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Los ojos de Hank se abrieron de golpe. La droga que le habían inyectado no tenía término medio, no dejaba una zona difusa entre la consciencia y la inconsciencia. Hasta hacía unos instantes, había estado totalmente dormido, y ahora estaba totalmente despierto.
Reinaba la oscuridad. Se hallaba en un tren: notaba bajo el cuerpo el traqueteo de las ruedas sobre los raíles. Por el sonido y la sensación, el tren iba a gran velocidad. Lo último que recordaba era que se encontraba en el centro de una gigantesca esvástica, y que un hombre llamado Heinz lo había estrangulado hasta la muerte. El lugar era un escenario. La mujer de largo nombre quería que él hiciese de Hitler sobre el escenario; pero, en vez de ello, él había comenzado a romper cosas. Luego un brazo le rodeó el cuello.
Después de eso, nada. Ningún lapso de tiempo. Hacía diez segundos, él estaba en un escenario, y ahora se hallaba en un tren, en plena noche.
¿Seguro que en plena noche? Quiso tocarse los párpados para ver si estaban abiertos, pero tenía las manos atadas a la espalda. Estaba sentado sobre la rabadilla. Cuando cambió de postura, una cuerda le mordió los tobillos. Volvía a estar atado de pies y manos. Sobre los ojos tenía algo de suave tacto anudado en la nuca. Inclinándose cautamente y tanteando con la cabeza, descubrió los límites de su mundo: lo habían metido en el interior de un cajón de embalar de madera.
El miedo se abalanzó sobre él, pero Hank lo hizo a un lado. No lo habían metido allí para dejarlo morir. Tarde o temprano, alguien lo desataría y le quitaría la venda de los ojos, lo conduciría a la siguiente etapa de su vida, en la que sería una especie de monstruo de feria, Hank el Hitler rugiendo tras los barrotes de una jaula. Probó a decir algo y descubrió que tenía un esparadrapo sobre los labios. No habían dejado nada al azar. Él se había convertido en una mercancía.
Exploró de nuevo su mundo. El dolor en la rabadilla iba en aumento, tenía las nalgas dormidas y no notaba las piernas. Buscando alivio, se echó primero hacia un lado y luego hacia el otro para que fluyera la sangre. El cajón se estremeció ligeramente. Hank se movió hacia un lado y hacia el otro, y oyó cómo la base del cajón traqueteaba hacia un lado y hacia el otro. Se le ocurrió una idea. Comenzó a desplazar rítmicamente el cuerpo de derecha a izquierda. Sentía hambre y sed, pero hizo caso omiso de una y otra. El dolor en la rabadilla se hizo casi insoportable, así que Hank se concentró en el ruido de las ruedas sobre los raíles. Imaginó que el cajón de embalaje se caía y se hacía pedazos: él vería que se hallaba a solas en un vagón de carga, saltaría por la puerta y caería ileso sobre la blanda hierba.
El embalaje se movía ya violentamente. Con cada empujón, la cosa mejoraba. Hank se esforzó más y más, diciéndose que las leyes del movimiento y la inercia eran iguales en todo el universo y que tarde o temprano el cajón tendría que obedecerlas.
El embalaje quedó en equilibrio sobre uno de sus vértices. Hank movió su peso contra el lado inestable. La ley de gravedad contuvo el aliento, incapaz de decidirse.
— ¡Cáete! —gritó Hank a través de la nariz.
El cajón se desplomó pesadamente de costado. La madera crujió, y Hank cayó pesadamente sobre un hombro. Cuando las cosas se tranquilizaron, él permaneció inmóvil, acostumbrándose a su nueva posición, meditando qué hacía a renglón seguido.
Escuchó unos sonidos. Tal vez pasos. El tiempo pareció detenerse. De pronto, a Hank se le subió el estómago a la garganta cuando el caído cajón fue enderezado y colocado en su anterior posición.
Hank dejó caer la barbilla, y ésta le tocó en el pecho. No estaba solo.
Pero Rønna Ulgard sí lo estaba. A solas en su pequeño pero lujoso compartimiento de primera clase, había echado las cortinas y cerrado la puerta. Se quitó la camisa y tiró del esparadrapo que tenía pegado en torno a los hombros y cruzado bajo las axilas. Le dolió, pero su cabeza estaba en otras cosas.
Tras quitarse el esparadrapo, soltó las piezas de la minipistola que estaban pegadas a éste: un tubo de bronce con un pistón de acero que hacía las veces de percutor, dos pequeños bloques de plástico que se encajaban en un extremo para formar la culata de la pistola, y un mecanismo amartillador. Encajó el mecanismo amartillador en el tubo. Éste tenía una palanca que podía ser echada hacia atrás con el pulgar. No era necesario gatillo: la palanca saldría lanzada hacia adelante con sólo soltarla, y golpearía el percutor. Abrió el cañón y rebuscó en el bolsillo de los pantalones en el que habitualmente guardaba las llaves y sacó una pequeña bala. Era del calibre 22, el más pequeño de todos, pero a escasa distancia podía perforar un cráneo humano, destrozar un corazón humano. Metió la bala en la pequeña recámara y, cuidadosamente, dejó que el muelle del percutor empujase la bala hacia adelante.
Se metió la pistola en el cinturón y volvió a ponerse la camisa y la chaqueta. Ya estaba armado. La operación de recarga sería lenta, pero, como máximo, Herr Knecht tendría a dos o tres hombres vigilando el cajón de Thorwald en el vagón de equipajes situado en el extremo posterior del tren. De pronto, Ulgard recordó que su madre le había dicho que se había vuelto muy predecible, y se cambió de lugar la pistola, metiéndosela en el bolsillo de su camisa azul pálido.
Se puso los guantes y se sentó. En la Bahnhof había comprado un mapa ferroviario de Francia. Lo extendió sobre el asiento, se inclinó sobre él, y siguió las líneas con un dedo. Tenía los ojos surcados de rojas venillas y el cerebro más exhausto que nunca en su vida. La metanfetamina que había compartido con Von Wessenheim tras el vuelo a Boise había dejado de hacer efecto hacía rato, y ahora lo único que lo ayudaba a seguir adelante era su propia determinación. Mientras examinaba el mapa se cacheteó el rostro para mantenerse despabilado. Aquélla no iba a ser otra operación chapucera e improvisada. Habiéndose librado ya del engorro que suponía el impredecible Karl-Luther von Wessenheim, Ulgard podía concentrarse en terminar con aquel trabajo. Tras abandonar Bad Nauheim en el Volkswagen alquilado, se había dirigido a toda velocidad a la estación principal de Frankfurt, en la que convergían todos los trenes de la zona. En el interior, disfrazado con el sombrero que había arrebatado de la cabeza de un viejo y con las gafas de sol que le había quitado del cabello a una bella joven, consultó los horarios de trenes, y esperó entre las sombras de la inmensa Bahnhof. Herr Knecht hizo su aparición y se dirigió inmediatamente a la oficina de consignación de carga. Con el pasaje en la mano, Ulgard corrió hacia el tren que esperaba en uno de los andenes y que tenia como destino Francia; su primera parada era Mannheim, y luego Basilea, en Suiza, para llegar más tarde a Aviñón y a otras poblaciones mediterráneas.
Dobló el mapa tras memorizar las partes necesarias, lo metió bajo el asiento, y luego apoyó la espalda en el respaldo. Von Wessenheim le debía dos millones de dólares, pero eso ya no le importaba. Frau Dietermunde deseaba que Thorwald se pasara el resto de su vida sedado. El alma eterna del Führer había sobrevivido a la guerra, pero eso a ella le daba igual; lo único que le importaba era tener una diversión para ella y para sus amigos octogenarios. Las Juventudes Hitlerianas, hijas de una noble causa y templadas por los fuegos de la guerra, se habían convertido en algo patético. Ahora había llegado el momento de volver a la seriedad.
Miró por la ventanilla los verdes árboles que pasaban raudos y quedó a la espera del momento de entrar en acción.