13
Hank metió el coche en su hueco de estacionamiento del campus dos horas antes de su primera clase del lunes. Llevaba tiempo sin sentirse tan bien. Para desayunar había engullido tres huevos, un gran montón de patatas fritas con cebolla, y cuatro tortitas de buen tamaño. Rebecca, la responsable de aquel festín, se había mostrado ceñuda durante todo el fin de semana, desde la fiesta, pero Hank no. Perry podía meterse en el culo toda su jerigonza alemana, pero el caso era que, a fin de cuentas, la esquizofrenia no figuraba en el menú vital de Hank. Posiblemente, mientras jugaba al ajedrez con Perry, éste lo había hipnotizado un centenar de veces, y Hank había sido víctima de una morbosa broma pesada. Y, para ser sincero, las frases alemanas seguían paseándose por su mente, para aparecer aquí y allá diciendo «Guten Tag». Pronto desaparecerían, se dijo.
El interior de Sheldon Hall estaba fresco y silencioso, y olía ligeramente a la nueva pintura que la semana anterior había sustituido el beige de las paredes por un color verde claro. Los cubos de pintura y las fundas protectoras dejadas por los pintores se habían apartado para abrir un pasillo. Había también un elevador eléctrico manchado por mil salpicaduras de pinturas de todos los colores, y daba la sensación de que podía ser divertido montarse en él a subir y bajar. Al llegar a la escalera, Hank dobló a la izquierda y subió al segundo piso con el portafolios dándole suaves golpes en el muslo. Giró de nuevo a la izquierda y se dio de manos a boca con su auxiliar, una estudiante ya graduada, MaryLou Hanscom. La joven retrocedió un paso y los dos libros de arriba del montón que llevaba entre los brazos se cayeron, abiertos, al suelo.
—Perdón —dijo Hank, al mismo tiempo que ella, y se inclinó para recoger los libros—. ¿A qué vienen las prisas, MaryLou?
MaryLou era una mujer de anodino aspecto, pero tras las gruesas gafas y el cutis marcado por el acné había un excelente cerebro.
—Supongo que hoy estoy un poco patosa —dijo, mientras Hank colocaba los tomos de nuevo en la parte alta del montón—. El doctor Morgan me pidió estos libros, y me ha llevado toda la mañana localizarlos.
—Buen trabajo, soldado —dijo Hank, con una sonrisa—. ¿Has abierto la oficina?
—Sí. Pero no hay café. No lo esperaba a usted tan temprano. —Tras una pausa, y con expresión intrigada, la joven añadió—: Doctor Thorwald...
Él alzó las cejas.
—¿Es cierto lo de la fiesta del profesor Wilson?
—¿Cierto? Sí, efectivamente hubo una fiesta.
—¿Y él lo hipnotizó a usted?
A Hank le subió la presión sanguínea un par de puntos.
—Parece que todo se sabe.
Ella asintió con la cabeza.
—¿Es cierto que él, bajo hipnosis, lo hizo revivir una de sus vidas pasadas y dijo usted que era... el káiser o algo así?
Él se dio cuenta de que la joven había estrechado los ojos.
—¿O algo así? ¿Es eso lo que dicen los rumores?
—La verdad es que no. —MaryLou se sonrojó—. En una vida pasada, yo debí de ser una araña o algo parecido. Un insecto. Quizá una silla de cocina.
Él sonrió, pero sólo para tranquilizarla.
—El juego de salón de Perry fue exactamente eso, MaryLou, un juego de salón. Para que lo sepas, también me convenció de que yo era un avestruz. ¿Te contaron esa parte de la historia?
Ella bajó la cabeza.
—¿O que el doctor admitió que me había hipnotizado antes, que me había inculcado nociones de alemán mientras él y yo jugábamos al ajedrez?
—No.
Él tomó aliento y de pronto se dio cuenta de que estaba echándole a la pobre muchacha un rapapolvo que no se merecía.
—Bah, qué demonios —dijo, y recogió su portafolios. Puso una mano en el hombro de la muchacha—. Yo lamentarlo mucho. Yo preparar café y dejar sola a la auxiliar graduada. ¿De acuerdo?
El sonrojo de la muchacha se trocó en una sonrisa.
—Yo también lamentarlo, jefe. Yo cerrar boca y terminar mi tarea.
—Entonces, hasta ahora —dijo Hank, y los dos se separaron. Él escuchó el ruido de los tacones de la muchacha en la escalera, mucho más rápidos de lo habitual, y mentalmente se dio una patada en el trasero. Probablemente, durante un tiempo, el relato de lo ocurrido en la fiesta de Perry sería la comidilla de la universidad. Por suerte, la mayor parte del claustro estaba de vacaciones, o disfrutando de un permiso sabático, la población estudiantil era una quinta parte de lo normal, y no habría nuevas fiestas para los profesores hasta que, próximo ya el invierno, alguien sintiera la irrefrenable ansia de dar una. Lo hecho por Perry se convertiría tal vez en una especie de leyenda que sería evocada en todas las fiestas futuras hasta el fin de los tiempos: la noche en que el incrédulo Hank Thorwald fue hipnotizado y declaró ante el atónito público que en una vida anterior él había sido... había sido...
Echó a andar y se dirigió a paso vivo hacia su oficina, la numero 211. Rebecca le había contado que, tras la broma de Perry, la fiesta se disolvió, que ninguno de los presentes le había encontrado la más mínima gracia al chiste, que los asistentes se habían marchado inmediatamente, y que la estrafalaria fiesta de Perry había sido un estrepitoso fracaso. Hank había esperado un montón de llamadas de apoyo, o bien de condolencia por el ridículo que había hecho. Pero el teléfono sólo sonó dos veces para él. Bud Lewis, del departamento de matemáticas, y Jason Ayers, del de biología, telefonearon para expresar su desagrado por la pesada broma de Perry.
Se metió en su despacho. Éste era del tamaño de un armario amplio, pero en cuanto consiguiese la cátedra, eso se solucionaría. Mientras tanto, las paredes estaban cubiertas de estantes llenos de libros y de gruesas carpetas. El único archivador servía de soporte para el teléfono y para la decrépita cafetera Sanyo, y el escritorio apenas tenía el tamaño suficiente para apoyar los dos codos sobre él cuando los estudiantes necios o los colegas necios lo obligaban a bajar la cabeza, sumido en la desesperación. Un pequeño televisor, también Sanyo, estaba colocado sobre una mesa con ruedas que estorbaba dondequiera que uno la pusiese. Dejó el portafolios en el sitio habitual, detrás de la puerta, y se puso a preparar café. Mientras vertía el agua destilada de una jarra en la parte posterior del aparato sonó una llamada en la puerta que fue inmediatamente seguida por una ligera corriente de aire. Una vaharada de olor a colonia llenó el despacho.
Hank se dio vuelta y, sin la menor sorpresa, vio a Wally Lautermilch en el umbral, con una estúpida sonrisa en los labios.
— Sieg heil, amigo —dijo, y lanzó un par de risotadas—. Eins, zwei, eins zwei. ¡De frente... marchen! —Avanzó un paso—. ¿Qué tal andas, Adolf?
Para Hank, Wally Lautermilch era la prueba de que cualquiera, absolutamente cualquiera, podía conseguir un título si daba la lata durante el tiempo suficiente.
—Hola, Wally —dijo, sin la menor alegría—. Parece que ya te contaron lo de la fiesta, ¿no?
—Todo el mundo lo sabe. Dime una cosa: ¿se llamaba realmente Hitler, o Schickelgruber, como antes decían?
—Muy gracioso.
Wally avanzó otro paso.
—Quizá no sea tan gracioso, amigo. Ahora, a algunos les das miedo.
Hank puso los ojos en blanco.
—Eso no me lo trago ni por un segundo. Fue un truco de Perry, su venganza por haberlo vapuleado tantas veces al ajedrez y por abandonar luego las partidas.
—Una venganza muy grande para un delito tan pequeño.
—Perry es un perfecto chiflado.
—Eso desde luego. —Wally miró hacia la vacía cafetera—. ¿Qué pasa? ¿Hitler no bebía café?
—Estoy preparándolo —dijo Hank, sacudiendo la jarra de agua frente al rostro de Wally—. La máquina está estropeada, va muy despacio, tarda media hora en hacer café, así que es absurdo que te quedes a esperar.
Wally Lautermilch, conocido también en el campus como el Príncipe del Poliéster, no se dio por aludido.
—Bueno, cuéntame cómo fue, querido Hanky. ¿Recuerdas lo que dijiste mientras estabas hipnotizado?
Hank negó con la cabeza al tiempo que enroscaba el tapón de la jarra de plástico.
—Recuerdo haberme sentado, y que me desperté cuando ya todos se habían ido. Salvo Rebecca, desde luego. Ella le echó a Perry un buen rapapolvo y luego, mientras volvíamos a casa, me contó lo que había sucedido.
Wally sonrió.
—Seguro que te cagaste.
Hank asintió con la cabeza.
—Me cagué.
—¿Y qué piensas hacer para vengarte de Perry? ¿Le pintarás el coche con espray o algo así?
Hank lo miró fijo.
—Sí, Wally, eso es lo que pienso hacer. Y quizá también le empapele la casa con papel higiénico.
—Qué maldad —dijo Wally—. Cuenta con mi ayuda para hacerlo.
—Te avisaré.
—No dejes de hacerlo.
Quedaron mirándose. Al fin Wally le echó un vistazo a su reloj.
—Vaya, he de darme prisa. Tengo clase dentro de un cuarto de hora.
—Adiós —dijo Hank, y cerró la puerta cuando el otro se hubo ido.
Se levantó y finalizó los preparativos para el café. A la boca le subió un eructo que sabía a tortitas. Cuando la cafetera estuvo encendida y lista para preparar café, cogió el montón de trabajos estudiantiles que MaryLou había corregido y calificado. Echó un vistazo para ver si estaba de acuerdo con las notas que su auxiliar había puesto a los trabajos, pero tras revisar unos cuantos los dejó a un lado. Aquello no tenía nada de divertido, y su buen humor matinal se estaba agriando más y más. Primero, lo de MaryLou, y luego lo de Wally, y el día no había hecho más que empezar.
La puerta se abrió y Hank se volvió. Otra vez MaryLou, que antes de entrar había tocado con los nudillos. La joven nunca había hecho aquello. Tras ella, dos estudiantes que Hank no reconoció se detuvieron y miraron por encima de la cabeza de la joven, escrutándolo a él. Uno de ellos susurró algo; los ojos del otro se abrieron más.
—Cierra la puerta, por favor —dijo Hank. Ella pasó al interior de la habitación y cerró en el momento en que otra cabeza se asomaba para mirarlo. Todo aquello era una enorme estupidez, se dijo, furioso. Para el mediodía, un centenar de estudiantes estaría pendiente de él, los chicos se colgarían de los árboles para echarle un vistazo.
Idiotische Siudenten...
—El doctor Morgan me dio esto. Me preguntó si usted lo había visto —dijo MaryLou, y le entregó una videocasete.
Él la miró. Era vieja, estaba bastante maltratada y carecía de etiqueta.
—¿Qué hay en ella?
MaryLou se encogió de hombros.
—¿Morgan no te lo dijo?
—Lo que me dijo fue que no la rebobinase, que la pusiera usted tal como está. El sábado por la tarde, el doctor Morgan estaba grabando una vieja película de Jerry Lewis y de pronto en la televisión pasaron otra cosa.
Hank se dirigió a la mesita con ruedas. Bajo el televisor había un viejo vídeo. Se acuclilló y metió la cinta. La pantalla parpadeó y se llenó de luz blanca y negra. Jerry Lewis y Dean Martin estaban haciendo payasadas en un campo de golf. Hank ajustó el volumen, poniéndolo más alto.
La pantalla cambió. Ahora mostraba una sala redacción en cuya pared podían verse unas grandes letras negras: WXRV. El familiar rostro de Alan Weston estaba vuelto hacia la cámara. Asaltado por una terrible sospecha, Hank frunció el entrecejo.
—Hice una promesa y yo cumplo mis promesas —dijo Weston con sobria voz para la cámara—. Hace sólo unos días, tras ser atacado y retenido como rehén en mi propia casa por una banda de motoristas neonazis, le prometí a mi tío Max, y a todos los espectadores que presenciaron la retransmisión en directo aquel terrible día, que me proponía iniciar el proceso de erradicar el oculto antisemitismo que asuela el Medio Oeste.
Weston clavó la mirada en la cámara, y la pausa se prolongó absurdamente. De pronto Weston desapareció, como si se hubiese hallado sobre una trampilla que se hubiera abierto de repente. Momentos más tarde volvió a aparecer. Ahora tenía bajo la nariz un pequeño pedazo de papel negro o de cinta aislante, un bigote a lo Hitler.
—¡He descubierto que Hitler está vivo! ¡Lo he visto personalmente! ¡Esto no es ninguna broma! ¡Hitler vive en Terre Haute, y allí trabaja como profesor universitario! Sintonicen esta noche a las once WXRV-TV y podrán ver un fascinante reportaje en El comentario de Alan Weston. ¡Hasta entonces!
Hank retrocedió varios pasos hasta que el escritorio lo obligó a detenerse. Casi no le era posible respirar. Alan Weston no había estado en la fiesta. ¿A qué venía aquella patraña?
Luego un débil gemido escapó por entre sus labios. El antiguo alumno, que llevaba sombrero y gafas de sol para disfrazarse. Pero, con todo lo grande que era el mundo, ¿qué demonios hacía Alan Weston en la fiesta? Ni siquiera era miembro del claustro.
MaryLou no le quitaba ojo.
—¿Puede ese hombre hacerlo? ¿Citarlo a usted por el nombre?
—Eso no importa —repuso él—. Morgan grabó esto el sábado. Lo hecho, hecho está.
MaryLou fue hasta el vídeo y extrajo el cásete.
—Bueno, pues yo jamás lo creeré, doctor Thorwald. Lo conozco a usted lo suficiente para saber que todo esto es absolutamente absurdo. Por mucho que diga la gente, yo jamás me tragaré que en otra vida usted fue Hitler.
Hank se preguntó si debería darle las gracias a la joven. Sonó el teléfono y él descolgó.
—Diga... Thorwald al habla.
—¿Hank? —Era Rebecca—. Será mejor que vengas a casa.
Él notó una descarga de adrenalina en su corriente sanguínea.
—¿Qué pasa?
—Están tirando piedras contra las ventanas.
Hank se recostó en el borde del escritorio.
—¿Cómo?
—Sharri y yo estábamos quitando algunos trastos del garaje como tú querías. Escuchamos ruido de cristales rotos, fuimos a ver qué ocurría y encontramos tres ventanas rotas y la sala llena de cristales.
MaryLou estaba diciendo algo, haciendo preguntas. Hank no le hizo caso.
—Avisa a la policía —dijo—. No limpies nada, déjalo todo como está. Habrán sido vándalos y la policía nunca los detendrá, pero si ven coches patrulla frente a la casa, eso los asustará para la próxima vez.
—Diez-cuatro —dijo Rebecca, y colgó.
Él depositó el receptor en la horquilla. ¿Diez-cuatro? ¿Qué significaba aquello?
MaryLou se le había acercado.
—¿Qué sucede? ¿Malas noticias del frente doméstico?
Él se volvió hacia ella.
—Unos vándalos están tirando piedras contra las ventanas a plena luz del día.
—Oh, Dios mío —dijo la muchacha, y se derrumbó sobre el asiento de Hank. El sillón se desplazó unos centímetros y las ruedas chirriaron en petición de aceite—. Le pido a Dios que se trate realmente de vándalos —dijo, con voz tensa y grave—. Se lo pido a Dios.
—¿Crees que las dos cosas están relacionadas?
Ella alzó la mirada.
—Las noticias vuelan, doctor Thorwald.
Con el corazón en la garganta, Hank murmuró:
—Esta historia de Hitler..., ¿Por qué haría Perry algo así?
MaryLou lo miró en silencio.
Él se enderezó.
—Tengo que ir a casa, MaryLou.
—Recuerde que esta mañana tiene usted clase. —La joven consultó su reloj—. Dentro de una hora y cuarenta y cinco minutos.
—Volveré. De no ser así, tendrás que sustituirme. Repasa los trabajos de los alumnos, pon algún vídeo, haz lo que puedas.
Ella se puso en pie.
—No se preocupe.
El le dirigió una apagada sonrisa, miró en torno por unos segundos, y salió del despacho.