SEIS

29 de Eleint, Año del Intemporal (1479 CV)

—Una mala noche —musitó Sergen Hulmaster.

Desde la puerta del astillero de la Compañía de las Cinco Coronas, frunció el entrecejo observando la oscuridad que se adensaba en torno las luces de la calle. Detestaba la niebla vespertina de Melvaunt. En los días en que no soplaba el estimulante viento del oeste, el hedor de las chimeneas, cocinas y cloacas cubría la población como una gran manta apestosa. Había tenido cuidado de comprar una villa que dominaba la ciudad desde las alturas del cabo situado al oeste del puerro, un barrio que estaba decididamente viento arriba respecto de la propia ciudad, al menos la mayor parte del tiempo, pero sus almacenes estaban situados en el corazón de los distritos comerciales y parecía que si el aire comenzaba a empantanarse, siempre empezaba aquí.

—¿Está todo bien, milord? —preguntó el jefe de sus guardias, Kerth.

El mercenario andaba cerca de Sergen. Tenía la frente cubierta de tatuajes mágicos, parte de los elaborados encantamientos que lo hacían absolutamente incapaz de volverse contra su amo. La precaución le había costado a Sergen una fortuna, pero contaba con demasiados enemigos como para tener que preocuparse de la lealtad de sus guardaespaldas. Estaban cumplidamente pagados para que accedieran a someterse a los rituales que fueran necesarios.

—Bastante bien si a uno no le importa oler como el puerto el resto de la noche —respondió Sergen.

Era un hombre fastidioso, y dedicaba mucha atención a su guardarropa. Esa noche llevaba puesto un tabardo color lavanda sobre una camisa de seda negra con un ancho cinturón y botas de caña alta de costoso cuero sembiano. Un sombrero de ala ancha que lucía con cierto aire libertino hacía juego con el tabardo. Estaba a punto de retirarse al interior de las dudosas comodidades de su almacén cuando oyó el ruido amortiguado de unos cascos sobre las piedras resbaladizas y el crujido de unas ruedas de madera.

—Vienen carretas, milord —dijo Kerth.

Sergen esbozó una sonrisa característicamente depredadora, complacido de que la vigilia hasta altas horas hubiera tenido su recompensa.

—Ya iba siendo hora. Kerth, envía a tus hombres para que echen una mano. ¡Deprisa y en silencio! ¡Ahora!

—Como desees, milord —respondió Kerth, que se llevó un dedo a la historiada frente y se volvió para dar órdenes con voz ronca a los demás guardias que por allí esperaban.

Sergen se apartó de la puerta mientras sus hombres quitaban las trancas del portón que daba al estrecho callejón que separaba los almacenes y salían presurosos para guiar a varias carretas grandes al interior. No era ése el tipo de trabajo que le gustaba darles a sus bien pagados guardias, pero estaba seguro de su lealtad. Por desgracia, el pequeño ejército de amanuenses, escribas y porteadores que trabajaban en el astillero de las Cinco Coronas durante las horas habituales de trabajo, no estaban obligados por ninguna compulsión mágica a servirle con lealtad incondicional. Bueno, algunos de ellos eran bastante fiables, pero Sergen sabia que los amanuenses y los porteadores solían intercambiar chismes con sus colegas de las demás compañías mercantiles al terminar el día. Cuando sorprendía a hombres de las Cinco Coronas cometiendo ese error, los castigaba severamente, pero era imposible cortar eso de raíz. Era preferible reservar el trabajo nocturno para aquellos en cuya discreción podía confiar.

Sergen abrió una puerta que daba a un almacén que casi nunca se usaba.

—Aquí dentro —les dijo a sus hombres.

Los carreteros no eran empleados suyos, pero sabían que más les valía no hacer preguntas ni mirar con demasiada atención la carga para cuyo transporte los habían contratado. Pararon los vehículos y se bajaron del pescante para soltar las sujeciones que mantenían cerradas las lonas de las carretas. Debajo de las lonas venían pesados cajones, barricas, barriles y cofres. Cada uno de ellos llevaba la marca negra de las Cinco Coronas, que cubría convenientemente la marca del propietario anterior. A lo largo de los diez días siguientes, poco más o menos, Sergen se encargaría de deshacerse de esa carga robada —unos cuantos bultos cada vez—, lo cual aportaría un bonito beneficio a su compañía mercantil.

Le molestaba tener que ocuparse de detalles tan nimios, pero así eran las cosas. En relación con los hábitos de la nobleza, él no era más que otro comerciante en Melvaunt, y su fortuna no era tan grande ni segura como para poder dejar esos asuntos en manos de sus subordinados. Unos cuantos meses antes había abrigado el sueño de convertirse en señor de Hulburg, pero su supuesta familia había sobrevivido a sus planes cuidadosamente concebidos de usurpación del poder, en gran medida por la intromisión de su triplemente maldito primo, Geran Hulmaster. Así, en vez de reinar desde el trono de Griffonwatch, se veía obligado a merodear por oscuros almacenes en medio de la noche, con mercenarios ligados a él por conjuros y que eran los únicos secuaces en los que podía confiar.

Kerth interrumpió sus cavilaciones.

—Ya está todo, milord —dijo el mercenario tatuado—. El carretero jefe pide su paga.

—¿Ah, sí? —comentó Sergen.

Miró el almacén estudiando la mercancía con ojo experto. Había esperado al menos una o dos carretas más, pero al parecer no iban a llegar esa noche. Con un encogimiento de hombros cerró el almacén.

—Muy bien, pues, tráelo a mi oficina.

Mientras Kerth iba en busca del carretero, Sergen abrió la oficina y sacó las monedas de oro de Melvaunt —yunques, las llamaban— de su caja fuerte. Cuando hubo terminado, su hombre ya estaba de vuelta acompañado de un corpulento halfling, vestido con una chaqueta gruesa acolchada. El halfling se quitó la gorra e inclinó la cabeza.

—Buenas noches, milord —dijo—. ¿Está todo a tu entera satisfacción?

—Supongo. ¿Te han visto?

—No, milord, en la costa no había nadie. Creo que la niebla ha ayudado a que todos se hayan metido en casa esta noche. Hemos hecho los arreglos habituales en la puerta de la ciudad y no hemos tenido problemas.

—Esperaba más mercancía.

El carretero asintió.

—El hombre que nos aguardaba dijo que así sería, milord. Me ha dado esto para que te lo entregara. —Le pasó a Sergen un pequeño sobre cerrado con un sello de cera negra.

Sergen cogió la carta, rompió el sello y la abrió. Era breve y concisa. Decía: «Debemos vernos. Espérame a las dos campanas. Toma las precauciones habituales. K».

Sergen se acarició la perilla preguntándose qué novedad sería ésa. Bueno, pronto se enteraría. Ya había pasado una hora desde la medianoche —una campana, como decían en Melvaunt—, de modo que tenía que concluir su tarea y volver a casa.

—Tu paga —dijo, entregándole al halfling una pequeña bolsa—. He descontado diez yunques, ya que tu carga era menor de lo que me habían dado a entender.

El carretero hizo una mueca, pero no se quejó. Era duro, pero justo, y sabía que no iba a conseguir más de Sergen esa noche.

—Gracias, milord —dijo, y con una reverencia se retiró.

—Kerth, haz que traigan mi carruaje inmediatamente —le dijo Sergen a su guardaespaldas—. Tendremos compañía. Haz que tus hombres cierren esto.

Unos minutos después, Sergen y Kerth abandonaban los almacenes de las Cinco Coronas en un rápido carruaje negro, de regreso a la ladera donde Sergen tenía su villa. Las débiles luces de las calles pintaban la oscuridad que se cernía sobre la ciudad de un color rojo anaranjado, pero a medida que iban subiendo, la espesa niebla se iba disipando perceptiblemente. El carruaje no tardó en pasar por las confortables casas de los ricos, todas rodeadas por sus propias murallas, y guardadas algunas por vigilantes armados con picas. Cerca de la cima de la colina, llegaron a la propiedad de Sergen y entraron en el largo paseo cerrado por una verja.

—Di a los sirvientes que se retiren a sus habitaciones y apaga las luces de fuera —le dijo Sergen a Kerth—. Estaré esperando en el estudio.

—Entendido, milord —dijo el mercenario.

El carruaje se detuvo junto a la puerta de la mansión. Sergen permitió que su lacayo le abriera la puerta del carruaje. Tras subir los escalones que llevaban al vestíbulo, el ayuda de cámara se hizo cargo de su capa y el mayordomo le mantuvo la puerta abierta. Quizá no tuviera un título nobiliario, pero podía darse los lujos de la nobleza. Mientras Kerth hablaba con los sirvientes y lo arreglaba todo fuera, Sergen se encaminó a su estudio, una amplia sala con grandes ventanas que daban al jardín. Cerró las cortinas y se sirvió una copa de buen brandy enano de un servicio que tenía cerca de su escritorio. Se sentó junto a la chimenea de la habitación mientras oía los débiles sonidos del personal de servicio, que se retiraba y apagaba una por una las luces del exterior. Su visitante valoraba, sobre todo, la discreción.

Sergen esperó a oscuras no más de un cuarto de hora en el estudio antes de que se oyeran pasos en el pasillo. Dejó el brandy y se puso de pie mientras Kerth abría la puerta para dejar entrar a una figura alta, cubierta con una capa. El guardaespaldas miró a Sergen, que le respondió con una inclinación de cabeza, y Kerth se marchó cerrando la puerta al salir y dejándolo solo con su visitante. El hombre soltó las cintas de su pesada capa y la arrojó con displicencia sobre el sofá más próximo.

—Ésta es una bonita casa, muchacho —dijo—, pero vivir aquí te está reblandeciendo; no olvides lo que te digo.

—Es sólo para aparentar —respondió Sergen—. Hola, padre.

Se adelantó para darle un rápido abrazo y una palmada cariñosa en la espalda. Kamoth Kastelmar era un hombre de cincuenta y cinco años, delgado, curtido, un poco más alto que su hijo. Una barba negra entrecana enmarcaba su cuadrada mandíbula, y los ojos, ardientes, estaban coronados por unas cejas hoscas. Llevaba una chaqueta negra hasta la rodilla con bordados de oro en los puños y el cuello, y sobre la cadera, un hermoso sable en una vaina de cuero turmishano. Hacía mucho tiempo había sido el vástago de una familia de la nobleza menor de Hillsfar, pero había abandonado su núcleo familiar muy pronto en busca de mejores oportunidades. Hacía quince años se había casado con Terena Hulmaster, la hermana del harmach, y se había llevado consigo a Sergen —el hijo que le había dado su primera esposa, una mujer a la que Sergen casi no recordaba— a Griffonwatch para que viviera con la familia de Terena. Pero Kamoth era un hombre inquieto, ambicioso, y pronto empezó a tramar contra su cuñado, el harmach Grigor. Cuando se descubrieron sus planes, Kamoth se vio obligado a abandonar Hulburg y a buscar fortuna en otra parte. Había dejado a Sergen para que lo criara la familia de su madrastra. Durante mucho tiempo, Sergen lo odió por aquello, pero al fin y al cabo Kamoth era su padre. Era indudable que le había enseñado todo lo que necesitaba saber para cuidar de sí mismo.

Kamoth lo palmeó en la espalda una vez más y dio un paso atrás.

—Supongo que aquí no tendrás nada que valga la pena beber —dijo.

Sergen señaló con un gesto la bandeja del bar.

—Buen brandy enano.

Kamoth hizo un gesto de admiración.

—Bueno, tal vez esta vida de muelle tenga sus ventajas. —Se sirvió una copa y se regodeó un momento inhalando el aroma.

—¿Ha llevado ese halfling achaparrado mi carga a tus almacenes?

—Así es, aunque sólo han sido tres carretas y media —replicó Sergen—. ¿Eso es todo?

—Perdí casi un tercio de la carga después de atracar el barco de los Sokol —dijo Kamoth con una mueca feroz—. Un chalado que presenció mi bajada a tierra se introdujo subrepticiamente y prendió fuego al barco. Y todavía peor, cortó las ataduras de la chica Sokol y, a punta de espada, la sacó del campamento mientras mis muchachos estaban tratando de apagar el fuego. Mató a dos hombres y dejó lisiado a otro.

—Ese chalado se llama Geran Mulmaster —le reveló Sergen con un gesto de odio.

—¿Geran? No me digas que fue Geran quien prendió fuego a mi presa.

Kamoth desvió la mirada y maldijo entre dientes. Fijó la vista en el fuego un momento antes de recobrarse y volverse hacia Sergen.

—De acuerdo. ¿Cómo te enteraste de la pequeña visita de Geran a mi campamento?

—Geran se lo contó a su tío en cuanto regresó a Hulburg. Grigor convocó una reunión del Consejo del Harmach para hablar de la cuestión y mi aliado estaba presente y oyó personalmente la historia. Me mantiene informado de los asuntos del Consejo. Me enteré hace algunos días.

Kamoth tenía la mirada perdida en recuerdos de viejos tiempos.

—El hijo de Bernov —murmuró—. Lo vi desde lejos antes de que huyera de la playa combatiendo contra mis muchachos. Me pareció que tenía un aire familiar, y ahora ya sé por qué. —Sacudió la cabeza y se sentó en una butaca junto al fuego—. Hace nueve años que murió Bernov Hulmaster, y su chico maravillas aparece para arruinar la mayor parte de un botín que había cogido con mis propias manos. ¡Maldito sea ese hombre! Incluso desde la tumba encuentra la manera de importunarme.

—¿Tanto fue lo que arrasó el fuego?

—No, no hablo de eso, sino de la chica. Era espléndida, muchacho. Tenía planes para ella, puedes estar seguro.

Sergen hizo una mueca. Kamoth era un hombre de apetitos violentos. Cuando decía que tenía planes para una mujer, sus designios, por lo general, acababan en el asesinato más abyecto. Ésa fue una de las razones por las cuales su padre jamás se había molestado en establecerse nuevamente en la sociedad civilizada después de huir de Hulburg años atrás; sus inclinaciones pronto le habrían valido una sentencia de muerte, salvo en los ambientes más apartados de la ley. Sergen se consideraba un hombre pragmático, nada sentimental, y no le hacía ascos a la idea de apropiarse de lo que deseaba, pero jamás había entendido las propensiones demoníacas que movían a su padre. En el mejor de los casos, la crueldad de Kamoth era un simple derroche, y en el peor, era la abyección personificada, algo tan detestable y nihilista que hasta el mismo Sergen lo rechazaba.

—No me cabe la menor duda —dijo, contemporizador.

—¿Cómo demonios supo Geran que podría encontrarme en aquella playa desierta? —Kamoth pensaba en voz alta—. Ni yo mismo sabía dónde bajaría a tierra hasta que vi aquella cala y pensé que era apropiada.

—Pura casualidad. Por lo que oyó mi hombre en el Consejo, Geran había ido a visitar a su madre en Thentia. Volvía a casa cuando se topó con tu campamento. Un día o dos de diferencia, y jamás os habría encontrado.

—Por todas las desdichas de Beshaba, ¿qué he hecho yo para merecer esto?

Sergen pensó que si la desgracia seguía al culpable, su padre sin duda se había ganado su parte y aún más. Decidió no expresar ese sentimiento. Vaciló un momento y luego continuó:

—Me temo que hay algo más sobre la participación de Geran. El Consejo del Harmach le ordenó que equipara un barco de guerra para ocuparse del Reina Kraken. Es probable que Geran ya se haya hecho a la mar y te esté buscando.

—¡Por los Nueve Infiernos vociferantes! —Kamoth se inclinó hacia adelante con mirada feroz—. ¿Un barco de guerra? ¿Qué barco de guerra?

—Al parecer, los Veruna dejaron una carabela que ha podido ser recuperada cuando abandonaron la ciudad. Tienen una buena dotación de la Guardia del Escudo y de mercenarios a bordo. —Sergen sonrió—. Creen que les resultará más fácil rastrearte hasta tu guarida que patrullar las rutas marítimas próximas a Hulburg esperando el siguiente ataque.

El pirata reprimió un gesto de desprecio.

—¿Conque Grigor Hulmaster piensa que un barco improvisado es rival para la Hermandad de la Luna Negra? Debería ir y prenderle fuego a Hulburg para enseñarle al harmach a tener un poco de respeto.

Sergen se encogió de hombros. Hasta el momento todo iba más o menos como había esperado. La flota pirata de su padre prácticamente había estrangulado el comercio marítimo de Hulburg durante el verano, lo que había dado lugar a dificultades nada desdeñables para los Hulmaster. Sus planes originales consistían en que los corsarios de Kamoth estrecharan poco a poco el círculo a lo largo de unos meses para poner de rodillas al harmach.

—Esperábamos que los Hulmaster tomaran medidas para proteger sus cargas —dijo—. No tenían elección. Si Grigor no hace nada, el Consejo Mercantil tiene que actuar en su lugar.

—Lo previsible era que armaran a sus mercantes, tal vez que enviaran unos cuantos soldados al mar, o que llegaran a un acuerdo con Hillsfar o con Mulmaster para que les brindaran protección —dijo Kamoth—. No pensé que fueran a preparar un barco de guerra tan deprisa. ¿Por qué demonios tenía que dejar un barco útil la Casa Veruna al marcharse?

—No estaba en condiciones de navegar y no tenían remeros suficientes.

Sergen frunció el entrecejo; había pasado sus últimos días en Hulburg escondido en el complejo de los Veruna y recordaba perfectamente la retirada de los mulmasteritas.

—Les dije que quemaran todo lo que no pudieran llevarse, pero Darsi no quiso escucharme. Pensó que podría convencer a la Alta Espada de Mulmaster de que exigiera al harmach la devolución de los almacenes y del Dragón Marino.

Kamoth hizo un gesto despectivo con la mano.

—¡Bah! Si no puedes proteger lo tuyo mereces perderlo. No culpo a la Alta Espada por no hacer caso de sus quejas.

—¿Qué hacemos, entonces, con Geran y su barco?

—Por mí, podemos dejar que se muerda la cola tratando de encontrarme por todo el Mar de la Luna. O podríamos tenderle una trampa. —Kamoth sonrió con ferocidad y llevó la mano a la empuñadura de la daga—. Sí, esa idea me gusta. El día en que vea al hijo de Bernov Hulmaster muerto en la punta de mi espada será realmente un buen día.

Salvo por el hecho de que Sergen esperaba ser él quien lo ensartara con su espada, coincidía en todo con su padre.

—Si mi fuente no se equivoca, hay unos cien soldados y milicianos de Hulburg a bordo del Dragón Marino…, junto con Geran y Kara Hulmaster. Geran no es más que un aventurero despreocupado, pero es un espadachín formidable, y Kara es, con mucho, la mejor comandante con que cuenta el harmach. ¿Puedes derrotarlo?

—Conque tantos, ¿eh? Entonces voy a necesitar dos barcos o algún tipo de treta. —Kamoth frunció el entrecejo, tenía los ojos fijos en alguna visión lejana y caótica mientras consideraba el problema—. ¡Maldita sea!, pero en realidad sería mejor con tres barcos. Sé que Geran puede luchar, y aquellos guardias del Escudo pueden ser unos bastardos duros de pelar. Uno se pregunta quiénes se han quedado en Hulburg.

Sergen miró con interés a su padre y lanzó una carcajada. Acababa de ocurrírsele una idea atrevida.

—De hecho, eso es precisamente lo que yo me pregunto. Con Geran y Kara fuera de Hulburg y un destacamento de guardias del Escudo ausentes de las defensas de la ciudad, creo que sería oportuno un ataque atrevido.

El pirata había enarcado las cejas y se reclinó en su butaca.

—¿Un ataque a la ciudad? Ésa sí que es una idea atrevida, muchacho. Si reúno a toda la Luna Negra, podríamos desembarcar con seiscientos hombres. ¿Bastarían para adueñarnos de Hulburg?

—¿Adueñarte? No, no podrías ocupar todos los complejos mercantiles ni atacar Griffonwatch, pero contando con el factor sorpresa podrías saquear el distrito portuario y prender fuego a buena parte de la ciudad.

En realidad, eso serviría a los planes de Sergen mucho mejor que el lento sofocamiento del comercio de la ciudad; la debilidad del harmach después de semejante ofensiva requeriría una actuación. Y a Geran se le partiría el corazón al enterarse de que Hulburg había sufrido un ataque mientras él andaba merodeando sin rumbo a kilómetros de distancia. Sergen tenía que cobrarse una gran deuda haciéndole pagar al mago de la espada por interferir sus planes.

—Un ataque atrevido, sin duda —dijo Kamoth por lo bajo—. ¡Ah, las historias que circularían sobre la Hermandad de la Luna Negra después de semejante hazaña! Me gusta la idea, muchacho. Puede ser que valgas para algo, después de todo.

Sergen se permitió una sonrisita. Pocas veces conseguía la aprobación de su padre. Kamoth no vacilaba en alabar a uno de sus matones o en reír las zafias gracias de sus marineros, pero Sergen tenía que hacer algo excepcional para ganarse esa fiera sonrisa.

—En ese caso —dijo después de un buen sorbo de brandy—, ¿cuándo zarpará la Luna Negra hacia Hulburg?