DIECIOCHO
10 de Marpenoth, Año del Intemporal (1479 CV)
El cese de los sonidos del barco despertó a Mirya poco después de anochecer. Había dispuesto de dos días para aprenderse los ruidos de la nave: el continuo deslizamiento del casco a través del agua, el crujido de la tablazón y de los mástiles, el aleteo de las velas contra el viento, las pisadas y las voces de la tripulación. Ahora esos sonidos habían cambiado o simplemente habían cesado, lo cual la despertó de su sueño. Todavía podía oír a los marineros moviéndose de un lado a otro del barco, pero algo era totalmente diferente. El camarote en el que estaban Selsha y ella parecía ahora bastante inclinado hacia atrás, como si el barco estuviera encallado en un banco de arena o en un bajío.
Se incorporó, escrutando el sombrío camarote. Cerca de la puerta habían puesto una nueva bandeja de comida y una cantimplora de agua. Moviéndose con cuidado para no despertar a Selsha, Mirya bajó los pies de la revuelta litera y se puso de pie. Sintió que el barco se balanceaba lateralmente y que la cubierta se estremecía bajo sus pies. Se dio cuenta de que seguían moviéndose, aunque eso no tenía sentido. La cubierta continuaba inclinada como si el barco estuviera remontando una ola, pero parecía que no llegaba nunca a la cima para empezar a hundirse otra vez. Además, había comenzado a hacer frío, un frío sorprendente. Tiritaba, y al respirar, su aliento se condensaba en el aire. Por suerte, en los cajones de debajo de la litera había varias mantas de más. Sacó una para ponérsela sobre los hombros y otra para tapar a Selsha.
—¿Dónde estamos? —se preguntó.
Se dirigió hacia el pequeño ojo de buey del camarote para mirar hacia el exterior. Era de cristal grueso, de mala calidad, verde y lleno de burbujas, además de sucio por fuera. A través de él podía distinguir entre el día y la noche, y tal vez adivinar una vaga línea costera, pero ahora sólo se veía oscuridad y lo que parecía una luna increíblemente brillante en el horizonte. Si no había perdido la noción del tiempo, era la segunda noche desde que habían salido de Hulburg y tal vez la tercera o cuarta desde que el mago del sayal marrón y su gigantesco sirviente habían irrumpido en su casa llevándoselas a Selsha y a ella.
—¿Por qué no fui directamente al harmach? —murmuró, recriminándoselo una vez más.
Después de oír a Lastannor maquinando con el cyricista y hablando de un ataque a la ciudad, tendría que haber hecho eso exactamente. Sin embargo, le había chocado tanto descubrir que el mago mayor de Hulburg, un miembro del mismísimo Consejo del Harmach, tenía tratos con los feroces piratas del Mar de la Luna y con bandas violentas de la ciudad que se había quedado demasiado tiempo, escuchando, mientras trataba de decidir qué hacer con lo que había averiguado. Luego, tras haber sido descubierta y haber escapado de la posada, había encontrado las calles de las Escorias llenas de Puños Cenicientos que evidentemente la andaban buscando. Así pues, había decidido marcharse a casa a quitarse la ropa deslucida que le habían prestado las mozas de las Tres Coronas con la esperanza de que un cambio de vestimenta pudiera despistar a los servidores de Cyric. Pero en cuanto llegó a casa, desviándose por callejones oscuros y atravesando edificios vacíos, no se había atrevido a salir otra vez hasta asegurarse de que podía llegar a Griffonwatch sin encontrarse con sus perseguidores.
Le había parecido más sensato esperar hasta la mañana para volver a salir a la calle, cuando ésta estuviera llena de gente honrada dedicada a sus cosas… Pero los enemigos de Hulburg no le habían concedido siquiera las escasas horas que esperaba tener.
—Has sido una verdadera tonta, Mirya Erstenwold —se dijo enfadada.
Había descubierto la gravedad de su error cuando aquella… criatura de Lastannor había arrancado la puerta de su casa y le había puesto encima las manos enormes y pegajosas. Después, el mago había fijado la mirada en la suya y había pronunciado un conjuro sibilante, que era lo último que recordaba antes de despertar con Selsha en ese pequeño camarote hacía un día… ¿O acaso habrían sido dos?
«Lastannor pretende silenciarme al enviarme fuera de Hulburg —pensó Mirya, desolada—. Lo más probable es que Selsha y yo seamos vendidas como esclavas en alguna tierra lejana». Supuso que todavía tenía que estar agradecida de que el mago de la Casa Marstel no hubiera recurrido a algún método más inmediato y permanente para silenciarla, pero la verdad era que no habían tenido ningún motivo para llevarse también a Selsha. Eso era lo único que jamás podría perdonarse: por su propia estupidez había conseguido poner en peligro no sólo su vida, sino también la de su hija.
Selsha se removió entre sueños. Se incorporó y tuvo un sobresalto al ver que Mirya ya no estaba en la cama.
—¡Mamá! —llamó.
—¡Chsss!, estoy aquí, cariño —dijo Mirya. Se sentó al borde de la cama y le rodeó los hombros con un brazo—. Aquí estoy.
—He vuelto a soñar con el hombre alto y gris —dijo Selsha—. Me perseguía. No podía librarme de él.
—Lo sé, Selsha. Yo también lo he visto en sueños.
—El barco ya no se mueve.
—No estoy segura. Creo que todavía se mueve, pero de una manera diferente, aunque no sé cómo.
Selsha asintió. Ella también podía sentir el suave movimiento de la cubierta.
—¿Adónde crees que nos llevan? —preguntó.
—No tengo ni idea.
Ese misterio le producía un profundo desasosiego. Si no se equivocaba en el cálculo del tiempo, podían estar en cualquier lugar del Mar de la Luna. Incluso podía ser que fueran navegando por el río Lis hacia el Mar de las Estrellas Caídas, pero el frío y la claridad del aire la hacían pensar más bien en las montañas. Tal vez estuvieran navegando por algún lugar secreto por debajo de las montañas hacia Vaasa, o habían utilizado magia de algún tipo para abandonar las aguas conocidas del Mar de la Luna.
—¿Crees que Geran vendrá a buscamos?
Mirya envolvió con su manta los hombros de Selsha, compartiendo así con ella su calor.
—¡Oh, cariño, sé que lo hará! —dijo—. Cuando Geran Hulmaster descubra que no estamos en Hulburg, se pondrá a buscamos, dondequiera que acabemos.
Lo que pretendía era reconfortar a su hija, pero se dio cuenta de que aquello también le servía de consuelo. Geran volvería a Hulburg tarde o temprano y descubriría su ausencia. Fuera lo que fuese lo que había entre ellos, amistad, el recuerdo de un amor inocente, tal vez la esperanza de lo que pudiera haber confiaba en ello. Él la seguiría a los confines del mundo si creyera que ella y Selsha estaban en peligro.
Por supuesto, eso no quería decir que ella tuviera intención de esperar un rescate. De mucho tiempo atrás, recordaba una o dos cosas sobre navegación. A la menor oportunidad, tal vez pudiera robar un bote y encontrar el camino de regreso a Hulburg. Sería difícil y peligroso, pero sin duda arriesgarse en mar abierto era mejor que resignarse a esperar lo que sus captores tuvieran pensado para ellas, fuera lo que fuese. Con esa idea en mente, empezó a rebuscar en el camarote algo que pudiera resultarle útil en un intento de fuga. Durante casi una hora, revolvió el camarote y su escaso mobiliario. Por fin encontró una vieja y gastada moneda de cobre metida entre dos planchas de madera. Como no tenía mucho más que hacer, se dedicó a usar el delgado canto de la moneda para aflojar los tornillos que sujetaban el cerrojo de la puerta hasta que unos pasos confiados la interrumpieron. Precipitadamente se puso de pie, escondió la moneda debajo del colchón y se sacudió las manos.
La llave giró y entró en el camarote un hombre vestido con una larga casaca roja con bordados de oro en los puños. Era un hombre delgado, en buena forma, de mediana edad y estatura media, con una barba entrecana que enmarcaba su mandíbula cuadrada y una espada al cinto. Mirya atisbó a un par de marineros corpulentos miserablemente vestidos a sus espaldas.
—Bueno, veo que estáis despiertas —dijo—. ¿Qué tal tu alojamiento, señora Erstenwold?
—No me gustan las jaulas, estén como estén amuebladas. —Mirya cruzó los brazos y estudió al individuo. Lo había visto antes, estaba segura, pero debía de haber sido mucho tiempo atrás—. ¿Eres el capitán? —preguntó.
—Veo que no eres amiga de andar con rodeos ¿verdad? No importa. Yo también soy muy directo. Tal como has adivinado, soy el capitán. Kamoth Kastelmar es mi nombre, y tú estás a bordo de mi barco, el Reina Kraken.
Mirya abrió mucho los ojos.
—¿El Kamoth que estuvo casado con la hermana del harmach?
—Me sorprende que me recuerdes. Debías de ser apenas una niña cuando yo vivía en Griffonwatch, no mucho mayor de lo que es ahora tu hija. —El corsario sonrió ampliamente—. Supongo que no me han olvidado del todo en Hulburg.
«Eso es cierto», pensó Mirya. Pocos adultos en Hulburg desconocían la historia de Kamoth. Hacía quince años había venido de Hillsfar para engatusar a la hermana pequeña del harmach, viuda desde hacía algunos años, pero a poco de introducirse en la familia Hulmaster lo habían descubierto en alguna maquinación siniestra contra el harmach y lo habían condenado al exilio. De vez en cuando, los hulburgueses reunidos en torno al fuego tal vez se preguntaran en voz alta qué habría sido de Kamoth. Al parecer, Mirya había encontrado la respuesta.
—¿Ahora eres pirata? —consiguió preguntar.
—Así me llaman, pero yo prefiero corsario. Suena mejor.
—¿Qué te propones hacer con Selsha y conmigo?
—Venderos, por supuesto. Después de todo, eres una mujer bonita.
Kamoth se permitió una mirada codiciosa. Su buen humor no le llegó a los ojos, que permanecieron tan fríos y oscuros como los de una serpiente.
—Por supuesto, alcanzarías mucho mejor precio si fueras cinco años más joven, pero supongo que servirás.
—Si lo que quieres es oro, no hay necesidad de que nos vendas a mi hija y a mí como esclavas —dijo Mirya serenamente—. No soy rica, pero tengo algunos medios y propiedades. Mi hija y yo te permitiríamos obtener un buen rescate, más de lo que sacarías en el mercado de esclavos. Saldrías mejor parado con el trato, y nosotras también.
El capitán arqueó una ceja.
—¡Ah!, ¿de modo que piensas negociar conmigo? Vaya, debo reconocer que admiro tu aplomo, señora Erstenwold. No muchas mujeres en tu situación se atreverían a mirarme de frente y hacerme semejante oferta. Si dependiera de mí, podría aceptarla, pero me temo que no está del todo en mis manos. Fuisteis enviadas a bordo del Reina Kraken para que no armaras jaleo, y mis aliados de Hulburg esperan que recorra un largo, larguísimo camino desde tu casa antes de dejarte otra vez en tierra.
—Paguen lo que paguen, yo te pagaré más.
—Una oferta temeraria, señora, ya que no tienes ni idea de lo que podrían haberme ofrecido —dijo Kamoth, sacudiendo la cabeza—. A decir verdad, nos dirigimos a un puerto en el que tus medios y tu propiedad son inútiles para mí. Sin embargo, tu valor como esclava te acompaña.
Mirya apretó los labios para no hacer una mueca de frustración. Procuró calmarse.
—Entonces, creo que no entiendo lo que quieres de mí.
—Nada, simplemente me ocupo de la comodidad de mis huéspedes… y compruebo el valor de mi propiedad —respondió Kamoth.
Recorrió a Mirya con la mirada de pies a cabeza. Luego, le apoyó una mano en el hombro. Por un momento, Mirya temió que fuera a desnudarla allí mismo, pero se limitó a volverla de lado para continuar con su evaluación.
—Unos treinta años —dijo en voz baja—. Vaya, sería mejor con unos años menos, pero no tienes mal aspecto en absoluto, señora Erstenwold. Podría decir que yo mismo tengo planes para ti. Sí, podría.
Algo en la manera en que el capitán pirata estudió su cuerpo y en su forma de hablar hizo que a Mirya la recorriera un estremecimiento de absoluto terror. Simplemente era insoportable, frío y casi viperino. En el mejor de los casos, ella era una propiedad, tal vez una especie de juguete, y sus muestras de cortesía eran una forma más de divertirse. Kamoth la miró en silencio con una sonrisa divertida, con la atención fija en sus propios pensamientos, hasta que reaccionó.
—¡Creo que nos ocuparemos de esto más tarde, no hay prisa! Ya estamos casi en la Isla Negra, y tengo algunas cosas de que ocuparme.
Se inclinó hacia un lado para mirar a Selsha, que se acurrucó en la estrecha litera y lo miró desde allí, tapándose hasta el pecho con la manta. Le hizo un guiño a la niña, y Mirya tuvo que contenerse para no gritar. Después se volvió y salió del camarote sin una mirada más a ninguna de las dos. Mirya oyó que la llave giraba en la cerradura y los pasos se alejaban con rapidez.
—Señora misericordiosa —dijo entre dientes.
Después se dejó caer contra la pared, abrazándose el cuerpo con los brazos para contener su miedo. De repente, había dejado de estar segura de que Selsha o ella pudieran sobrevivir a su cautiverio hasta que Geran las encontrara.
—¿Qué va a ser de nosotras, mamá? —preguntó Selsha con un hilillo de voz.
—No lo sé, cariño mío, pero creo que piensa tenernos como prisioneras un poco más. —Consiguió esbozar una sonrisa confiada para Selsha y se sentó junto a ella—. Mientras estemos juntas, yo cuidaré de ti.
La niña asintió. Después, se incorporó y miró en derredor.
—Creo que ahora estamos bajando.
¿Bajando? Mirya estaba asombrada. Cierto, su sentido del equilibrio le decía que el movimiento del barco había vuelto a cambiar. La inclinación de la cubierta era diferente, y tuvo una sensación como de que el aire se volvía más cálido.
—¿Adónde demonios nos llevan? —murmuró.
Se acercó otra vez al ojo de buey, tratando de distinguir algo, cualquier cosa, en los alrededores, pero afuera estaba oscuro. Sospechaba que, aunque el cristal hubiera sido traslúcido y hubiera estado limpio, tampoco habría visto gran cosa. Con expresión intrigada, fue hasta la puerta, recogió la bandeja y volvió a sentarse en la litera junto a Selsha. Comieron juntas. Selsha dijo que no tenía hambre, pero Mirya le insistió para que comiera algo. Quién sabía adónde irían a continuación y cuándo iban a tener ocasión de comer otra vez.
Después de una hora o más de pronunciado descenso, el barco por fin dio un golpe y se deslizó junto a algún tipo de escollera o muelle. Mirya podía oír el crujido de los tensos calabrotes de amarre al detener el movimiento del barco, y las idas y venidas de los marineros por la cubierta. Pasó un largo rato sin que sucediera nada, y ya empezaba a pensar que el diminuto camarote iba a ser también su prisión cuando oyó varias pisadas fuertes que se aproximaban otra vez a la puerta y el tintineo de llaves en una anilla de hierro.
La puerta se abrió y varios piratas entraron en el camarote. Eran hombres sucios, de aspecto peligroso, vestidos con calzones y casacas andrajosas y la miraban con desvergüenza.
—¡Eh, vosotras!, vamos —dijo uno de ellos—. Causadnos algún problema y lo lamentaréis.
—¡Mamá! —gimió Selsha.
—¡Tranquila, Selsha! —respondió Mirya con toda la calma de que fue capaz.
Se mostró dócil cuando dos de los piratas dieron un paso adelante para asirla por los brazos.
—Vaya, si eres bonita —dijo uno de los piratas, y se inclinó para susurrarle algo al oído. Tenía un aliento apestoso—. ¿Cómo te llamas, amorcito?
Mirya apartó la cara y se negó a responder. El pirata dio un bufido.
—Como prefieras, pero no pasará mucho tiempo antes de que quieras tener uno o dos amigos aquí.
El pirata y su compañero la sacaron a rastras del camarote y la llevaron por el pasillo hasta una escala que bajaba a la cubierta. Un tercero traía a Selsha, que sollozaba de miedo, aunque conseguía mantenerse de pie y no perder de vista a Mirya a pesar del terror.
Faroles brillantes iluminaban las cubiertas del barco. Afuera estaba oscuro, pero Mirya entrevió un cielo estrellado más allá del halo amarillo y cálido que envolvía al barco pirata. El aire era frío y húmedo, y había un aroma denso, extraño, mareante, como de flores marchitas. Las siluetas desiguales de los árboles se movían suavemente sobre el fondo de estrellas que los coronaba. «No hay ningún territorio cerca de Hulburg con árboles como éstos», pensó. Debían de haber navegado por el río Lis hasta algún puerto del Mar de las Estrellas Caídas, pero ¿cuál? ¿Turmish o Akanul, tal vez? ¿Chessenta? ¿O más lejos aún?
Los piratas la hicieron avanzar a trompicones por una escollera de madera hasta una puerta con barrotes de hierro que había al pie de una torre de piedra y la empujaron al interior sin que pudiera ver nada más de los alrededores. Descendieron por pasillos anchos y bajos formados por una serie de bóvedas cruzadas. Cada bóveda de cañón estaba separada del pasillo principal por una fila de barras de hierro y era evidente que podían servir como almacenes o como celdas según fueran las necesidades de los piratas. La mayoría de las bóvedas estaban llenas de provisiones y de carga, el mismo amontonamiento de barriles y cajones que llenaba los almacenes de los Erstenwold en Hulburg. En otras había productos de más valor: ánforas de arcilla con aceite de oliva y vino, hermosas alfombras, grandes rollos de ricas telas, armas y armaduras. Era evidente que la torre de piedra, dondequiera que estuviese, contenía el botín de docenas de barcos apresados por los piratas de la Luna Negra.
Llegaron a una gran estancia, donde se encontraban muchos corredores como el que habían estado siguiendo. Los piratas condujeron a Mirya y Selsha hacia el pasillo que había inmediatamente a la izquierda, cerrado por otra puerta de barrotes de hierro, y empezaron a abrir la puerta.
Mirya oyó a sus espaldas el grito de terror de Selsha.
—¡Mamá!
El corazón le dio un salto en el pecho. Se dio la vuelta en una reacción automática al miedo de su hija, esperando ver que el hombre que la arrastraba hubiera hecho algo terrible, pero el pirata que sujetaba a Selsha parecía tan sorprendido como Mirya. Manipuló para agarrar bien a la niña, que se debatía, maldiciendo en voz baja, mientras los hombres que llevaban a Mirya adecuaban su paso para sujetarla a ella.
—¡Monstruos! ¡Monstruos! —gritó Selsha.
Mirya miró más allá de su hija y los vio. Dos criaturas acababan de salir de uno de los corredores que daban a la sala. La primera era una pequeña criatura obesa, parecida a una araña, del tamaño de un niño humano o un perro más bien grande. Tenía la cabeza en el extremo de un largo cuello que parecía una anguila, y a la luz de la lámpara relucían sus dos ojos oscuros. Llevaba una esclavina alrededor del cuello, y en sus extremidades de duro pelaje tenía grabadas unas extrañas runas y espirales blanco verdosas. Miró a Selsha con furia y siseó algo, enfadada. Detrás había una cosa bípeda voluminosa que parecía una extraña mezcla entre un simio poderoso y un escarabajo gigante. Sus enormes miembros anteriores acababan en potentes garras, y sus ojos grandes, de insecto, miraban al frente con expresión extraviada. Transportaba un cofre grande marcado con las mismas runas y espirales que decoraban a la criatura más pequeña.
—¡Haced callar a esa cosa ruidosa! —dijo el pequeño monstruo aracnoide con una voz chillona.
Selsha volvió a gritar al darse cuenta de que el pequeño monstruo hablaba de ella, pero el pirata que la sujetaba consiguió taparle la boca con una mano.
—La niña sólo se ha asustado —le dijo al monstruo aracnoide—. Es asunto nuestro, no vuestro.
—¡Bah! Deberíais dejarla sin habla si sigue así, o comérosla. Lo mejor es comer primero a los más ruidosos.
La criatura giró en redondo y, con gran habilidad, se montó en el torso del monstruo más grande, colocándose sobre un hombro. El monstruo de mayor tamaño se alejó arrastrando los pies, llevando a cuestas tanto a su amo como el pesado cofre sin la menor dificultad.
Selsha seguía debatiéndose y gritando tras la mano de su captor.
—¡Selsha! ¡Selsha, cariño! Se han ido. ¡Debes callarte, por favor! Los monstruos se han ido.
—Ya has oído a tu madre —dijo el pirata que la agarraba—. No hay necesidad de esto, niña.
Selsha alzó hacia Mirya unos ojos desorbitados por el terror. A continuación, dejó de luchar contra su captor y cedió con una leve inclinación de cabeza. El pirata retiró la mano con cuidado, y Selsha respiró hondo.
—Lo siento —dijo con voz entrecortada—. ¡Me han asustado!
—Y a mí también —dijo Mirya. Pensó en el monstruo aracnoide y en su fea amenaza, y se estremeció—, pero no debes volver a gritar así si puedes evitarlo.
—Lo intentaré.
—Buena chica —dijo Mirya con alivio. Miró a los dos piratas que la tenían agarrada por los brazos—. ¿Qué clase de lugar es éste?
—¡Ah, conque ahora se digna hablarnos! —dijo el pirata que la conducía con una risotada—. Estás en la Torre de la Luna Negra, amorcito. No te preocupes. ¡Pronto te acostumbrarás a los neogi y a sus moles sombrías!
¿Neogi? Supuso que se refería a la criatura aracnoide, pero no tuvo más ocasión de seguir preguntando. Los piratas llevaron a Mirya y a Selsha por el nuevo pasadizo un buen trecho hasta que llegaron a una celda vacía. Había unos antiguos jergones de paja y mantas roñosas. Cogieron las llaves de la puerta de un gancho que había cerca y abrieron la celda. Mirya decidió intentarlo una vez más antes de que se marchasen sus captores.
—¿Dónde estamos?
—¿Quieres decir que no lo sabes? —respondió el hombre con una risa áspera—. Por encima del mar, detrás de la luna, por debajo del sol y entre las estrellas. ¡Ahí es donde estás! Estás en una isla en el Mar de la Noche, y aquí estarás hasta que el capitán supremo decida otra cosa.
—¿Por encima del mar…? —preguntó Mirya.
Pero el pirata ya no la escuchaba. La empujó al interior de la celda con tal fuerza que la hizo caer de rodillas y manos. El otro pirata empujó a Selsha tras ella. Después cerraron la pesada puerta de barrotes de hierro y dejaron solas a las dos Erstenwold en la lobreguez de su celda.