63

Estábamos Hawk y yo sentados en su coche, a media manzana de la mansión, vigilando la entrada de la casa de April.

—¿Has hablado con Susan de lo de April? —dijo Hawk.

—No.

—¿Crees que te apetecerá hablarlo todo con ella? —dijo Hawk.

—No.

—Ella entiende de estas cosas —dijo.

—En efecto.

—¿Pero?

—Pero, por más que entienda de estas cosas, le costaría mantener la objetividad si supiera que April ha decidido matarme.

—Eso a nosotros no nos pasa —dijo Hawk.

—Estamos acostumbrados a saber que alguien quiere matarnos.

—Y que no puede —añadió Hawk.

—Hasta el momento —rematé.

Hawk volvió la cabeza para mirarme.

—Te encuentro muy optimista hoy —dijo.

Me encogí de hombros.

—Imagínate que no podamos matarla antes a ella —dijo Hawk—. Antes de que se lo encargue a otro.

—No —dije.

—De acuerdo —dijo Hawk—. Entonces, esperemos. Cuando encuentre a otro, nos lo cargamos.

Asentí. Seguimos mirando la puerta de su casa. Por fin había llegado la primavera a Back Bay. Apenas quedaba nieve. Los pájaros saltaban entre los brotes nuevos de los árboles. Estaba cómodo con mi ligera sudadera de cremallera.

—Has hecho todo lo que has podido —dijo Hawk sin mirarme.

Asentí.

—Su viejo la echó de casa a patadas hace veinte años —dijo Hawk.

Asentí.

—La llamó puta —dije.

—Y desde entonces, ha procurado no defraudarlo —dijo Hawk—. Así, salvarla es muy difícil.

—En efecto.

Una mujer joven, con vaqueros y un chaleco rojo de borreguillo, iba con cuatro perrillos atados con correa por el paseo del centro de la avenida.

—Los macarras la tenían pillada —dijo Hawk—. Tú se la quitaste de las manos.

—Y se la mandé a una madam.

—A una madam de mucha clase que la cuidaría —dijo Hawk.

Asentí.

—¿Tenías dónde escoger? —dijo Hawk—. A casa no quería volver, ni ibas a dejarla en manos del Estado. ¿Tenías que adoptarla?

Negué con un gesto de la cabeza.

—Hiciste lo que pudiste —dijo Hawk.

No contesté. Dos hombres bien vestidos giraron hacia el sendero de entrada de la mansión. Miré el reloj. Las once y cuarto de la mañana.

—Lo tenía muy bien con Patricia Utley —dijo Hawk—, y se largó.

—Creyó que estaba enamorada —dije.

Hawk asintió.

—Y terminó en la misma esclavitud sexual —dijo Hawk—. Y fuiste tú y la sacaste de allí.

—Los clubs Crown Prince —dije—. Seguramente, de ahí sacó la idea de Dreamgirl.

—Claro, por lo bien que se lo pasaba —dijo Hawk.

Me fijé en el cuarteto de perrillos y su paseante. Tres tiraban con fuerza, estirando la correa todo lo que daba de sí. El cuarto, un teckel de pelo duro, no se separaba de los tobillos de la mujer.

—No puedes salvarla —dijo Hawk—. Ha pasado mucho tiempo en la mierda. Era muy joven cuando se cayó de cabeza al pozo.

—Lo sé —dije.

—Seguramente mató a Ollie DeMars. Por eso Ollie la dejó entrar y procuró encontrarse a solas con ella. Creía que le iba a sacudir las telarañas.

—Lo sé.

—Y casi seguro que mató a Lionel en Nueva York —dijo Hawk—. No veo ninguna otra posibilidad lógica.

—Lo sé.

El sol estaba a punto de darnos de pleno. Hacía calor en el coche. Teníamos el motor apagado y las ventanillas abiertas. Había poco tráfico a mediodía. El prometedor aire primaveral circulaba por el interior del coche.

—Entonces, ¿por qué no se la entregas a Belson sin más? —dijo Hawk—. Que Corsetti y él aclaren el asunto.

No dije nada.

—De acuerdo —dijo Hawk—. No te gusta la idea, tengo otra. ¿Por qué no entras a rescatarla. Dale la oportunidad de matarte.

—Sí, los tiros van más por ahí —dije.