DOS

11 de Eleint, Año del Intemporal (1479 CV)

Después de un galope desenfrenado de más de un kilómetro para ganar distancia a los piratas, Geran aflojó las riendas del caballo y siguió cabalgando algún tiempo a medio galope. Cuando consideró que había dejado muy atrás cualquier intento de persecución inmediata, permitió que el caballo prosiguiera al trote. La respiración del animal se condensaba en el frío aire de esa noche despejada, pero la luna había salido y su luz plateada rielaba en el Mar de la Luna, que tenían a la derecha. La mujer tiritaba en sus brazos, y Geran se dio cuenta de que apenas se cubría el torso con un jirón del destrozado vestido. Por otra parte, él estaba todavía empapado por el baño a la luz de la luna.

—Creo que los hemos dejado atrás por ahora —dijo—. Podemos detenernos un momento. Llevo una camisa y una capa de repuesto entre mis cosas.

Tiró de las riendas y se dejó caer de la montura. Después le ofreció a ella una mano para ayudarla a bajar también, intentando —aunque sin conseguirlo del todo— mantener los ojos fijos en su cara. Ella cruzó los brazos sobre el pecho con una sonrisa forzada, y él apartó la vista para posarla en el petate que llevaba detrás de la silla de montar. Rebuscó en su interior rápidamente y sacó las ropas de recambio.

—Aquí tienes. No me des las gracias.

Se dio la vuelta y observó el camino que habían dejado atrás, concediéndole la intimidad necesaria para vestirse lo mejor que pudiera. No había ni rastro de los piratas. Supuso que habrían cubierto de cuatro a seis kilómetros más o menos deprisa; debían de llevarles al menos un cuarto de hora de ventaja, en el caso de que realmente los persiguieran todavía. Oyó el roce de la tela y un sonido de desgarro. Entonces, la semielfa volvió a hablarle.

—Ya estoy decentemente cubierta —dijo.

Geran la miró. Se había arrancado el corpiño destrozado del vestido y se había metido la camisa, grande para ella, por dentro de lo que ahora parecía una falda de aspecto desigual. La capa le llegaba a los tobillos, y ella la mantenía sujeta a la altura de los hombros. Se miraron el uno al otro durante un momento.

—Soy Geran —se presentó—. No tengo intención de hacerte daño. Te llevaré hasta Hulburg y te ayudaré a ponerte en camino en cuanto lleguemos allí.

—Mi nombre es Nimessa Sokol. —Se arrebujó en la capa como si quisiera esconderse dentro—. Íbamos hacia Hulburg. Se suponía que llegaríamos allí esta tarde.

—¿Eres una Sokol?

—Mi padre es Arandar Sokol. —Echó una mirada por encima del hombro de Geran al camino que llevaba hacia la cala. Se veía una mancha de luz anaranjada contra la ladera de la colina—. ¿Estamos seguros aquí parados?

—No; deberíamos ponernos en marcha —dijo Geran.

Aunque no conocía personalmente a ningún miembro de la familia Sokol, había oído hablar de ellos. Eran de la ciudad de Phlan, a unos cuantos días de navegación hacia el oeste de Hulburg. Como muchos de los nobles del Mar de la Luna, eran mercaderes; tenían intereses en varias ciudades, Hulburg incluida.

—Quedan un poco menos de treinta kilómetros a Hulburg, según mis cálculos. Es demasiado lejos para llegar esta noche, pero creo que podemos dejar muy atrás a los piratas.

—Entonces, bueno, me complacerá mucho que me lleves a Hulburg, pero no tendrás que tomarte más trabajos por mí. El vendedor ambulante de mi familia tiene una concesión comercial allí. Estaré bien.

—En ese caso, sugiero que cabalguemos unos cuantos kilómetros más y después nos apartemos del camino. Llegaremos a casa mañana a mediodía.

—¿A casa? —Nimessa se acercó más a Geran para mirarlo mejor—. Claro. Eres Geran Hulmaster, el sobrino del harmach. Eres el que combatió con el Rey de Cobre y mató a Mhurren de los Cráneos Sangrientos. Hemos oído la historia, pero ¿qué diantres estabas haciendo junto a aquella playa? Debes estar loco para enfrentarte a tantos enemigos de una vez.

Geran se permitió una pequeña sonrisa.

—Te contestaré, pero mientras cabalgamos.

Ayudó a Nimessa a montar otra vez, aunque realmente ella no necesitaba ayuda, y se volvió a acomodar detrás de la semielfa. Cabalgaron hacia el este por las cimas de las colinas costeras, siguiendo la sinuosa senda. La luna envolvía el oscuro paisaje en celajes de plata y sombra; había claridad suficiente para poder ver los promontorios y las ensenadas a una distancia de varios kilómetros, y el Mar de la Luna era una gran planicie gris que se extendía a la derecha hasta donde alcanzaba la vista. Con el esbelto cuerpo de Nimessa delante de él y sus rizos dorados debajo de su nariz, a Geran no le parecía una noche tan mala para una cabalgada, después de todo.

—¿Cómo has dado conmigo? —preguntó Nimessa.

—Por accidente. He salido de Thentia a primera hora de esta mañana y estaba buscando un lugar donde acampar para pasar la noche cuando me he topado con los piratas y con tu barco. Estaba a punto de marcharme cuando te han sacado y te han atado. —Frunció el entrecejo, incómodo a pesar de que ella no podía verlo—. No podía dejarte en sus manos sin hacer al menos el intento de ayudarte, pero he tenido que esperar hasta que oscureciera para poder moverme. El resto ya lo has visto.

—¿Y el fuego en el Alablanca?

—Sí, me temo que ha sido obra mía. Me he figurado que ya estaba perdido, de modo que bien podía disputarles a los piratas su presa mientras trataba de distraerlos. —Siguieron cabalgando un poco más y luego Geran suspiró. Odiaba tener que hacerle esa pregunta, pero pensó que era mejor así—. He estado observando un rato, Nimessa, y no he visto que hubiera más cautivos. ¿Eres la única a la que le han perdonado la vida?

—Sí —dijo ella, bajando la mirada—. No había nadie más a quien salvar.

—Tú viajabas… —empezó, y luego se arrepintió.

Iba a preguntarle si viajaba sola, pero le pareció mejor no hacerlo. Lo más probable era que una joven noble, de una buena familia, fuera acompañada de una dama o de algún pariente. Existía la posibilidad de que los piratas perdonaran la vida a los cautivos de buena cuna con la esperanza de obtener un buen rescate, pero dudaba de que tuvieran intención de devolver a Nimessa a su familia. Y si no pretendían conseguir un rescate por ella, no habrían considerado digno de seguir viviendo a ningún otro integrante de su séquito. Dejó que la pregunta muriera en sus labios. No podía ni imaginar lo que la semielfa habría visto, por lo que habría pasado. Aunque estuviera hecha de buena pasta, no debía de haber sido fácil para ella.

Poco después se dio cuenta de que la mujer se estremecía bajo aquella capa demasiado grande para ella, y al final, Nimessa no pudo reprimir un sollozo. Con gesto preocupado, Geran trató de determinar si era mejor dejarla un tiempo a solas con sus pensamientos, distraerla con una conversación banal o preguntarle para que le contara la historia. Pensó que una hora antes la había considerado una princesa de una historia romántica de Aguas Profundas y él mismo se había creído un bravo caballero. Se sintió furioso consigo mismo. Aquella mujer había visto más crímenes y crueldades en cuestión de horas que la mayoría de la gente en toda su vida. Y sin duda él había contribuido lo suyo con su furiosa escaramuza de la playa. Todo lo que sabía de él era que la había arrebatado del campamento pirata, tras acabar salvajemente con todo lo que se le había puesto por delante. Independientemente de las razones que él había esgrimido para actuar como lo había hecho, ella tenía que preguntarse si sus motivos eran o no honorables.

Sin saber qué otra cosa hacer, le apretó la mano.

—Ya ha pasado, Nimessa —le dijo. Ella asintió pero no respondió.

Geran reconoció un lugar que recordaba de la ruta e hizo un alto para mirar atrás. Seguía sin verse a nadie por el camino hasta donde abarcaba la vista. Espoleó el caballo hasta la cima de la colina. Un antiguo sendero entre la maleza los condujo hasta un pequeño valle con un riachuelo que descendía hasta el mar. Se adentraron en las desiertas colinas. Geran pensó que si los piratas los perseguían todavía, lo más probable era que siguieran el camino de la costa. No podrían saber dónde se habían apartado de él Geran y Nimessa a menos que llevaran consigo un buen rastreador.

Había una granja abandonada desde hacía tiempo en la cabecera del valle. Tal vez habría sido más prudente seguir el camino, pero estaba agotado y la luna no tardaría en ponerse. Por la noche, en los Altos Páramos acechaban otros peligros además de los piratas. Geran desmontó y condujo el caballo al interior de la vieja casa. Había una puerta que daba a unos campos invadidos por la maleza en la parte trasera de la granja; si era necesario podían huir por allí internándose en las colinas.

Ayudó a Nimessa a bajar del caballo y se puso a montar un pequeño campamento.

—Creo que es más seguro descansar un par de horas —dijo—. No podemos cabalgar toda la noche y yo estoy demasiado cansado para seguir durante mucho más tiempo. Mis disculpas por el alojamiento.

—No sé por qué, pero unas ruinas solitarias en mitad de la nada no me parecen tan mala opción esta noche —respondió Nimessa, que consiguió esbozar apenas una sonrisa—. ¿Sabes dónde estamos?

—Más o menos. Solía venir aquí a cazar cuando era más joven.

Geran encontró algunas ramas secas de arbustos y encendió un pequeño fuego dentro del viejo hogar. Se ocultó detrás de una esquina para cambiarse con la última ropa seca que le quedaba y extendió las prendas mojadas delante del fuego. Después compartió con Nimessa sus provisiones e improvisaron una cena con una hogaza de pan, un trozo de queso, salchicha seca y manzanas. Ella comió con voracidad.

Cuando hubo terminado, Nimessa alzó la vista hacia él y se pasó una mano por los ojos.

—Llevo sin comer desde ayer por la noche —explicó.

—Lo entiendo.

—Y no creo haberte dado las gracias por haberme salvado la vida —dijo, bajando los ojos—. No sé qué ha sido lo que te ha movido a arriesgar tu propia vida para salvar a una desconocida, pero me alegro mucho de que hayas pasado por allí en ese momento. Las cosas que han dicho que me harían… No puedo ni pensar en ello.

—¿Sabes quiénes son? —preguntó Geran con suavidad.

—El nombre del barco es Reina Kraken. Lo he visto pintado en la popa. El capitán es un hombre feroz, de unos cincuenta años, casi tan alto como tú. Lleva trenzas en el pelo y en la barba. No he oído a nadie de la tripulación llamarlo por un nombre. Sólo «capitán».

Geran recordó el mascarón de proa de la sirena con tentáculos. El nombre del barco.

—¿Cómo os han apresado?

—Nos han sorprendido esta mañana, antes del amanecer. Cuando ha salido el sol y los hemos avistado, estaban apenas a unos tres kilómetros de nosotros. Maese Parman ha tratado de poner distancia de por medio, pero el viento ha dejado de soplar alrededor de mediodía, y después de eso el Alablanca ya no ha tenido ninguna oportunidad. —Nimessa vaciló y se arrebujó aún más en la capa de Geran—. Los han matado a todos, pero el capitán pirata les ha ordenado a sus hombres que me dejara para… después.

—No tienes que decir más.

Nimessa se quedó callada mientras Geran iba asimilando la historia con gesto preocupado. El Alablanca era el quinto barco del cual él tuviera conocimiento que no había llegado al puerto de Hulburg en los últimos meses. La piratería estaba ahogando poco a poco el comercio de la ciudad. Habría que hacer algo, y pronto.

—Bueno, ya se ha acabado —le dijo a la mujer—. Estás fuera de su alcance. Trata de dormir unas horas.

Le dejó a ella su petate y fue a atender al caballo. Le dio al animal una palmadita extra en el cuello a modo de disculpa por la dura cabalgada al final de un largo día. Cuando volvió junto al fuego, Nimessa estaba acurrucada de lado debajo de sus mantas y respirando profunda y lentamente.

Estudió su cara; tenía ojos grandes, el mentón delicadamente aguzado y una piel suave que parecía de oro pálido bajo la luz del fuego, una consecuencia, sin duda, de que entre sus ancestros había algún elfo del sol. Así dormida, parecía joven e inocente. No era fácil calcularlo en el caso de alguien descendiente de elfos, pero suponía que tendría unos veinticinco años. «Más joven que Alliere», pensó. Y, además, tenía el pelo rubio, mientras que el de Alliere era oscuro como las sombras de la luna. Por supuesto, jamás había visto dormir a Alliere durante los breves meses en que la había amado. Los elfos no dormían como los humanos, ni como los semielfos. Era extraño que dos seres pudieran parecerse tanto y ser, sin embargo, tan diferentes.

—No es Alliere —se dijo en voz baja.

Con un suspiro, apartó la vista y se acomodó para una larga noche. Nimessa tenía su petate, de modo que lo único que él podía hacer era envolverse en la capa.

Se resignó a pasar una noche casi en vela y encontró un lugar donde pudo sentarse con la espalda contra una pared para tener una buena vista de los campos invadidos por la maleza. La noche era tranquila y silenciosa.

Descabezó un par de sueños durante la noche, pero nadie vino a interrumpir su descanso. Finalmente, cuando por el este el cielo empezó a ponerse gris, se espabiló. No pensaba que los hombres del Reina Kraken pudieran andar cerca, pero resultaría más fácil seguirles la pista con la luz del día. Levantó el campamento rápidamente, dejando que Nimessa durmiera un poco más, y luego la despertó.

—La mañana se acerca. Deberíamos ponernos en marcha.

Nimessa abrió los ojos, lo miró y se incorporó abruptamente, dando un respingo. Su expresión fue de extrañeza, hasta que recordó dónde estaba.

—Dulce Selene —murmuró—. Por un momento pensé que todo había sido un terrible sueño.

—Me temo que no —le contestó Geran con una sonrisa de consternación—. Te ofrecería algo de desayunar, pero nos hemos comido todo lo que llevaba encima antes de dormir. El almuerzo tendrá que ser en Hulburg.

En escasos minutos lo recogió todo y se volvieron a poner en camino. Por el oeste estaba encapotado. En vez de volver al camino de la costa, Geran decidió mantener el amanecer a la derecha y cortar hacia el nordeste a través de las colinas. Eso acortaría su viaje en unos tres kilómetros, a pesar de que era un camino más escarpado, y además era mucho menos probable que se toparan por allí con los piratas que pudieran estar persiguiéndolos todavía. Esas colinas señalaban el descenso de la tierra de los brezales de Thar hacia el Mar de la Luna. La gente de Hulburg llamaba a ese territorio los Altos Páramos, y Geran los conocía bien. Siendo joven, había explorado todos los valles y colinas que había a un día a caballo desde su casa. Cabalgaron a paso tranquilo a lo largo de varios kilómetros, internándose en las colinas y dejando la costa detrás de ellos. Las laderas más altas no tenían árboles y estaban salpicadas por grandes manchas de roca mohosa.

—¡Qué soledad! —dijo Nimessa al coronar una cima—. ¿No vive nadie aquí?

—Pastores y cabreros traen a veces sus rebaños a estas colinas en verano, pero esa temporada ya ha pasado —respondió Geran—. Algunos pueblos se establecieron en las colinas costeras en tiempos del viejo Thentur, pero eso fue hace dos o tres siglos. ¿Ahora? —Negó con la cabeza—. No vive nadie aquí arriba.

—¿Dónde están las minas? ¿Y los bosques que explota tu pueblo?

Geran señaló una cadena de color gris verdoso que atravesaba el sendero que seguían a muchos kilómetros de distancia.

—Las Montañas Galena. Quedan a unos veinte o treinta kilómetros al este de Hulburg. Allí es donde se encuentran las explotaciones mineras y forestales. Al oeste de Hulburg no hay nada más que los Altos Páramos y Thar. —Tiró de las riendas y se deslizó de la montura—. Tú sigue a caballo. Yo voy a caminar un poquito.

—Soy perfectamente capaz de caminar unos cuantos kilómetros —respondió Nimessa.

—No lo dudo, pero me sentiré mejor si vas a caballo.

Ella lo miró con escepticismo.

—No tienes que impresionarme con tu galantería, ¿sabes?

—¿Te haría sentir mejor si te dijera que lo que me preocupa es el caballo y no tú?

Nimessa rió brevemente y meneó la cabeza. Tenía una risa agradable, ligera y suave, muy parecida a la de muchos de los elfos que Geran había conocido en Myth Drannor. Sonrió y se puso en marcha otra vez, caminando junto al estribo de Nimessa mientras iban buscando la mejor ruta cuesta abajo. Si no le fallaba la orientación, no tardarían en encontrar el camino interior que venía de Thentia.

—¿Y qué es lo que te trae a Hulburg? Está bastante lejos de tu hogar.

—Me voy a hacer cargo de la administración del almacén de nuestra Casa. Mi padre no está satisfecho con el rendimiento de nuestras inversiones en Hulburg. Considera que es hora de que un Sokol intervenga para poner las cosas en orden.

Geran alzó la vista para mirarla. Se preguntó si tendría mucha experiencia en la supervisión de los negocios de los Sokol. ¿Se ocupaba su padre de educarla en los asuntos de la Casa Sokol o se esperaba que tuviera dotes naturales para los negocios? Él tenía una gran responsabilidad en la declinación de los beneficios de esa Casa durante los últimos meses, ya que había desempeñado un papel importante en descubrir la corrupción en el Consejo Mercantil de Hulburg, aunque el que había estado detrás de todo eso había sido su primo Sergen. Después del fallido intento de Sergen de tomar el poder, el harmach Grigor había examinado detenidamente los préstamos y rentas que pagaba cada una de las concesiones mercantiles extranjeras en Hulburg. La mayor parte de los grandes mercaderes ambulantes pagaban ahora mucho más por los derechos de explotación de bosques y minas de las colinas del harmach que cuando Sergen era el que llevaba las cosas. Por supuesto, eso significaba que Nimessa tendría que estar en el lado de la mesa opuesto al suyo cuando llegara el momento de negociar esos derechos.

—Todavía quedan disponibles muchas de las concesiones de Veruna —observó Geran. La Casa Veruna de Mulmaster había sido la mayor cómplice de Sergen en los recientes conflictos—. La Casa Sokol no haría mal en optar a unas cuantas, ya que los Veruna no van a recuperarlas.

—Los Veruna nos han dejado muy claro que verían con muy malos ojos que otras familias o ventas ambulantes adquiriesen sus concesiones de Hulburg —respondió Nimessa—. Creen que todavía son los legítimos propietarios, y tomarán represalias contra cualquier otra Casa que se aproveche de las medidas draconianas impuestas por tu tío.

—¿Draconianas?

Nimessa ladeó la cabeza.

—Eso dicen los Veruna. Yo no estaba allí, de modo que no puedo juzgar si el harmach estaba o no en su derecho de expulsar a la Casa Veruna y confiscar sus pertenencias.

Geran resopló para sus adentros. Él no tenía la menor duda, pero, claro, él era un Hulmaster. Se inclinó por pensar que Nimessa no estaba allí para averiguar nada, sino porque su padre confiaba en ella para velar por los intereses de los Sokol. Nimessa no había olvidado que él era un Hulmaster, y a pesar de que estaba cabalgando en medio de la nada con una camisa y una capa prestadas que no eran de su talla, tuvo buen cuidado de reservarse lo que pensaba sobre los negocios de su familia.

El resto de la mañana transcurrió tranquilamente. De vez en cuando hablaban de cosas intrascendentes. Geran le contó a Nimessa algunas de las historias que sabía sobre los Altos Páramos y los siniestros túmulos, mientras Nimessa le hablaba de hechos y hazañas de Phlan. No hubo señal alguna de la tripulación del Reina Kraken ni se cruzaron con ningún viajero. Por fin llegaron a la senda thentiana que Geran andaba buscando, y dos horas más tarde estaban en las lindes del valle del Winterspear, a unos tres kilómetros al norte de la mismísima Hulburg. Tal como había prometido Geran, llegaron al Puente Quemado que cruzaba el Winterspear a primera hora de la tarde.

Al sur del viejo puente quedaba Hulburg, una ciudad caótica, rebosante de actividad comercial. Allí, donde el Winterspear desembocaba en el Mar de la Luna, se había alzado antiguamente una ciudad, cientos de años antes. La ciudad de Hulburg se había construido sobre sus ruinas. En la orilla este del río, el castillo de Griffonwatch, morada de los Hulmaster, dominaba el lado de la ciudad hacia tierra, protegiéndola de cualquier ataque desde las tierras salvajes de Thar. Los almacenes y concesiones de las compañías mercantiles estaban en su mayor parte en la orilla oeste, pegados a los muelles de la ciudad. Un trasiego constante de carretas y carros recorría el camino que llevaba tierra adentro, transportando provisiones y herramientas a los campamentos de fuera de la población. Las ruinas de una antigua muralla rodeaban el sinuoso contorno de la ciudad, pero había canteros trabajando en diversos puntos, ya que el harmach Grigor dedicaba la mayor parte de las riquezas que desde hacía poco afluían a sus arcas a reparar las antiguas defensas.

Geran miró de soslayo a Nimessa, tratando de leer su reacción al ver la ciudad por primera vez. La vio fruncir el entrecejo, tal vez a la vista de las calles sin empedrar o del humo de los hornos de fundición.

—No es tan deprimente como parece —le dijo—. Las calles del lado de la bahía son un poco más…, bueno, un poco más civilizadas.

Ella esbozó una sonrisa.

—Hay mucha actividad —señaló—. Es una buena señal. Además, me han dicho que los alojamientos de la concesión de los Sokol son bastante confortables. Estaré bien. —Después señaló con un gesto a la izquierda de Geran—. Parece que hubo un incendio.

Geran siguió su mirada. Cerca del lugar donde el Camino del Valle atravesaba las antiguas murallas había un gran edificio de madera construido sobre cimientos de piedra antigua. Una esquina estaba chamuscada, y faltaba una parte de las tablas del edificio por encima de la piedra. De un agujero en el suelo salía una fina columna de humo.

—El Bock del Troll —dijo con gesto preocupado.

—¿Una taberna?

—La mejor cerveza de Hulburg.

Pasaron cabalgando lentamente. Había un grupo de obreros atareados en retirar el tabique en ruinas con hachas y serruchos. Otros observaban la escena; todos ellos con una cinta azul alrededor del brazo. Geran vio a Brun Osting, el tabernero, estudiando la escena, con los gruesos brazos cruzados y una expresión feroz en la barbuda cara. Brun había regentado El Bock del Troll desde que su padre había muerto combatiendo contra los Cráneos Sangrientos para impedir que saquearan la ciudad. Hacía de eso cinco meses. Geran se desvió del camino para acercarse y saludarlo.

—¿Qué ha pasado aquí, Brun?

El tabernero miró a su alrededor. Era un joven de constitución robusta, entre cinco y siete centímetros más alto que Geran y pesaba unos veinticinco kilos más.

—Mi señor Geran… y mi señora —dijo, tocándose la frente en señal de respeto. Si le sorprendió ver a Geran llevando a una bella joven en su montura, no hizo ningún comentario—. Fueron los Puños Cenicientos. Una banda de ellos trató de prender fuego al Troll durante la noche, pero hicieron tanto ruido que despertaron a mis hermanos. Los pusimos en fuga y salvamos la mayor parte del edificio.

Geran estudió los daños y frunció el ceño.

—¿Hubo heridos?

—Dos o tres de los Puños Cenicientos, pero no creo que nadie haya resultado muerto. Mi hermano Stunder recibió un mal corte, pero ya lo han atendido. —Brun Osting meneó la cabeza—. Se avecinan problemas, mi señor; recuerda lo que digo. Los Puños Cenicientos van a intentar otra vez quemar a nuestros buenos hulburgueses, y va a haber muertes.

—Entiendo —dijo Geran—. ¿Puedo hacer algo para ayudar? Los Hulmaster están en deuda con tu familia.

El joven tabernero hizo un gesto con la mano.

—Son apenas unas horas de trabajo para reemplazar unas cuantas tablas. El Troll no era ninguna maravilla, de todos modos, pero apostaría a que el olor a humo no se va a despegar de las vigas durante años.

Geran hizo un gesto negativo con la cabeza y se alejó cabalgando, dejando que Brun volviera a su trabajo de la mañana.

Cuando estuvieron lo suficientemente lejos para que no pudieran oírlos, Nimessa se volvió a mirarlo.

—¿Quiénes son los Puños Cenicientos? —preguntó.

—Se podría decir que son un gremio o una milicia, o incluso una banda. En su mayoría son recién llegados a Hulburg, hombres de lugares como Melvaunt y Mulmaster. Muchos trabajan en los hornos y las fundiciones.

Durante los disturbios de la anterior primavera, Geran había impulsado a la gente común de Hulburg a unirse contra los mercenarios de las casas mercantiles extranjeras. Los foráneos más pobres no tardaron mucho en tomar ejemplo y organizar sus propios gremios o milicias para protegerse también. Los Escudos de la Luna —la milicia nativa de los hulburgueses— eran leales al harmach. Los Puños Cenicientos, en cambio, dependían mayormente de los mercaderes extranjeros para su subsistencia.

—No puedo probarlo, pero sospecho que la Casa Jannarsk y sus aliados los Cadenas Rojas están detrás de todo ello. Hulburg está llena de pobres de otras ciudades que vienen en busca de una oportunidad para mejorar su situación, pero también hay algunos que vinieron buscando otro tipo de oportunidades.

—¿Han causado muchos problemas?

—Algunos —admitió Geran—; pero Brun Osting tiene razón: habrá más si no cesan en su empeño.

Entraron en la pequeña plaza que había al pie del camino que subía hacia Griffonwatch. Geran tiró de las riendas y miró a Nimessa.

—¿Puedo ofrecerte la hospitalidad de Griffonwatch? Estoy seguro de que podremos encontrar algunas prendas más adecuadas. ¿O prefieres ir directamente a la propiedad de tu familia?

—A la concesión Sokol, por favor —respondió Nimessa—. Tengo que comunicarle a nuestra gente lo sucedido con el Alablanca y enviar enseguida noticias a mi padre, pero te agradezco el ofrecimiento.

—Como desees. Considérala una invitación pendiente.

Geran ocultó su decepción tras una pequeña inclinación de cabeza. Se dio cuenta de que era reacio a separarse de Nimessa tan pronto. En cuanto la acompañara a la propiedad de los Sokol, volvería a encontrarse entre la gente y el entorno que le eran familiares. Intentaría contactar con ella pasados unos cuantos días, y si se había recuperado todo lo bien que él esperaba, entonces la dejaría a su aire. Tal vez fuera lo mejor.

Pero por otra parte… Durante dos años lo había perseguido el recuerdo de Alliere. Tal vez en el fondo esperaba que Nimessa no estuviera interesada, simplemente para poder seguir soñando con la princesa a la que jamás volvería a ver. ¿O acaso era que tenía miedo de lo que pudiera pensar Mirya Erstenwold si empezase a cortejarla? Sin que lo viera Nimessa, frunció el entrecejo, entristecido por sus cavilaciones. Jamás le había resultado fácil desentrañar cómo funcionaba su propio corazón. Todo lo que sabía era que se había pasado dos años viviendo como un monje enclaustrado porque Alliere le había roto el corazón, y Nimessa Sokol le recordaba que quería liberarse de su fantasma.

Aplicó los talones a los costados de su caballo.

—El establecimiento Sokol no está lejos de aquí. Permíteme que te acompañe a casa.