarrillo colgando de la comisura de los labios, abrió uno de los cilindros y sacó parcialmente su contenido: mapas sumamente detallados. Desconcertado, volvió a colocar la tapa, y luego sacó un montón de libros. El de la parte alta le llamó la atención e hizo que se llevara una mano al pecho, sorprendido. Era un manido ejemplar de una edición de bolsillo de Mein Kampf.

Con el corazón crecientemente acelerado, siguió revolviendo el contenido de la caja. Más libros, y todos ellos con una esvástica, o con la palabra Hitler, o con el rostro de Hitler en la portada, y muchos de ellos con las tres cosas.

Se escuchó el sonido de una cisterna al vaciarse. Apresuradamente, Hank dejó todo como lo había encontrado y se puso en pie. Para cuando Von Wessenheim reapareció, Hank estaba sentado en el sofá, con el cigarrillo entre los dedos.

—Tengo que darme una ducha —le dijo Von Wessenheim—. En su dormitorio hay otro baño. —Señaló con un dedo—. Supongo que deseará asearse antes de comer, ja?

—Sí.

Von Wessenheim recogió su maleta y desapareció con ella. Hank soltó el aliento que había estado conteniendo y, en cuanto oyó el sonido de una puerta al cerrarse, se levantó. Junto al sofá, sobre una mesa de madera de estilo Victoriano, había un teléfono con adornos dorados. Probablemente, en el único cajón de la mesa habría una guía telefónica. Hank lo abrió y sólo vio un folleto en cuya portada aparecía el nombre del hotel. Hojeó sus páginas y sólo consiguió sentirse confundido. En algún lugar de la suite tenía que haber una guía telefónica... a no ser, claro, que en Alemania simplemente no utilizasen guías telefónicas, sino un gran ordenador en cuyo interior se hallaban todos los números. Volvió a dejar el folleto donde estaba y cerró el cajón. Luego, cuidadosamente, levantó el receptor y se pegó el teléfono al oído.

Nada. Apretó el nueve en el teclado numérico de la base del aparato, el número que habitualmente se utilizaba en los hoteles norteamericanos para conseguir línea.

Nada. Colgó, mordiéndose el labio inferior, aspiró una calada del cigarrillo y luego volvió a levantar el receptor. Esta vez pulsó el cero.

Varios clics.

— Bedienung.

Hank puso la otra mano junto al micro y susurró:

—¿Habla usted inglés?

—Sí.

—¿Podría comunicarme con el consulado norteamericano?

—Sí. Por favor, espere mientras busco el número.

Se apartó el receptor de la oreja y colgó. En Berlín existía un consulado norteamericano. Sólo tenía una idea muy vaga de lo que hacían los consulados, pero de cuando en cuando, uno de ellos era noticia por haber protegido a ciudadanos norteamericanos de disturbios en el extranjero. Bueno era saber que existía un último refugio.

En su dormitorio encontró más piezas de museo, cosas que habrían hecho babear de gusto a cualquier anticuaría La enorme cama estaba cubierta por una colcha de raso con bordados en oro y plata. Haciendo caso omiso del elegante entorno, se desvistió, dejando las ropas en el suelo. Mientras la bañera con patas de león se llenaba de agua caliente, Hank se fijó en una cajita de espuma de baño que tenía instrucciones en varios idiomas. Qué demonios, se dijo, y derramó todo el contenido en la bañera; le gustaba ducharse, pero detestaba bañarse, así que la cosa no podía hacerle ningún daño. Cuando la bañera estuvo llena se metió lentamente en la jabonosa agua. Una vez que se hubo acomodado, una leve sonrisa se formó en sus labios: llevaba años sin darse un baño así. No era extraño que a Rebecca le gustase remolonear en la bañera con el agua llena de olorosos aceites. Metió la cabeza bajo el agua, volvió a sacarla y se quitó la espuma de los ojos.

No había cerrado la puerta del baño. En el umbral había un joven. Vestía un bien cortado traje azul y tenía aspecto de agente del FBI.

—¿El señor Harrison Thorwald?

Hank lo miró, boquiabierto.

—Debe usted acompañarnos.

El acento alemán era ligero pero perceptible. El joven alargó una mano para ayudar a Hank a salir de la bañera. Al negarse Hank a hacerlo, el joven mostró la otra mano, armada con una pistola.

—Salga de la bañera inmediatamente —ordenó.

Hank se puso en pie. Apareció una joven que miró a Hank vestido con su traje de espuma. La mujer desapareció inmediatamente y a los pocos momentos regresó con la colcha de raso entre los brazos.

—Envuélvelo en esto. —Entregó la colcha al hombre que se hallaba en el umbral del baño, y el hombre se la tendió a Hank.

—Envuélvase en esto.

Hank salió de la bañera y se puso la colcha sobre los hombros, sin perder de vista la pistola, preguntándose en qué lío infernal iba a meterse ahora.